A juzgar por el reflejo amarillo pálido de la hoguera, que no dejaron de atizar los rancheros que quedaron de guardia, serían cosa de las tres y media de la mañana cuando despertó a Manuel el ruido de las voces, armas y caballos. Todos los que componían esta extraña comitiva estaban ya listos y montados y no tardaron en amarrar a nuestro capitán y a José como el día anterior; pero no les vendaron los ojos ni les taparon la boca. Pusiéronse en camino y comenzaron a subir por un sendero estrecho una alta cuesta llena toda de arbustos y de magueyes pequeños que llaman los campesinos lechuguilla.
Entre tanto caminan por la aspereza de los montes, digamos dos palabras de uno de nuestros personajes, a quien hemos olvidado; pero que no por esto deja de hacer un papel importante en estas aventuras: este personaje es Martín, el asistente del capitán. Estaba ocupado en la hacienda de «La Florida» en limpiar sus armas y montura, con tanto cuidado y exactitud como si estuviese en la cuadra del cuartel, cuando llegó a su noticia el inesperado suceso de la desaparición de su jefe. Sin hacer escándalo ni obrar con precipitación se informó lo mejor que pudo de lo que había acontecido, ensilló el más ligero y más fuerte caballo de la hacienda, cargó con doble bala sus pistolas, tomó un par de buenas reatas, llenó su cartuchera de parque, el morral de cebada y la maleta con algún bastimento y cigarros y, como si fuese a emprender la dilatada campaña de Texas, salió de la hacienda sin decirle a nadie una palabra; pero jurando en su interior que no volvería a presentarse a la niña Teresa si no traía a su capitán muerto o vivo. En vez de correr precipitadamente, como lo hicieron Arturo y el padre Anastasio llevando tras sí multitud de mozos, que levantaban una nube de polvo y vagaban en todas direcciones sin formar plan alguno, Martín, que había nacido en la frontera y era un ranchero habituado desde sus primeros años al campo, en cuanto salió de la puerta de la hacienda comenzó por reconocer las huellas de los caballos del capitán y de José, que siguió sin interrupción hasta que llegando a una mota se le confundieron.
—Aquí hay mácula —dijo Martín apeándose del caballo—; es menester registrar bien la tierra.
Martín, inclinándose y reflexionando sobre cada una de las señales que veía sacaba sus instrumentos de lumbre, fumaba y se ponía a pensar, sin dejar de ver por todos los vientos con su pistola preparada en la mano. Así que revisó bien todo el trecho del camino, volvió a montar a caballo y dijo:
—Ahora sí, ya caí en la cuenta: aquí tres o cuatro hombres han lazado y arrastrado a dos que iban por en medio de la calzada: éstos no pueden ser más que mi capitán y José, el vaquero: los lazadores salieron de detrás de esta mota, porque todas las ramas están quebradas. No hay ni una gota de sangre, ni pedazos de ropa, ni ningún otro rastro que indique que mi capitán ni José han sido heridos o estropeados… Veamos por dónde se fueron.
Martín buscó, y encontró en efecto, el paso de la zanja y siguió ya sin trabajo por los potreros la dirección de los fugitivos, con tan buen éxito, que a la media noche descubrió la lumbrada. Ató su caballo a un árbol, se echó a andar a pie y, agazapándose entre los matorrales y peñascos, llegó hasta el campamento y pudo a cierta distancia reconocerlo; volviendo donde estaba su caballo contento del resultado de su expedición. Su primer pensamiento fue llegar a un pueblo cercano, pedir auxilio y sacar gente; pero, como buen ranchero, reflexionó que en los caminos duros y peñascosos era muy difícil seguir las huellas y que, por otra parte, sí los que se habían llevado a su capitán tenían, como era de suponerse, malas intenciones, de seguro no tardarían en seguir en marcha para aprovechar la oscuridad y no caminar de día sino por lugares desiertos: así se afirmó más en sus ideas de no perder de vista a su jefe, no quedándole duda que estaría entre la banda de rancheros que había visto acampada. Acercóse, pues, con precaución, subió un poco por la montaña y se colocó en un punto donde, sin ser sentido, podía observar la dirección que tomaban. Luego que sintió el rumor de la marcha se apeó del caballo, aplicó el oído contra la tierra y volviendo a montar dijo con la mayor seguridad:
—Ahora ya se por qué rumbo van: al amanecer los tendré a la vista y ellos no me verán a mí, porque estaré en lo alto del cerro.
En las primeras horas la marcha de la comitiva, que muy cerca seguía Martín, fue difícil y silenciosa. Al amanecer, en efecto, los que la formaban iban por una ladera y Martín estaba ya en la cumbre de la cuesta, cubierto perfectamente con los peñascos y matorrales. Todo el día caminaron por lugares enteramente desiertos. Apenas a lo lejos observó el capitán un muchacho que apacentaba sus cabras y una choza de donde se desprendía una columna de humo. Habría dado Manuel la fortuna, que ya poseía, por hallarse libre y quieto en la pobre cabaña que de lejos divisaba perdida entre las asperezas de aquellas sierras inaccesibles. A medio día y sin apearse ninguno del caballo, comieron tres o cuatro gordas y bebieron unos tragos de agua de las que llevaban en los guajes, que habían tenido cuidado de llenar en el arroyo.
Ojo de Pájaro, que parece era el proveedor o despensero de la tropa, se acercó al capitán a darle su frugal alimento: con este motivo tomó el cabestro del caballo, dando al guía su ración, el cual con el mayor placer se puso a devorarla. Aprovechando esta ocasión se desviaron poco a poco del centro de los rancheros que los rodeaban.
Don Jacinto, con una parte de la escolta, venía por detrás a cierta distancia. José había hecho ya conocimiento con uno de los rancheros, que era de Río Verde, y esto le había valido que le aflojaran las ligaduras y que le diesen de comer cuantas gordas y trozos de carne quería.
—Creo que mi capitán me conoce —dijo Ojo de Pájaro sin voltear la cara y tirando siempre del cabestro con que estaba atado el caballo de Manuel.
—Perfectamente: tú eres Blas Contreras, aquel soldado tan valiente del batallón de Toluca que en el rancho de Posadas saltaste solo, con bayoneta calada, una cerca donde había diez granaderos y mataste a unos e hiciste correr a los demás.
—El mismo, mi capitán; pero dejaremos para otro día el platicar de eso; lo que importa es que yo diga a mi capitán lo que ahora pasa. Como, aunque estaba herido, me escapé en el camino de Puebla de manos de los vecinos de Amozoc, quise mudar de vida y ser hombre de bien y me vine a México a curar. El primer día que salí a la calle me encontré con mi teniente Almaras, que primero quiso darme de palos y llevarme al cuartel; pero, como es de buen corazón, concluyó por darme un resguardo y un papel de conocimiento. Me metí a servir y estuve en casa del conde P… y en casa de la marquesa de S… y me porté bien, hasta que fui a la calle Nueva, núm. 20, a servir a una señora muy bonita que se llama doña Florinda y tiene una niña que le dicen Carmela y un niño chico: creo que son sus hijos. Esta señora todas las noches antes de acostarse cerraba las puertas con mucho cuidado, quitaba un mueble de junto a la pared y sacaba una cajita con muchas alhajas. Yo por curiosidad la espié y me dio tanta gana de cogerme las alhajas… pero… ya acabaremos: don Jacinto viene a galope y los compañeros parece que observan que platicamos.
Ojo de Pájaro se ladeó en la silla como hace la gente del campo para descansar y comenzó a chiflar el «Canelo» y otros sonecitos del país.
Don Jacinto, que, como había dicho muy bien Ojo de Pájaro, se aproximaba a galope, montaba un caballo mojino, de siete cuartas, fino, ligero y lleno de brío. Estaba vestido de gamuza color de yesca, y su sombrero blanco tendido tenía muchos y muy pesados adornos de plata. Luego que se acercó más dio un azote al mojino, y de un salto se puso junto al capitán rozándole con la rodilla. El capitán volvió la cara y lanzó una mirada colérica al ranchero.
—¿Me conoce, amo? —dijo don Jacinto encarándose con Manuel y arriscándose la lorenzana del sombrero.
—Si te hubiera dado un balazo el día que te atreviste en la hacienda a faltar al respeto a tu ama, no me traerías ahora por estas sierras.
—Parece que el amo está todavía medio josco y medio quién sabe cómo, y ya le bajaremos esos jumos.
Al decir esto, Jacinto levantó la mano y dio un revés al capitán en la boca que le hizo brotar la sangre.
—¡Mil rayos, mil centellas te partan, bandido! —gritó el capitán—: si me desataras, con todo y tus pistolas, te ahogaría con sólo mis manos.
—¡Mire qué delicado! —continuó Jacinto riendo—; por un cariño de amigo que le hice, se queja como un juila. ¿No se acuerda que cuando estaba en San Luis con un escuadrón los sargentos, a los probes rancheros que cogían de leva, los llevaban a varazos al cuartel? Pague ahora lo que hacen estos condenados soldados jijos de Satanás.
—Yo nunca he mandado dar de palos —replicó Manuel con tanta firmeza y decisión como si estuviera en medio de sus soldados—; ni mucho menos he ultrajado a nadie atándole antes las manos; pero te juro que si tú no me matas, como creo que es tu intención, te he de colgar en el mismo patio de la hacienda donde te atreviste a maltratar a tu ama.
Jacinto soltó una estrepitosa carcajada y, picando su caballo, se adelantó a galope para rodear un poco, y evitar un paso difícil que había por la vereda recta que seguía. Apenas se alejó el facineroso cuando Ojo de Pájaro volvió a entablar la conversación.
—Ahora sí estoy decidido, mi capitán: veo que es lo mismo que siempre, todo un hombre, y le aseguro que le ayudaré a colgar a ese hijo del demonio, aunque no sea más que por la cobardía con que ha insultado a un hombre amarrado y la mala partida que me ha hecho.
Manuel, a quien ahogaba la rabia, recogía con ansia las palabras de Ojo de Pájaro.
—Habla, habla presto antes que estos miserables se acerquen. Serás rico, muy rico, si salimos bien de este paso.
—Pues como decía, mi capitán, un día que la señora y los niños salieron a la calle y que la cocinera se fue también a traer el recaudo a la plaza, busqué la cajita de las alhajas, me la guardé en la bolsa, salí de la casa y hasta ahora ojos que te vieron ir. Dio mi desgracia que un amigo y yo, andando tierras, vinimos a dar con este don Jacinto, que protegía a los de nuestra profesión… pero lo mejor se me olvidaba, la cajita contenía, entre otras cosas, el fistol que su merced le quitó en el camino de Puebla al capitán que nosotros llamábamos el Platero, y que mató aquel muchacho gachuzo, tan valiente, que también me dio a mí un trabucazo que hasta orita me sabe. Pues el don Jacinto, a quien dimos a guardar nuestras prenditas, se las ha cogido y de pilón me tiene como un esclavo, porque dice que el día que no haga yo lo que él quiera me denunciará ante la justicia y me ahorcarán… Ya ve mi capitán que es necesario que nosotros lo horquemos antes; pero me parece la cosa algo picuda y podremos perder el pellejo; mas no importa, si mi capitán quiere estoy resuelto a rifarme; pero… silencio, que ya nos vamos a juntar otra vez con él.
En efecto, el sendero difícil había terminado y toda la caravana se reunió en la bajada de la cuesta y a la entrada de un intrincado laberinto de montecillos, pedruscos y barrancas, que poco a poco se iban estrechando y formando lo que generalmente llaman los viajeros un puerto. Ojo de Pájaro se acercó a don Jacinto y, quitándose el sombrero, le dijo:
—Señor amo, yo soy ansí y no me gustan las cosas a medias. De verdad que este catrín que traigo jalando, dice cosas de su merced que no se pueden aguantar. Si su merced me da licencia orita le echo un lazo y ahí voy yo que no peso una onza.
—Ponte tu sombrero y deja que ladre el perro, que al fin no puede morder. Ya se le llegará su día de San Juan. Por ahora es menester andar un poco recio, hasta que lleguemos a la salida del puerto del Ahorcado y allí acabará nuestro viaje.
Todos los que componían la comitiva apretaron el paso y en breve una nube de polvo envolvía a esta cabalgada silenciosa: en la tarde hicieron alto a la salida del puerto. La sierra se abría de una manera majestuosa e imponente y presentaba un vasto anfiteatro lleno de paisajes, ya risueños y pintorescos, ya salvajes y agrestes. Apenas como unas líneas blancas se veían trazados los caminos en los costados de la multitud de lomas que de un lado y otro se presentaban a la vista. Hicieron alto al pie de una montaña donde había tres o cuatro cuevas. Trataron a Manuel con las mismas precauciones que el día anterior y comenzaron a hacer sus preparativos para encender la lumbre y disponer la cena.
Manuel se recostó en la entrada de la cueva donde le colocaron, esperando por momentos que llegase Ojo de Pájaro a continuar su conversación; pero en vez de éste fue don Jacinto el que se le presentó con aire resuelto y amenazador.
—Retírate a un lado, Pascual —le dijo al ranchero que estaba de centinela.
El ranchero obedeció y entonces Jacinto se acercó más.
—Mire, don Catrín, podemos todavía ser amigos y yo olvidaré los estrujones que me quiso dar en el patio de la hacienda.
Manuel se propuso tener paciencia para ver si lograba en lo posible saber las intenciones del ranchero, y contestó:
—Bien, habla. Yo no sé para qué me has traído aquí, ni qué es lo que quieres.
—Pues sepa que yo soy coronel de provinciales y que tengo la orden para seguir a todos los ladrones y a todos los revolucionarios.
—No sé qué tenga yo que ver con eso —le interrumpió Manuel—; al grano y dime cómo podemos ser amigos.
El amo don Pedro, que es mi único amo, ya tenía sus malicias que un día u otro había de venir por la hacienda un capitán, y ese capitán es usted. Con esto me escribió, di un brinco a México y allí lo arreglamos todo.
—Como acaso estás engañado, es menester que sepas que la hacienda es de la señorita Teresa; que don Pedro es únicamente su tutor y que así todo lo que te mande, siendo contra la voluntad de la dueña de la finca, no está bien hecho.
—¿Pues yo qué sé de eso? —replicó don Jacinto—; desde que yo entré en «La Florida» no conozco más amo que don Pedro, y hablemos claro, yo soy el amo, el único amo y naide tiene que meterse conmigo, y además, ya avisé al general de San Luis que venía persiguiendo unos pronunciados con una partida de muchachos. Yo escribiré que alcancé al pronunciado; que se hizo fuerte, que lo derroté y que murieron algunos de los que lo acompañaban, y como este puerto está solo y no pasa ni una mosca, naide me podrá decir que es mentira, y el general de San Luis, y el amo don Pedro, y todos dirán que me porté bien, y volveré a la hacienda de «La Florida.»
Manuel comprendió inmediatamente el plan y la trama odiosa de que era víctima. El administrador, una vez despedido de la hacienda, fue a calumniarlo y a denunciarla ante la autoridad de San Luis y obtuvo una de esas providencias que se dan sin meditación y sin justicia y que regularmente se ponen en manos de malvados que abusan, ejerciendo venganzas personales. La carta anónima era de su amigo el coronel Palacios, que desempeñaba la secretaría de la Comandancia, y seguramente con un cuarto de hora de conversación con el comandante general todo se habría compuesto; pero el ranchero, que era ladino y malvado, previo lo que podía suceder, vio llegar a la hacienda al soldado y quiso que Manuel saliese de la casa, pero que de ninguna suerte llegase a San Luis, y a ese efecto arriesgó el todo por el todo y apostó en la calzada a algunos hombres de una banda que tenía organizada, y tan pronto eran ladrones como agentes de policía que custodiaban los caminos, o soldados que salían a atacar las partidas de pronunciados. Don Jacinto, hombre de valor personal, de alguna capacidad, aunque brusco e inculto, sumamente audaz y con la influencia que le daba su posición de administrador, o más bien dicho, dueño de una de las mejores haciendas del valle, era el jefe de toda esa gente y se había granjeado una consideración tal, que podía decirse que era persona de importancia. La injuria que le hizo Manuel y el modo áspero como fue despedido por Teresa, le hicieron concebir el proyecto de no descansar hasta vengarse. Salió, como hemos visto, de la hacienda, reunió personalmente su gente, que estaba a poca distancia, y denunció una conspiración, a cuya cabeza supuso que estaba el capitán Manuel, y obró con tal actividad, que, como hemos visto, en poco tiempo logró interrumpir todas las ceremonias y fiestas que se preparaban en la hacienda y apoderarse de la persona de Manuel.
—No veo que nada de lo que me has dicho —dijo Manuel—, conduzca a que seamos amigos.
—Si quisiera usted escribir una cartita al amo don Pedro yo lo dejaría ir por donde Dios lo ayudara.
—¿Y qué tengo que decirle en esa cartita?
—Pos, poca cosa… que ya no quiere usted a la niña… que ya no se casa con ella… que yo me he portado como un buen muchacho…
Manuel, no pudiendo hacer otra cosa, sonrió amargamente.
—Con que, según veo, don Pedro te ha enseñado bien la lección.
—Nada, yo solito la he aprendido. Señor usted vive y se casa con la niña, es claro que yo jamás volveré a la hacienda… luego yo dando un buen gusto al amo don Pedro, veo también por mi provecho. ¿Con que pone la cartita?… Piénselo hasta que nos vayamos a recoger… tengo tintero y papel. También me pondrá otra para el general de San Luis como yo le diga… con que lo piensa y nos veremos.
Jacinto se dirigió a un grupo de rancheros, les habló en voz baja, después se dirigió a la lumbrada, que ya estaba encendida, y se puso a cenar con la mayor tranquilidad.
A poco vino Ojo de Pájaro con la ración de gordas, el trozo de carne y el guaje de agua fresca.
—Ésta será la última cena tal vez —dijo al capitán.
Un ligero calofrío recorrió el cuerpo de Manuel: era animoso; pero, sin embargo, la muerte cercana que le esperaba le hacía estremecer.
—Aun cuando yo tuviese la cobardía de firmar la carta que me indica ese miserable, mi suerte sería la misma. Me lo ha dicho bastante claro: mi vida es un obstáculo insuperable para sus intereses. Este bribón se ha cogido la hacienda y don Pedro lo demás. Teresa y yo estamos de más en el mundo y todo lo han combinado perfectamente para evitar el castigo.
—Mi capitán —repitió Ojo de Pájaro—, aquí está la cena: si no nos amarramos los calzones, puede ser la última.
—Mira, muchacho, no quiero que expongas tu vida para nada; proporcióname una arma bien cargada, y yo lo haré todo.
—Ni la Virgen que lo permita —contestó Ojo de Pájaro—. Esta noche estaré de centinela hasta la media noche: es el tiempo de obrar, porque después de media noche ya será tarde. Cuando crean que usted está dormido, entonces… yo no sé si será a balazos o con puñales… pero lo sé bien.
—Entonces ¿qué hacer? —preguntó el capitán.
—Yo tengo una tercerola, un sable y un par de pistolas. Todo lo traeré aquí cerca, desataré a mi capitán, y haré que su caballo esté cerca. Cuando estén estos hombres dormidos, o al menos acostados, caeremos sobre ellos, y Dios y la Virgen nos ayudarán. No hay otro remedio; pero tenga presente, mi capitán, que son treinta.
—¿Dónde dormirá don Jacinto? —preguntó el capitán.
—Como siempre, en la orilla del camino real y debajo de su caballo.
—Bien, calla, que parece que alguien viene.
En efecto, el que se aproximaba era don Jacinto.
—¿Ha cenado bien, amo? —le preguntó al capitán.
—Perfectamente —respondió Manuel, disimulando cuanto pudo la emoción.
—¿Por fin, se resuelve a poner la carta?
—Mañana acaso la habré pensado mejor.
—Es que mañana ya no estaremos aquí.
—Entonces no —contestó secamente Manuel.
—Como quiera, amo, como quiera: para mí todo es lo mismo. Que pase buena noche.
Don Jacinto se retiró. A cabo de dos horas el campo estaba en el mayor silencio.
Ojo de Pájaro cumplió su palabra, desató al capitán, le dio las dos pistolas y la espada y él se quedó con la tercerola y con una especie de maza formada de un tronco de árbol, que había encontrado por una feliz casualidad.
—Parece que todo está en silencio, y cuando mi capitán quiera, ya podemos empezar.
—¿Pero cual es tu plan?
—Toma, matarlos a todos si podemos. Nos iremos arrastrando como unas culebras, y cuando estemos cerca, mi capitán con la espada y yo con este tronco de árbol zurra que te zurra: así que estén atarantados, nos aprovechamos de la confusión, montamos a caballo y en dos brincos estamos ya en el monte: los caballos están aquí atados en esta rama: las armas de fuego para lo último.
—¿No será mejor montar desde luego, y escaparnos?
—Ni pensarlo, mi capitán: nos alcanzarían a la bajada del puerto y nos matarían.
—Dices bien, vamos, no hay tiempo que perder. Tú te diriges al grupo de junto a la hoguera, y yo a donde está don Jacinto.
Nuestros dos hombres, en efecto, muy poco a poco y rodando por la yerba; sin hacer ruido, fueron ganando terreno, y quedándose quietos, y aún sin respirar. Cuando ya estuvieron a una distancia conveniente, Ojo de Pájaro descargó un golpe sobre el que estaba sentado junto a la hoguera haciendo su cuarto de centinela, y sin descansar redobló sus golpes contra los que estaban acostados, haciendo volar los tizones ardiendo… A uno de los que estaban bocarriba se le ardió la camisa, comunicó el fuego a su canana de cartuchos, que se ardieron, y voló a alguna distancia, introduciéndose con esto la más horrible confusión. Todos tiraban tiros sin saber en qué dirección, y se acuchillaban mutuamente. Ojo de Pájaro, con su maza, derribaba cuanto se le ponía delante.
En cuanto a Manuel, de un salto se puso a donde estaba don Jacinto; pero en el mismo momento sintió un fogonazo en la cara: el ranchero le había disparado un balazo a quemaropa. Manuel tiró un tajo y dio en las manos al caballo de don Jacinto, que dando tres o cuatro saltos, fue a caer rodando en una barranca a poca distancia del camino.
En esto, una voz fuerte y como de trueno, se escuchó:
—¡Adentro, muchachos! ¡Aquí está el 3.º de caballería! ¡Aquí está Martín! ¡Por acá, mi capitán, por acá está el regimiento!
Martín en efecto, montaba a caballo y con espada en mano, entró a la pelea dando tajos a diestra y siniestra; pero lo más eficaz fue su voz, pues al oír los rancheros que estaba allí el 3.º de caballería, corrieron unos en sus caballos, otros a pie, y se dispersaron completamente por las barrancas y montañas.
Los tiros y la vocería cesaron, y a los quince minutos de comenzada la refriega, sólo se escuchaba el quejido doloroso de algunos cuantos que habían quedado heridos en aquel nuevo campo de Agramante.