IX. Celestina y Josesito

La noche en que pasan estos acontecimientos no era de esas serenas y tranquilas en que la luna llena alumbra, con su azulada y melancólica luz, a multitud de muchachas que se pasean y dan vueltas por la ancha acera que rodea el atrio de la Catedral, sino por el contrario, oscura y un tanto tempestuosa. Las estrellas brillaban con incierto y trémulo fulgor, y a veces se cubrían enteramente con gruesos nubarrones, que venían al parecer rozando las azoteas del Palacio y de las Casas Municipales. Los relámpagos se sucedían en el horizonte, y de vez en cuando el viento húmedo traía algunas gotas de agua.

En el Palacio se veían iluminados tres o cuatro balcones: en la puerta aparecían dos centinelas, inmóviles y envueltos en sus capas azules; y rasgando la masa confusa de sombras que parecía posaban sobre el centro de la plaza, fulguraban a intervalos las luces de los portales de las Flores y Mercaderes, y arrojaban unos débiles reflejos sobre la masa imponente y sombría de la Catedral. Una que otra gente transitaba de prisa por el centro de la plaza, y a poco se perdía entre su prolongada oscuridad, y media docena de chinas vestidas con traje blanco, salerosas y chupando sus cigarrillos, formaban la concurrencia de las Cadenas. Seguramente la vista de la Plaza Mayor de México en una noche de estas, es más imponente e interesante que cuando hay festividades, vendimias y paseo.

Nuestros dos amigos, con una estrechez y confianza como si llevasen años de conocerse, encendieron sus habanos, y envolviéndose en sus capas, se sentaron en las gradas de una de las cruces que están en las esquinas del atrio. Josesito comenzó así:

—Hace tiempo tenía yo con don Pedro una amistad íntima: me paseaba en su coche, almorzábamos juntos, y cuando tenía su palco en el teatro, era yo abonado a él, por supuesto, gratis. En uno de esos paseos fuimos a dar por la Ribera de San Cosme, y allí vi una muchacha en un balcón, que desde el primer momento me dio flechazo. Pasé, volví a pasar, le escribí cartitas; en fin, para no cansar a usted, una noche, que tendré presente mientras viva, me la saqué de su casa, con el propósito de ir a la casa de las Diligencias, quedarnos allí en la noche y marcharnos al día siguiente a Veracruz o a cualquier parte, pero al atravesar la plazuela de San Juan de Dios me acometieron unos asesinos, no recuerdo cuántos, pero a mí se me figuraron más de ochenta. Resuelto a vender cara mi vida, me hice el ánimo de resistirles valientemente; pero una de las pistolas no dio fuego, y antes de que pudiera sacar la otra, ya me habían dado muchas puñaladas y arrebatado en peso a mi muchacha, que gritó, y aun se defendió con mi espada. Yo sentí que las torres de San Juan de Dios y la Santa Veracruz se me venían encima: los árboles de la alameda daban de vueltas como si bailaran una contradanza, y por mi vista pasaba como una especie de velo sangriento. Las fuerzas me faltaron, y caí en el suelo: no le daré a usted razón si me encomendé a Dios o al santo de mí nombre; el caso es, que por aquel momento, puedo asegurar a usted que me morí de veras. No sé al cabo de cuánto tiempo entreabrí los ojos, y ocurriéndome que podían volver los asesinos y acabarme de matar, me levanté como pude, y apoyándome en las paredes, y sentándome algunos momentos en los zaguanes, Dios me dio fuerzas para llegar a mi casa, donde caí sin sentido, llenando de alarma y de consternación a mi pobre familia. Tenía como ocho heridas: siete eran lo que puede llamarse rasguños; una sola, aunque profunda, los médicos declararon que no era mortal; sin embargo, muchos días luché entre la vida y la muerte, porque había perdido mucha sangre. Cuando don Pedro vino la primera vez, le entregué un fistol muy hermoso que me había prestado.

—¿Un fistol muy hermoso, dice usted?

—Sí, una alhaja de gran valor.

—¿Podría usted reconocerla?

—Entre mil la reconocería: no hay tal vez en el mundo una piedra igual.

—Bien: continúe usted, y más tarde tendremos que hablar de este fistol.

—Para no entretener a usted más tiempo, continuaré, y tendremos ocasión de arreglar todo lo que usted quiera.

—Estoy conforme —dijo Arturo, encendiendo de nuevo su habano con un cerillo—; y ya oigo con tanto más interés, cuanto que la oscuridad de la noche y la soledad del sitio en que estamos, parece que convidan a escuchar historias horrorosas.

—Decía, yo señor Arturo, que a la primera visita que me hizo el viejo, estaba tan aliviado y tenía ya tantas fuerzas, que contaba con salir a la calle el domingo siguiente; pero a la segunda, le dijeron que yo había muerto. Durmiendo, sin duda, se me desató una de las vendas, me desangré sin sentirlo, y me desmayé; me morí de nuevo, para hablar a usted la verdad. Al día siguiente me encontraron frío y sin pulso: gritaron, lloraron, llamaron a los médicos, y declararon que estaba yo muerto, verdaderamente muerto, y con probabilidades de resucitar solamente el día del juicio final. Se fueron, pues, todos, y mis hermanas mandaron comprar las velas de cera, hacer el ataúd y ajustar el entierro. Una mujer se presentaba diariamente a saber de mi salud, y se le decía unas veces que seguía grave y otras que estaba aliviado; por fin, el día de esta crisis se le dijo que había muerto. Igual cosa se le contestó a don Pedro y a todos los que vinieron a informarse de mi salud. Don Pedro, como había recogido ya su alhaja, que era lo que le importaba, no volvió a preguntar ni siquiera dónde me habían enterrado, pero en cuanto a la mujer, no tardó en llegar en un coche acompañada de una señora muy bien vestida. Sin hacer preguntas ni pedir permiso a nadie, la recién venida dejó a la criada en el patio, y ella subió las escaleras, abrió las puertas, y con grande asombro de mis hermanas penetró hasta mi recámara, donde estaba yo tendido en mi cama, con mis cuatro velas y un pobre cajón de madera de pino, donde me iban a echar y a clavar la tapa con gruesos clavos. La cosa era ya concluida, y el pobre Josesito no hubiera vuelto a chistar palabra en este pícaro mundo, si tal hacen; pero Dios dispuso otra cosa. Celestina, que era la que con tan poca ceremonia se había introducido, se arrodilló delante de mi cama.

—¡José, mi querido Josesito! —dijo—, yo te he matado, yo fe he puesto en este estado ¡vida mía! Perdóname, perdóname, y no me maldigas —exclamaba llorando y tomando mis manos—. ¡Oh! yo tengo la culpa y merezco un castigo, no sólo en esta vida sino también en la otra.

Yo no sé si en ese momento comencé a volver en mí del largo desmayo que me produjo la debilidad: el caso es, que sentía un agradable calor en mis manos, y escuchaba allá confusamente y como del otro lado de la eternidad, una voz agradable que había oído en el mundo. Mis hermanas y algunas visitas, que nunca faltan donde hay muerto, para tomar chocolate y acabar de arruinar a la pobre familia, quisieron retirar a esta extraña mujer; pero ella se afianzó de los fierros del pabellón, y declaró que quería darme un último abrazo y que primero la matarían que dejar de hacerlo. A tanto ruego y a tanta lágrima, consintieron: Celestina se inclinó, me abrazó, y apenas había hecho esto, cuando dio un salto hasta en medio de la pieza.

—José está vivo: he sentido latir su corazón. Por el amor de Dios, que se lleven este cajón y estas velas, y vamos a procurar que vuelva a la vida.

Las visitas insistieron en llevársela, diciéndole que no diera ya más escándalo, y que respetara siquiera a la familia.

—¡No, no; es imposible que yo me engañe; he sentido latir su corazón contra el mío, y yo no consentiré en que lo entierren vivo! Permítanme siquiera, para consuelo mío, el hacerle algunas medicinas.

Rápida como el pensamiento salió de la recámara, y a poco volvió con un sinapismo que me aplicó en el pecho. Su criada entró al mismo tiempo con una botella y una esponja, y con ella me comenzó a humedecer los labios y a procurar que me pasasen algunas gotas de vino generoso, a esto se siguieron friegas, y trapos calientes y olores que me aplicaban a las narices. Mis hermanas, que concibieron esperanzas, lejos de impedir a Celestina que me curase, se dedicaron a secundarla con el mismo afán. El resultado de todo fue, que moví los ojos, que el pulso, aunque débil, comenzó a sentirse, y que se sentía el latido de mi corazón. Así que Celestina vio estas señales, y no le cupo duda, salió a la sala y con la alegría de una niña comenzó a reír y a decir:

—¡Sí, vivo, está vivo mi querido Josesito, mi adorado Josesito!

Después se sentó en el suelo, inclinó la cabeza, y comenzó a derramar silenciosas lágrimas. Mis hermanas, casi locas de alegría, mandaron llamar inmediatamente al médico del barrio, el cual al entrar, decía con un aire de profunda convicción:

—Está muerto, no hay que cansarse, y aunque mueva los ojos, y le lata el corazón y resuelle, no por eso deja de estar perfectamente en regla su fallecimiento. Serán fenómenos magnéticos los que producen esas apariencias engañadoras de vida.

Sin embargo, al reconocerme, no pudo negar la evidencia de los hechos; recetó una bebida tónica, y yo volví a recobrar el uso de la palabra, diciendo con trabajo:

Caldo, atole, sopa, vino, cualquiera cosa, porque si no, el hambre y no las heridas me llevarán al sepulcro.

Me dieron un poco de alimento, y con esto y los cuidados de Celestina y de mis hermanas, que en ocho días no se desnudaron, ni me abandonaron un instante, volví a la vida, y aun recobré una salud completa; ya me ve usted fuerte, robusto, contento, como si nada hubiese pasado. La historia de mis males físicos termina aquí; pero con mi completa curación, comenzaron las heridas morales, más crueles y terribles a veces que las que hace el puñal. Este rasgo de nobleza de Celestina, su completa abnegación, y sobre todo el gran servicio que me prestó de que no me enterrasen vivo, me hizo concebir por ella una de esas pasiones locas, frenéticas, que no conocen límites, y que influyen en la felicidad o desgracia de toda la vida. Un día, y cuando estaba yo muy restablecido, Celestina después de haber estado como de costumbre, la mayor parte del día en casa, entró a despedirse. Me besó la frente dos o tres veces, y noté, al levantar la vista y darle la mano, que sus ojos se humedecían.

—¿Tienes algún pesar, Celestina? —le pregunté—. ¿Te falta algo, estás enferma, o mis hermanas te han dado algún disgusto?

—Nada, absolutamente nada —me dijo—, sino que como tengo que ir a Texcoco a recoger algunos intereses, y lo menos tardaré una semana en volver, me da pena dejarte todavía débil y enfermizo.

—Bien; ve, ve tranquila, vida mía, que aunque esta ausencia me ponga triste, yo procuraré reponer mis fuerzas, y estar completamente curado cuando regreses para que concertemos entonces la manera de no separarnos jamás.

Celestina me había referido antes que unos parientes que tenía en Texcoco, le habían dejado algunas casas y tierras, que cada año arrendaba, y que en cierta época tenía necesidad de liquidar las cuentas y cobrar su dinero; así como este viaje no tenía nada de particular, y por otra parte, yo lejos de tener que darle a Celestina, carecía ya aun de lo más necesario para las medicinas, no puse ningún inconveniente, y antes bien, me quitó una mortificación de encima. Pasó, pues, una semana, pasó otra, y acabó, finalmente, la tercera, y ni razón de Celestina. Alarmado en extremo salí a la calle, y me dirigí a la casa donde me había dicho que vivía; hice mil preguntas, y de ellas vine en conocimiento de que jamás había habitado allí; continué por cuantos medios pude mis indagaciones, y todo fue inútil; desesperado, casi loco, un día con solo un peso en la bolsa, me embarqué en la laguna, y fui a dar al día siguiente a Texcoco; corrí todo el pueblo y sus cercanías, y aunque en efecto supe que Celestina era dueña de una miserable casita de adobe y de dos o tres labores, me dijeron que hacía más de dos años que no ponía un pie por ese rumbo, y que sólo la madre había venido una vez a cobrar la renta de las tierras.

Volvíme a embarcar, y no sé cómo no me dejé caer de cabeza en medio del lago. Celestina me había engañado; Celestina era una pérfida, una traidora, que me había abandonado, fugándose tal vez con un nuevo amante. Mi tristeza y mi desconsuelo estuvieron a punto de volverme a postrar en cama; pero saqué como suelen decir, fuerzas de flaqueza y me hice el ánimo de echarme a buscar por la ciudad a la ingrata. Pero qué… ¡Vaya usted en esta Babilonia a encontrar un alfiler que se pierde! Calles, paseos, casas de vecindad, teatros, todo lo recorría, llevando a cada momento chascos con las que creía que eran Celestina… ni su luz en muchos días. Resolví presentarme en mi oficina y volver a tomar el curso habitual de mi vida; pero para colmo de desdichas, el comisario no me quiso dar por vivo.

Un día me le presenté vestido, como tenía de costumbre, con mi ropa de día de trabajo. Usted no sabe todavía, señor Arturo, lo que gastan y rompen las malditas mesas de una oficina los codos de la levita; al mes de haberla estrenado, parece ya vieja; pero vuelvo a mi cuento.

Un día me presenté al comisario, que estaba rodeado de los habilitados de los cuerpos que iban a salir para Jalapa.

—Señor comisario —le dije, aquí me tiene usted, y le suplico que me haga el favor de que se me forme mi liquidación.

El comisario levantó la cabeza, me miró y siguió escribiendo.

—Le suplico a usted —repetí—, que me diga cuándo puedo venir por mi liquidación.

—¿Y para qué la quiere usted? Nada se le debe.

—¿Cómo que nada? se me deben cuatro meses y medio nada menos, que a 80 pesos cada mes, son 360 pesos.

—Amigo, yo nunca me equivoco, y aquí están los libros, que no engañan. Está usted ajustado hasta el día de su muerte.

—¡Cómo de mi muerte!

—Cabalito.

—¿Pues no me ve usted que le estoy hablando, que estoy vivo?

—Será todo lo que usted quiera, pero a mí no me consta.

—¿Que no le consta a usted? ¡Canario! pues no es una prueba patente…

—Yo no tengo qué ver con nada de eso. Usted se murió, se le dio una paga para su entierro, le liquidamos la cuenta, se hizo la propuesta para su plaza, se proveyó en el meritorio más antiguo, y terminó el asunto.

—Pero, señor, esto no es posible que quede así; sería una atrocidad.

—Amigo, usted tuvo la culpa de morirse. Don Pedro, ese viejo rico, amigo de usted, el tesorero, todos están de acuerdo en que se murió usted; ¿qué culpa tengo yo de eso?

—Pero bueno, señor comisario, ¿usted qué dice? eso es lo que quiero saber.

—Lo que yo digo es, que no me consta de oficio que esté usted vivo, y yo tengo que atenerme a lo que dan de sí los documentos. Aquí tiene usted su expediente, en que está probado que murió usted, y lo más que yo podré hacer es, que se declare el Montepío a sus hermanas.

—Esto es una atrocidad, señor comisario, y mucho más en la situación en que estoy, de no tener ni para la botica.

—En fin —me interrumpió el comisario—, yo tengo mucho que hacer, y no debo estar disputando sobre puntos de hecho. Lo que usted puede hacer, es interesarse con el alcalde de su cuartel, para que le dé un certificado de que está usted vivo, y veremos lo que con ese documento resuelve el señor ministro, aunque debo anticiparle, que el caso es grave, y que se necesitará ocurrir a la Cámara, y como estos cuerpos deliberantes están llenos de licenciados, de doctores y de personas todas de instrucción y de experiencia, no han de querer pasar por tal superchería, y seguramente declararán lo que es verdad, y lo que consta en expediente, a saber, que usted se murió, y que en consecuencia los muertos no tienen derecho a que se les abone, ni siquiera la tercera parte del sueldo, como a los cesantes sin ocupación.

Poco me faltó para romperle la cabeza a este hombre tan original; pero reflexioné que era mejor sufrir y ocurrir, como en efecto lo hice, al alcalde de mi manzana, para que certificara que estaba yo vivo. Figúrese usted mi posición, señor Arturo; burlado por la mujer que amaba, y borrado de la lista de los vivos por el comisario. Ocurrí, por fin, al ministro de Hacienda, rio a carcajadas de la ocurrencia, y logré que me volvieran mi empleo, y me pagasen mis mesadas vencidas. Con esto me habilité de ropa, compré un caballo, pagué algunas droguitas, y me lancé de nuevo en la carrera del mundo, procurando ahogar el amor con el amor mismo.

Una tarde pasaba yo distraído, y siempre triste, por la calzada de San Cosme; alcé la cara, y vi a una mujer que al parecer quería esconderse de mí, y que volviendo la espalda cerraba el balcón. Al instante el corazón me dio un vuelco y reconocí a Celestina, que vivía en la misma casa de donde salimos la noche fatal en que fui herido.

Sin pensar lo que hacía, torcí las riendas a mi caballo, le prendí las espuelas, y de un salto me puse en medio del patio. Me eché a pie y subí con todo y espuelas, los escalones de dos en dos, a pesar de que el portero me gritaba qué sé yo qué cosas que no quise entender. Celestina cerró las puertas; pero yo, sin ver pelo ni tamaño, me introduje por la cocina, y de pieza en pieza penetré hasta la recámara donde Celestina se había refugiado.

—¡Ah! por fin te encontré —le dije lleno de rabia, asiéndola fuertemente del vestido, y sacándola de detrás de las colgaduras—. En esta vez no te me escaparás, porque aunque me den más puñaladas que las que por ti recibí, te arrancaré de aquí, mal que te pese, o te mataré para que nadie goce de ti. Yo me buscaba un arma, pero por fortuna no la tenía: créame usted, la hubiera hecho pedazos.

—Josesito, por tu vida y por lo que me amas, que te calmes. Tu mano tiembla, tus ojos parece que tienen sangre, estás demudado; serénate, serénate, y después hablaremos; haré lo que tú quieras, me iré a donde me lleves, pero cálmate, por Dios.

Celestina tiró del cordón de la campanilla, y pidió un vaso de agua, me hizo sentar y tomar unos tragos. Yo no sabía ni qué decir, ni por dónde comenzar. Ella se anticipó.

—Josesito, te he dado pruebas de cariño, de que no puedes dudar. ¿Por qué me miras así?

—¿Para qué me engañaste? ¿Por qué has huido? ¿Por qué no me dejaste morir? ¿Por qué eres traidora e ingrata, cuando yo te amo tanto?

No pude contenerme; mi cólera se cambió en ternura y me puse a llorar como un niño.

Celestina abrazó mi cabeza, la puso contra su seno, me comenzó a acariciar el pelo y a enjugar los ojos con su pañuelo.

—Bien —le dije—, no hablemos una palabra más. Vámonos.

—Donde tú quieras, pero antes quiero contártelo todo. Es menester que me conozcas enteramente, puesto que creo que de veras me amas.

—Bien, muy bien, cuéntamelo todo, pero no me engañes, y dime en primer lugar, ¿dónde está el teniente de lanceros?

—Muy lejos, en Chihuahua, no hay miedo de que vuelva a atentar contra tu vida. Por salvarte estoy aquí.

—¿De quién es esta casa?

—La verdad; no quiero engañarte, de don Pedro.

—¡De don Pedro! ¿De ese viejo amigo mío, que me prestó el fistol para que te enamorara, para que te sedujera? Entonces no comprendo qué clase de hombre es ese.

—Ya verás… pero déjame hablarte en orden.

—Sí, en orden; cuéntame desde la noche que te robaron, dejándome a mí tirado y como muerto en la plazuela de San Juan de Dios.

—Comenzaré; pero dame tu mano y mírame con el cariño de antes.

Yo no me pude resistir, le entregué mi mano, y la miré amorosamente.

Celestina prosiguió así:

—Cuando observé que te atacaban traidoramente y que querían matarte, la rabia me cegó, arranqué la espada de tu cintura, y comencé a dar golpes, según el valor y la cólera que tenía, habría matado a todos. Sin embargo, Dios castigó a Mateo, y él mismo al quitarme la espada se picó una pierna.

—¿Pero quién es Mateo?

—El teniente de lanceros, ¿quién había de ser? Tú y yo lo reconocimos desde el primer momento. A pesar de mis esfuerzos, me cogieron fuertemente dos hombres, me taparon la boca, y como en el callejón de la Santa Veracruz estaba un coche de sitio me metieron a él, amenazándome con que me matarían si gritaba, y en compañía de Mateo, que bramaba como un toro y tenía todo el pantalón lleno de sangre, me llevaron a una casa sola del callejón de la Escondida. Afortunadamente, como Mateo sufría los dolores de la herida y estaba muy débil no pudo hacer otra cosa más que proferir amenazas; pero tanto en esa noche como en los días siguientes, me fue imposible ni salir a la calle, ni saber de ti, porque dos de sus asistentes guardaban la puerta día y noche. Cuando Mateo se restableció tuve que fingir que me conformaba con mi suerte y que aceptaba la situación, y con dinero y promesas gané a los soldados y a la vieja cocinera y la envié a tu casa día por día a que se informara de tu salud.

Un día que Mateo, ya restablecido y fuerte, se levantó de la cama, me llamó:

—Celestina —me dijo—, mi intención era matarte o al menos darte una vida tal, que a fuerza de golpes y de malos tratamientos te murieses en pocos días; pero te quiero demasiado y te perdono; mas, ten entendido que luego que sane y que pueda salir a la calle voy a aprovechar la ocasión para deshacerme de ese mequetrefe del Josesito, que se me sienta en la boca del estómago: ya sé que no recibió más que unos rasguños y que está aliviado. En cuanto pueda, te volveré a buscar y yo no he de consentir que seas de otro. ¿Lo entiendes?

Yo, que sabía que en efecto estabas aliviado y conocía que Mateo no te perdonaría, comencé a pensar cómo te salvaba hasta que se me ocurrió reconciliarme con don Pedro, de quien yo dependía cuando te conocí por primera vez, y fija en mi propósito, tranquilicé y di a Mateo cuantas seguridades me pidió, con lo que recobré, por decirlo así, mi libertad y pude inmediatamente salir a la calle y dar los pasos necesarios.

Al principio, don Pedro se manifestó duro e inflexible; pero a la segunda conferencia triunfé, y todo se arregló. Al día siguiente, una orden del coronel hizo que Mateo, que ya estaba completamente bueno, saliese de la capital, sin darle paga de marcha y sin dejarle ni dos minutos de tiempo para disponer sus cosas y llevarme como deseaba. Se le dijo que era una expedición urgente, pero de muy pocos días, y con esto y hacerme mil recomendaciones y amenazas, se marchó dejándome en la casa de la Escondida con cinco pesos y algunos malos muebles. Apenas hubo salido el teniente cuando se presentó don Pedro en su coche y me condujo de nuevo a esta casa.

En esos momentos supe tu gravedad, y, abandonándolo todo, te salvé segunda vez la vida. Ya ves que no he sido ingrata contigo, y lo que he hecho es por ti, solamente por ti. No había otro medio más que buscar el apoyo de un hombre rico e influyente para quitarnos a ese ranchero feroz que al fin habría concluido por asesinarnos a los dos. Ahora no hay cuidado; sé que se halla en Chihuahua, que allí se ha casado con una muchacha rica; que ha dejado la carrera militar y que se ha dedicado a trabajar en un rancho de su mujer. Ya no piensa en mí ni yo en él, gracias a Dios, y por este lado nuestra situación ha mejorado.

—Todo esto tiene un aire de verdad que me reconcilia contigo, Celestina, y veo que en el fondo me quieres.

—¿Que si te quiero?… ¡Sobre que no tengo más amor en el mundo que tú, Josesito!

—Entonces no comprendo por qué en el momento en que me consideraste fuera de peligro inventaste un viaje y no volviste a aparecer.

—Una mujer, aunque le cueste la vida, debe cumplir su palabra, y yo soy así. Para poder asistirte y estar contigo fue necesario decírselo todo a don Pedro. Me permitió que te asistiera; pero al mismo tiempo le di mi palabra de que no te volvería a ver tan luego como estuvieses restablecido. Esto te explica por qué inventé el viaje a Texcoco y por qué me oculté en cuanto advertí que me habías reconocido. Varias veces has pasado por aquí y te he visto, temblando siempre, de que te ocurriera buscarme en esta casa.

—Pero, Celestina, eso no puede quedar así. Yo no te amenazaré, ni haré lo que ese bárbaro teniente; pero tampoco puedo conformarme con que me abandones enteramente.

—¿Y quién te dice, vida mía, que te he de abandonar? Yo he cumplido mi palabra no buscándote, ni solicitándote; pero ya que el amor o la casualidad han hecho que tú me encuentres…

—Entonces eres mía, ¿no es verdad? mía solamente.

—Repito que yo prometí a don Pedro que no te buscaría, pero cuidé de advertirle que habías sido mi amante y que el día que por casualidad te encontrara tenía que hablarte y no te podía arrojar de la casa si venías a verme.

—Claro, Celestina; claro, por Dios, le repliqué: yo te amo mucho pero no puedo conformarme con esa situación equívoca.

—Mira, José —me contestó amorosamente Celestina, tomándome las manos y llevándolas a su pecho—, si me amas es preciso que sufras algo.

—¿Más de lo que he sufrido? ¿No te parece todavía nada lo que por ti he pasado?

—No, no hablo de eso; quiero decir únicamente que es menester que concertemos un plan…

—Habla, y haré lo que quieras.

—Don Pedro es un hombre suspicaz, celoso como todo viejo necio y exigente; pero en cambio jamás cuenta el dinero que gasto, nunca me niega nada de lo que le pido.

—¿Es decir, que como es rico, lo prefieres?…

—No, no es eso. Ten presente que el único hombre que amo en el mundo eres tú, y no vuelvas ya a hacerme ningún cargo. Don Pedro, repito, es un hombre bien relacionado, de dinero y de talento, y en el momento que supiese que habíamos vuelto a anudar nuestras relaciones nos perdería. Tú quedarías sin empleo, sin honra tal vez, y yo echada a la calle sin más recurso que pedir limosna. Ya ves, José, el amor de esta manera nada tendría de agradable, y tú mismo perderías las ilusiones en el momento en que me vieras sucia, con un miserable vestido y obligada a ganar mi vida de una manera vergonzosa. Déjate guiar por mí y no desconfies nunca del amor de quien es toda tuya.

Yo suspiré y no pude responder nada. En sustancia, el asunto, es que el miedo por un lado y la pobreza por el otro, me hacen desgraciado. Don Pedro es el amo, el señor de la casa, el árbitro de mi suerte, y aunque Celestina me jura y me vuelve a jurar que sólo yo soy el preferido… ¿qué quiere usted, amigo mío? no lo creo, tengo celos, soy muy infeliz, y creo que un día que se agote el cáliz de mis martirios seré capaz de asesinar a ese hombre, que, no contento con sus riquezas, con su magnífica casa, con sus carruajes, con las vajillas de plata, en fin, con todos los goces y consideraciones de que disfruta, todavía viene a arrebatar al oscuro empleado su amor, su felicidad y su vida.

—Pero, amigo mío —le contestó Arturo— en lo mejor de la conversación con Celestina cortó usted la historia.

—La corté, porque era necesario: las historias íntimas de los amantes no son para contarse. En aquella tarde, bastará decir a usted que Celestina fue tan amable que enjugó mis lágrimas, calmó mi cólera y disipó completamente mis celos. Cuando conoció, sin duda, que era la hora de que el pícaro viejo llegase, tuvo bastante maña para despedirme sin que yo pudiese enojarme, y desde entonces acá la veo los más días sin más precaución que entrar por una puertecilla secreta que tiene la casa y que da a un potrero del Paseo. ¡Ya ve usted! mientras don Pedro entra por una puerta, yo salgo por otra. ¡Esto es horrible!

—¿Y usted ama de veras a Celestina? —preguntó Arturo.

—Con toda mi alma, con todo mi corazón.

—¿Se casaría usted con ella?

—Francamente, si tuviese algún dinero, mañana mismo la sacaba de la casa y me la llevaba ante el cura.

—¿Es decir, que usted está dispuesto a hacer lo que yo le diga?

—Lo he prometido, y no tengo más que una palabra, señor Arturo.

—Convenido. Dentro de ocho días a las ocho en punto en mi casa.

—No faltaré.

Como eran ya cerca de las once de la noche, los amigos se despidieron, haciéndose mil protestas de amistad y prometiendo ser exactos a la cita que acababan de concertar.

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