IV. El elíxir de la vida

Celeste corre a su desgracia y a su perdición: el ángel bueno que con sus blancas alas, su cabellera de oro y sus ojos azul de cielo, acompaña siempre a las vírgenes inocentes, va ya a abandonarla y lloroso y desolado despliega sus alas para volver a los cielos. Decididamente Lucifer triunfa, y la miseria y los celos que ha empleado como agentes poderosos cerca de la criatura abandonada en este triste mundo, han completado su apetecida conquista.

Pero entre tanto se desenlaza, no sabemos hasta ahora cómo, este drama fatal en que nuestra sufrida Celeste va quizá a ser la víctima, tenemos que asistir a otras escenas no menos terribles y dolorosas. La sombra funesta del enemigo de la tranquilidad y del reposo de las familias pesaba sobre la virtuosa Teresa y el generoso y valiente capitán: tenemos, pues, que volver un momento a aquellos sitios en que hemos dejado a nuestros amigos.

Fácil es persuadirse a que después de la ausencia repentina e inesperada de Manuel todo cambió en la hacienda de «La Florida». Teresa sufrió un ataque de pecho tan violento que durante cuatro días su vida estuvo en el más inminente peligro: Mariana no se separó un instante de la cabecera de la cama; el padre la velaba todas las noches dispuesto a presentar a los pies del Criador aquella alma que parecía querer a cada instante abandonar el cuerpo frágil que la retenía. Arturo y Juan Bolao, con una eficacia tan grande como si se tratara de la persona más allegada de su familia, montaban a todas horas del día y de la noche a caballo y traían de San Luis cuantos médicos encontraban, preparaban personalmente las medicinas y acompañaban al buen eclesiástico en sus largas noches de vela. Tan excelentes amigos trataban de buscar consuelos en la opinión de los facultativos; pero éstos, después de agotar su ciencia, respondían, meneando tristemente la cabeza, que la enferma no tenía remedio y que lo único que había que hacer era dejarla que muriese con tranquilidad. Teresa conservaba el uso de sus sentidos; pero se había empañado el brillo de sus negros ojos; sus mejillas estaban pálidas y hundidas, su respiración trabajosa y difícil y sus fuerzas tan agotadas que era necesario que Mariana la ayudase a incorporarse para que tomara el escaso y único alimento que se acostumbra dar a los enfermos y que consiste en unas cucharadas de atole.

Arturo, Bolao y el padre Anastasio se presentaron la mañana del cuarto día en la recámara de Teresa: estaba recostada en unos grandes almohadones de cambray batista adornados con encajes de Flandes, y una sobrecama de damasco rojo, de donde a trechos salían las orillas de unas blancas y finísimas sábanas, cubría su cuerpo. En una mesa pequeña colocada cerca de la cama, había un hermoso crucifijo de Guatemala que había pertenecido a la familia y en las mesas del rincón dos jarrones antiguos de China con algunas flores. La pieza estaba aseada, todos los muebles puestos en orden y en su lugar, y los rayos del sol, que entraban por la ventana cuyas puertas estaban entrecerradas, iluminaban aquella estancia, olorosa, alegre, limpia y que más bien parecía que contenía las reliquias de una santa que una enferma próxima a salir de este mundo. Mariana, que había secundado los deseos de Teresa de quitar a sus últimos momentos todo el aparato de tristeza y aun de falta de aseo que se observa por lo común en las habitaciones de los enfermos, se había esmerado en poner la recámara de la misma manera que habría estado para recibir a los dos felices esposos. Todo esto había sido contra la expresa opinión de los médicos, pero se trataba de dar gusto a la enferma y esto bastaba.

Arturo no dejó de observar esto con un sentimiento de tristeza.

—¡Pobre Teresa! —dijo en voz baja al padre Anastasio—, hasta en la hora misma de su muerte se conocen su aseo, su educación y su finura. Cualquiera diría que es su lecho nupcial y no su ataúd.

Aunque nuestros amigos entraron de puntillas, Teresa sintió el ruido y entreabrió los ojos.

—Ninguna razón de Manuel —dijo haciendo un esfuerzo visible.

—No hay que pensar en esto —contestó Arturo—; el capitán es un hombre animoso y valiente que ha salido bien de peores aventuras que ésta. Yo he dicho mi opinión; es algún chisme de política y no pasará mucho tiempo sin que le veamos venir o tengamos noticias de donde se halla. La obligación que tenemos de no abandonar a nuestra buena y excelente amiga Teresa en la situación delicada en que se halla, nos ha hecho no salir con dirección a México, donde estoy seguro que encontraremos a Manuel.

—Sí, en México, en México seguramente debe estar. Es necesario que todos, todos vayamos a buscarlo.

Teresa al decir esto quiso incorporarse; pero las fuerzas le faltaron y dejó caer su cabeza en los almohadones. Mariana hizo seña al padre, que se hallaba más cerca, de que procurasen variar de conversación.

—A propósito, Teresita —dijo el padre Anastasio—, una pobre anciana de la ranchería que no ha cesado de llorar y de rezar desde que se enfermó usted, dice que tiene un remedio eficaz y que asegura que en dos días estará usted buena, perfectamente buena. Yo opino que debemos tentar este medio ahora que los médicos no están aquí; pero venía a consultar la voluntad de la enferma.

—Es decir —dijo Teresa tristemente—, que los médicos no dan ya esperanzas.

—¡Con mil de a caballo no es esto, Teresita! Vamos, alegría; aquí está vuestro buen amigo Bolao que gustosamente se dejaría matar por veros sana y colorada como en Tampico; pero luego estas gentes del campo tienen unas medicinas más eficaces que las de todos los matasanos del mundo que nos destruyen con sus venenos y sus cáusticos; con que vamos a probar, y ánimo, para que vayamos a México, que allí encontraremos, como lo espero, sano y salvo a nuestro querido Manuel.

Bolao, con la mayor expresión de ternura, tomó una de las manos frías y blancas de Teresa y la llevó a sus labios.

Teresa, que comprendió el afecto sincero de este hombre, sonrió tristemente y le dio las gracias con una mirada, en la que un momento pudo notarse el brillo de sus negros ojos.

—¡Bah! la cosa está resuelta, y voy yo mismo a traer a la vieja.

Bolao, sin esperar la respuesta, salió de la recámara y a poco volvió acompañado de una mujer que tendría más de ochenta años; pero la que todavía tenía el vigor necesario para andar y sostenerse sin ningún apoyo.

—La Virgen Santísima de Guadalupe acompañe a la niña y le dé la salud.

Teresa le hizo seña de que se acercara y le tomó una mano.

—Si Dios Nuestro Señor lo dispone así, pasado mañana podrá la niña levantarse y salir a dar su paseo por el campo.

Teresa, con solo el tono de seguridad y de confianza con que hablaba la buena anciana, concibió en las orillas del sepulcro una esperanza de vida, y con ella de encontrar a Manuel, de llevar adelante el matrimonio, en una palabra, de ser feliz.

—Sí, sí, Anselma, tengo esperanza de que tú me sanarás: tienes fe en Dios y yo también, y esto es bastante; pero no perdamos tiempo, prepara tus medicinas y comienza la curación.

En cuatro días era la vez primera que Teresa hablaba tantas palabras seguidas. La anciana, sin decir más palabra, salió de la recámara y nuestros amigos detrás de ella.

—Mira, Anselma —le dijo Bolao—, si sanas a tu ama, la casa en que vives y el campo que cultivan tus nietos serán para ti.

—Señor amo, creo que no yo, sino mi Madre Santísima de Guadalupe sanará a la niña. Si después ella quiere dar algo a los muchachos, dueña es de la hacienda, que yo soy vieja y no necesito más que muy poca tierra en el cementerio de la capilla; pero dejen sus mercedes que yo haga lo que Dios quiera con la amita, y pasando mañana la verán salir por su pie a ver sus terneritas y sus corderitos.

La vieja Anselma se fue al campo, y vino cargada con una porción de yerbas Arturo, Bolao y el padre no eran muy fuertes en esto de botánica, pero no pudieron menos de observar que ninguna de las yerbas eran de las que comunmente se encuentran en los campos, y son conocidas. Algunas tenían las hojas y las flores de una forma extraña.

—¿Si esta vieja irá a envenenar a la infeliz Teresa? —dijo Arturo.

—No hay cuidado, Arturo, dejémosla sin decirle una palabra, que los rancheros y los animales conocen más de yerbas que todos los botánicos del mundo.

Anselma, con una parte de las yerbas y algunos trozos pequeños de cortezas de árboles, hizo en la cocina una infusión, y con la otra un emplasto o cataplasma: así que todo estuvo preparado, entró a la recámara.

—¡Eh! amita de mis ojos, aquí está la medicina. Para que sea buena, es menester hacerle tres veces la cruz, en nombre de Jesús, María y José. Sin esta devoción las yerbas pierden su virtud.

Anselma persignó en efecto con fervor tres veces el vaso, y después lo dio a Teresa, la que con la misma fe que si tomara el famoso elixir de la vida, lo apuró hasta la última gota.

—Ahora, niña para ponerse en el pecho esta cataplasma, es necesario rezar tres Ave Marías y una Salve.

Mariana se arrodilló inmediatamente, y comenzó con mucho fervor las tres Ave Marías y la Salve. Los circunstantes hicieron coro, retirándose en seguida para que sin estorbo pudiesen las dos mujeres aplicar el emplasto a la paciente.

A cabo de un rato, salió la vieja y les dijo:

—La niña está ya curada. Quizá les parecerá que se muere, y quizá se morirá; pero el Señor y la Virgen Santísima de Guadalupe han de querer que resucite. Dicho esto suspiró profundamente, y se retiró a su choza.

Nuestros amigos quedaron en la mayor inquietud.

A los diez minutos salió Mariana pálida.

—La niña está gravemente mala, señor cura, creo que se nos queda en los brazos. Esa vieja hechicera es sin duda cómplice de ese pícaro administrador, que habrá matado a mi capitán, y esa vieja envenena a la niña Teresa.

—¡Mil rayos! —dijo Bolao.

Mariana no podía contenerse, y quería sollozar.

—Calma, calma —dijo el padre Anastasio—, Anselma nos anunció que la medicina haría al principio un efecto muy fuerte. En todo caso yo entraré, y ustedes guarden el mayor silencio, y esperen.

El padre y Mariana entraron: Teresa como si le hubiera acometido un mal, se retorcía en el lecho, abría por intervalos los ojos, y quería con las manos como sacarse alguna cosa que le oprimía el pecho.

—Le quitaremos el emplasto.

—No, no, esperemos un momento —contestó el padre.

En efecto, a los cinco minutos aquella agitación cesó, Teresa cerró los ojos, y se dejó caer por última vez en los almohadones.

Mariana y el padre se acercaron.

—¡Muerta!

—¡Muerta! —contestó el padre en voz baja, poniéndose pálido—, pero no hay que decir nada; Arturo y Bolao matarían a la vieja. Recemos.

Mariana encendió una vela de cera bendita, y ambos, arrodillados delante de la cama, comenzaron a rezar en voz baja, y a derramar abundantes y silenciosas lágrimas.

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