Octubre.
¡Camilo, Camilo, Camilo! ¡Que siempre has de ser así, empedernido y recalcitrante! Porque te dije en mi carta anterior que el casero tiene una chica, y esta chica me sirve la cunca de leche, ya pones mil tonterías, y afirmas que estoy aquí contentísimo y pinto el país y la casa con bellos colores. Piensa el ladrón... Ven acá, malicioso; ¿ignoras que no soy como tú, ni peco de inflamable, ni me vuelve loco el espectáculo de unas enaguas colgadas de una percha? Me gusta lo hermoso, me agradan las niñas guapas mucho más que las feas; sólo que no he menester, como tú, traerlas siempre al retortero, y supongo que cuando me enamore será de veras, y haré un marido tierno y amante, como Dios manda y debe ser todo hombre honrado.
Mi programa excluye los conatos de seducción. ¡Y por dónde querías que empezase la carrera de Tenorio! ¡Por Maripepa, la hija del señor Pepe de Naya! Antes de leer tu carta (que en algunos pasajes me hizo desternillarme de risa), ignoraba el color de los ojos de esta rústica ninfa, ó más bien faunesa. Hoy fué la primera vez que se me ocurrió desmenuzar su palmito. Cuando yo la consideré despacio, estaba Maripepiña en la actitud siguiente: arrollada á una muñeca la soga con que prendía á la vaca, y en la otra mano, que apoyaba en la cadera, reluciente y afilada hoz. Muchacha y vaca miráronme de soslayo cuando me acerqué al grupo, con mirada á un tiempo recelosa, arisca y humilde, como exclamando: «¿qué nos querrá éste?»
¿Y qué tal de estética? preguntarás tú de fijo. ¡De estética! Verás, verás. Maripepiña es de mediana estatura, tiene el cutis asoleado, sembrado de pecas, rojo el greñudo cabello, las manos oscuras y curtidas, con uñas cuadradas y romas, el pié muy ancho y plano, sin duda por la costumbre de no calzarse sino los días festivos, y de pisar cantos y asperezas. Tú, que te mueres por un pié bonito encerrado en elegante bota, tendrías para reirte un mes con la ancha base de esta criatura. Á fin de no desilusionarte por completo, añadiré que posee unos ojos entre verdes y azules, con pestañas muy cortas, espesas y rubias, que no por lo raros, ni por no contarse en el número de los ojos clasificados oficialmente como bonitos, dejan de serlo. Pero lo demás... ¡Si vieses qué semejantes en su colorido son la chica y la vaca! Rojas, morenas, las dos parecen hechas de tierra y teja molida.
Emprendí conversación con Maripepa, y no se cortó; dejó á la vaca mordiscar el campo, y me fué dando explicaciones de sumo interés; por dónde se encontraban las mejores lindes para el pasto; qué edad cuenta el ternero; cuándo será tiempo de venderlo en la feria; cómo era preciso traerle yerba tiernecita, si no el muy glotón no dejaría para mí gota de leche; todo en el dialecto del país, que me costaba trabajo entender, aunque voy acostumbrándome y ya sé el nombre de muchas cosas.
Sospechas que me habitúo á esta situación; te equivocas; me aburro resignadamente, hago de tripas corazón y de la necesidad virtud; duermo, como, paseo y trato de no echar de menos tu compañía, la familia, mis relaciones, el Ateneo y los teatros. No niego que me sucede un curioso fenómeno; deseaba mucho recibir el cajón de libros, y ahora que está aquí no me resuelvo á desclavarlo. La naturaleza me embebe, me absorbe la vida orgánica y me entrego dulcemente al placer de existir, de gozar sueños reparadores y digestiones insensibles, respirando un airete templado, que á veces trae olores resinosos del cercano pinar.
Otro síntoma: cuando llegué se me figuraba estar soñando, y que el único mundo real era Madrid; ahora me sucede lo contrario; penetrado de la realidad de cuanto me rodea, el Madrid lejano me parece una comarca fantástica: dudo confusamente de su existencia, y al recibir cartas me río de mis dudas. Cosas singulares observé también al despertar. El primer día que desperté aquí, me sobrecogió extraordinariamente la profunda calma, apenas rota por un rumor suave de brisa en la arboleda, por remotos quiquiriquís de gallo y por el argentino gotear del caño de la fuente. Contrastaba de tal modo esta paz con el ruido de los coches, que aún llenaba mis oídos, con el tableteo del tren y el carranqueo de la diligencia, que me puse á escuchar el silencio, gozando más que en el Real cuando la orquesta entona el solo de la Africana.
No niego el atractivo del campo. Desde que no llueve y está serena la atmósfera, recorro mis dominios, disfrutando de un apacible otoño. He visitado las orillas del Avieiro, festoneadas de olmos y mimbrales; en los recodos, ¡si vieses qué praditos de grama mullida, qué orlas de espadaña mezclada con lirios tardíos! Dará gusto leer á Becquer en sitios tan poéticos. Con todo, mi lugar favorito no son las orillas del río, sino el soto de castaños. Conservan éstos su frondosa hojarasca, pero sus flores secas y amarillentas alfombran el suelo y embalsaman el aire con un grato olor casi imperceptible; algún entreabierto erizo va cayendo, y se ve en su interior pardear la castaña. Me indicó Maripepa que el día de Difuntos se podrá hacer un magosto, es decir, asar las castañas en el mismo soto y comerlas regándolas con el mosto agrio y clarete del país. ¡Qué mosto, hijo! Me lo dieron á probar, é hice una mueca. Aseguran que asociado á las castañas es cosa exquisita; me figuro que siempre será vinagre.
¡Ah, gran acontecimiento! ¿Pues no se me olvidaba lo mejor? He tenido dos visitas, pásmate, dos nada menos. Y son gentes muy dispuestas á acompañarme y obsequiarme: el notario de Cebre y el señorito de Limioso. El notario, mozo robusto, colorado, gasta barba que le come las mejillas, pelo que se le junta con las cejas, y detrás de tanta maleza esgrime unos ojuelos vivos y joviales; el señorito, avellanado, escueto, grave y lacio, usa bigotes caídos, pantalones cortos y un chambergo anticuado, romántico, que está reclamando la flotante pluma. Tiene fama el notario de pirrarse por las mozas, el vino y la caza; el señorito es también gran cazador; pero respecto á otras pecaminosas aficiones, nada se murmura de él; es encogido, de pocas palabras, y no le falta cierta innata cortesía caballeresca. Este señorito de Limioso no salió jamás de su concha, y creo que sus viajes se reducen á ir algún año á Pontevedra para ver el fuego de la Peregrina; no le dieron carrera, fuese por falta de medios ó fuese por considerar más hidalga su ignorancia de mayorazgo pobre, y vive con su padre, chocho ya, y dos tías muy viejas y raras, en un caserón acribillado de goteras, que aquí llaman con gran respeto el Pazo (palacio) de Limioso.
Afirma el notario malignamente que el señorito mantiene á sus tres perros de perdices con aleluyas, y que en el Pazo se cuelga del techo el mollete de pan, á fin de que dure más tiempo y sea más difícil de coger. Es posible que tengan fundamento estas burlas; porque mientras el notario ha venido á verme caballero en una yegüecilla muy redonda, de ojo zaino y gordas ancas, el señorito cabalgaba en un penco trasijado y larguirucho, que casi desaparecía bajo la gran silla española con adornos de plata, mueble histórico del Pazo. Ambos visitadores me convidaron á salir con ellos á las perdices, y convinimos en que, si no se descompone el tiempo, recorreremos el monte y ellos vendrán á disfrutar el magosto aquí.
Ya te referiré cómo he obsequiado á mis nuevos amigos y á qué saben las castañas.