Josesito acicalado, lleno de perfumes, con el cabello lustroso y perfectamente arreglado, con su bastón en una mano y sus guantes en la otra, se presentó en el cuarto que ocupaba Arturo en el hotel de la Gran Sociedad el día y hora que convinieron para la cita.
—Me va usted a permitir, Josesito —dijo Arturo al verlo entrar—, que me acabe de vestir. Tire usted esa ropa en la cama, siéntese en el sillón, y váyame diciendo su plan.
—Mi plan, señor Arturo, es muy sencillo. Deseo en primer lugar, llevarlo a usted a visitar a Celestina.
—¡Cáspita! —contestó Arturo, llenándose la cara de jabón con una brocha, y comenzando a rasurarse—; ¿y si el viejo, o teniente de lanceros nos encuentran allí?
—No hay cuidado, amigo mío —respondió Josesito—; he dicho a usted, según recuerdo, que el bárbaro teniente de lanceros está en la frontera; en cuanto al viejo, no hay ningún peligro; tenemos puerta secreta por donde salir en caso que él llegue, y si usted me apura, sería mucho mejor que nos encontrase mano a mano con Celestina, porque quizá de esta manera o las cosas terminaban pacíficamente, o hacíamos una de pópulo bárbaro.
—¡Bravo! me gustan este brío y esta decisión —le replicó Arturo—, y estoy de acuerdo en todo; pero deseo saber ¿con qué objeto me presentará usted a Celestina?
—Con el objeto de que la convenza usted de que se case conmigo, que abandone definitivamente a don Pedro, y que me quiera a mí solo, a mí solo. Sin duda, usted no comprende, señor Arturo, lo que son celos, y lo violenta que es una situación tal como la mía.
—Yo no creo que tendré ninguna influencia en el corazón de una mujer que no conozco; pero si usted juzga que puedo servir de algo, no me opongo; iremos a ver a Celestina, aun cuando no sea más que por tener el gusto de conocerla; pero arreglado ya este punto, falta que me dé usted los informes que me prometió adquirir respecto de Aurora.
—Con mucho gusto, y los tengo tan exactos como usted puede desear. Aurora está en el convento de la Concepción.
—Lo sabía ya —replicó Arturo—, y no he dejado de ir todos los días a la iglesia; pero jamás la he podido descubrir entre las monjas, El domingo creí que era la que tocaba el órgano.
—Pues de seguro era ella —interrumpió Josesito—. Como toca el piano a las mil maravillas, y la madre organista se ha enfermado, tiene ahora esa comisión.
—¡Qué tonto! —exclamó Arturo soltando la navaja con que se rasuraba—; el último domingo no fui a la iglesia por haberme quedado en la cama hasta las once leyendo periódicos.
—Positivamente es una falta, señor Arturo, porque la noticia más importante que tenía yo que dar a usted, es que Aurora ama a usted hoy más que nunca.
—¿De veras? —contestó Arturo.
—Lo sé a no dudarlo; pero quien puede dar a usted sobre esto cuántos pormenores quiera, es Florinda, la amable Florinda.
—La iremos a ver en el acto —contestó Arturo—; no dilato dos minutos.
En efecto, con la mayor presteza se acabó de peinar y de vestir.
—No olvide usted, señor Arturo, que me ha prometido ir conmigo a casa de Celestina.
—Lo dejaremos para la noche.
—Imposible; ella nos espera a esta hora, y podremos hablar sin temor de ser interrumpidos por don Pedro; y además, sería importunar a Florinda visitarla tan temprano. Recuerde usted que no es la Florinda rica de otro tiempo, sino la Florinda pobre, que tiene que asear su casa, que ayudar a la criada a hacer el almuerzo, y que vestirse en seguida; así, después de medio día, seremos mejor recibidos.
—Está bien, Josesito; haré este sacrificio, pero es mucho esperar tres o cuatro horas, cuando se trata de hablar de una mujer tan adorable, que quizá en este momento sufre, y se halla sujeta a la tiranía más espantosa.
—Mucho me temo que haya algo de cierto en lo que dice usted, pues Florinda me ha dicho que hace una semana que no logra ver a su amiga, por más esfuerzos que ha hecho; pero, repito, si fuésemos a estas horas, la pobre Florinda se mortificaría mucho de esto.
—Está bien, vamos a casa de Celestina, y después de almorzar no habrá nada que nos impida el visitar a Florinda.
—Me presumo que no, a no ser que nos suceda alguna aventura imprevista.
Los dos jóvenes salieron del cuarto, bajaron las escaleras con precipitación, entraron en un coche simón que los esperaba, y pocos minutos después descendían en la casa de Celestina, situada como hemos dicho, en la Ribera de San Cosme.
Arturo quedó sorprendido del lujo y belleza de la habitación que en Francia habría merecido el nombre de «Hotel», pero mucho más, cuando abriéndose una vidriera, se presentó una mujer vestida con una bata de seda negra con pasamanería y cordones color carmesí, esparciendo aromas, y llenando, por decirlo así, la sala con su espléndida juventud.
Josesito le tendió una mano, y ella, con una amable sonrisa, le saludó, y se dirigió después a donde estaba Arturo, que se había quedado cerca de la puerta de entrada.
—Celestina, te presento a mi mejor amigo, el señor Arturo, y te proporciono la ocasión de que conozcas a uno de los jóvenes más elegantes de México; te había hablado ya de él muchas veces.
—Pero nunca me habías dicho su nombre. ¿Se llama el señor Arturo?
—Servidor de usted, señora —contestó Arturo, adelantándose hasta el sofá, y saludándola graciosamente.
Celestina se quedó mirando fijamente a Arturo, y él a Celestina, hasta que Josesito los sacó de esta especie de distracción, invitándolos a que se sentaran, y haciéndolo él mismo en uno de los sillones.
—En verdad, Celestina, me ha llamado la atención la fisonomía de usted. Aunque menos robusta, yo he visto, y quizá en mi misma casa, una persona que se parece absolutamente a usted.
—¿Y no puede usted, reflexionando bien, recordar exactamente a esa persona? —le preguntó Celestina.
—Tantas cosas han pasado por mí, que difícilmente podría recordar a las personas que he visto pocas veces.
—Vamos, no hay que apurar la memoria —dijo Josesito—, quizá en el curso de la conversación se aclarará que ustedes se conocen hace muchos años.
—Cuando el señor Arturo era rico y elegante, y no pensaba más que en los amores y en las diversiones, no podía fijar su atención en una pobre —dijo Celestina—; pero sí apura un poco su memoria, entonces…
Arturo se quedó pensando un rato, y después dijo:
—¿Acaso una muchacha a quien mi madre quería mucho, y que se llamaba Loreto, será la que se parece?…
—Es mi segundo nombre, y yo soy la misma que debí los más grandes favores a la madre de usted, señor Arturo.
—¿Es posible? ¿Con que tú eres la misma que tenía cuidado de nuestra casa, la que se interesaba por la economía y buen orden, la que consolaba a mi madre cuando yo le daba con mis locuras algunas pesadumbres?…
—La misma, señor Arturo, que salió a recibir a usted hasta el Peñón Viejo con la señora, el día que llegó de Londres.
—¡Qué torpeza! debí haberte reconocido desde el momento; pero en verdad que han pasado tantas cosas… y por otra parte, no esperaba verte en este palacio y con este lujo…
Celestina se puso un poco encarnada y bajó los ojos.
—No hay que avergonzarse, Celestina; Josesito me lo ha contado ya todo, y sé que en el fondo eres una excelente muchacha. ¡Vaya! ya que tanto quisiste a mi madre, déjame que por su recuerdo te dé un abrazo. Josesito no se encelará, ni se mortificará de que yo te trate con esta confianza.
—¿Encelarme de usted, señor Arturo? ni por pienso. Podría tener motivo para ello, porque al fin usted es más elegante; y en cuanto a mortificación, ¿qué quiere usted? no todos nacemos ricos.
—No hay que figurarse, amigo mío —contestó Arturo—, que Celestina era una fregona, ni aun simple costurera; por el contrario, era la ama de la casa, y disponía de todo; ella lo puede decir. Mi madre no le pagaba salario, sino que la vestía, le daba el dinero que quería, la tenía como a su hija. ¿Es cierto, Celestina?
—Cierto —contestó Celestina algo enternecida—; y todavía es más cierto que desde que murió la señora, mi vida fue muy distinta. ¿Qué quería usted que hiciera una muchacha acostumbrada a la buena vida y a las comodidades? Y además, me faltaron los consejos de la señora…
—¡Bah! no hay que hablar de eso, Celestina; y puesto que eras tú en otro tiempo la mano derecha de mi madre, yo deseo ahora servirte en cuanto pueda. ¿Amas a Josesito?
—Es el único amor que he tenido en mi vida.
—¿Estás dispuesta a abandonarlo todo por él?
—Todo; pero no lo hago por miedo al hombre que usted sabe. Seguramente perdería a Josesito.
—¿Y si yo tomo este negocio por mi cuenta, te casarás con él?
—No, casarme, eso no.
—¿Y por qué?
—Vea usted, señor Arturo: yo aunque tenga este vestido de seda y esos muebles, no soy más que una pobre; Josesito es de familia muy decente, tiene su carrera, sus buenos amigos y sus relaciones con la gente rica. Cuando estuviese ya casado conmigo, quizá me echaría en cara mi origen, mi vida, mis mismos extravíos.
—Lo he pensado, Celestina, y estoy resuelto a todo, si tú concientes —interrumpió Josesito, tomándole las manos.
—No quiero ser ingrata —contestó Celestina con mucha ingenuidad—, y pongo este negocio en manos del señor Arturo; si él, después de pensarlo, decide que nos casemos, en el acto abandono esta casa; si por el contrario, hemos de quedar así, es menester tomar alguna otra determinación. Los disgustos diarios que tengo con don Pedro me han colmado la paciencia, y en un momento de cólera y de enojo no seré dueña de mí. Usted, señor Arturo, es hombre de mundo y comprenderá de qué causa proceden estas desazones y con todo y esto, José por su lado me cela y me riñe. Es una injusticia.
En esta conversación estaban, cuando se oyó el ruido de un coche que paró en el zaguán. Celestina se levantó y espió por el balcón.
—¡Don Pedro! —dijo—, y no hay tiempo de que puedan salir, porque ya sube la escalera. ¡Es cosa rara que venga a estas horas!
—Nos quedaremos —dijo Arturo con firmeza.
—No, será mejor que entren al costurero, que tiene salida para el corredor. Es necesario evitar un escándalo: este hombre es muy temible… no hay tiempo que perder, pues ya llega.
Arturo y Josesito entraron al costurero casi al mismo tiempo que don Pedro abrió la puerta de la sala.
—¡Es cosa extraordinaria tener a usted tan temprano por acá! ¿Se ha ofrecido algo?
—No, no es cosa de importancia, Celestina —contestó don Pedro, haciéndole un cariño en la mejilla—, sino que como tuve que ir a Merced de las Huertas, se me ocurrió llegar, y saludarte un momento. ¡Puf! ¡Y qué calor comienza a hacer ya!
Don Pedro se arrellanó en un sofá, Celestina se sentó en un sillón, y permanecieron más de un cuarto de hora en silencio.
Arturo ya estaba impaciente, y quería salir y aprovechar la ocasión para habérselas de una vez con el hombre que tanto lo había ofendido; Josesito lo contuvo, haciéndole algunas reflexiones, y sobre todo manifestándole que podía poner en riesgo de nuevo sus amores con Aurora.
Después de tan largo silencio, don Pedro se inclinó al suelo y tomó un guante que había dejado olvidado Josesito.
—En el olor del almizcle —dijo don Pedro con calma—, reconozco que este guante es de José.
—Se equivoca usted de medio a medio: ese guante es del dependiente de usted, que ha estado aquí esta mañana a traerme el dinero que usted me envió.
—Entonces me lo llevaré para entregárselo.
—Como usted guste.
—Y dime, Celestina —continuó don Pedro echándose el guante en la bolsa—, ¿tendrías inconveniente en que entrásemos por toda la casa?
—No sé para qué —contestó Celestina con seguridad—; pero no tengo ninguno. Vamos.
—Tengo que hacer unas composturas; los muebles no son ya de moda, y es necesario reponerlos; conque así daremos un vistazo por las piezas.
Celestina se puso en pie, y guiando a Don Pedro, tosió fuertemente dos o tres veces.
—Estás, según parece, un poco acatarrada.
Celestina no contestó y siguió su camino. Arturo y Josesito, que oían todo la que se hablaba, salieron por la puerta del costurero, que daba al corredor, y mientras don Pedro seguía su visita en las recámaras, ellos entraron en la sala sin ser sentidos ni vistos del tutor.
Al cabo de un momento, que sintieron de nuevo los pasos del viejo, que regresaba, y la tos significativa de Celestina hicieron la misma evolución, y volvieron a entrar en el costurero; pero el tutor encontró en el gabinete algunos trofeos más, que eran el otro guante de Josesito y su bastón.
—Ahora, querida Celestina, no me podrás decir que este bastón es de mi dependiente, porque es el mismo que yo regalé a ese tunante de José: tenía mis noticias de sus Visitas, y me proponía sorprenderlo. En cuanto a ti, no es nuevo eso, y admiro la paciencia con que te he sufrido y la constancia con que he gastado el dinero en una miserable sin fe y sin palabra. Ahora no tendremos lo de antes: puedes quedarte con las escrituras y papeles que quieras. En ellas consta que la casa y todo lo que contiene lo has comprado a reconocer, y como se cumple mañana el plazo, vengo a que me pagues el dinero, y si no lo haces así, vendrá un agente de negocios y te pondrá con lo encapillado, de patitas en la calle. En cuanto al tuno del Josesito, ya están prevenidos tres peones de la huerta para darle una zurra con unas varas de membrillo. Debe estar por ahí en algún escondrijo; pero no tengas cuidado, lo encontrarán muy pronto. ¡Hola! Cipriano, sube con los muchachos —gritó don Pedro abriendo la puerta de la sala.
—No hay que gritar mucho, señor don Pedro —dijo Arturo abriendo la puerta del costurero, y presentándose en la sala.
—¡Arturo! —exclamó don Pedro.
—El mismo, que viene, no a hacer el papel de seductor, sino a pedir a usted, que es el protector de esta señora, su consentimiento para que se case con mi amigo José. Bastante ha sufrido el pobre muchacho, y es digno de ella. No hay que tener miedo, Josesito; adelante.
José salió del costurero con un aire resuelto, se presentó ante don Pedro; éste quiso salir al corredor a gritar a los criados, pero Arturo le impidió el paso.
—Como siempre en estos lances suele haber sus peligros, no hemos venido solos —y esto diciendo, Arturo y Josesito sacaron de su bolsa unas pistolas.
—Pero este es un complot, una maldad —exclamó don Pedro abriendo los ojos y mirando si podía salir por la puerta.
—Es un golpe de teatro, como quien dice.
—Es una infamia de esta mujer ladrona, miserable.
—Ningún deseo tenía yo de perjudicar a usted, señor don Pedro, y antes bien reconocía yo sus favores y el dinero que me daba; ahora que delante de estos señores me insulta y me injuria, me considero sin compromiso alguno. Ya veremos; arriesgaré el todo por el todo.
—¿Hay tintero y papel, Celestina? —preguntó Arturo.
—Lo traeré al momento.
—Muy bien —contestó Arturo—. Ahora, señor don Pedro, hacedme el gusto de sentaros un momento y terminaremos en buena amistad nuestro negocio.
Don Pedro se sentó y Celestina volvió con papel y con recado de escribir.
—Como os he dicho, no tengo más objeto en esta casa que arreglar el casamiento de mi amigo: hecho esto, en ninguna otra cosa os molestaré. Escribid lo que os dicte.
Don Pedro, atemorizado por el aplomo y tranquilidad con que hablaba Arturo, obedeció y se arrimó a escribir a la mesa redonda. Arturo le dictó la siguiente carta:
Señor don José del Canto.
Muy señor mío:
Cerciorado de que usted es un joven honrado y juicioso, consiento en que contraiga matrimonio con mi pupila la señorita Celestina, contando con que en ello tendré mucho gusto, y les dispensaré mi protección en cuanto se les ofrezca.
Quedo su afectísimo S. S. Q. S. M. B.
Pedro P…
—Si esto me hubiesen dicho desde un principio Celestina y José, yo lo habría hecho; aquí está la carta y de veras tengo mucho gusto en ello.
—Mucho me alegro, señor don Pedro, y ya sabía yo que habíamos de quedar amigos; pero esperad, falta aun otro documento muy corto. Tened la bondad de ponerme un recibo de toda la suma que Celestina os debe por precio de esta casa y sus muebles.
—Ese recibo no lo pongo —interrumpió don Pedro con cólera y tirando la pluma.
—Es que os volaré la tapa de los sesos si no lo ponéis —replicó Arturo poniéndose en pie.
—¡Pero esa es una violencia! ¿Y la justicia?…
—Caballero —dijo Arturo con firmeza—; hombre solo, pobre y sin amigos, mujer, ni querida, nada tengo que perder, y estoy resuelto a todo. Conque escribid, y si no… reflexionad que después de muerto, de nada os servirá lo que haga la justicia conmigo… además, que podremos decir que se escapó un tiro. Quizá no os dará la bala en la cabeza, pero una pierna o un brazo roto… ya veis, eso duele mucho.
—¡Ah! pero vos no lo haréis; esa es una chanza, y además esto no es mío, es de Teresita y yo no puedo disponer…
—Teresa ha muerto, señor don Pedro, y no tiene ningún heredero.
—No, Teresa no ha muerto, señor Arturo. Es verdad que lo han dicho así; pero yo no lo creo, eso no puede ser, y ya he mandado un dependiente para…
—En mis brazos murió, señor don Pedro; pero, si no basta mi palabra, aquí casualmente tengo el certificado del cura.
Arturo sacó de la bolsa un papel y lo entregó a don Pedro, el cual lo leyó y se llevó el pañuelo a los ojos, diciendo:
—¡Es verdad, es verdad; la pobre criatura estará ya en el cielo!
—Ya veis, no hay nadie que pueda reclamaros.
—Firmo —dijo don Pedro fingiéndose enternecido—, por vos, por los servicios que le prestasteis a mi pobre hija; pero deseo saber algunos pormenores. ¿Cómo vino de La Habana? ¿Por qué en vez de irse a la hacienda de «La Florida» no vino a México? Contadme, contadme todo, señor Arturo.
Don Pedro exprimía los ojos y se los restregaba con el pañuelo sin lograr que asomase una lágrima.
—Todo os lo contaré; pero necesitamos tiempo para ello: concluiré este negocio y os prometo pasar a vuestra casa dentro de una semana. Por ahora la prudencia aconseja que os retiréis de esta casa. Celestina y vos solos no tendrían un rato muy agradable, y puesto que las cosas están ya hechas, lo mejor es terminarlas de una manera pacífica.
Celestina, don Pedro y Josesito estaban atónitos y no podían explicarse cómo en unos cuantos minutos se había desenlazado de una manera tan inesperada un drama tan complicado: sólo Arturo conservaba su aplomo y sangre fría; pero temiendo perderla procuró que terminase la escena, y haciendo a don Pedro una respetuosa cortesía le indicó la puerta. El tutor, sudando y apretando los puños de rabia, pero con su habitual y falsa sonrisa se apresuró a corresponder las caravanas del joven y bajó las escaleras de dos en dos escalones, a pesar de su edad y de la torpeza de sus movimientos. Arturo y Josesito, mientras que don Pedro bajaba las escaleras, corrieron al balcón, y así que lo vieron montar en el coche y salir de la arquería cerraron y se metieron a la sala.
—Sois, no mi amigo, sino mi hermano, mi protector, mi padre, mi todo —dijo Josesito saltando al cuello de Arturo—, me habéis dado en un momento una dicha que yo no esperaba en la tierra… ¡Celestina! ¡Bien mío! ¡Arturo!… ¡Oh! yo me vuelvo loco de placer.
En efecto, Josesito no se desprendía del cuello de Arturo sino para abrazar a Celestina, la cual no volvía en sí de la sorpresa, ni quería creer lo que pasaba, figurándose que todo era un sueño.
—Si don Pedro no acierta a marcharse tan pronto —dijo Arturo haciendo señal a Josesito de que se sentase y se estuviese quieto—, todo se echa a perder, pues ya me reventaba la risa en los labios; mas, puesto que la comedia ha surtido un efecto mágico y que a la verdad yo no me esperaba, es necesario no perder un momento, porque sin duda don Pedro, cuando reflexione no se conformará con lo hecho y tal vez pondrá en planta alguna nueva infamia que no podamos evitar. Es necesario prevenirnos para el ataque y acabar de una vez con este hombre.
—En medio de mi alegría, señor Arturo —dijo Josesito—, no tengo más que un motivo de disgusto y de tristeza.
—¿Cuál es? Dímelo al momento —interrumpió Celestina alarmada.
—No quisiera yo ni la casa ni los muebles, ni nada de lo que pertenece a este hombre: te quiero a ti sola, Celestina, con tu traje sencillo y limpio, el mismo acaso que tenías la memorable noche en que salimos de esta casa.
—Todo es del señor Arturo, Josesito: a él pertenece una parte de la riqueza de don Pedro.
—No comprendo a la verdad, Celestina.
—Es muy fácil, las alhajas de la señora fueron depositadas en casa de don Pedro, incluso un fistol muy hermoso de diamantes que yo me empeñé en que me regalase don Pedro y por lo cual reñimos. Tenía la idea de lucirlo en mi pecho, de causar con esta alhaja la envidia de las orgullosas señoras de México; pero me proponía conservarlo para entregarlo en la primera oportunidad al que yo sabía que era su legítimo dueño y que veía yo a menudo en el teatro y en el paseo.
—¡Es cosa extraña! —dijo Josesito—, ¿y cómo no me habías hablado de esto? ¿Cómo no me hiciste alguna pregunta cuando me viste esa alhaja en la camisa?
—Adiviné al momento que te la había prestado don Pedro, y de intento las veces que pudimos hablarnos no quise pronunciar ni una sílaba sobre este particular, porque te quería a ti, nada más a ti. Nuestros momentos siempre han sido muy cortos; hemos debido decirnos tantas cosas, que aun no nos hemos dicho, que no es extraño… además, yo quería guardar este secreto, porque siempre he tenido miedo de decirlo. Los pleitos, los jueces, las declaraciones, todo lo que yo he oído decir sobre esto me asusta tanto, que jamás he querido exponerme a estas cosas.
—Pero hasta ahora no comprendo, Celestina, como…
—Es muy fácil. La única persona que posee el secreto soy yo. Cuando el señor padre de usted fue lleno de aflicción a depositar las alhajas en poder de don Pedro, yo le acompañé y llevé dos cofrecitos de carey donde estaban encerradas: me quedé en un gabinete y escuché la conversación. Ya comprenderéis, señor Arturo, que una vez que el fistol hubiese estado en mi poder, tenía yo la prueba en las manos contra don Pedro, porque con sólo llamar a usted y hacerlo que lo reconociese y dar las señas de las demás alhajas y de los baulitos todo se descubría. De esta manera este hombre temible estaba siempre sujeto a mí… ya ve usted, las mujeres somos tontas y no sabemos de leyes; pero para estas cosas discurrimos un poco delgado. Me ofrecía coches, caballos frisones, dinero, todo y yo no quería ninguna otra cosa más que el fistol.
—Y dime, Celestina, ¿en caso necesario podrías declarar bajo de juramento lo que sabes?
—Ya he dicho, señor Arturo, que tiemblo de pensar sólo en esto; pero todo lo haré por la memoria de la señora y por usted. No sé si haré un acto de ingratitud con don Pedro; pero si usted y José consideran que lo debo hacer diré con toda la verdad lo que sé.
—Bien, muy bien, Celestina; eres una noble criatura, y ahora comprendo por qué mi madre te amaba tanto: ya hablaremos de esto, lo que importa ahora es asegurar lo hecho. Es necesario que esta tarde misma, con todas las alhajas y cosas manuables que puedas cargar, te mudes de esta casa. Josesito en el día de mañana, con el dinero necesario en la mano, correrá las diligencias en el arzobispado y en el curato, y mañana mismo se casarán ustedes. Los derechos legales de esposo darán a Josesito vigor y fuerza para defenderse: además, yo siempre que me lo permitan mis propias atenciones, velaré por ustedes y los ayudaré en cuanto pueda.
Josesito saltó de nuevo al cuello de Arturo y poco faltó para que lo ahogara. Celestina le tomó la mano y se la besó con efusión. Arturo, haciendo el papel de hombre de edad y de mundo, abrazó a los novios, deseándoles en el nuevo estado todo género de felicidades, y asegurándoles que él, que era el verdadero dueño de la casa, muebles y demás, les haría a su tiempo una donación que no pudiese causarles vergüenza ni remordimientos. En un momento acabaron de concertar todo el plan, y en la tarde Celestina ocupaba ya provisionalmente una decenate habitación de la calle de San Andrés, y la casa de la Ribera de San Cosme, con los muebles que no se habían podido sacar, quedaba bajo el cuidado de dos rancheros de confianza que Arturo se había traído de la hacienda de «La Florida». Este incidente, como debe suponerse, ocupó todo el día a nuestros amigos; pero en la noche, satisfechos y de buen humor, se dirigieron a la casa de Florinda.