II

Un día descendió mayor consternación quenunca sobre la choza de los molineros. Era llegado el plazo fatal para el colono:* vencía eltermino del arriendo, y, o pagaba al dueño dellugar, o se verían arrojados de el y sin techoque los cobijase, ni tierra donde cultivar lasberzas para el caldo. Y lo mismo el holgazánJuan Ramón que Pepona la diligente, profesaban a aquel quiñón* de tierra el cariño insensatoque apenas profesarían a un hijo pedazo de susentrañas. Salir de allí se les figuraba peor que ir para la sepultura: que esto, al fin, tiene que suceder a los mortales, mientras lo otro no ocurresino por impensados rigores de la suerte negra.

¿Dónde encontrarían dinero? Probablemente no había en toda la comarca las dos onzas* queimportaba la renta del lugar. Aquel año de miseria —calculó Pepona—, dos onzas no podíanhallarse sino en la boeta* o cepillo de Santa Minia. El cura sí que tendría dos onzas, y bastantes más, cosidas en el jergón* o enterradas en elhuerto... Esta probabilidad fue asunto de laconversación de los esposos, tendidos boca aboca en el lecho conyugal, especie de cajón conuna abertura al exterior, y dentro un relleno dehojas de maíz y una raída manta. En honor dela verdad, hay que decir que a Juan Ramón,alegrillo con los cuatro tragos que había echadoal anochecer para confortar el estómago casivacío, no se le ocurría siquiera aquello de lasonzas del cura hasta que se lo sugirió, cual verdadera Eva, su cónyuge; y es justo observartambién que contestó a la tentación con palabras muy discretas, como si no hablase por suboca el espíritu parral.

—Oyes, tú, Juan Ramón... El clérigo sí que tendrá a rabiar lo que aquí nos falta... Ricas onciñas tendrá el clérigo. ¿Tú roncas, o me oyes, oque haces?—Bueno, ¡rayo!, y si las tiene, ¿que rayos nosinteresa? Dar, no nos las ha de dar.

—Darlas, ya se sabe; pero.... emprestadas...

—¡Emprestadas! Sí, ve a que te empresten... —Yodigo emprestadas así, medio a la fuerza... Malditos!... No sois hombres, no tenéis de hombressino la parola*... Si estuviese aquí Andresiño...

un día... al oscurecer.

—Como vuelvas a mentar* eso, los diaños* lleven si no te saco las muelas del bofetón...

—Cochinos de cobardes; aún las mujeres tenemos más riñones...

—Loba, calla; tú quieres perderme. El clérigotiene escopeta.... y a más quieres que Santa Minia mande una centella que mismamente nos destrice...

—Santa Minia es el miedo que te come...

—¡Torna, malvada!...

—¡Pellejo, borranchón!...

Estaba echada Minia sobre un haz de paja, apoca distancia de sus tíos, en esa promiscuidadde las cabañas gallegas, donde irracionales yracionales, padres e hijos, yacen confundidos ymezclados Aterida de frío bajo su ropa, quehabía amontonado para cubrirse —pues mantaDios la diese—, entreoyó algunas frases sospechosas y confusas, las excitaciones sordas de lamujer, los gruñidos y chanzas vinosas delhombre. Tratábase de la Santa... Pero la niña nocomprendió. Sin embargo, aquello le sonabamal; le sonaba a ofensa, a lo que ella, si tuviesenociones de lo que tal palabra significa, hubiesellamado desacato*. Movió los labios para rezarla única oración que sabía, y así, rezando, se quedó traspuesta. Apenas le salteó el sueño, lepareció que una luz dorada y azulada llenaba elrecinto de la choza. En medio de aquella luz, oformando aquella luz, semejante a la que despedía la «madama de fuego» que presentaba elcohetero en la fiesta patronal, estaba la Santa,no reclinada, sino en pie, y blandiendo su palma* como si blandiese un arma terrible. Miniacreía oír distintamente estas palabras: «¿Ves?Los mato». Y mirando al lecho de sus tíos, losvio cadáveres, negros, carbonizados, con laboca torcida y la lengua de fuera... En este momento se dejó oír el sonoro cántico del gallo; labecerrilla* mugió en el establo, reclamando elpezón de su madre... Amanecía.

Si pudiese la niña hacer su gusto, se quedaríaacurrucada entre la paja la mañana que siguió asu visión. Sentía gran dolor en los huesos, quebrantamiento general, sed ardiente. Pero lahicieron levantar, tirándola del pelo y llamándola holgazana, y, según costumbre, hubo de sacar el ganado. Con su habitual pasividad noreplicó; agarró la cuerda y echó hacia el pradillo. La Pepona, por su parte, habiéndose lavadoprimero los pies y luego la cara en el charcomás próximo a la represa del molino, y puéstose el dengue* y el mantelo* de los días grandes,y también —lujo inaudito— los zapatos, colocóen una cesta hasta dos docenas de manzanas,una pella* de manteca envuelta en una hoja decol, algunos huevos y la mejor gallina ponedora, y, cargando la cesta en la cabeza, salió dellugar y tomó el camino de Compostela con aireresuelto. Iba a implorar, a pedir un plazo, unaprórroga, un perdón de renta, algo que lespermitiese salir de aquel año terrible sin abandonar el lugar querido, fertilizado con su sudor.. Porque las dos onzas del arriendo....

¡quia!, en la boeta de Santa Minia o en el jergóndel clérigo seguirían guardadas, por ser un calzonazos Juan Ramón y faltar de la casa Andresiño.... y no usar ella, en lugar de refajos, las mal llevadas bragas* del esposo.

No abrigaba Pepona grandes esperanzas deobtener la menor concesión, el más pequeñorespiro. Así se lo decía a su vecina y comadreJacoba de Alberte, con la cual se reunió en elcuerpo, enterándose de que iba a hacer la misma jornada, pues Jacoba tenía que traer de laciudad medicina para su hombre, afligido consu asma de todos los demonios, que no le dejaba estar acostado, ni por las mañanas casi respirar. Resolvieron las dos comadres ir juntas paratener menos miedo a los lobos o a los aparecidos, si al volver se les echaba la noche encima;y pie ante pie, haciendo votos* porque no lloviese, pues Pepona llevaba a cuestas el fonditodel arca, emprendieron su caminata charlando.

—Mi matanza —dijo la Pepona— es que no podréhablar cara a cara con el señor marqués, y alapoderado tendré que arrodillarme. Los señores de mayor señorío son siempre los más compadecidos del pobre. Los peores, los señoritos hechos a puñetazos, como don Mauricio, elapoderado; ésos tienen el corazón duro comolas piedras y le tratan a uno peor que a la sueladel zapato. Le digo que voy allá como el bueyal matadero.

La Jacoba, que era una mujercilla pequeña, deojos ribeteados de apergaminadas facciones,con dos toques cual de ladrillos en los pómulos,contestó en voz plañidera:—¡Ay comadre! Iba yo cien veces a donde va, yno quería ir una a donde voy ¡Santa Minia nosvalga! Bien sabe el Señor Nuestro Dios que melleva la salud del hombre, porque la salud valemás que las riquezas. No siendo por amor de lasalud, ¿quien tiene valor de pisar la botica dedon Custodio?Al oír este nombre, viva expresión de curiosidad azorada se pintó en el rostro de la Peponay arrugóse su frente, corta y chata, donde el pelo nacía casi a un dedo de las tupidas cejas.

—¡Ay! Sí, mujer... Yo nunca allá fui. Hasta pordelante de la botica no me da gusto pasar. Andan no se qué dichos, de que el boticario hace«meigallos»*.

—Eso de no pasar, bien se dice; pero cuandouno tiene la salud en sus manos... La salud valemás que todos los bienes de este mundo; y elpobre que no tiene otro caudal sino la salud,¿qué no hará por conseguirla? Al demonio erayo capaz de ir a pedirle en el infierno la buenauntura* para mi hombre. Un peso y doce realesllevamos gastados este año en botica, y nada:como si fuese agua de la fuente; que hasta es unpecado derrochar los cuartos así, cuando nohay una triste corteza para llevar a la boca. Demanera es que ayer por la noche, mi hombre,que tosía que casi arreventaba, me dijo, dice:«¡Ei!, Jacoba: o tú vas a pedirle a don Custodiola untura, o yo espicho*. No hagas caso del medico; no hagas caso, si a manos viene, ni de Cristo Nuestro Señor; a don Custodio has de ir;que si el quiere, del apuro me saca con sólo doscucharaditas de los remedios que sabe hacer. Yno repares en dinero, mujer, no siendo quequiéraste quedar viuda. Así es que... —Jacobametió misteriosamente la mano en el seno yextrajo, envuelto en un papelito, un objeto muychico— aquí llevo el corazón del arca... : ¡undobloncillo* de a cuatro! Se me van los «espíritus» detrás de él; me cumplía para mercar* ropa, que casi desnuda en carnes ando; pero primero es la vida del hombre, mi comadre.... yaquí lo llevo para el ladrón de don Custodio.

Asús* me perdone.

La Pepona reflexionaba, deslumbrada por lavista del doblón y sintiendo en el alma unaoleada tal de codicia* que la sofocaba casi.

—Pero diga, mi comadre —murmuró con ahínco*, apretando sus grandes dientes de caballo yechando chispas por los ojuelos—. Diga: ¿cómohará don Custodio para pagar tantos cuartos?¿Sabe que se cuenta por ahí? Que mercó esteaño muchos lugares del marqués. Lugares delos más riquísimos. Dicen que ya tiene mercados dos mil ferrados* de trigo de renta.

—¡Ay, mi comadre! ¿Y cómo quiere que no ganecuartos ese hombre que cura todos los malesque el Señor inventó? Miedo da al entrar allí;pero cuando uno sale con la salud en la mano. .

Ascuche*: ¿quien piensa que le quitó la «reúma» al cura de Morlán? Cinco años llevaba enla cama, baldado*, imposibilitado.... y de repente un día se levanta, bueno, andando como ustéy como yo. Pues, ¿que fue? La untura que le dieron en los cuadriles*, y que le costó media onza en casa de don Custodio. ¿Y el tío Gorlo;el posadero de Silleda? Ese fue mismo cosa demilagro. Ya le tenían puesto los santolios* ytraerle un agua blanca de don Custodio... ycomo si resucitara.

_¡Que cosas hace Dios!—¿Dios? —contestó la Jacoba—. A saber si las hace Dios o el diaño... Comadre, le pido de favor que me ha de acompañar cuando entre enla botica...

—Acompañaré.

Cotorreando* así, se les hizo llevadero el camino a las dos comadres. Llegaron a Compostelaa tiempo que las campanas de la catedral y denumerosas iglesias tocaban a misa, y entraron aoírla en las Animas, templo muy favorito de losaldeanos, y, por tanto, muy gargajoso,* sucio ymaloliente.* De allí, atravesando la plaza llamada del Pan, inundada de vendedoras de molletes* y cacharros, atestada de labriegos y decaballerías, se metieron bajo los soportales, sustentados por columnas de bizantinos capiteles,y llegaron a la temerosa madriguera de donCustodio.

Bajábase a ella por dos escalones, y entre esto yque los soportales roban luz, encontrábasesiempre la botica sumergida en vaga penumbra*, resultado a que cooperaban también losvidrios azules, colorados y verdes, innovaciónentonces flamante y rara. La anaquelería* ostentaba aún esos pintorescos botes que hoy se estiman como objeto de arte, y sobre los cuales seleían, en letras góticas, rótulos que parecenfórmulas de alquimia: «Rad, Polip. Q», «Ra, Su.

Eboris», «Stirac. Cala», y otros letreros de nomenos siniestro cariz. En un sillón de vaqueta*,reluciente ya por el uso, ante una mesa, dondeun atril abierto sostenía voluminoso libro,hallábase el boticario, que leía cuando entraronlas dos aldeanas, y que al verlas entrar se levantó. Parecía hombre de unos cuarenta y tantosaños; era de rostro chupado, de hundidos ojos ysumidos carrillos*, de barba picuda y gris, de calva primeriza y ya lustrosa, y con aureola delargas melenas que empezaban a encanecer*:una cabeza macerada y simpática de santo penitente o de doctor alemán emparedado en sulaboratorio. Al plantarse delante de las dos mujeres, caía sobre su cara el reflejo de uno de los vidrios azules, y realmente se la podía tomarpor efigie de escultura. No habló palabra, contentándose con mirar fijamente a las comadres.

Jacoba temblaba cual si tuviese azogue* en lasvenas y la Pepona, más atrevida, fue la queechó todo el relato del asma, y de la untura, ydel compadre enfermo, y del doblón. Don Custodio asintió,* inclinando gravemente la cabeza:desapareció tres minutos tras la cortina de sarga* roja que ocultaba la entrada de la rebotica;*volvió con un frasquito cuidadosamente lacrado; tomó el doblón, sepultólo en el cajón de lamesa, y volviendo a la Jacoba un peso duro,contentóse con decir:—Úntele con esto el pecho por la mañana y porla noche —y sin más se volvió a su libro.

Miráronse las comadres, y salieron de la boticacomo un alma que lleva el diablo; Jacoba, fueraya, se persignó.*Serían las tres de la tarde cuando volvieron a reunirse en la taberna, a la entrada de la carretera, donde comieron un «taco» de pan y unacorteza de queso duro, y echaron al cuerpo elconsuelo de dos deditos de aguardiente. Luegoemprendieron el retorno. La Jacoba iba alegrecomo unas pascuas; poseía el remedio para suhombre; había vendido bien medio ferrado dehabas, y de su caro doblón un peso quedabaaún por misericordia de don Custodio. Pepona,en cambio, tenía la voz ronca y encendidos losojos; sus cejas se juntaban más que nunca; sucuerpo, grande y tosco, se doblaba al andar,cual si le hubiesen administrado alguna soberana paliza. No bien salieron a la carretera, desahogó sus cuitas en amargos lamentos; el ladrón de don Mauricio, como si fuese sordo denacimiento o verdugo de los infelices:—«La renta, o salen del lugar» ¡Comadre! Allílloré, grité, me puse de rodillas, me arranquélos pelos, te pedí por el alma de su madre y dequien tiene en el otro mundo... Él, tieso: «La renta, o salen del lugar». El atraso de ustedes yano viene de este año, ni es culpa de la mala cosecha . . Su marido bebe, y su hijo es otro quebien baila ... El señor marqués le diría lo mismo... Quemado está con ustedes... Al marquésno le gustan borrachos en sus lugares.» Yo repliquéle: «Señor, venderemos los bueyes y lavaquita.... y luego, ¿con qué labramos? Nosvenderemos por esclavos nosotros ... » «La renta, les digo.... y lárguese ya». Mismo así, empurrando*, empurrando.... echóme por la puerta.

¡Ay! Hace bien en cuidar a su hombre, señoraJacoba... ¡Un hombre que no bebe! A mí me hade llevar a la sepultura aquel pellejo... Si le dapor enfermarse, con medicina que yo le compreno sanará.

En tales pláticas iban entreteniendo las dos comadres el camino. Como en invierno anochecepronto, hicieron por atajar, internándose haciael monte, entre espesos pinares. Oíase el toquedel Angelus* en algún campanario distante, y la niebla, subiendo del río, empezaba a velar yconfundir los objetos. Los pinos y los zarzales*se esfumaban entre aquella vaguedad gris, conespectral apariencia. A las labradoras les costaba trabajo encontrar el sendero.

—Comadre —advirtió, de pronto y con inquietud, Jacoba—, por Dios le encargo que no cuenteen la aldea lo del unto...*—No tenga miedo, comadre... Un pozo es miboca.

—Porque si lo sabe el señor cura, es capaz deecharnos en misa una pauliña* ...

—¿Y a el qué le interesa?—Pues como dicen que esta untura «es lo que es»...

—¿De que?—¡Ave María de gracia, comadre! —susurró Jacoba, deteniéndose y bajando la voz, como silos pinos pudiesen oírla y delatarla—. ¿De verasno lo sabe? Me pasmo.* Pues hoy, en el mercado, no tenían las mujeres otra cosa que decir, ylas mozas primero se dejaban hacer trizas* quellegarse al soportal. Yo, si entré allí, es porquede moza ya he pasado; pero vieja y todo, si usténo me acompaña, no pongo el pie en la botica.

¡La gloria Santa Minia nos valga!—A fe, comadre, que no sé ni esto... Cuente,comadre, cuente... Callaré lo mismo que si muriera.

— ¡Pues si no hay más de que hablar, señora!¡Asús querido! Estos remedios tan milagrosos,que resucitan a los difuntos, hácelos don Custodio con «unto de moza».

—¿Unto de moza...?—De moza soltera, rojiña* , que ya esté en sazón de poder casar. Con un cuchillo te saca las mantecas, y va y las derrite, y prepara los medicamentos. Dos criadas mozas tuvo, y ninguna sesabe qué fue de ella, sino que, como si la tierrase las tragase, que desaparecieron y nadie lasvolvió a ver. Dice que ninguna persona humana ha entrado en la trasbotica; que allí tiene una«trapela»,* y que muchacha que entra y pone elpie en la «trapela».... ¡plas!, cae en un pozo muyhondo, muy hondísimo, que no se puede medirla profundidad que tiene.... y allí el boticario le arranca el unto.

Sería cosa de haberle preguntado a la Jacoba acuántas brazas* bajo tierra estaba situado ellaboratorio del destripador de antaño; pero lasfacultades analíticas de la Pepona eran menosprofundas que el pozo, y limitóse a preguntarcon ansia mal definida:—¿Y para «eso sólo sirve el unto de las mozas?»—Sólo. Las viejas no valemos ni para que nos saquen el unto siquiera.

Pepona guardó silencio. La niebla era húmeda:en aquel lugar montañoso convertíase en «brétema»,* e imperceptible y menudísima lloviznacataba a las dos comadres, transidas de frío yya asustadas por la oscuridad. Como se internasen en la escueta gándara* que precede allindo vallecito de Tornelos, y desde la cual yase divisa la torre del santuario, Jacoba murmuró con apagada voz:—Mi comadre ... ¿no es un lobo eso que por ahíva?—¿Un lobo? —dijo, estremeciéndose, Pepona.

—Por allí.... detrás de aquellas piedras.... dicen que estos días ya llevan comida mucha gente.

De un rapaz de Morlán sólo dejaron la cabeza ylos zapatos. ¡Asús!El susto del lobo se repitió dos o tres veces antes que las comadres llegasen a avistar la aldea.

Nada, sin embargo, confirmó sus temores, ningún lobo se les vino encima. A la puerta de lacasucha de Jacoba despidiéronse, y Peponaentró sola en su miserable hogar. Lo primerocon que tropezó en el umbral de la puerta fuecon el cuerpo de Juan Ramón, borracho comouna cuba, y al cual fue preciso levantar entremaldiciones y reniegos, llevándole en peso a lacama. A eso de medianoche, el borracho salióde su sopor,* y con estropajosas palabras acertóa preguntar a su mujer qué teníamos de la renta. A esta pregunta, y a su desconsoladora contestación, siguieron reconvenciones,* amenazas,blasfemias, un cuchicheo* raro, acalorado, furioso. Minia, tendida sobre la paja, prestabaoído; latíale el corazón; el pecho se le oprimía;no respiraba; pero llegó un momento en que laPepona, arrojándose del lecho, le ordenó que setrasladase al otro lado de la cabaña, a la partedonde dormía el ganado. Minia cargó con subrazado de paja, y se acurrucó* no lejos del establo, temblando de frío y susto. Estaba muycansada aquel día; la ausencia de Pepona lahabía obligado a cuidar de todo, a hacer el caldo, a coger hierba, a lavar, a cuantos menesteres y faenas* exigía la casa... Rendida de fatiga y atormentada por las singulares desazones* decostumbre, por aquel desasosiego* que la molestaba, aquella opresión indecible, ni acababade venir el sueño a sus Párpados ni de aquietarse su espíritu. Rezó maquinalmente, pensóen la Santa, y dijo entre sí, sin mover los labios:«Santa Minia querida, llévame pronto al Cielo;pronto, pronto . .» Al fin se quedó, si no precisamente dormida, al menos en ese estado mixtopropio a las visiones, a las revelaciones psicológicas y hasta a las revoluciones físicas. Entoncesle pareció, como la noche anterior, que veía laefigie de la mártir; sólo que, ¡cosa rara!, no erala Santa; era ella misma, la pobre rapaza, huérfana de todo amparo, quien estaba allí tendidaen la urna de cristal, entre los cirios,* en la iglesia. Ella tenía la corona de rosas; la dalmática de brocado verde cubría sus hombros; la palmala agarraban sus manos pálidas y frías; la herida sangrienta se abría en su propio pescuezo,* ypor allí se le iba la vida, dulce e insensiblemente, en oleaditas de sangre muy suaves, que alsalir la dejaban tranquila, extática, venturosa...

Un suspiro se escapó del pecho de la niña; pusolos ojos en blanco, se estremeció.... y quedósecompletamente inerte. Su última impresiónconfusa fue que ya había llegado al Cielo, encompañía de la Patrona.

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