X. El convento de la Concepción

Mientras que Josesito y Arturo meditan sus planes de ataque y transcurre el plazo convenido para la interesante conferencia que debían tener, nos ocuparemos de nuestra gentil aurora.

La Concepción es un vasto edificio casi aislado en el centro de la ciudad de México y circundado por todas partes de altos y gruesos muros. En el interior hay varios y espaciosos patios, un gran jardín, que en algún tiempo ha estado cultivado, y un canal, que también a veces ha tenido una canoa para recreo de las monjas. Además de las celdas, situadas en extensos claustros formados con arcos de cantería, hay habitaciones o viviendas enteramente separadas unas de otras y que son otros tantos lugares solitarios edificados dentro del aislado edificio. La falta de cuidado y el transcurso de más de dos siglos ha hecho que el jardín sea un campo melancólico, lleno de yerbas y matorrales, que el canal se azolve, y aquellas viviendas, que otras veces estaban alegres y aseadas se llenen de polvo y telarañas por falta de religiosas que las habiten, pues siendo ya en menor número se han reunido en los claustros más acompañados, abandonando el resto del convento.

Este lugar escogió Aurora para su retiro. Los primeros días fueron penosos y tristes por demás: del bullicio del mundo pasó al silencio del convento: su calzado de seda lo cambió por uno tosco y burdo de cordobán: sus enaguas bordadas y llenas de encajes fueron reemplazadas por una modesta ropa interior de algodón, y sus anchos vestidos de moirée y de gros se redujeron a un angosto sayal blanco y a una toca negra, que engastaba primorosamente su angélica fisonomía. Era una monjita primorosa: tenía algo de la inteligencia y del brío mundano de Sor Juana Inés de la Cruz, la monja poetisa que Santa gloria y fama ha dado a nuestro país.

Aurora, como novicia en el claustro, era extremadamente exacta en la observancia de las obligaciones monásticas: asistía al coro, oía la misa, y cumplía con los demás rezos y ejercicios con tan singular compostura y devoción, que en muy poco tiempo se captó el afecto de las superioras; y esto contribuyó a dar a su vida una poca más de amplitud y de distracción. Como cantaba y tocaba bien, se le encomendó el órgano; y como era pulida y curiosa para las obras de mano, pasó a ayudar a las madres sacristanas. Estas nuevas ocupaciones, y el haber, por fin, establecídose en una celda cómoda, aseada y alegre, donde la acompañaba una de las criadas de más confianza de la casa, hicieron que cambiase enteramente su humor, y que adoptase la vida del claustro, a cabo de algunas semanas, no sólo con resignación, sino con positivo gusto, y aun podría decirse entusiasmo. Las monjas que notaron esto, no pudieron menos de hacerle mil elogios, y de animarla a que sin pensar más en el mundo y en sus engañadoras pompas, se resolviese a profesar, y a no salir, por consecuencia, en el resto de sus días, de aquel venerable y santo asilo.

Se levantaba antes del toque de alba; empleaba media hora en asearse, y se dirigía después al coro: regresaba a su celda, tomaba su buen pocillo de chocolate, y se dedicaba en seguida a preparar, en unión de las hermanas sacristanas, lo necesario para el servicio divino. Después volvía al coro, se sentaba al órgano, y allí pasaba una larga hora entre devota y divertida, tocando El Pirata, La Norma, La Lucía, Los Puritanos, El Barbero, toda la música profana de los maestros italianos. Así que se acababa el servicio, las novenas y jaculatorias, bajaba a la portería: este era el rato más agradable: fruta, dulces, galletas, mercería y otros efectos de comercio, cuanto se puede apetecer se encuentra a ciertas horas en la portería de los conventos de monjas; y este momento, en que se ven gentes extrañas que pueden sin trabas entrar y salir a sus casas, es tal vez cuando muchas cambiarían su perpetuo encierro por la libertad de una frutera. Cuando se cerraba la portería, subía al refectorio, y después daba sus paseos por los patios del espacioso convento, y cansada ya de este ejercicio, se retiraba a su celda, empleando el tiempo que le dejaban libre las distribuciones de la regla, en lecturas piadosas, o en coser y bordar.

Así iban transcurriendo los días unos tras otros, iguales, tranquilos, dedicados al trabajo y a la contemplación de los problemas de la vida futura, y Aurora había perdonado en el fondo de su corazón todas las injurias, desprecios, e ingratitudes de las gentes del mundo, y olvidando cada vez más el lujo, las diversiones y los placeres, se consideraba como una persona que, después de atravesar campos amenos, valles floridos y mares ya tranquilos, ya irritados y tempestuosos, llega a un puerto solitario, sosegado, triste si se quiere, pero donde encuentra la calma y el sosiego de que no había podido disfrutar en su vida anterior.

Florinda y Carmela, que eran las únicas que la visitaban, no faltaban cada jueves al torno o a la reja; y la madre, que continuaba sufriendo sus ataques de sofocación, apenas de vez en cuando se aventuraba a preguntar por su hija. Esta frialdad lastimaba profundamente a Aurora; pero en vez de enfadarse, refería este sufrimiento a Dios, y le pedía que le concediese a su mamá largos días de vida.

Un domingo, como de costumbre, asistió Aurora en el coro a la misa conventual: cuando, después de haber acabado de tocar el órgano se retiraba, echó por casualidad, y sin intención, una mirada a la iglesia, y creyó que entre la gente que salía, había alguno que era Arturo, o se le parecía. Procuró alejarse, y desviar como un mal pensamiento la imagen profana de un hombre, que ella decía que no amaba ya, y que había olvidado completamente: sin embargo, no fue así, y eso sucede con lo que los místicos llaman tentaciones, que es imposible de todo punto dejar de pensar en ellas: si no valió a San Gerónimo retirarse al desierto, pues allí lo perseguían las hermosas matronas romanas, fácil es concebir que Aurora no podría desterrar de su mente la imagen querida del que amaba con todo su corazón. Se propuso no asistir durante quince días a coro, pretextando enfermedad; pero contra este propósito, al siguiente día, más temprano que de costumbre, ya estaba en él, y no podía apartar su vista de la iglesia, observando a todos los que entraban y salían. En ocho días no volvió a presentarse Arturo ni ninguno que se le pareciese, pero al domingo siguiente, a la hora de la misa mayor, los ojos de Aurora descubrieron la misma figura interesante: Aurora no había logrado ver bien la cara, pero su corazón latía tan fuertemente, que no le cabía duda de que era él, aun cuando no lo hubiese visto. Como Aurora no quitó los ojos al salir la gente, Arturo levantó la cabeza, y miró al coro alto: ya no le quedó duda; era él, más pálido, con la barba más poblada, con los ojos más tristes, pero tan simpático, tan bien parecido, como el día en que lo había recibido en la tertulia de su casa. Desde ese día puede decirse que Aurora sucumbió a la tentación: asistía con repugnancia a las horas de coro; no podía meditar en los misterios por más que lo procuraba, y los días le parecían cargados de tristeza y de sombra. Aquellas altas paredes que la separaban del mundo, donde podía ver a Arturo, y hablar con él, y decirle sus amores, sus quejas y sus celos, le inspiraban miedo; aquel campo enyerbado y aquellas habitaciones solitarias le parecían otras tantas tumbas.

—¿Aquí? ¡Dios mío! ¿Aquí he de permanecer todavía los treinta o cuarenta años que me queden de vida?… Si al menos me muriese dentro de dos o tres años, yo sufriría resignada; pero ¡tantos, tantos días, todos iguales, sin que en ninguno de ellos se espere una cosa nueva!… El coro, la misa, el rosario, el oficio divino, ¡todo a las mismas horas, todo lo mismo!… ¡Y todos los días sin esperanza de variar, sin esperanza de ver otra cosa, de salir de aquí, de hablar con mis amigas, de ver otras fisonomías!… ¡Oh! yo me ahogo, me muero en vida en este gran sepulcro, donde no veo el horizonte hermoso de México, sus espaciosas calles llenas de edificios, sus montañas, azules, sus campos cubiertos de árboles y de flores…

Estas y otras reflexiones hacía la muchacha, y ansiaba porque llegase el jueves, día en que recibía la visita de su amiga. Aurora no pudo platicar lo que deseaba, porque había en la portería otras religiosas; pero le entregó una carta diciéndole en voz alta que era para su madre, pero haciéndole seña con los ojos de que la abriese y la leyese. En esta carta le pintaba, aunque lacónicamente, su inquietud y la vida tan amarga que pasaba en el convento, y le rogaba dos cosas: primera, que se informase si Arturo por fin se había casado; y segunda, que pasase a ver a su madre, para que la sacase del convento, pues ya no quería estar en él.

Florinda, que comprendió al momento lo que pasaba en el corazón de la muchacha, procuró servirla con la mayor eficacia. De los informes que adquirió, resultó que Arturo no se había casado, y que se hallaba en México de vuelta de sus viajes al interior, y que había preguntado por Aurora con mucho interés a Josesito, que, como hemos visto, visitaba de vez en cuando a la viuda. No quiso perder tiempo Florinda, sino que tan luego como adquirió estas noticias, escribió una larga carta a la muchacha, consolándola, conjurándola a que saliese del convento, y prometiéndole su ayuda y la de Luis, que se había conducido con tanta actividad a inteligencia en los negocios que le habían encomendado.

No quiso Florinda fiar la carta a ningún criado, sino que en compañía de Carmela, y sin esperar el jueves, fue al convento, hizo que bajase Aurora, y le entregó la carta, en unión de algunos regalos, que nunca dejaba de prepararle. Aurora respiró con la lectura de la misiva de su buena amiga: el mundo, las riquezas, el amor, todo volvió en un momento a presentarse a su juvenil imaginación, con aquel aparato mágico y seductor de las cosas de este mundo.

—¡Es lo más singular! —decía Aurora—; desde el momento en que tengo esperanza de salir de aquí, rezo con más devoción, asisto con más voluntad a los ejercicios y prácticas del convento; en una palabra, quiero más a Dios, y lo veo bueno y bondadoso conmigo. Si hubiera profesado, si estuviera obligada a no salir de aquí en el resto de mis días, ¡cuál sería mi situación, qué días tan amargos no pasaría, qué noches tan crueles, pensando que no había esperanza! ¡Oh! no, yo saldré de aquí, haré muchos beneficios al convento con mis bienes; pero tendré mi libertad, viviré en sociedad con mi madre, cuyo cariño volveré a conquistar; con mi buena amiga Florinda; con Carmela, cuya educación completaré…

Y añadía, suspirando profundamente:

—Quizá en compañía de Arturo, que me amará: sí, me amará seguramente en cuanto me conozca, y sepa que no soy una mujer loca, coqueta y disipada, sino una joven que no ha perdido ni su honor ni sus buenos sentimientos.

Con estas y otras ilusiones, Aurora pasó otra semana; pero comenzó a ponerse triste, y a concebir serias alarmas, cuando habiendo pasado el jueves, su amiga Florinda no apareció en el torno, según lo tenía de costumbre. No pudo contener su inquietud, y la envió a llamar con el demandadero del convento: Florinda no fue sino hasta el sábado, le entregó una carta, y se marchó. La carta decía así:


Querida amiga:

No puedes tener idea de todos los esfuerzos que hemos hecho Luis y yo en tu favor, pero todo ha sido infructuoso: tu mamá, inmediatamente que le dije que tu deseo era salir del convento, tuvo una conferencia de más de una hora con don Pedro y el padre Martín.

Después de que se fueron, me mandó llamar, y con el tono áspero que le conoces cuando se incomoda y le amenaza la sofocación, me dijo que yo era la que andaba inquietando a su hija, y procurando que su alma se perdiera; que mientras ella viviera, no había de permitir que pusieras un pie en la calle; que antes bien, en cuanto cumplieras el año de noviciado, te haría profesar: por último, que jamás volviese yo a poner un pie en su casa.

Debes figurarte que salí de allí como si pisase sobre abrojos: la vergüenza y la cólera me ahogaban; pero me callé, recordando tus finezas y tu tierna amistad, y teniendo presente que al fin era tu madre. Al salir, me encontré con el padre Martín, que me esperaba, para echarme otra reprimenda, y notificarme que no se me darían ya los doscientos pesos mensuales que tú asignaste a Carmela y a mí. No pude contenerme, y dije al padre algunas cosas fuertes; pero la cólera y el gran disgusto me produjeron una enfermedad, que me impidió verte el jueves y aun escribirte.

El golpe va a ser muy fuerte para ti; pero ha sido necesario hablarte con toda claridad. Luis ha visto a un clérigo amigo suyo, hombre de mundo y de experiencia, y los dos hablaron largamente con tu mamá; pero cada vez más está más encaprichada, tanto más, cuanto que le han dicho que don Francisco está para llegar, y cree que esa es la causa porque te quieres salir del convento.

Yo no sé qué hacer por ti, Aurora querida, estoy, como debes figurarte, llena de aflicción. No desconfies, sin embargo, pues Luis, me ha prometido, que aunque sea necesario el sacrificio de su vida, te libertará de tus enemigos. Ten paciencia, entre tanto vuelve a escribirte tu amiga que te ama,

Florinda.
 

La lectura de esta carta despertó en Aurora todo su orgullo y todas sus enérgicas pasiones.

—¿Conque me quieren enterrar viva en una cárcel que llaman convento, para apoderarse de mis bienes, para privarme de la libertad, de la dicha, de mi libre albedrío, de todo lo que Dios ha dado a la más pobre y miserable de las criaturas? —exclamó Aurora estrujando la carta entre las manos, y dejando caer su cabeza sobre una pequeña mesa de madera blanca que había en la celda.

—¡Oh! no, ¡vive el cielo! que no será así, y que sí se me oprime y se violenta mi carácter, haré cosas que darán mucho que decir en el convento y en todo México.

Aurora tomó la pluma y escribió:


Señora y madre mía:

Dentro de ocho días precisamente quiero estar ya fuera del convento. Vea usted como dispone las cosas, para que esto se ejecute, y yo recobre mi libertad, el caudal que me dejó mi padre y mi libre albedrío para elegir el estado que más me acomode.

Estoy bien impuesta de lo que pasa, y sé todo lo que se hace en mi daño. Sea usted en este trance de mi vida mi verdadera madre, y sírvame de apoyo, de guía y de consuelo. Si por otras causas no obra usted como yo deseo, no me culpe si tomo resoluciones extremas.

Una mujer de mi carácter y de mayor edad, cuando se decide a seguir un camino, es temible. Ruego, suplico, lloro y no amenazo; pero usted conoce a su hija, y no contribuya a la desgracia de su infeliz.

Sor María de las Nieves.
 

Aurora remitió esta carta a su amiga Florinda, con encargo de que la enviase inmediatamente a su madre, y recogiese la respuesta, y esperó resignada, sin demostrar sus pesares, ni variar en lo más leve sus distribuciones. El domingo, como de costumbre, o vio efectivamente, o creyó ver a Arturo.

El jueves se presentó al torno Florinda, y llena de alborozo, le entregó una contestación de la madre y otra carta para la superiora del convento.

—Creo que todo está ya arreglado, querida amiga —le dijo Florinda—; Luis ha tenido una larga explicación con don Pedro, el cual se mostró muy interesado en tu felicidad, y prometió que hablaría con tu mamá, y tus deseos serían cumplidos. Tu mamá estuvo a punto de morirse al leer tu carta; pero después de haber hablado con don Pedro, cambió, y me mandó decir que podía disponer de nuevo de los doscientos pesos; que te viera, que te consolara, y te diese muchos consejos. Ayer me envió esta carta para ti, y esta otra, que inmediatamente entregarás a la madre abadesa.

Aurora no pudo contenerse, el torno y las gruesas paredes impidieron que saltase al cuello de su amiga, pero rompió el lacre de la carta, y leyó:


Querida hija:

He recibido tu cartita; y aunque me causó mucho pesar, te aseguro que encontrarás en tu madre todo el apoyo que deseas para labrar tu dicha. No debes olvidar que la voluntad de Dios es superior a la nuestra; así, ten paciencia; tus pasiones calmarán poco a poco y sin sentirlo encontrarás la felicidad que sin duda te ha quitado el enemigo del género humano.

No podrán cumplirse tus deseos tan pronto; pero, repito, debes contar con que tu madre hará lo que sea mejor. Entre tanto te ruego que tengas resignación, y no desconfíes del apoyo y verdadero amor que te profesa,

Tu Madre.
 

—No sé qué pensar de esta carta, Florinda; la he leído tres veces, y la verdad, no entiendo lo que mi mamá me quiere decir. Apostaría un ojo a que no la dictó ella. Conozco su estilo y jamás acostumbra andar con esos rodeos. Decididamente no entregaré la carta a la Abadesa.

—Si su reverencia quiere —dijo la madre escucha, que sin duda oyó las últimas palabras de Aurora—; yo entregaré esa carta a nuestra madre; cabalmente se acerca por acá.

Aurora no pudo ya ocultar la carta, y la entregó a la madre escucha, la que en el acto la puso en manos de la abadesa, que en efecto pasaba en aquel momento cerca de la puerta.

Aurora y Florinda, llenas de tristeza, se despidieron con cierto presentimiento de que no volverían quizá a verse en mucho tiempo. Al día siguiente, de orden de la superiora, se quitó a Aurora el encargo que tenía de ayudar en sus quehaceres a las madres sacristanas; se le prohibió que bajase al torno, a la portería y a la reja, a no ser que fuese llamada por su madre; se le escondió el papel y el tintero, y se le privó de la criada de confianza que la acompañaba. Las demás monjas, que en los primeros días la agasajaban y le decían muchas palabras cariñosas, comenzaron a retirarse de ella, a evitar su conversación, y a hablarse en secreto cuando pasaban junto a ella. Aurora, resignada, sufrió todo esto.

—Si me privan de tocar el órgano el domingo, entonces ya no habrá remedio; daré un escándalo, el más notable que pueda; inventaré, y haré una cosa que haga que mi madre se arrepienta de haberme tratado así.

El domingo subió al coro a tocar el órgano. La misa mayor y las demás de costumbre se acabaron; la gente salió, y el sacristán sonaba las llaves, sin que Arturo hubiese aparecido. Aurora sintió que la respiración le faltaba y que un dolor agudo lastimaba su corazón. Dos de las religiosas la condujeron a su celda y la dejaron en la cama más muerta que viva, dando inmediatamente aviso a la abadesa.

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