Capítulo 20

Mi hábito de desconfiar de las mujeres, de suponerlas consagradas a la caza del marido, venció en aquel momento a los sentimientos que Feíta despertaba en mí. Noté una especie de frío moral repentino, y acogí receloso las confidencias de Feíta, precisamente cuando estas llegaban al grado de mayor intimidad y abandono, cuando la muchacha no recataba nada de lo que la afligía. Sentí que me ponía en guardia, y me pareció que de pronto mi cariño se sumía como agua en arenal. Sin embargo, continué atento, bien dispuesto en el terreno amistoso. «Procederé como amigo», pensé, «como verdadero y leal amigo, a fin de que si estas son artimañas de una mujer, dotada de gran entendimiento y voluntad, para buscar otro género de protección, no pueda quejarse ni motejarme de que no la aconsejo y sirvo desinteresadamente».

—Vamos, hija mía —insistí en alta voz— no sea que se haya V. ofuscado y visto lo que no existe. ¡Quizás la… la intriguilla de… de sus hermanas… sea inocente… o no sea aún tan… tan arriesgada como V. supone… !

La muchacha respiró, se pasó la mano por la frente, y se encaró conmigo, mirándome de un modo que subyugaba por lo límpido y firme.

—Apelo a su sinceridad —dijo—. ¿Puede V., no jurar (detesto los juramentos), sino asegurarme, como hombre de bien, que las relaciones de mis hermanas son puras?

Callé, bajé la cabeza, y Feíta continuó:

—¡Lo ve V.! Por otra parte, dijese V. lo que quisiese, sería igual. No hablo sin pruebas.

—Mire V., a veces una exterioridad… una tontería…

—No me dé V. esa clase de consuelos, Pareja; conmigo no se moleste V. en aplicar paños calientes. No me conoce V.; sin duda no comprende todavía lo que soy… en bueno y en malo… No me asusto de que mis hermanas tengan novio. Casi… casi… no me asustaría de que tuviesen… otra cosa. Me horrorizo, sí, de las circunstancias que rodean esa… flaqueza suya. Aunque en otros terrenos nos entendiésemos ellas y yo (que nunca nos hemos entendido), su conducta en este nos separaría por siempre jamás amén. Rosa… ¿Creerá V. que hasta el explicarlo me cuesta sudores?

La vi palidecer y la oí suspirar acongojada.

—Rosa… ha cedido al dinero. Rosa se ha vendido. Argos… es menos antipática; se ha entregado… por capricho, por curiosidad malsana, por novelería, por falta de sentido moral… ¡Ah! y por enfermedad. No vuelva V. la cara. ¡Ya entiendo! La vuelve V., no porque le espanten los hechos de ellas, sino porque le horrorizan mis dichos. Estoy hablando como no hablan las señoritas. No sería V. hombre si no le alarmasen más en la mujer las palabras reflexivas que los procederes ligeros; no sería V. hombre si no negase a una mujer que no quiere delinquir, el derecho a saber en qué consiste el delito.

—Tiene V. razón —respondí, instantáneamente dominado—. No puedo acostumbrarme a pensar que para V. no hay misterios. ¡Es V. tan joven, tan buena, tan lista, tan encantadora!; y añadidas a esas cualidades, ¡la ignorancia, la inocencia, la sentarían a V. tan bien! Son esos fatales libros, son ciertos estudios… impropios… los que destruyeron en V. el mayor hechizo de su edad y de su sexo…

—Si eso fuese un hechizo… poco me importaría carecer de él. No aspiro a hechizar a nadie.

—Pues hechiza V., aunque no se lo proponga —dije requebrándola involuntariamente.

—¡Entonces, auto en mi favor! Nada he perdido… Abad, Abad, hablemos en serio, que los tiempos no están para chanzas. Le puedo asegurar, sacándole de un error, que por los libros y los estudios yo sería aun… eso que Vds. llaman inocente. He leído mil cosas que no comprendí. La clave de ellas me la dio el mal ejemplo que he visto, los tristes cuadros que contemplo. La inocencia se puede perder muy temprano, sin leer más que el calendario, y hasta leyendo el Astete. ¿Dónde habrá libro más inmoral que mi casa? —añadió con amarga risa—. Por eso no quiero leerlo. Lo cierro. Si pudiese lo quemaría.

—Rosa —prosiguió después de una pausa en que no acerté a encontrar forma de interrumpir sus dolorosas reflexiones— estaba predestinada a este desenlace, si no encontraba inmediatamente un marido muy rico. Y si encontraba ese marido, estaba predestinada a arruinarle y a cubrirle de vergüenza. Por un retazo de terciopelo, vende Rosa la hostia consagrada. ¡Muñeca sin alma y sin decoro! Increíble parece que cieguen tanto unos trapos. Mire V., contra esa estoy más indignada que contra Argos… No me explico su conducta. La indignación viene de ahí: de que no comprendemos, de que no podemos concebir una acción. Si lo comprendiésemos todo, todo lo perdonaríamos. En mi cabeza no cabe que por un metro de tela se hagan semejantes porquerías. ¡Un hombre gastado y que no la gusta! ¡Un usurero, un prestamista, que ni es capaz de derrochar por una mujer! ¡Vamos, eso no es malo, porque… porque es peor!

—Va V. a oír —continuó frotándoselos párpados con rabia— lo que ha hecho Rosa. Se ha vendido, bueno: pero como es tan necia, como su pobre cabeza está tan vacía, ni venderse supo, y lo que hizo fue ponerse la argolla de esclava, y a mi padre también. D. Baltasar Sobrado, es, como V. no ignora, una hormiguita. Tiene a papá sujeto con préstamos que le va facilitando. Puede, cuando le plazca, dejarnos en la miseria. Pues bien; Rosa, en vez de tratar —ya que iba al negocio— de conseguir la libertad de papá, de conservarle el pan de la vejez… ¿cómo dirá V. que cedió a las pretensiones de ese coscón vicioso? ¡Conviniendo Sobrado en que la garantizaría en las tiendas, sobre todo en la Ciudad de Londres, de donde la envían lo que pide sin presentar la factura!

Los ojos de Feíta, al decir esto, chispeaban; sus mejillas ardían, y temblaban sus labios. Era magnífica su expresión de antipatía y desdén, y disipadas mis sospechas enteramente, recobró su influjo y me sentí atraído hacia ella con más fuerza que nunca.

—¿Comprende V.? —repetía—. ¿Ve V. la trampa en que se ha dejado coger esa idiota? ¿Ve V. lo que sucederá cuando mi padre, o tenga que abonar las deudas de Rosa, que ascienden a miles de reales, o que deber el perdón y el abono de esa partida a la garantía y a la generosidad del infame de Sobrado? ¡Ah! ¡Cuántas ganas he tenido a veces de que el compañero le ajuste las cuentas! ¡Y se las ajustará, quién lo duda! ¡Si no, no habría Dios en el cielo!

Mortificáronme estas palabras y volvió a morderme el despecho en el corazón. Aquel obrerito —saltaba a los ojos— había encarnado el ideal de la sabia, y hasta sus sueños de venganza y justicia.

—No sé —continuó Feíta— si será verdad que el mucho estudio nos acerca a Dios: yo bien poquito he estudiado por ahora, pero cada día creo más en la Providencia, y en que no hay maldad que al fin y al cabo no se pague. ¡Todos pagarán, todos serán castigados según su delito, y V. lo verá y yo lo veré! Pero no quiero verlo de cerca. ¡Ahí se quedan mis hermanas… según la carne… ! con sus intrigas y sus enredos y su afán de conservar la posición, ¡esa manía que tanta parte ha tenido en la desventura de Rosa! Porque Abad, ese es el secreto. Las clases sociales, preocupación maldita, han hecho nuestra desgracia. Somos una familia de origen noble: convenido. Tenemos un escudo donde campean un aguilucho, unos roeles y no sé qué más zarandajas heráldicas. Allá en el siglo XV y en el XVI un Neira fue señor de algún castillejo, y puede que hiciese barbaridades en la guerra. Pero faltó el guano, y cuando mis padres se trasladaron a Marineda, veníamos ya a reducirnos, a dejar nuestro papel de señores de pueblo. Desde que abandonamos la casa solariega y vendimos los trastos viejos y alquilamos un pisito en la capital, entramos en la clase media. De clase media fueron nuestras relaciones, de clase medió nuestro modo de vivir. ¡Y ni aun de clase media ilustrada! No; de esa clase media que ni dirige ni sube. Así y todo, no alcanzaban los cuartos. El varón de la familia, inepto para el estudio; nosotras, mujeres y teniendo que gastar y que exhibirnos, a ver si nos colocábamos. Papá, no decidiéndose nunca a… a hacer algo, a solicitar un puesto, a jugar los codos. Su honradez, su modestia, su decencia, le estorbaban… —Mi padre es de otra época, de tiempos en que la sociedad iba más despacio. —Muere mi madre, que hacía milagros de economía. Viene el desconcierto, el préstamo, la hipoteca, los apuros, el trueno. Si hubiese sentido común, si la vida se construyese directamente, sin farsa, con lógica… ahora era ocasión de que bajásemos otro peldañito, e ingresásemos en las filas del pueblo. ¿Por qué no? ¡Si al fin hemos… han de caer, digo, en las de la gente perdida y despreciada! ¿No valdría más que Rosa planchase? ¿No estaría mejor Argos cosiendo? ¡Cuánto tiempo hace que la aconsejé que se dedicase a tiple de zarzuela! A estas horas tendría la independencia ganada con su trabajo.

—¡Eso es imposible, Feíta!

—¿Por qué imposible? Lo imposible es vivir de cierto modo… Que se olviden de ese rótulo que dice: «somos señoritas», y que se coloquen en la única situación honrada que les permiten las circunstancias. Si quieren continuar dentro de la clase media (aunque en su esfera más humilde) entonces… que trabajen como yo. Pero ellas dicen que es una vergüenza trabajar así. ¡En casa —añadió, riendo sardónicamente— la vergüenza, soy yo quien la traigo! Pues he estado bien resuelta, si no encontrase lecciones, a entrar de doncella en una casa de Madrid. Sería pueblo… sí, pueblo… Comería en la cocina, al lado del lacayo… y dirían de mí: La Fe… una cántabra muy viva de genio… que no aguanta cosquillas) Y los domingos, en vez de salir a los Tíos Vivos y a los bailoteos y a las jaranas, me iría a ver Museos y a aprender lo que pudiese… Sería pueblo con el cuerpo, lo cual casi me hace ilusión… y con el cerebro sería aristocracia, más que mis amos probablemente… ¿No está V. conforme, Abad? ¿Vale más andar como Rosa y como Argos?

—Y está V. segura —insistí— de que Argos también…

Feíta movió la cabeza afirmativamente, con violencia y tenacidad.

—¿No será una cosa sin trascendencia?

—Es cosa muy de fondo… terrible… Basta que yo lo diga… No me haga V. entrar en detalles. Rosa aún guarda ciertas apariencias, pero Argos, con su desequilibrio y su condición de pólvora, no se recata, y ver a V. lo que tarda en cubrirnos de barro. No quiero ver eso. Me voy. Nada puedo remediar. El favor que solicito de V. es que me preste lo indispensable para el viaje en tercera… y para vivir en la capital los primeros días. Cuatro cuartos, porque ya me han buscado en Madrid lecciones: Moragas, que es mi amparo, me recomienda a unas amigas suyas, que tienen muchas niñas y me admiten como una especie de institutriz… sin diploma y sin residencia… Las casas allí son chicas. Creo que falta habitación para mí. —Hay otra lección, en un colegio, de historia. Habrá que estudiar para lucirse y cumplir bien, ¡tan bien como un hombre! ¡Y puesto que he de pagarle a V. religiosa y civilmente… me conviene que me preste V. muy poquito… ¡para desentramparme pronto! ¿Verdad que no me niega V. este servicio? Mucho se lo agradeceré: no lo olvidaré nunca.

Me levanté sin contestar, y comencé a pasear por el reducido espacio del cuchitril. Una lucha se verificaba en mi alma. Las palabras de Feíta, su modo de pensar y de sentir, tan bien manifestado en aquella decisiva conversación, habían acrecentado y desatado, con reacción violenta, mi entusiasmo, actuando sobre mi imaginación, realzando su figura, obligándome, casi a la fuerza, sin aquiescencia de mi voluntad, a estimarla como nunca, y a postrarme rendido a sus pies. Mis desconfianzas, ya que no muertas, reposaban adormecidas por la magia de aquella bravía veracidad, de aquella virtud natural y desenfadada, de aquella pureza consciente y segura de sí misma, de aquella originalidad de pensamiento, que jamás pude imaginar que se encontrase en una virgen de poco más de veinte años. Sentíame arrebatado, conquistado, enamorado a todo trapo, de veras, y un arrebato inexplicable llenaba mi pecho, como si aquel sentimiento singular, que pocos días antes ni sospechaba, fuese para mí una patente de juventud, de salud moral, de energía, la potencia germinativa del alma, conservada en mí y atrofiada antes bajo la plancha de acero del egoísmo. Sí; lo más extraordinario, es que me regocijaba de sentirme en poder de la pasión. Juraría que había crecido. Mi pulso se apresuraba, mis venas hervían, mi cuerpo era ligero y ágil como cuando respiramos inhalaciones de éter. ¡Sensación extraña! En aquel transporte me parecía volar… Apenas quería combatir: ansiaba entregarme; rabiaba por dar salida a las palabras que se agolpaban a mis labios y desahogo a la plenitud de mi corazón. Me sacó de aquel estado de positiva embriaguez la voz de Feíta, diciendo festivamente:

—No creí que mi petición le agitase a V. tanto. Figúrese que no he dicho nada. Le pediré a Moragas ese dinero, y aunque por su genio caritativo tiene mil compromisos, de seguro me lo da.

—¡Feíta! —exclamé volviéndome con ímpetu hacia ella, y dejándome caer en el sofá a su lado—. ¡Que ha de ser V. tan lista para unas cosas y tan cerrada para otras! ¿Supone V. que se trata de dinero? Tome V.

Y eché mano al bolsillo y lo vacié sobre la mesa.

—¿Quiere V. ahora mismo mis economías todas? ¿Quiere mi patrimonio? ¿Quiere mis muebles, mis ropas, mis libros?

—¿Está V. en su juicio? ¿Somos chiquillos y jugamos? Me bastan quince o veinte duros.

—Pero si V. no se irá; si V. se quedará aquí… ¡para toda la vida! Desengañaremos a su padre de V… . salvaremos a sus hermanas… arreglaremos esas historias… ¡Si supiese qué contento estoy!

—A mí me parece que está V. fuera de sí —respondió ella levantándose, ya sorprendida y alarmada.

—Y le parece a V. bien. No me haga caso… Es decir, sí… Oigame; no se ría… ¿Quiere V., Feíta… quiere V… . ¡ah! ¡mire que no se trata de ninguna broma! quiere V… . casarse conmigo… inmediatamente?

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