¡Pobre Teresa! Cuando una esperanza dorada iluminaba un momento los umbrales de su tumba, la muerte tenaz, perseguidora de todo lo bello, de todo lo grande, de todo lo espléndido en la tierra, vino a tocarla con su mano inexorable y fría. Las flores, las mujeres hermosas, los valientes guerreros, los filósofos, los. sabios, todo a su vez es sumergido y arrebatado por la muerte. En pos también del capitán, quiere que los que iban a ser esposos felices, tengan, como Julieta y Romeo, sus fiestas nupciales en la incomprensible eternidad.
Luego que salió el capitán de la puerta de la hacienda, al llamado, según recordará el lector, de una carta anónima, cuya letra no pudo reconocer, dio dos azotes al caballo, y a escape tomó la calzada que conducía al camino real de San Luis. Habría andado cosa de un cuarto de legua, cuando de una mota, como llaman los rancheros a los grupos de arbustos, salieron dos hombres; uno de ellos tiró el lazo al capitán, y otro al mozo José, con tan buen éxito, que antes que uno y otro pudiesen meter mano a sus armas ya habían caído al suelo. El caballo de José, que era todavía bronco y de dos riendas, asustado brincó, tiró algunas coces y echó a correr, pero de otra mota salió un tercer ranchero, lo lazó, y lo condujo al grupo. El caballo de Manuel, noble, manso y bien enseñado, apenas sintió que caía el jinete, cuando se sentó sobre los cuartos traseros, abrió sus anchas narices, y comenzó a mirar espantado a su amo y a los que le rodeaban.
Manuel no se lastimó gravemente con la caída, pero la sorpresa y el golpe lo atarantaron de pronto; los rancheros se echaron sobre él y sobre su criado, los amarraron fuertemente de las manos, les vendaron los ojos con un pañuelo, y con otro les taparon la boca, y en peso los subieron de nuevo en los mismos caballos, y tomándolos de la rienda, se separaron inmediatamente del camino real, echando a andar por las sementeras y potreros. Toda la mañana caminaron a buen paso, y el capitán, por el viento y el sol que ya le daba de costado, ya de frente, conocía que mudaban a cada momento de dirección. El camino había sido plano, y sólo interrumpido por algunas zanjas angostas, que seguramente dividían los potreros; pero después comenzaron a subir y bajar cuestas; por lo que Manuel reconoció que acaso tomando veredas y senderos extraviados, marchaban con dirección a Zacatecas. Después que pasaron el susto, la emoción y el atarantamiento, se puso a reflexionar en la aventura.
—De seguro —decía—, si estos hombres fueran ladrones, me habrían robado las armas; el reloj y el caballo y dejado atado a un árbol. No puede ser esto más que una sorpresa de ese bribón que estaba de administrador, y a quien hice muy mal, a pesar de la intervención de Teresa, de no haberle volado la tapa de los sesos. ¿Qué designios tendrán estos hombres, interesados en robar los intereses de Teresa? ¿Cuál será la venganza que preparan? Eso es lo que pronto sabré, pues parece que hemos caminado recio, y alejado de los lugares donde yo podría encontrar auxilios.
Estas y otras reflexiones, que en verdad eran exactas, hizo el capitán, más la fatiga y el hambre lo pusieron después en un estado de violencia y desesperación difíciles de describir.
—Prisiones, intrigas, naufragios… el infierno se ha conjurado contra mí, y lo que siento es haber contagiado con mi mala estrella a la pobre Teresa, a esa criatura tan llena de belleza y de virtud. Si yo hubiera seguido mi vida de soldado, no tendría un cuarto, es verdad, pero sin pesares, sin compromisos, andaría de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, enamorando a todas las patronas, adquiriendo los mejores caballos, y mandando en jefe, por lo menos, un cuerpo de caballería… En fin, mi impaciencia y desesperación llegan a su colmo, y por toda salida desearía que estos bandidos me dieran mis pistolas, para romperles la cabeza con una, y con la otra acabar con una vida que parece tiene encima la maldición del cielo.
Entrada la noche, la comitiva que, según podía presumir el capitán, se componía de cosa de ocho o diez rancheros, hizo alto en el declive de una montaña y a la orilla de un arroyo, por donde corría, entre grandes masas de granito, una pequeña cinta de agua cristalina y fresca. Hicieron que José y el capitán descendieran del caballo, les quitaron la venda de los ojos y de la boca, y les aflojaron las ataduras de los brazos, lo bastante para que pudieran hacer uso de ellos.
—¡Con mil diablos! —dijo el capitán con una voz de trueno—, no soy un niño de la escuela, para que se me asuste con todo este aparato. ¿Qué se quiere de mí? ¿Qué es lo que se trata de hacerme? ¡Con mil truenos! yo no tengo paciencia, y si se trata de asesinarme, que sea pronto, y no hay que pensarlo.
Uno de los rancheros se acercó riéndose en tono de mofa, y el capitán le metió un puño en el pecho.
—No hay que venir aquí con burlas y con insultos, canalla: si tienes pistolas, dispáralas, y acabemos.
Los rancheros que lo rodeaban, retrocedieron, y no se atrevieron a contestarle; pero el que había hecho el intento de burlarlo, se acercó de nuevo.
—Álgame, ¡y qué valiente se nos ha vuelto el amo de entre las uñas! No hay cuidiao, amo, ni el pelo de la ropa se le tocará, y no hay que enojarse porque un pobre se ríe.
Y acercándose más.
—Mi capitán —le dijo al oído—, mucho cuidado, porque lo quieren matar, pero aquí estoy yo, y soy agradecido.
Y después, fingiéndose de nuevo el ranchero burdo, y haciéndose el gracioso, continuó riendo a carcajadas, y mofándose de Manuel. Éste, en cuanto escuchó las palabras amistosas del ranchero, con la última luz del crepúsculo procuró observar su fisonomía, que no le era desconocida en verdad, pero no podía recordar dónde y cómo lo había visto la última vez.
Cuando acabó de oscurecer, la caravana se dispuso a pasar allí la noche: aflojaron las sillas a los caballos, los ataron a corta distancia, donde había un poco de pasto, y recogiendo ramas secas, encendieron una lumbrada, se sentaron al derredor de ella, y se pusieron a asar unos trozos de carne. A Manuel lo colocaron a alguna distancia, advirtiéndole que no hablase, y dejándole un centinela con pistola en mano, con orden de dejarle ir el tiro, si trataba de escaparse. Al mismo tiempo el ranchero burlón y payaso, que le había hablado al oído, presentó a Manuel tres gordas, un trozo de carne y un guaje con agua fresca del arroyo.
—El amo, después de cenar, no estará tan valentón ni tan ansí, como si dijéramos que nos quería echar el caballo encima… Al fin nosotros somos mandados, y ni quitamos ni ponemos. No hay que moverse —continuó en voz baja—, ni que hablar: dos días tenemos que caminar, y entonces es menester hacer una de mero hombre. Yo avisaré.
Manuel tomó su carne y sus gordas, y se quedó mirando de nuevo a su protector. Con la luz del fogón que reflejaba en su fisonomía, pudo recapacitar bien, y examinarlo detenidamente.
—Sí… sí, en efecto, el mismo —exclamó en voz baja, y como hablando consigo mismo—: fue en el camino de Puebla… Cabal… cabal… estaba herido… Ni duda, es Ojo de Pájaro, el mismo que desertó de mi regimiento, a quien yo aprehendí, y a quien, condenado a muerte, le proporcioné la fuga, le salvé la vida… En efecto, la cicatriz en la frente… Cabal, y ahora, recuerdo que prometí contar a Juan Bolao la historia de este hombre, y jamás hemos vuelto a hablar de él… ¡Bah! es menester paciencia en los trabajos y serenidad en los peligros. Seguramente las oraciones de Teresa han hecho que Dios me depare este hombre para que salve mi vida… Veremos.
Ojo de Pájaro dirigió algunas chanzonetas al capitán y al ranchero que tenía de centinela y se alejó a continuar, en unión de sus compañeros, la cena alegre y campestre que habían comenzado al derredor de la hoguera.
Cosa de una hora después se escuchó el tropel de unos caballos: dos rancheros, que tenían de propósito sus caballos listos, montaron y se adelantaron a hacer un reconocimiento: los demás se pusieron en pie y prepararon sus pistolas. Un silbido se escuchó a lo lejos, que fue contestado inmediatamente por los rancheros, y a poco los nuevos viajeros llegaron apeándose junto a la lumbrada. Un hombre embozado hasta los ojos con un fino jorongo del Saltillo parecía que era el amo o jefe de esta banda. Todos se quitaron el sombrero y dos acudieron a tomar el estribo y la rienda de su caballo.
—¿No ha habido novedad ninguna?
—Ninguna, señor amo —contestó uno que parecía ser el segundo jefe.
—¿No se ha resistido el hombre?
—No, señor.
—¿No ha dicho nada?
—Cuando le quitamos la venda echó unos cuantos retobos; pero desde entonces se ha callado.
—¿Le han dado de comer?
—Unas gordas y un poco de carne.
—Es bastante. ¿Ya se durmió?
—Lueguito que le cayó la comida en el istómago —dijo Ojo de Pájaro—, se tiró debajo de aquel árbol y está ya roncando como un marrano.
Manuel oyó esta conversación, y siguiendo la indicación indirecta de Ojo de Pájaro, fingió que dormía profundamente.
El jefe de la banda pidió una maleta que estaba atada en las ancas de su caballo, la abrió y sacó un poco de queso, un frasco de aguardiente y se puso a cenar los mejores trozos de ternera que los demás le habían reservado y que se apresuraron a presentarle, permaneciendo en pie con el mayor respeto.
El capitán, que desde el árbol debajo del cual estaba acostado observaba cuidadosamente, reconoció en el jefe de la banda a don Jacinto, el administrador de «La Florida.»
—Sin duda —dijo—, este hombre me lleva a un lugar muy apartado de las poblaciones para asesinarme: es necesario que me revista de toda mi energía para sobreponerme a este peligro… Pensemos.
El administrador, luego que acabó de cenar, se fue a acostar al pie de su caballo en las armas de agua y jorongos que sus criados le habían dispuesto. Todos los demás, con excepción de cuatro que quedaron en vela cuidando los caballos y al prisionero, hicieron lo mismo, de manera que a cabo de una hora reinaba en el campo un profundo silencio, que sólo era interrumpido por el aullido de los coyotes y de los tigres que pretendían acercarse a devorar los caballos. Manuel, rendido de cansancio y fatigado con tantas emociones y tan encontrados pensamientos y adolorido su cuerpo con el golpe que recibió, cerraba los ojos involuntariamente, pero procuraba no dormirse temiendo que el malvado administrador se acercase en silencio y le diese de puñaladas; pero al fin tuvo que sucumbir al imperio de la naturaleza y, sin quererlo ni sentirlo y a riesgo de perder la vida, se quedó profundamente dormido.