VIII. Josesito

—Creo que no me habrá usted olvidado, señor Arturo —le dijo Josesito al salir de la puerta del café.

—Desde que usted me habló, he querido recordar su fisonomía… En efecto yo he visto a usted en alguna parte, pero…

—No es extraño que no me reconozca. Sufrí una grave enfermedad… unas heridas que me infirieron unos cobardes, que por poco no la cuento… no es extraño que esté desfigurado: afortunadamente no se me atrevieron a la cara.

—Con todo eso no puedo recordar…

—Vaya, daré a usted otras señas, y ya no le cabrá duda. ¿Hace usted memoria de una tertulia a que asistimos en casa de Florinda? Allí estaban unas jalapeñas muy guapas, y Aurora, que era la más linda de todas. Lo digo a fe de hombres, si yo hubiese tenido el dinero que usted, de seguro que le digo mi atrevido pensamiento. ¡Qué ojos de criatura! y ¡qué hombros tan torneados! ¡Y el pie! acaso usted no se lo habrá visto, pero yo siempre he aprovechado todas las oportunidades, y al sentarse, al levantarse, al bailar, he dirigido al disimulo mis vigiatas… ¡Oh! pero no hay idea de un pie más pulido, chiquito, gordo como un tamalito cernido, y luego ¡qué medias tan finas! una tela de huevo es todavía más ordinaria… Pero me iba distrayendo de mi objeto, que era el recordar a usted… esa noche ya muy tarde salimos juntos. Usted iba en compañía de ese maldito italiano, a quien no puede ver mi alma, que se llama Rugiero: siempre que puede, me echa ese hombre unas sátiras, y me dice unas palabras… ¡vaya! parece que adivina mis pensamientos… y además, es malo y perverso como el mismo diablo. No hace poco ha logrado seducir a una modista de la calle de Nuevo México, que no es de malos bigotes, y la tiene, eso sí, muy bien puesta: buenos trajes, buenos anillos de brillantes, y lo peor es, que al mismo tiempo ha seducido a una costurerilla, que parece un dulce, humilde, modesta y linda… Vea usted, en los ojos y en el color del pelo se le da mucho aire a Aurora.

Arturo salió, en efecto, de mal humor del café, porque las muchas preguntas que le hicieron los amigos le molestaron; pero tan luego como Josesito, en medio de su charla continua e insustancial, le mentó el nombre de Aurora y el de las jalapeñas, se le vino a la memoria aquel tiempo feliz en que Aurora, Apolonia, Celeste, Florinda, Elena y Margarita eran su coro de náyades, de ninfas, de diosas, que doraban su imaginación, que lo acompañaban en sus sueños, que alimentaban en su alma el fuego sagrado del amor, que soplaban en su existencia una brisa perfumada de juventud y de esperanza.

Estas deidades habían reinado en su corazón: los ojos de una, la dentadura blanca de la otra, las mejillas de rosa de la de más allá, los frescos y hechiceros atractivos de todas, habían cautivado un día, una semana, un mes, un año, su corazón ardiente y juvenil. Flores que el calor había marchitado, insectos de oro que habían muerto con el crepúsculo, mariposas de colores, que habían arrebatado los vientos helados del invierno. Es la edad feliz del hombre rápida y pasajera, como la estación de las flores: una mirada, una sonrisa, un beso recibido de una boca fresca y purpurina, tienen en los años primeros de la vida un encanto que no se puede definir. Pasan años tras de años, y el hombre no tiene más que cerrar los ojos, y concentrar su memoria, para figurarse que se encuentra en las orillas de ríos cristalinos, en medio de prados de rosas, de valles verdes y frescos, donde halló por primera vez en su vida un coro de mujeres, todas bellas, todas risueñas, todas amorosas y ardientes. Pero estas ilusiones, como el Edén perdido de nuestros primeros padres, pasan para no volver, y la realidad nos conduce a este ancho y solitario mundo, donde es menester regar la tierra con las lágrimas, que arrancan las enfermedades, los desengaños y los infortunios.

A medida que Arturo oía en la boca de Josesito los nombres mágicos que otro tiempo habían cautivado su alma, recorría insensiblemente una escala dolorosa de recuerdos inútiles y de esperanzas perdidas, y sin hacer caso de la sustancia de la conversación, se engolfaba en sus propios pensamientos.

Así, el uno hablando y el otro pensando, anduvieron dos o tres calles, hasta que Josesito procuró sacar a su compañero de la distracción en que se hallaba.

—Parece, señor Arturo, que tiene usted alguna cosa grave que lo preocupa. He procurado refrescar la memoria de usted, y hasta ahora no me ha respondido si en efecto se acuerda usted de mí.

—Amigo mío —le dijo Arturo con cierta efusión de ternura—, los nombres que ha mentado usted, han despertado en mí recuerdos que no sé si tienen más de triste que de agradable: imposible era que dejase yo de hacer memoria de usted, cuando precisamente todo se refiere a la época de mi mayor felicidad. Yo era entonces rico, vivían mi padre y mi madre, y el mundo no tenía más que ilusiones y sonrisas para mí; ahora todo ha cambiado, todo es diferente: he vuelto a México, y me encuentro sin casa, sin asilo, sin queridas, sin nada de aquello que yo dejé. Parece que han transcurrido siglos, o que como si fuese un extranjero, he llegado a una ciudad enteramente desconocida. He pasado, y vuelto a pasar por la casa de Aurora, y no observo más que tristeza y soledad: los balcones están siempre cerrados, aquel cochero Benito, que tanto quería a Aurora y a mí, no está en la casa; en fin, mis esfuerzos han sido hasta ahora inútiles para indagar lo que ha sucedido, y en verdad cierto miedo me ha impedido entrar en la casa, y aun preguntar a personas que podrían darme razón.

—Bueno: puesto que ya sé los deseos de usted —contestó Josesito—, le prometo que de aquí a dos o tres días le daré a usted las noticias que pueda adquirir respecto de Aurora. He estado tan ocupado en mis propios asuntos, que, la verdad, no he tenido ni tiempo ni humor para indagar los ajenos; pero ahora ya es otra cosa, y supuesto que a usted le importa, todo lo sabrá.

—¿Y Florinda? ¿Vive, o muere, o se ha marchado a otra parte?

—Murió Pablo, y la dejó lo que se llama en un petate… ¡Bah! creí que ya eso se lo había contado a usted. Quitó la casa de México y la de Tacubaya, hizo una venduta con los muebles, y se retiró a vivir a una casita de la calle Nueva. Yo la visito de vez en cuando, y ¿lo creerá usted? Pues está más hermosa que cuando la conocimos: aunque pobre, es tan aseada, tiene tanto gusto para vestirse, y es tan elegante y tan guapa, sobre todo desde que se murió ese tunante de Pablo, que después de gastarle cuanto tenía, le daba mala vida, me parece que ha engordado un poco. ¡Qué hombros tan redondos! ¡Qué pecho tan turgente, como dicen los poetas! Yo no pierdo oportunidad, ni de decirle algunas flores ni de echar mis vigiatas… Vea usted, el otro día entré en su casa, ella estaba en la recámara poniéndose un fichú, y con la amabilidad de costumbre me dijo que le esperase; pero yo… vaya, desvié un poco la cortinilla de tafetán, y me puse a expiarla… ¡Oh, mon Dieu! y ¡qué garganta! y ¡qué cuello! y ¡qué pecho! y ¡qué brazos! Crea usted que si yo tuviera dinero, de veras le cantaba a la viudita.

—Veo que lo mismo que cuando nos conocimos, no desperdicia usted las ocasiones, querido Josesito —le dijo Arturo.

—Qué quiere usted, señor Arturo, es menester en el mundo no darse a la pena, y aunque me ve usted así enamorado y hablador, mi pobreza, por una parte, corta el vuelo a mis empresas, y por otra, le confieso a usted con mucha vergüenza, que estoy loco, apasionado, y lo que es peor, celoso de una mujer que, la verdad, no me merece, y de un viejo, de un viejo que no puede competir conmigo, si no es porque tiene dinero, y mucho más ahora que, según usted dice, se murió la tutoreada. ¡Canario! y qué buenos bigotes tenía: me acuerdo de ella como si la estuviese mirando. Pálida, de ojos muy negros, y tan expresivos, que cuando miraban, herían el corazón; pelo muy negro, nariz bien hecha, y una boquita… ¡mon Dieu! El pie de Aurora, los hombros de Florinda y la boca de Teresa me desvelan todavía, y crea usted, si yo hubiera tenido proporciones, le canto de plano a Teresa, aunque no hubiera sido más que por hacer rabiar al viejo.

—¡Con mil diablos! —dijo Arturo—, es cosa de perder la paciencia con usted. Todo se lo pregunta usted y todo se lo responde, y jamás acaba de contar una historia.

—Tiene usted mil razones, señor Arturo, pero, qué quiere, mi cabeza es un volcán, y mi corazón una hoguera, y tengo tantos pesares, que deseo un amigo, así como usted, con quien desahogarme. Interesa mucho a usted tal vez. más que a mí, que escuche mi historia, sepa mis amores, y como hombre de más mundo, me dé consejos y me ayude, que yo a mi vez le prometo cooperar a todo lo que se le ofrezca con Aurora, con tal de que algo le hagamos a este viejo que me tiene sin sociego y sin vida.

Como Arturo estaba tan vivamente interesado en conocer los acontecimientos relativos a Aurora, y en procurar una manera de indagar todo lo que pudiese respecto de don Pedro, acogió con el mayor entusiasmo la proposición de Josesito.

—Con mucho gusto —le dijo, escucharé la historia, y ayudaré en lo que pueda: desde ahora, queda celebrada una alianza entre nosotros. No habrá secreto que no me revele usted respecto a don Pedro, y a Aurora; y en cambio, le prometo tomar una parte tan activa en sus asuntos, que desde ahora le pronostico que saldrá bien en todas sus empresas; pero hemos ya dado más de tres vueltas por la calle de Vergara, y el marido o amante de la lecherita, que está frente al teatro, parece que está alarmado al ver rondar por la calle a dos mozalbetes. Vamos a dar un paseo por las Cadenas, allí nos sentaremos a fumar, y escucharé una historia que me parece será maravillosa.

—Gracias, mil gracias por tanta bondad, señor Arturo —exclamó Josesito—: no me había yo atrevido a proponer una alianza formal; pero puesto que usted me lo ha indicado, le juro que desde este momento soy todo suyo… ya verá usted como le soy más útil que lo que de pronto se figura.

—Una condición precisa es menester, antes de comenzar esta alianza, y es que ha de haber firmeza y valor para llevar a cabo una decisión que se tome, porque preveo que tendremos lances muy críticos y muy comprometidos.

—¡Valor! valor no me falta, señor Arturo; dinero, dinero es lo que nunca he tenido. Ya veis, un hombre que se expone a luchar con más de diez hombres armados con puñales… y toda mi desgracia fue que la maldita pistola no dio fuego. Si no, corren más pronto…

—También ha de ser condición que no ha de haber muchas digresiones, porque entonces no acabaremos nunca, y es menester que tenga usted presente que, según lo que resulte de nuestra conversación de esta noche, pronto tendremos que entrar en campaña.

—Como usted guste, señor Arturo: ya le he dicho que soy todo suyo, y con la confianza de un amigo le suplico que me dé un tirón en la levita cuando me desvíe de mi objeto.

En esto los dos amigos llegaron al atrio, cuando sonaban pausadamente las nueve en el reloj de la Catedral.

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