III

En aquella rebotica, donde, según los autorizados informes de Jacoba de Alberte, no entrabanunca persona humana, solía hacer tertulia adon Custodio las más noches un canónigo de laSanta Metropolitana iglesia, compañero de estudios del farmacéutico, hombre ya maduro,sequito como un pedazo de yesca,* risueño, gran tomador de tabaco. Este tal era constanteamigo e íntimo confidente de don Custodio, y, a ser verdad los horrendos crímenes que al boticario atribuía el vulgo, ninguna persona más apropósito para guardar el secreto de tales abominaciones que el canónigo don Lucas Llorente, el cual era la quintaesencia del misterio y dela incomunicación con el público profano. Elsilencio, la reserva más absoluta, tomaba enLlorente proporciones y carácter de manía. Nada dejaba transparentar de su vida, y acciones,aun las más leves e inocentes. El lema del canónigo era: «Que nadie sepa cosa alguna de ti.» Yaun añadía (en la intimidad de la trasbotica):«Todo lo que averigua la gente acerca de lo quehacemos o pensamos, lo convierte en arma nociva y mortífera. Vale más que invente que noedifique sobre el terreno que te ofrezcamosnosotros mismos.»Por este modo de ser y por la inveterada amistad, don Custodio le tenía por confidente absoluto, y sólo con él hablaba de ciertos asuntosgraves, y sólo de Él se aconsejaba en los casos peligrosos o difíciles. Una noche en que, por señas, llovía a cántaros, tronaba y relampagueaba a trechos, encontró Llorente al boticarioagitado, nervioso, semiconvulso. Al entrar elcanónigo se arrojó hacia él, y tomándole lasmanos y arrastrándole hacia el fondo de la rebotica, donde, en vez de la pavorosa «trapela»y el pozo sin fondo, había armarios, estantes,un canapé y otros trastos igualmente inofensivos, le dijo con voz angustiosa:—¡Ay amigo Llorente! ¡De qué modo me pesahaber seguido en todo tiempo sus consejos deusted, dando pábulo* a las hablillas de los necios! A la verdad, yo debí desde el primer díadesmentir cuentos absurdos y disipar estúpidosrumores... Usted me aconsejó que no hiciesenada, absolutamente nada, para modificar laidea que concibió el vulgo de mí, gracias a mivida retraída, a los viajes que realicé al extranjero para aprender los adelantos de mi profesión,a mi soltería y a la maldita casualidad (aquí el boticario titubeó un poco) de que dos criadas....

jóvenes.... hayan tenido que marcharse secretamente de casa, sin dar cuenta al público delos motivos de su viaje ... ; porque.... ¿qué calabazas le importaba al público los tales motivos,me hace usted el favor de decir? Usted me repetía siempre: «Amigo Custodio, deje correr labola; no se empeñe nunca en desengañar a losbobos, que al fin no se desengañan, e interpretan mal los esfuerzos que se hacen para combatir sus preocupaciones. Que crean que ustedfabrica sus ungüentos con grasa de difunto y que se los paguen más caros por eso, bien; dejadles, dejadles que rebuznen*. Usted véndalesremedios buenos, y nuevos de la farmacopea*moderna, que asegura usted está muy adelantada allá en los países extranjeros que ustedvisitó. Cúrense las enfermedades, y crean losimbéciles que es por arte de birlibirloque.* Laborricada mayor de cuantas hoy inventan ypropalan los malditos liberales es esa de «ilustrar a las multitudes». ¡Buena ilustración te dé Dios! Al pueblo no puede ilustrársele. Es y seráeternamente un hatajo de babiecas,* una recuade jumentos.* Si le presenta usted las cosas naturales y racionales, no las cree. Se pirra por loraro, estrambótico, maravilloso e imposible.

Cuanto más gorda es una rueda de molino,tanto más aprisa la comulga. Conque, amigoCustodio, usted deje de andar la procesión, y sipuede, apande el estandarte...Este mundo esuna danza...

—Cierto —interrumpió el canónigo, sacando sucajita de rapé* y torturando entre las yemas elpolvito—; eso te debí decir; y qué, ¿tan mal le ha ido a usted con mis consejos? Yo creí que el cajón de la botica estaba de duros a reventar, yque recientemente había usted comprado unoslugares muy hermosos en Valeiro.

—¡Los compré, los compré; pero también losamargo! —exclamó el farmacéutico—. ¡Si lecuento a usted lo que me ha pasado hoy! Vaya,discurra. ¿Qué creerá usted que me ha sucedido? Por mucho que prense el entendimientopara idear la mayor barbaridad ... , lo que escon esta no acierta usted, ni tres como usted.

—¿Qué ha sido ello?—¡Verá, verá! Esto es lo gordo. Entra hoy en mibotica, a la hora en que estaba completamentesola, una mujer de la aldea, que ya había venido días atrás con otra a pedirme un remediopara el asma: una mujer alta, de rostro duro,cejijunta, con la mandíbula saliente, la frentechata y los ojos como dos carbones. Un tipoimponente, créalo usted. Me dice que quierehablarme en secreto y después de verse a solasconmigo en el sitio seguro, resulta... ¡Aquí entralo mejor! Resulta que viene a ofrecerme el untode una muchacha, sobrina suya, casadera ya,virgen, roja, con todas las condiciones requeridas, en fin, para que el unto convenga a losremedios que yo acostumbro hacer.. ¿Qué diceusted a eso, canónigo? A tal punto hemos llegado. Es por ahí cosa corriente y moliente* que yo destripo a las mozas, y que con las mantecasque les saco compongo esos remedios maravillosos, ¡puf!, capaces hasta de resucitar a losdifuntos. La mujer me lo aseguró. ¿Lo está usted viendo? ¿Comprende la ... ancha que sobremí ha caído? Soy el terror de las aldeas, el espanto de las muchachas y el ser más aborrecibley más cochino que puede concebir la imaginación.

Un trueno lejano y profundo acompañó lasúltimas palabras del boticario. El canónigo sereía, frotando sus manos sequitas y meneandoalegremente la cabeza. Parecía que hubiere logrado un grande y apetecido triunfo.

—Yo sí que digo: ¿lo ve usted, hombre? ¿Ve cómo son todavía más bestias, animales, cinocéfalos* y mamelucos* de lo que yo mismo pienso? ¿Ve cómo se les ocurre siempre la mayorbarbaridad, el desatino* de más grueso calibre yla burrada más supina?* Basta que usted sea elhombre más sencillo, bonachón y pacífico del orbe;* basta que tenga usted ese corazón blandufo, que se interese usted por las calamidadesajenas, aunque le importen un tábano; que seausted incapaz de matar a una mosca y sólopiense en sus librotes, en sus estudios, y en susquímicas, para que los grandísimos salvajes letengan por monstruo horrible, asesino, reo detodos los crímenes y abominaciones.

—Pero ¿quién habrá inventado estas calumnias,Llorente?—¿Quien? La estupidez universal.... forrada enla malicia universal también. La bestia del apocalipsis..., que es el vulgo,* créame, aunque SanJuan no lo haya dejado muy claramente dicho.

—¡Bueno! Así será; pero yo, en lo sucesivo, nome dejo calumniar más. No quiero; no, señor.

¡Mire usted qué conflicto! ¡A poco que me descuide, una chica muerta por mi culpa! Aquellafiera, tan dispuesta a acogotarla.* Figúrese usted que repetía: «La despacho y la dejo en el monte, y digo que la comieron los lobos. Andanmuchos por este tiempo del año, y verá cómo escierto, que al día siguiente aparece comida.»¡Ay canónigo! ¡Si usted viese el trabajo que mecostó convencer a aquella caballería mayor deque ni yo saco el unto a nadie ni he soñado ental! Por más que la repetía: «Eso es una animalada que corre por ahí, una infamia,* una atrocidad, un desatino, una picardía; y como yoaverigüe quien es el que lo propala, a ése sí quele destripo», la mujer, firme como un poste, y erre que erre. «Señor, dos onzas nada más..

Todo calladito, todo calladito... En dos onzas,tiene los untos. Otra proporción tan buena no laencuentra nunca.» ¡Qué víbora malvada! LasFurias del infierno deben de tener una caraasí... Le digo a usted que me costó un triunfopersuadirla. No quería irse. A poco la echo conun garrote.*—¡Y ojalá que la haya usted persuadido! —articuló el canónigo, repentinamente preocupado y agitado, dando vueltas a la tabaqueraentre los dedos—. Me temo que ha hecho ustedun pan como unas hostias. ¡Ay Custodio! La haerrado usted. Ahora sí que juro yo que la ha errado.

—¿Qué dice usted, hombre, o canónigo, o demonio? —exclamó el boticario, saltando en suasiento alarmadísimo.

—Que la ha errado usted. Nada, que ha hechouna tontería de marca mayor por figurarse,como siempre, que en esos brutos cabe unachispa de razón natural, y que es lícito y conducente para algo el decirles la verdad y argüirles con ella y alumbrarlos con las luces del intelecto. A tales horas, probablemente la chica estáen la gloria, tan difunta como mi abuela... Mañana por la mañana, o pasado le traen el untoenvuelto en un trapo... ¡Ya lo verá!—Calle, calle... No puedo oír eso. Eso no cabe en cabeza humana... ¿Yo qué debí hacer? ¡PorDios, no me vuelva loco!—¿Que qué debió hacer? Pues lo contrario de lorazonable, lo contrario de lo que haría ustedconmigo o con cualquiera otra persona capazde sacramentos, y aunque quizá tan mala comoel populacho, algo menos bestia... Decirles quesí, que usted compraba el unto en dos onzas, oen tres, o en ciento...

—Pero entonces...

—Aguarde, deje me acabar.. Pero que el untosacado por ellos de nada servía. Que usted enpersona tenía que hacer la operación y, porconsiguiente, que le trajesen a la muchachitasanita y fresca... Y cuando la tuviese segura ensu poder, ya echaríamos mano de la justiciapara prender y castigar a los malvados...* ¿Puesno ve usted claramente que ésa es una criaturade la cual se quieren deshacer, que les estorba,o porque es una boca más o porque tiene algo y ansían heredarla? ¿No se le ha ocurrido queuna atrocidad así se decide en un día, pero seprepara y fermenta en la conciencia a veceslargos años? La chica está sentenciada a muerte. Nada; crea usted que a estas horas..

Y el canónigo blandió la tabaquera, haciendo elexpresivo ademán* del que acogota.

—¡Canónigo, usted acabará conmigo! ¿Quienduerme ya esta noche? Ahora mismo ensillo layegua* y me largo a Tornelos...

Un trueno más cercano y espantoso contestó alboticario que su resolución era impracticable. Elviento mugió y la lluvia se desencadenó furiosa, aporreando* los vidrios.

—¿Y usted afirma —preguntó con abatimientodon Custodio— que serán capaces de tal iniquidad?*—De todas. Y de inventar muchísimas que aún no se conocen. ¡La ignorancia es invencible, y eshermana del crimen!—Pues usted —arguyó el boticario— bien aboga*por la perpetuidad de la ignorancia.

—¡Ay amigo mío! —respondió el oscurantista—.

¡La ignorancia es un mal. Pero el mal es necesario y eterno, de tejas abajo, en este pícaro mundo! Ni del mal ni de la muerte conseguiremosjamás vernos libres.

¡Qué noche pasó el honrado boticario, tenido,en concepto del pueblo, por el monstruo másespantable ya quien tal vez dos siglos anteshubiesen procesado acusándole de brujería!Al amanecer echó la silla a la yegua blanca quemontaba en sus excursiones al campo y tomó elcamino de Tornelos. El molino debía de servirlede seña para encontrar presto lo que buscaba.

El sol empezaba a subir por el cielo, que después de la tormenta se mostraba despejado ysin nubes, de una limpidez radiante. La lluviaque cubría las hierbas se evaporaba ya, y secábase el llanto derramado sobre los zarzales porla noche. El aire diáfano y transparente, no excesivamente frío, empezaba a impregnarle deolores ligeros que exhalaban los mojados pinos.

Una pega*, manchada de negro y blanco, saltócasi a los pies del caballo de don Custodio. Unaliebre salió de entre los matorrales,* y loca de miedo, graciosa y brincadora, pasó por delantedel boticario.

Todo anunciaba uno de esos días espléndidosde invierno que en Galicia suelen seguir a lasnoches tempestuosas y que tienen incomparable placidez, y el boticario, penetrado por aquella alegría del ambiente, comenzaba a creer quetodo lo de la víspera era un delirio, una pesadilla trágica o una extravagancia de su amigo.

¿Cómo podía nadie asesinar a nadie, y así, deun modo tan bárbaro e inhumano? Locuras, insensateces, figuraciones del canónigo. ¡Bah!En el molino, a tales horas, de fijo que estaríanpreparándose a moler el grano. Del santuariode Santa Minia venía, conducido por la brisa, elargentino toque de la campana, que convocabaa la misa primera. Todo era paz, amor y serenadulzura en el campo...

Don Custodio se sintió feliz y alborozado comoun chiquillo, y sus pensamientos cambiaron derumbo. Si la rapaza de los untos era bonita yhumilde... se la llevaría consigo a su casa, redimiéndola de la triste esclavitud y del peligro yabandono en que vivía. Y si resultaba buena,leal, sencilla, modesta, no como aquellas doslocas, que la una se había escapado a Zamoracon un sargento, y la otra andando en malospasos con un estudiante, para que al fin resultara lo que resultó y la obligó a esconderse. . Si la molinerita no era así, y al contrario, realizabaun suave tipo soñado alguna vez por el empedernido* solterón....entonces, ¿quien sabe, Custodio? Aún no eres tan viejo que...

Embelesado* con estos pensamientos, dejó larienda a la yegua.... y no reparó que iban metiéndose monte adentro, monte adentro, por lomás intrincado y áspero de él. Notólo cuandoya llevaba andado buen trecho del camino.

Volvió grupas* y lo desanduvo; pero con pocafortuna, pues hubo de extraviarse más, encontrándose en un sitio riscoso* y salvaje. Oprimíasu corazón, sin saber por que, extraña angustia.

De repente, allí mismo, bajo los rayos del sol, del alegre, hermoso, que reconcilia a los humanos consigo mismos y con la existencia, divisóun bulto, un cuerpo muerto, el de una muchacha... Su doblada cabeza descubría la tremendaherida del cuello. Un «mantelo» tosco cubría lamutilación de las despedazadas y puras entrañas; sangre alrededor, desleída* ya por la lluvia,las hierbas y malezas pisoteadas, y en tomo, elgran silencio de los altos montes y de los solitarios pinares...

IV#id_index_split_003.html#calibre_pb_2A Pepona la ahorcaron* en La Coruña. JuanRamón fue sentenciado a presidio.* Pero la intervención del boticario en este drama jurídicobastó para que el vulgo le creyese más destripador que antes, y destripador que tenía lahabilidad de hacer que pagasen justos por pecadores, acusando a otros de sus propios atentados. Por fortuna, no hubo entonces en Compostela ninguna jarana* popular; de lo contrario, es fácil que le pegasen fuego a la botica, locual haría frotarse las manos al canónigo Llorente, que veía confirmadas sus doctrinas acerca de la estupidez universal e irremediable.

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