VI Genealogía

LA forma primaria de la novela es el cuento, no escrito, sino oral, embeleso del pueblo y de la niñez. Cuando al amor de la lumbre, durante las largas veladas de invierno, ó hilando su rueca al lado de la cuna, las tradicionales abuela y nodriza refieren en incorrecto y sencillo lenguaje medrosas leyendas ó morales apólogos, son.... ¡quién lo diría! precedesoras de Balzac, Zola y Galdós.

Pocos pueblos del mundo carecen de estas ficciones. La India fué riquísimo venero de ellas, y las comunicó á las comarcas occidentales, donde por ventura las encuentra algún sabio filólogo y se admira de que un pastor le refiera la fábula sánscrita que leyó el día antes en la colección de Pilpay. Arabes, persas, pieles-rojas, negros, salvajes de Australia, las razas más inferiores é incivilizadas, poseen sus cuentos. ¡Cosa rara!: el pueblo escaso de semejante género de literatura es el que nos impuso y dió todos los restantes, á saber, Grecia. Se cree que Esopo hubo de ser esclavo en algún país oriental para traer al suyo los primeros apólogos y fábulas. De novela, ni señales en las épocas gloriosas de la antigüedad clásica. Hasta cuatro siglos antes de nuestra era, cuando tenían ya los griegos sus admirables epopeyas, teatro, poesía lírica, filosofía é historia, no aparece la primer ficción novelesca, la Ciropedia de Jenofonte, narración moral y política que no carece de analogía con el Telémaco; el período ático—así se llama todo el tiempo en que florecieron las letras helenas—no presenta otro novelista ni otra novela, pues no se sabe que Jenofonte reincidiese. Los chinos, que en todo madrugan, poseyeron novelas desde tiempos remotos; pero como la cultura occidental arranca de Grecia, si quisiésemos rendir homenaje á nuestro primer novelista, tendríamos que celebrar el milenario, ó cosa así, de Jenofonte.

Durante el período de decadencia literaria que comenzó en Alejandría, sale á luz en el siglo de Augusto una linda novela pastoral, las Eubeanas, de Dión Crisóstomo. ¡No parece sino que la fantasía novelesca estaba aguardando, para manifestarse libremente, la venida del Cristianismo! Y muy á sus anchas debió de volar desde entonces, y mucho abundarían las ficciones descabelladas y las fábulas milesias, cuando en el siglo II Luciano de Samosata, escritor escéptico y agudísimo, como quien dice, el Voltaire del paganismo, creyó necesario atacarlas en la misma guisa que Cervantes atacó después los libros de caballería, parodiándolas en dos novelas satíricas, la Historia verdadera y el Asno.

En efecto, la literatura de aquellos primeros siglos del Cristianismo, si cuenta con alguna buena novela, como Las Babilonias de Jámblico, está plagada de patrañas, milagrerías é invenciones fantásticas, de biografías é historias sin piés ni cabeza, de cuentos referentes á Homero, Virgilio y otros poetas y héroes, de Evangelios, leyendas y actas apócrifas, algunas de muy galana invención; por donde se ve que el linaje de las novelas, con no ser tan antiguo como el de otros géneros, puede preciarse de ilustre, ya que un parentesco de afinidad le une á la literatura sagrada. La era de la novela griega concluye con Dafnis y Cloe, Amores de Teagenes y Clariclea, las narraciones de Aquiles Tacio, las Efesianas de Jenofonte de Éfeso, las Cartas de Aristenetes: género especial de novela erótica donde el paganismo moribundo se complacia en adornar con prolijas guirnaldas y festones el altar arruinado del amor clásico.

Sobreviene la Edad Media: cambian personajes, asuntos y escritores; la novela es poema épico, canción de gesta ó fabliau; sus protagonistas, Jasón, Edipo, los Doce Pares, el Rey Artús, Flora y Blancaflor, Lanzarote, Parcival, Guarino, Tristán é Iseo; los argumentos, la conquista del Santo Grial, la guerra de Troya, la de Tebas; los autores, troveros ó clérigos. Muy rudimentariamente, ya se contenían allí los libros de caballerías y la novela histórica, así como las crónicas de los Santos y leyendas doradas encerraban el germen de la novela psicológica, de menos acción y movimiento, pero más delicada y sentida. Francia é Inglaterra se llevaron la palma en este género de historias romancescas, de paladines, aventuras, hazañas y maravillas: bien nos desquitamos nosotros en el siglo XVI.

Semejante á los jardines encantados que por arte de magia bacía florecer en lo más crudo del invierno algún alquimista, abriéronse de pronto en nuestra patria los cálices, pintados de gules, sinople y azul, de la literatura andantesca. No habían penetrado en España las crónicas y proezas de los héroes carlovingios, los amoríos de Lanzarotes y Tristanes ni los embustes de Merlín, pero en cambio moraba ya entre nosotros, amén del brioso Campeador real, el Cid ideal, el caballero perfecto, puro y heroico hasta la santidad; el muy fermoso y nunca bien ponderado Amadís de Gaula, patriarca de la Orden de Caballería, tipo tan caro á nuestra imaginación meridional é hidalga, que ya á principios del siglo XV, los perros favoritos de los magnates castellanos se llamaban Amadís, como ahora se llamarían Bismarck ó Garibaldi. ¿Nació el padre Amadís en Portugal ó en Castilla? Decídanlo los eruditos: lo cierto es que calentó su cabeza el sol ibérico, el sol que derretía los sesos de Alonso Quijano errante por las abrasadoras llanuras manchegas, y que su interminable posteridad, como retoños de oliva, brotó en el campo de las letras españolas. ¡Oh y cuán fecundo himeneo fué aquel del firme y casto Amadís con la incomparable señora Oriana!

Un mundo, un mundo imaginario, poético, dorado, misterioso y extranatural como el que vió el caballero de la Triste Figura en el fondo de la cueva de Montesinos, se alza en pos del hijo del Rey Perión de Gaula. Lisuartes, Floriseles y Esferamundis; caballeros del Febo, de la Ardiente Espada, de la Selva; hermosísimas doncellas, feridas de punta de amores; dueñas rencorosas ó doloridas; reinas y emperatrices de regiones extrañas, de ínsulas remotas, de comarcas antípodas, adonde algún alígero dragón transportaba en un decir Jesús al andante; enanos, jayanes, moros y magos, endriagos y vestiglos, sabios con barbas que les besaban los pies, y princesas encantadas con pelo que les cubría el cuerpo todo; castillos, simas, opulentos camarines, lagos de pez que encerraban ciudades de oro y esmeraldas; cuanto brotó la fantasía de Ariosto, cuanto en melodiosas octavas cantó Torcuato Tasso, lo narraron en prosa castellana, rica, ampulosa, conceptuosa, henchida de retruécanos y tiquis miquis amatorios, García Ordóñez de Montalvo, Feliciano de Silva, Toribio Fernández, Pelayo de Ribera, Luis Hurtado y otros mil noveladores de la falange cuya lectura secó el cerebro de Don Quijote y cuyo estilo parecía de perlas al buen hidalgo. «Oh, que quiero—dice una heroína andantesca, la reina Sidonia—dar fin á mis razones por la sinrazón que hago de quejarme de aquel que no la guarda en sus leyes!»

Apresúrate, llega ya, manco glorioso, que haces gran falta en el siglo: ase la péñola y descabézame luego al punto ese ejército de gigantes, que al tocarles tú se volverán inofensivos cueros de vino tinto: hendirás los de una sola cuchillada, y perdiendo su savia embriagadora, se quedarán aplastados y hueros, ¡Ven, Miguel de Cervantes Saavedra, á concluir con una ralea de escritores disparatados, á abatir un ideal quimérico, á entronizar la realidad, á concebir la mejor novela del mundo!

Notemos aquí un pormenor muy importante. Si bien la novela caballeresca prendió, arraigó y fructificó tan lozana y copiosamente en nuestro suelo, ello es que nos vino de fuera. Amadís, en su origen, es una leyenda del ciclo bretón, importada á España por algún fugitivo trovador provenzal. Tirante el blanco, otro libro primitivo andantesco, fué trasladado del inglés al portugués y al lemosín. Las aventuras de los andantes caballeros ocurren en Bretaña, en Gales, en Francia. Aunque diestramente adaptadas sus historias á nuestra habla, y leídas con deleite y hasta con entusiasta furor, no pierden jamás un dejo extranjerizo que repugna al paladar nacional. Venga un Cervantes; que escriba en forma de novela una historia llena de verdad y de ingenio, protesta del ingenio patrio contra el falsa idealismo y los enrevesados discursos que nos pronuncian heroes nacidos en otros países, y al punto se hará popular su obra, y la celebrarán las damas, y la reirán los pajes, y se leerá en los salones y en las antesalas, y sepultará en el olvido las soñadas aventuras caballerescas: olvido tan rápido y total como ruidosa era su fama y aplauso.

De andar en manos de todo el mundo, pasaron los libros de caballerías á ser objeto de curiosidad. Sus autores eran contemporáneos de Herrera, Mendoza y los Luises. ¿Quién se acuerda hoy de aquellos fecundos novelistas, tan caros á su época? ¿Quién sabe, á no buscarlo ex profeso en un manual de literatura, el nombre del ingenio que compuso, v. gr., Don Cirongilio de Tracia?

No me es posible persuadirme—digan lo que quieran los trascendentalistas—á que Cervantes, cuando escribió el Quijote, no quiso realmente atacar los libros de caballerías, y matar en ellos una literatura exótica que robaba á la castiza todo el favor del público. Y lo creo así, en primer lugar, porque si la literatura caballeresca no hubiese alcanzado desarrollo y preponderancia alarmante, Cervantes, al combatirla, procedería como su héroe, tomando los carneros por ejércitos, y batiéndose con los molinos de viento; y en segundo, porque juzgando analógicamente, comprendo bien que si un realista contemporáneo poseyese el talento asombroso de Cervantes, lo emplease en escribir algo contra el género idealista, sentimental y empalagoso que aún goza hoy del favor del vulgo, como los libros de caballerías, en tiempos de Cervantes. Por lo demás, claro que el Quijote no es mera sátira literaria. ¡Qué ha de ser, si es lo más grande y hermoso que se ha escrito en el género novelesco!

El principal mérito literario de Cervantes—dejando aparte el valor intrínseco del Quijote como obra de arte—consiste en haber reanudado la tradición nacional, haciendo que al concepto del Amadís forastero y tan quimérico como Artús y Roldán reemplace un tipo real como nuestro héroe castellano el Cid Rodrigo Díaz, que con mostrarse siempre valeroso y honrado, y noble y comedido, y cristiano, lo mismo que el solitario de la Peña Pobre, es además un ser de carne y hueso y manifesta afectos, pasiones y hasta pequeñeces humanas, ni más ni menos que Don Quijote; con ellos me entierren y no con la dilatada estirpe de los Amadises.

No inventó Cervantes la novela realista española porque ésta ya existía y la representaba La Celestina, obra maestra, más novelesca todavía que dramática, si bien escrita en diálogo. Ningún hombre, aunque atesore el genio y la inspiración de Cervantes, inventa un género de buenas á primeras: lo que hace es deducirlo de los antecedentes literarios. Mas no importa: el Quijote y el Amadís dividen en dos hemisferios nuestra literatura novelesca. Al hemisferio del Amadís se pueden relegar todas las obras en que reina la imaginación, y al del Quijote aquellas en que predomina el carácter realista, patente en los monumentos más antiguos de las letras hispanas. En el primero caben, pues, los innumerables libros de caballería, las novelas pastoriles y alegóricas, sin excluir la misma Galatea y el Persiles, de Cervantes; en el segundo las novelas ejemplares y picarescas: el Lazarillo, el Gran Tacaño, Marcos de Obregón, Guzmán de Alfarache; los cuadros llenos de luz y color de la Gitanilla, el humorístico Coloquio de los perros, el Diablo cojuelo, de Guevara; el cuento donosísimo de los Tres maridos burlados, y.... ¿á qué citar? ¿Cuándo acabaríamos de nombrar y encarecer tantas obras maestras de gracia, observación, donosura, ingenio, desenfado, vida, estilo y sentenciosa profundidad moral? Mientras el territorio idealista se pierde, se hunde cada vez más en las nieblas del olvido, el realista, embellecido por el tiempo—como sucede á los lienzos de Velázquez y Murillo—basta para hacer que el pasado de nuestra literaratura recreativa sea sin par en el orbe.

Esta brevísima excursión por el campo de la novela desde su nacimiento hasta la aurora de los tiempos modernos, en los cuales tanto se enriqueció y tantas metamorfosis sufrió, nos enseña cuán mudable es el gusto y cómo las épocas forman la literatura á su imagen. ¡Qué diferencia, por ejemplo, entre tres obras recreativas: Dafnis y Cloe, Amadís de Gaula y el Gran Tacaño! Me represento á Dafnis y Cloe como un bajo-relieve pagano cincelado, no en puro mármol, sino en alabastro finísimo. Sobre el fondo de una rústica cueva, donde se alza el ara de las ninfas rodeada de flores, retozan el zagal y la zagala adolescentes, y á su lado brinca una cabra y yace caído el zurrón, el cayado, los odres llenos de leche fresca; el diseño es elegante, sin vigor ni severidad, pero no sin cierta gracia y refinada molicie que blandamente recrean la vista. Amadís es un tapiz cuyas figuras se prolongan, más altas del tamaño natural; el paladín, armado de punta en blanco, se despide de la dama cuyos pies encubre el largo brial y cuyas delicadas manos sostienen una flor; entre los colores apagados de la tapicería, resplandecen aquí y allí lizos de oro y plata; en el fondo hay una ciudad de edificios cuadrangulares, simétricos, como las pintan en los códices. Y por último, el Gran Tacaño es á manera de pintura, de la mejor época de la escuela española; Velázquez sin duda fué quien destacó del lienzo la figura pergaminosa y enjuta del Dómine Cabra; sólo Velázquez podría dar semejante claro-obscuro á la sotana vieja, al rostro amarillento, al mueblaje exiguo del avaro. ¡Qué luz! ¡Qué sombras! ¡Qué violentos contrastes! ¡Qué pincel valiente, franco, natural y cómico á un tiempo! Dafnis y Cloe y Amadís no tienen más vida que la del arte; el Gran Tacaño vive en el arte y en la realidad.

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