XII. Le roban a Florinda el fistol

—Decididamente, como decía Gil Blas, estoy en país de amigos —exclamó Arturo cuando observó que Florinda, enseñando dos hileras de dientes blancos y bailándole los ojos de alegría, se levantó de su asiento y le tendió la mano tan luego como lo vio entrar en compañía de Josesito.

—Más delgado, con más barba; pero tan fino y tan elegante como siempre, Arturo —le dijo Florinda indicándole el lugar principal del sofá—; ¿qué vientos traen a usted por acá? ¿A qué puedo atribuir la fortuna de que se acuerde usted de una mujer que ya vive pobre y retirada del mundo?

—Florinda, hace sólo unos cuantos días que he llegado a México y apenas estoy volviendo en mí de la sorpresa: todo lo que yo dejé ha concluido o se ha mudado, y aseguro a usted que, a no ser Josesito, no me habría sido fácil encontrar a las personas de quienes he conservado un gran recuerdo. Sin lisonja, comprenderá que usted ocupa un lugar muy preferente en mi corazón.

—Lo pensaba yo —contestó Florinda riendo con muy buen humor y dando luz a un quinqué que estaba colocado en una consola y que iluminaba el salón—, tan enamorado como siempre. Pues sepa usted que conmigo es necesario mucho tiempo… Además de que soy fea y pasó mi juventud, hay un motivo muy serio para que Arturo no vaya a concebir una pasión por mí, y es que me voy a casar.

—¿A casar, Florinda? —le preguntó Arturo.

—Le asombra a usted esto, porque no deja de ser extraño que una mujer viuda y pobre encuentre quien la quiera.

—De ninguna manera me causa asombro, porque, en cuanto a lo primero, Josesito me lo había dicho, y ahora que veo a usted lo confirmo; nunca me ha parecido más hermosa ni más elegante, y se conoce que el amor y las ilusiones del nuevo matrimonio han vuelto a usted a los quince años.

—Siempre fino y lisonjero.

—Sepamos, si se puede, quién es el novio.

—Quizá es un amigo de usted: Luis Cayetano.

—No puedo decir que sea mi amigo, pero le conozco y es un excelente joven: trabajador; honrado y de actividad y talento: no podía usted haber hecho mejor elección. Y pues parece que estoy obligado en estos días para no hablar más que de matrimonios contaré a usted que acabo de casar a Josesito.

—¿Es posible, Josesito? ¿Usted, que hace pocos días todavía me decía que yo era la única mujer que le formaba ilusión, y que no se había de casar nunca?… ¡Vaya!… ¡qué palabra!… ¿Qué tal hubiera yo quedado si me creo de sus promesas? Veamos, veamos quién es la novia.

Florinda platicaba con tan buen humor y con tanta amabilidad, que Arturo se creyó de nuevo en sus tiempos alegres.

—La novia, o mejor dicho, la esposa de Josesito, es una guapa muchacha que acompañó a mi madre hasta su muerte; ha tenido sus contratiempos y desgracias, pero de veras merece ser dichosa.

—¿Se llama?

—Celestina.

Florinda sonrió y echó una mirada furtiva a Josesito que significaba que conocía toda la historia. Josesito, a pesar de su natural franqueza, no. dejó de ponerse algo encarnado.

—Ya sabe usted, Josesito, que soy muy despreocupada; en materia de amores y de matrimonios nadie puede ser juez ni dar opinión. Si ama usted a Celestina será sin duda feliz con ella… Pero, puesto que no se trata de otra cosa más que de casamientos, es necesario que casemos al señor Arturo.

—¡Casarme yo, Florinda! ¿Y con quién? ¿No sabe usted que ninguna muchacha me ha querido hasta ahora?

—¿Y si yo le menciono una, que no sólo lo quiere, sino que lo idolatra?…

Arturo, como se ve, inclinó hábilmente la conversación al punto que deseaba, pero quiso todavía hacerse el ignorante y desentendido, y contestó:

—Me da usted una noticia que me llena de asombro; recorro la larga lista de mis conocimientos femeninos, y no encuentro, en verdad, ni una sola que…

—¿Es decir que no recuerda usted a Aurora?

—Aurora nunca me ha querido…

—Tengo un poco de más mundo que usted Arturo —le dijo Florinda—, ¿por qué no me ha preguntado usted por Aurora?…

—Tenía mil cosas que preguntar a usted, pero no ha habido tiempo; acabamos de llegar y apenas comenzamos con lo más importante, después de una larga ausencia…

—Dejémonos de chanzas Arturo, y vamos a platicar un momento con seriedad. Quiero que me responda usted con toda verdad a lo que voy a preguntarle: ¿Se ha casado usted en Tampico?

—Ni lo he pensado.

—Rugiero nos dio como cierta esta noticia.

—¡Rugiero!… Ya temía yo que esta noticia fuese esparcida por él con algún fin siniestro; se ha propuesto mezclarse en mis asuntos, y no he encontrado arbitrio alguno que me liberte de su influencia.

—Esta noticia fue efectivamente fatal, porque ella decidió de la suerte de Aurora.

—¿Es posible? —interrumpió Arturo con mucho interés.

—Nada es más cierto; cuando Aurora supo esta noticia se resolvió a abandonar el mundo, y ninguna de las reflexiones que se le hicieron bastaron a disuadirla de su intento; entró al convento y renunció para siempre a toda esperanza de felicidad.

—Pero Aurora no ha profesado ¿no es verdad?… Por Dios, sáqueme usted de esta duda terrible.

—No ha profesado todavía, pero creo que lo hará muy en breve; mas sea de eso lo que fuere, no alcanzo por qué pueda el señor Arturo manifestar un interés tan vivo por una persona que no ama.

—Florinda, usted no puede menos sino de burlarse de mí. ¿Por qué despierta usted en mí unas ilusiones y unas esperanzas tan consoladoras, para precipitarme en seguida en el más amargo desconsuelo?

—El corazón de usted, Arturo, es dócil a todas las impresiones amorosas —le contestó Florinda con el tono sentimental que había ya tomado la conversación—, pero con la misma facilidad olvida y quizá aborrece. La dicha de una mujer no es un juguete que se puede romper a la hora que se quiere.

—No sé con qué propósito —le contestó Arturo—, me hace usted semejante cargo.

—Fácilmente se comprende; Aurora abandonó sus riquezas, sus amigos, su casa, su juventud, la esperanza de su vida, todo lo más apreciable que tiene una mujer por un hombre que jamás le ha consagrado un recuerdo.

—Abriré a usted mi corazón, Florinda —respondió Arturo—, y usted juzgará; ninguna mujer me ha formado más ilusión que Aurora, a ninguna he amado con más vehemencia que a ella, pero su orgullo ha sido una muralla de hierro que se ha interpuesto entre nosotros. Cuando mis padres tenían bienes de fortuna, y yo podía botar el dinero y figurar en primer término entre los jóvenes más elegantes de México, no me consideraba humillado de solicitar el amor de una joven rica y rodeada de lujo y de adulaciones, pero cuando mi suerte cambió y me encontré sin recursos, sin una profesión que me diera una posición social, y atenido sólo a la generosidad de un amigo, lo que me pareció más prudente fue abandonar la capital, y romper con una sociedad donde no podía presentarme sino a costa de humillaciones y de sufrimientos. Ya ve usted, desde entonces he vagado de un punto a otro, con mi corazón siempre solo y vacío, sin una esperanza que me ligue con la vida. Errante y fastidiado siempre, me hubiera ya suicidado, a no ser porque una serie de aventuras inesperadas y raras han mantenido el vigor de mi sistema nervioso, pero cuando tengo un momento de calma, cuando puedo depositar mis secretos en el seno de la amistad, no encuentro más que vacío, soledad, tristeza por todas partes.

—Es decir, que usted amando mucho a Aurora, nunca llegó a declararse formalmente.

—Jamás; no han mediado entre nosotros mas que algunas palabras, que, sin embargo, bastante claro le indicaban mis sentimientos.

—¿Y ella cómo se mostró?

—Francamente, coqueta, voluble, orgullosa, risueña, amable, chancera, esquiva; en una palabra, adorable, porque este conjunto de cualidades buenas y malas, es lo que forma una serie de contrastes y un mundo de ilusiones que cautivan el alma, y hacen que el hombre sea el esclavo de una mujer. Yo, sin embargo, fui superior a estos hechizos, me hice el ánimo de romper enteramente con una mujer que habría concluido por volverme loco. Además, yo entonces tenía una pasión oculta por una muchacha angélica y desgraciada, a quien hace días busco en México, sin lograr ni siquiera una noticia de si vive o muere; es la historia romántica y curiosa de mi vida.

—¿Es decir, que está usted enamorado de esa muchacha, y la busca usted para casarse tal vez con ella?

—No, en verdad, en este momento no estoy enamorado de nadie; tengo asuntos entre manos, que afortunadamente me preocupan y me evitan el fastidio. Ya ve usted, uno de ellos ha sido el casar a este buen amigo de la manera más rara e impensada, y el otro buscar a esa muchacha que considero como de mi familia; es como mi hermana… ¡cómo!… ¿qué quiere usted que le diga? después que murió mi madre, es quizá la única persona que me ama sincera y desinteresadamente.

Arturo se enterneció al punto que, para disimular, tuvo que toser, que fingir que estornudaba, y con este motivo llevó el pañuelo a sus ojos.

—Bien, Florinda, confesaré a usted todo… amo, sí, y mucho, a Aurora, y deseo que usted me proporcione un desengaño muy pronto.

Florinda no pudo menos que guardar silencio, sin poder adivinar los verdaderos sentimientos del joven. ¿Se había enternecido por el recuerdo de la muchacha que buscaba, o por la pasión que decía tener por Aurora? ¿Deberé mezclarme en este asunto, o será mejor darle otro giro? Estas y otras reflexiones que hacía Florinda le habían hecho distraerse, y no responder a Arturo; por fin, la gratitud y cariño que tenía por su desgraciada amiga fueron más poderosos, y se resolvió a obrar; así, entre chanzas y veras, contestó a nuestro joven:

—Creo que mi edad no es tan avanzada para que esté en el caso de adoptar un oficio que el señor Arturo conocerá se reserva para las muy viejas, pero nada puedo omitir, cuando se trata de la felicidad de una amiga. Hablando seriamente, Arturo, la pobre Aurora es muy desgraciada; víctima de una pasión que ha sabido encerrar en su pecho, despreciada hasta cierto punto de su mamá, reducida a vivir en un encierro, ella, tan joven, tan alegre, tan bonita, y sufriendo además las persecuciones de dos hombres, tenaces, fríos, indiferentes a todo sentimiento de ternura…

—¿Y quiénes son esos hombres? —preguntó Arturo levantándose del sofá.

—El uno es un padre virtuoso y bueno en el fondo, pero terco y duro.

—¿Y el otro?

—Don Pedro…

—¡Don Pedro! ¡El infierno lo confunda! No hay paso que yo dé donde no tropiece con ese maldito viejo. Al menos Rugiero tiene otro modo, otras cualidades, pero éste… Basta, Florinda, no quiero saber más. Desde este momento es una cuestión de amor propio; seré el amante, el marido, el protector de Aurora; lucharé hasta morir para sacudirme esta especie de fatalidad con que nací en el mundo… Ahora lo que importa es obrar. ¿Cuándo veré a Aurora? ¿Qué pasos es necesario dar? El gobernador la sacará del encierro, pues ya es mayor de edad, y si no… Bien, escalaré el convento, haré fuego a los que se me opongan… Todo… todo lo haré por ella… Ya adivino; este viejo, después de haber robado a Teresa, va tras de los bienes de Aurora… Y esa imbécil de la señora ¿qué hace?… Josesito me ayudará ¿no es verdad? Y Florinda, la amable Florinda, también… Sí, repito que todo lo intentaré…

Arturo se paseaba por la sala con tal agitación, que Florinda creía que se había vuelto loco.

—Es menester una poca de calma, Arturo, y que pensemos con mucho detenimiento el modo. Creo que lo primero que se necesita hacer es escribir una carta a Aurora; será muy difícil dársela, porque, según me he informado, además de estar enferma, se le ha prohibido que baje a la portería y que escriba… Pero yo me encargaré de esto.

—Al momento, Florinda, al momento un tintero, un papel…

—Entrad en el costurero, y todo lo hallaréis.

Arturo entró, y escribió, mientras que Florinda y Josesito hacían comentarios, y admiraban el efecto mágico que había producido el nombre de don Pedro para exaltar al joven.

—Tiene usted razón, Florinda, es menester calma —dijo Arturo saliendo del gabinete con una carta en la mano—, he gastado más de cuatro plieguillos de papel, y todavía no estoy contento. Lea usted.

Florinda leyó:


Aurora:

Es necesario que renuncie usted a toda idea de encerrarse para siempre en el convento. He llegado de mis viajes, y mi primer cuidado ha sido informarme de usted; deseo escribirle muy largo de cosas importantes, pero no lo hago en este momento, porque no tengo seguridad de que esta carta llegue a sus manos.

He sabido que está usted enferma, y esto me tiene sumamente inquieto. Por medio de Florinda deseo tener noticias de usted. Tenga valor, y cuente con buenos amigos, que muy breve harán que cesen sus padecimientos.

Después de tanto tiempo de ausencia y de desgracias, envía a usted desde lo íntimo de su corazón un recuerdo, su amigo,

Arturo.
 

—Hablando la verdad, no me gusta esta carta —dijo Florinda acabando de leerla—; pero creo imposible que ahora ponga usted otra mejor. Yo me encargaré de que llegue a sus manos, y desde ahora aseguro que va a sentir un gran consuelo. En cuanto a don Pedro, lo mejor será ponerse de acuerdo con Luis, que no puede tardar: es su hora de venir, y es tan cumplido, que no interrumpe su método sino por un motivo muy grave. Ya lo verá usted, no dilatará: quizá sube la escalera.

Era tan exacto lo que decía Florinda, que en efecto, tocaron en ese momento la puerta, y pocos instantes después entró en la sala Luis Cayetano. Florinda, como dueña de la casa, y que sabía hacer con despejo y gracia los honores a las visitas, presentó mutuamente a los dos jóvenes, y entabló entre ellos tan buenas relaciones, que encendiendo sus cigarros, comenzaron a departir con tanta franqueza y confianza, como si llevasen años de conocerse. Luis llevaba meses de trabajar en un plan, y de meditar detenidamente en él, para lograr, por medio de pruebas infalibles y de pasos seguros, separar a don Pedro del manejo de los bienes de Teresa. Juan Bolao, que era amigo muy antiguo de Luis, lo nombró de apoderado, precisamente cuando vino a México a buscar los papeles de Manuel, y a dar los pasos necesarios para su casamiento. Los rumores siniestros que habían corrido respecto a la suerte de Teresa y de Manuel, y la falta de cartas y de instrucciones de Bolao, le habían hecho suspender todo procedimiento. Arturo supo con la mayor satisfacción estos pormenores; contó al apoderado algunos incidentes respecto de sus viajes y aventuras, y se despidió, convenido en buscarlo al día siguiente para combinar con él lo necesario para un gran plan de ataque, que formaron, para salvar su amor, sus intereses y su porvenir.

Como Arturo se disponía a marcharse, Florinda le hizo señal de que esperase todavía un poco más, y entró a la recámara, saliendo después acompañada de una hermosa niña.

—No quería yo que se fuese usted, Arturo, sin saludar a Carmela. Quizá pronto esta niña pertenecerá a usted, hasta cierto punto: es la protegida, la hija adoptiva de Aurora: al entrar al convento, la confió a mi cuidado, y aunque al principio no le agradó mucho mi compañía, le he dado tantas pruebas de cariño, que ha concluido por quererme como si fuera yo su madre. ¿No es verdad, Carmela?

Carmela por toda contestación presentó su boquita purpurina a Florinda, y miró expresivamente a Arturo.

—Efectivamente, es una linda muchacha, y en pocos años rivalizará en belleza con su madre adoptiva —dijo Arturo, haciendo cariños a Carmela, y dándole un beso en la frente.

—Y no crea usted, que Aurora me entregó a Carmela así como quiera, sino con un capital muy suficiente: es una muchacha rica en la extensión de la palabra. Voy a enseñar a usted sus alhajas, para que conozca el generoso corazón de nuestra monjita: es una reina, y más de una vez, al sentarnos a la mesa, le pedimos a Dios que la haga muy feliz.

Florinda, dejando a Carmela que platicase con las visitas, volvió a entrar a su recámara, y dilató más de un cuarto de hora en volver: cuando salió se presentó lentamente con los brazos caídos y el semblante pálido y desencajado.

—Alguna cosa ha sucedido, ¿qué tienes? —le dijo con mucho interés Luis.

—¡Me han robado las alhajas de Carmela! ¡Sólo han dejado esto, que tenía yo en mi ropero! —dijo dejándose caer en el sofá, y presentando a Luis Cayetano un pequeño cofrecito de carey.

—Pronto, Florinda, ¡di cómo te han robado, y si sospechas de alguno! —dijo Luis.

—Lo que tenía más escondido, que era el hermoso fistol, es lo que no puedo encontrar.

—¿Un fistol? —preguntó Arturo.

—Sí, un solitario tan hermoso, que sólo uno había visto Aurora muy parecido en el pecho de usted. Precisamente yo quería mostrarle las alhajas, porque deseaba decir algo de esto a Aurora; pero, ¡Dios mío!, ¿con qué cara me presentaré a darle noticia de que me han robado?

—Veamos —interrumpió Luis Cayetano—, si por casualidad se encuentra el fistol en este cofrecito.

Luis abrió el cofre, y lo presentó a Arturo, y en cuanto éste metió la mano y sacó alguno de los objetos que contenía, exclamó:

—¡Las alhajas de mi madre!

—¡Sus alhajas! —repitió Florinda.

—¡Las mismas, Florinda! ¡Y no sé cómo han venido a dar a poder de Aurora!

—Pero lo que importa es saber cómo ha sido este robo —interrumpió Luis—, y tomar activas providencias: después aclararemos lo demás. ¿De quién sospechas, Florinda?

—De ninguno de los criados, porque llevan años de estar conmigo: sólo del mozo, que hace tiempo se marchó sin avisar, el día mismo que ajustó su mes.

—Claro, fue —dijo Arturo—; pero no hay que afligirse por esto, Florinda, puesto que no tiene remedio, Luis y yo manejaremos los asuntos de tal manera, que a ninguno hagan falta estas alhajas. En cuanto al fistol, me atrevería a apostar que era el de Rugiero, porque con estas mismas alhajas fue entregado a don Pedro. Ya platicaré a usted de esto; pero le encargo mucho que no diga ni una palabra a Aurora: eso le causaría un grave disgusto, y tiempo tendremos para aclarar la verdad.

Arturo y Josesito se despidieron, y Luis y Florinda quedaron todavía un rato hablando de sus amores y de la desagradable ocurrencia del robo, que había turbado en esa noche tan agradable tertulia.

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