Apenas había salido Olivia, cuando el desconocido se presentó con un traje diferente y más elegante que el de la víspera: saludó amorosamente con los ojos a Celeste, y desprendiéndose una camelia, que tenía en un ojal de la levita, se la presentó.
—No rehusará usted este presente de tan poco valor: en esta camelia está un recuerdo del encuentro de ayer y me atrevería a decir un sentimiento de mi corazón.
Celeste bajó los ojos, y sin poderlo resistir, tomó la camelia, y la colocó en su pecho.
—¿Conque ha rehusado usted los tres mil pesos? —dijo el desconocido.
—Desde luego ha encontrado usted a Olivia, y le ha hablado. Acaba de salir de aquí, y va a cobrar el vale.
—Sí, pero para poner la compañía en cabeza mía.
—Deseaba yo saber el nombre de usted, caballero: en primer lugar, para conservar el recuerdo de un hombre generoso, y en segundo para que se pusiese en la escritura que debe formarse. En efecto, yo no he aceptado, ni puedo aceptar. ¿Para qué puedo necesitar tanto dinero? mi trabajo me proporciona qué comer, y es todo lo que necesito, todo lo que deseo.
—¡Que no sirve el dinero! —contestó el desconocido. Seguramente es la primera persona que en el mundo dice esto, en mediados del siglo XIX. ¡El dinero! El dinero es el alma de la sociedad, el espíritu que anima la ciencia, el entusiasmo que alienta el patriotismo, el específico que hace a los cobardes valientes, a los tontos sabios, a los rufianes caballeros, a los plebeyos nobles, a los depravados virtuosos. a los patanes cortesanos: con él hasta los negros se vuelven blancos, y los blancos pobres se la pasan peor que los negros esclavos. ¡El dinero! ¿Qué no se hace y deshace en el mundo actual por el dinero? Los soberanos más altos se contentan, y hacen la paz cuando se les arrojan unos cuantos millones; los pleitos se ganan por los ricos, y se pierden por los pobres; los patriotas más esclarecidos dejan las armas y los negocios públicos, cuando tienen con qué pasar la vida alegremente; los poetas cuelgan la lira, y sacan su lápiz tan luego como se trata de hacer una cuenta en que algo les quede ¡Bah! no acabaría yo en una hora de indicar las maravillas, los milagros verdaderos del dinero: las penas mismas del purgatorio son más breves, cuando el difunto deja unos cuantos reales para su alma. En cuanto a las mujeres, el dinero les sirve para hacerlas más hermosas, para proporcionarles trajes magníficos, coches elegantes, muebles exquisitos. Pensad en una niña de catorce a quince años, con su rostro blanco y cándido de ángel y sus ojos azules y apacibles como el cielo, pero cubierta con unos harapos, con el pie descalzo y pidiendo limosna por las calles; y después figuraos a esa misma muchacha con un traje de terciopelo y seda, con un collar de diamantes en su blanco cuello, con una media leve y fina como la tela de un huevo, con un calzado de seda, y subiendo a una calesa tirada por un par de caballos color de canario, y veréis cuánta es la diferencia. No es la misma mujer seguramente. ¿Y me preguntáis, criatura inocente, para qué sirve el dinero? No olvidéis el pasado, y pensad en el porvenir: el dinero sirve para no pedir limosna, para no gemir en una cárcel inmunda, para no necesitar del asilo de una modista, para no humillarse ni recibir el mendrugo de pan que tira el rico, creyendo que con esto y unos cuantos golpes de pecho se le abrirán las puertas del cielo; en una palabra, para vivir libre, independiente, feliz y considerado de todo el mundo.
Celeste oía a este extraño personaje con una especie de temor y de sobresalto. Toda su vida la compendiaba al hacerle la relación de los usos del dinero, y ella, en efecto, comprendía bastante bien, que las desgracias que había pasado, no reconocían más causa que la pobreza. Si ella hubiera tenido dinero, sus padres no habrían muerto quizá, ni ella se habría visto precisada a sufrir un género de aventuras a cual más peligrosas y humillantes. ¿Cuál era su porvenir? ¿Esperar a Arturo, para sufrir sus desprecios, y al padre Anastasio para serle gravosa? Un momento Celeste, vencida por los argumentos del desconocido, pensó en decidirse de una vez a aceptar y a ser rica, exponiéndose a todas las consecuencias; pero casi al mismo tiempo una voz interior la fortificaba y le reprobaba estos pensamientos como criminales: así es, que obedeciendo a estos impulsos buenos, contestó con mucha sencillez y amabilidad:
—Lo que me decís, es una verdad, desgraciadamente; pero a pesar de todo, me contento con un regalo más simple. Acepto esta camelia; y vos, en cambio, aceptad un sentimiento de gratitud sincera que conservaré siempre en mi corazón.
El desconocido no pudo menos de desconcertarse, al escuchar esta respuesta ingenua y franca; pero disimulando su cólera, adoptó otro camino.
—Bien, muy bien, acepto el trato, pero deseo que sepáis y que tengáis entendido, que yo soy únicamente vuestro amigo verdadero. Quizá habréis pensado que yo a cambio de dinero, trataba de obtener vuestro amor. Lejos de mí semejante pensamiento. Si algún día podéis tener respecto de mí un sentimiento un poco más tierno que el de la amistad, yo sabré pagarla, no con dinero, ni con diamantes, sino con una serie de acciones delicadas y generosas, que os den a conocer todo lo que vale un corazón noble.
Celeste bajó los ojos: este lenguaje hacía más impresión en su alma, que toda la perspectiva de las ventajas del dinero. Generalmente el corazón de la mujer es más accesible a la ternura que a la avaricia.
El desconocido conoció que ese camino era el más seguro, y procuró seguir en él.
—Está bien, voy a daros gusto, decid a Olivia que la razón social de la compañía será «Olivia, Rugiero y Cía.» u otro nombre retumbante que llame la atención en la ciudad, pero que en lo privado ella girará como quiera el capital. Os he dado gusto, y os volveré a ver pronto. Espero que me trataréis mejor que hoy.
Rugiero salió del almacén, dejando a Celeste llena de dudas y de encontrados pensamientos.
—Es fuerza, es fuerza emplear cuantos medios sean a propósito para seducir a esta criatura: ella es el ángel bueno, no sólo de Arturo, sino de Manuel, de Teresa, del eclesiástico, de todos. Su fuerte es la generosidad y la sensibilidad. Obraremos en este sentido, y como ella es pobre y desvalida, el dinero ayudará mucho. Dentro de pocos días ya tendrá necesidad de recurrir a mí.
Celeste no pudo menos que salir a la puerta, y seguir a Rugiero con la vista, hasta que lo vio alejarse y perderse entre los andamios, escombros y materiales que estaban aglomerados en la calle siguiente, donde había dos o tres casas en construcción. Cuando entró al almacén, sintió una opresión en su pecho, y dijo:
—No sé por qué creo que un próximo peligro me amenaza, y que es mayor que los que he pasado en mi vida.
La explicación de este temor era muy sencilla: Celeste sentía que podía amar a este hombre, pues se sentía fascinada, dominada por su voluntad. Quería huir, pero no podía: la pobreza la retenía en aquel asilo, donde ganaba con su trabajo una módica subsistencia.
Sin hacer caso de las costureras, que desde la trastienda habían observado los ademanes obsequiosos de Rugiero, y aún escuchado algo de la conversación, Celeste tomó un lienzo, cortó una pechera de camisa, y se puso a coserla con cuanto primor y esmero pudo.
—Al menos, así el señor Rugiero no me regalará su dinero, sino que pagará mi trabajo —dijo Celeste como si estuviese hablando con alguien, y continuó con tal tesón en su obra, que cuando regresó Olivia ya estaba muy adelantada.
Olivia entró llena de gozo a su almacén. Cobró su vale de 3,000 pesos, e hizo tantas y tantas compras al contado, que traía el coche lleno de las más exquisitas chucherías y telas de seda y lana propias para las señoras. Sin embargo de esto, no se escapó a su mirada escudriñadora la camelia que tenía Celeste en el pecho.
—¿Ha venido? —preguntó a Celeste con mal humor.
—¿Quién?
—El caballero.
—Sí.
—¿Él te dio esa camelia?
—Sí.
—¡Ah! conozco el mundo —dijo Olivia tirando con enfado los últimos efectos que había sacado del coche—: esa camelia vale más que los tres mil pesos.
—Tómala —dijo Celeste quitándosela del pecho.
Olivia tomó la camelia de manos de Celeste, y la arrojó con desprecio fuera del mostrador.
Las costureras sonreían, observaban todo esto, y decían entre sí en voz baja:
—Están celosas del extranjero; pero a quien quiere de veras es a la niña Celeste.
Olivia trataba de salir fuera del mostrador, y pisar la flor; pero Celeste la contuvo con una mirada firme y altiva, y se levantó, recogió la camelia, la volvió a colocar en su pecho, y continuó su costura sin hablar una palabra. Olivia regañó, mitad en francés y mitad en español a las costureras, revolvió la tienda, echó de la casa a todos, y concluyó por decir que tenía una fuerte jaqueca, y se acostó, echando las cortinas del pabellón de su cama.
Celeste continuó su costura; pero llena de temor, no acertaba con el fin que tendría este acontecimiento, que, como todos los que le sobrevenían, eran obra de la casualidad y de su mala estrella. Antes de las ocho, Celeste cerró el almacén, y sin disponer la cena como de costumbre, se acostó con el mayor silencio. Ninguna de las dos muchachas pudo conciliar el sueño en toda la noche: Olivia sollozaba, Celeste contenía los suspiros dentro de su pecho. La imagen de su querido Arturo, la limpia y primorosa casita de Jaumabe, su aventura en la chocolatería, su llegada moribunda a los umbrales de la puerta de Olivia, todos sus acontecimientos y aventuras, lo incierto y oscuro de su porvenir, formaban un conjunto, que oprimía su pecho y fatigaba su espíritu: en vano trataba de formar un plan que mejorase su situación, Al día siguiente, Olivia se levantó, tomó su sombrero y su pañolón, y no volvió sino hasta muy entrada la tarde. Durante tres días, las dos amigas mal comieron, y no se hablaron una palabra. Rugiero no había vuelto a hacer otra visita.
Al cuarto día, la calma y la. reflexión proporcionaron una explicación.
—Olivia —dijo Celeste—, como recuerdo siempre con agradecimiento y con ternura, que casi moribunda y abandonada de todos recibí hospedaje en esta casa, quiero darte una prueba de amistad, proponiéndote que nos separemos. Tú quedarás en tu casa, y yo buscaré en dos o tres días un asilo.
—El asilo es muy fácil de encontrar —contestó Olivia con ironía—: Rugiero te lo tendrá ya preparado.
—Por lo más sagrado te juro —respondió Celeste con tono decisivo—, que lo que precisamente deseo es no verlo.
—Entonces, quédate.
—Muy bien, me quedaré, haré lo que tú quieras, pero es necesario que esta situación que guardamos, acabe. Yo no puedo vivir bajo un mismo techo con una persona que no me dirige la palabra, y que cree que yo he podido ofenderla.
—¿Tú no amas a ese hombre?
Celeste vaciló un poco para responder; pero al fin, con bastante decisión y franqueza, contestó:
—No, no lo amo; amo a otro que está lejos de aquí, y lo amaré, aunque deba esta locura costarme la vida. Rugiero, en verdad, ejerce sobre mí una especie de influencia que me asusta: quisiera huir de él, quisiera no verlo.
—¿De veras?
—Hablo como he hablado en toda mi vida, con el corazón en la mano.
—Eres una perla, una joya, un ángel —dijo Olivia acercándose a Celeste, y dándole un prolongado beso en la boca.
—¿Tú amas a ese hombre, Olivia?
—Lo adoro: mi vida, todo lo que poseo, daría por él.
—No sé por qué me inspiras compasión, Olivia; quisiera verte como antes, tranquila y dedicada a tu trabajo —le contestó Celeste, volviéndole con mucha modestia sus caricias.
—No hablemos más de esto: estoy tranquila, y soy feliz. No hay que acordarse de los tres días bien amargos que hemos pasado. Desde ahora, y como en realidad los tres mil pesos fueron regalados a ti, tú eres la dueña de todo lo que hay en el almacén… pero es menester que después de tres días de sufrimientos, estemos alegres. Sentémonos a la mesa ahora que las costureras se han ido. Cierra el almacén, y saca la mejor botella de vino que haya en nuestra despensa.
Celeste hizo lo que indicaba Olivia, y en un momento las dos amigas adornaron y compusieron la mesa, de una manera tal, que Recamier habría tenido envidia de lo bien sazonado de los manjares.
—Ahora, hija mía —le dijo Olivia—, me vas a hacer un favor: es una niñería, pero ¿qué quieres? las mujeres somos así.
—Haré cuanto pueda serte agradable —le contestó Celeste.
—Pues bien, esa camelia está ya bien marchita, quítatela del pecho, y deshójala, tírala…
—Nada más puesto en orden, cuando yo le he preparado una fresca y más hermosa —dijo una voz, cuyo timbre metálico hizo estremecer a las dos muchachas, que, volviendo la cara, se encontraron con Rugiero.
—No hay que molestarse —continuó—: yo arrimaré una silla; pero antes, tendré el gusto de ejecutar las órdenes de la bella Olivia.
Rugiero, en efecto, desprendió del pecho de Celeste la camelia, deshizo entre sus dedos las hojas, hasta reducirlas a partículas muy pequeñas, y en seguida le colocó una nueva camelia blanca con manchas rojas como sangre en algunas de las hojillas.
Olivia se puso pálida como una muerta.
Rugiero se hizo el desentendido, acercó una silla, y se sentó junto de Celeste.
—Vamos, no hay que interrumpir la sabrosa comida… La conversación de un amigo la hará más agradable.
Olivia, como si hubiese recibido una orden de un genio superior, comenzó a comer en silencio: Celeste, por disimular su emoción, apenas tocaba los platos.
—¿Qué dicen ustedes, que son jóvenes, y por consecuencia capaces de juzgar en la materia, de esas pasiones fogosas, terribles, repentinas, que se encienden en el alma de una mujer?
—Que no se borran nunca —respondió Celeste, haciendo alusión en su interior al amor que le tenía a Arturo.
—Que en efecto existen —dijo a su vez Olivia—, y que hacen a las mujeres muy virtuosas o muy criminales, pero siempre desgraciadas.
—Pues todas esas pasiones —replicó Rugiero—, no son más que fantasmas y visiones, que se forja la imaginación: son el diablo y el orgullo los que obran, y no el amor. A una persona que no se ha tratado, que no se le conoce, cuyas buenas o malas cualidades no se saben, no se le puede amar así; pero la naturaleza humana necesita del estímulo y de la contradicción. Si de dos mujeres la una es la preferida, la otra será la celosa y la apasionada: esa es la regla común, pero en el fondo todo es mentira.
Olivia alzó la vista, y miró apasionadamente a Rugiero.
Rugiero desvió su vista, arrimó un poco más su silla al lado de Celeste, y se la quedó mirando con una marcada impresión de ternura.
Olivia no pudo contenerse, y cayó de su mano el vaso de vino que trataba de llevar a los labios.
Rugiero soltó una carcajada, y dirigiéndose a Celeste, le dijo al oído:
—Seguramente no podréis vivir ya contenta en esta casa. Tomad mi tarjeta, y en cualquier desgracia, sabed que contáis con un amigo desinteresado.
—He pensado, mi querida Olivia —continuó dirigiéndose a la francesa—, que la escritura se suspenda: yo necesito de mis fondos, y no puedo dedicar tres mil pesos a la compra de listones y de corpiños. Cuando estéis más tranquila, y desahogada, hacedme el gusto de pasar el dinero a la calle de San Bernardo, a la casa de mi banquero. Mañana acaso nos volveremos a ver.
Rugiero desapareció antes que Olivia, que estaba a punto de ahogarse de rabia, pudiese contestarle una sola palabra.
Celeste, inmóvil, se quedó en su asiento esperando que toda la tempestad tronase sobre su cabeza.
En efecto, apenas había salido Rugiero, cuando Olivia se levantó precipitadamente, cerró la puerta y echó la llave.
—¿Qué haces, Olivia? —le dijo Celeste alarmada.
—Tú has hecho mi desgracia y yo he de hacer la tuya. Si me dejara llevar de la cólera que me ciega —continuó tomando un cuchillo de la mesa—, te hundiría esta arma en el pecho; pero no, eso sería castigarme yo misma. Mujer sola y en un país extranjero, acabaría yo con mi fortuna y con mi vida en una de esas inmundas cárceles que hay en México. No, repito que soy en este momento dueña de mí misma, y no haré tal cosa; pero como viniste has de irte esta misma noche: tu mismo traje, tu mismo calzado raído y tu bolsillo sin un centavo. En la puerta de mi casa te recogí; en la puerta de mi casa volveré a ponerte. ¿Quién de las dos es la aventurera, la pérfida, la infame?
—Olivia, no habrá necesidad de que tú hagas nada de esto: yo me iré, y nada, nada quiero llevar; pero óyeme, escucha por lo que más ames. ¿Soy acaso culpable de que este hombre se dirija a mí, te ofenda y te desprecie?
—Tú y él se han hablado al oído y se han entendido. Tú eres una hipócrita, traidora.
—¡Olivia, cinco minutos de calma, por piedad! —le dijo Celeste juntando las manos.
—Ni cinco instantes. Bastante desgraciada me has hecho: no hagas que sea criminal. Evita una desgracia y vete.
Celeste conoció en los ojos y en el tono resuelto con que hablaba Olivia que no había medio de calmarla y se resolvió a salir.
—Sin un centavo, se entiende; quiero que escojas entre la miseria y el crimen.
Celeste sacó de su vestido su bolsillo de seda que contenía algunas monedas, lo puso sobre la mesa, llamó a su perro y salió del almacén alejándose precipitadamente.
—Héme aquí —dijo—, lanzada otra vez en medio de la ciudad y sola, sola. No hay remedio, la miseria y la desgracia me conducen forzosamente a un camino en que toda mi vida he tenido horror de entrar. Arturo, Arturo, no me juzgues criminal, sino muy desgraciada, y tú, Dios mío, perdóname si cuando la fatiga y el hambre agoten mis fuerzas pido asilo y protección en la casa del hombre que nunca querría haber conocido.
Celeste llamó a su fiel perro, que se había desviado un poco, y acercándose a la luz de un farol leyó la dirección de la tarjeta que le había dado Rugiero y echó a andar resueltamente encaminándose a la calle de Santa Isabel.