Josesito no se despegaba de Arturo, y como suele decirse, eran uña y carne; se contaban mutuamente sus negocios, y consultaban cuantos pasos tenían que dar en ellos. Una mañana entró José al cuarto de nuestro joven, y lo encontró pálido, con el cabello y la barba en desorden, los ojos tristes y opacos, y unas grandes ojeras.
—¡Jesús me valga! —dijo Josesito tan luego como observó a Arturo—. Verdaderamente estáis malo, muy malo, y no os dejaré un momento, si no es para traer un médico; pero, por Dios, decidme ¿qué tenéis? ¿Por qué está abierta la caja de las pistolas, y por qué habéis hecho un arreglo de papeles, que se indica por los legajos que están ordenados, y los fragmentos que se hallan en el suelo?
—Amigo José —le contestó Arturo tristemente, las cosas van de mal en peor, y he perdido ya toda esperanza. Llegué a México lleno de alegría; pero los pocos días que he permanecido en esta maldecida ciudad, me han llenado de amargura: lo mejor es echar todo al diablo, y concluir de una vez.
—Jamás os he visto como hoy, Arturo: muchos motivos tendréis para expresaros así; pero al menos, decídmelos, que quizá encontraré algún arbitrio para serviros.
—¡Imposible! porque, repito, todo va mal. Hace días envié un mozo al interior a que encontrase en el camino y condujera a México a unos amigos que espero, y ni ellos ni el mozo parecen, de suerte que temo una desgracia. Luis Cayetano, a pesar de sus relaciones y de su actividad y talento, no ha encontrado abogado que quiera chocar de frente con ese pícaro viejo de don Pedro, y las conciliaciones que ha intentado, han sido, no sólo infructosas, sino perjudiciales a nuestros intereses; así no tendremos, quien nos administre justicia. Por mar y tierra, como dicen vulgarmente, he buscado a Celeste, y no he logrado tener noticia alguna. ¿Se ha enfermado? ¿Se ha muerto? ¿Está obligada a pedir limosna en las calles? Ya os he referido, Josesito, la historia de esta muchacha, y debéis figuraros que me interesa demasiado, para que pueda resolverme a no pensar en ella, pero lo que más me afecta es el estado de mis relaciones con Aurora: cuatro cartas le ha entregado Florinda de mi parte, y todas las ha devuelto cerradas, sin leerlas: se obstina en guardar silencio sobre mí. Cuando Florinda le habla de esto, calla, baja los ojos y llora.
—Vamos, Arturo, ánimo: agua fría, camisa limpia, y a la calle a correr de nuevo aventuras —interrumpió Josesito—: creí que los pesares de usted eran mayores, y que no tenían remedio; pero veo que al menos, en cuanto a Aurora, todo pasa al contrario de lo que usted cree.
—No comprendo, amigo, cómo puede ser eso.
—Usted me lo ha dicho, «cuando le hablan a Aurora de mí, guarda silencio, y llora.» ¡Con mil de a caballo! ¿Qué más quiere usted? Cuando una mujer guarda silencio y llora, según la práctica que tengo adquirida, es porque ama, y no como quiera, sino apasionadamente.
—Venga un abrazo, amigo, porque se me ha quitado un peso del corazón. ¡Qué necios somos los hombres cuando estamos enamorados! no vemos ni nuestro bien ni nuestro mal. La reflexión de usted es muy exacta: si Aurora llora, es porque ama, y ama, como usted dice, apasionadamente; pero si es así, ¿por qué no me ha contestado mis cartas? ¿Por qué no me ha enviado a decir con Florinda alguna palabra de consuelo?
—¿Qué quiere usted? son caprichos de las mujeres, que no se pueden explicar; pero, repito, donde hay lágrimas, hay amor, y no hay más que tener una poca de paciencia, y volver a la carga. ¡Si usted hubiera pasado lo que yo con Celestina! Afortunadamente hoy disfruto una tranquilidad que no había conocido antes. Amorosa, laboriosa, inteligente en todo lo de su casa, parece Celestina hija de su digna mamá de usted: el único defectillo que tiene, es que los celos la atormentan sin cesar. Mis continuas visitas a la casa de Florinda, la alarman ahora mucho. ¡Vea usted qué tonta!… ¡Ya se ve! ignora los asuntos que tenemos entre manos: por lo demás está tan agradecida a usted, qué le daría su vida si fuese necesario; pero parece que el buen humor vuelve a gran prisa —continuó José, observando que Arturo desarrugaba el entrecejo, sonreía, hablaba solo una que otra palabra, y se disponía a hacer su toilette con la elegancia de costumbre.
—Mi carácter es así —repuso Arturo—: una palabra o un gesto, me hacen concebir un grande horror a la vida, y una palabra y un gesto me vuelven la esperanza. Hace poco que me habría volado la tapa de los sesos, y en este momento todo lo veo color de rosa. En efecto, dice usted muy bien, volveremos a la carga, seduciremos al sacristán, escalaremos el convento, sí es necesario, meditaremos otra pasada que jugarle al tutor; en fin, haremos todavía prodigios antes de darnos por vencidos; y a propósito, ¿cómo va en el nuevo estado? ¿Qué dice esa guapa Celestina? ¡Bah! ni recordaba que mi amigo José lleva una semana de luna de miel.
—Lo que es luna de miel, no, Arturo —contestó José suspirando—, pero en lo demás lo paso perfectamente. Figúrese usted que tengo una buena cocinera, un camarista, pájaros, flores, caballos, todo cuanto puede apetecerse. Hemos arrendado la casa de San Cosme en 200 pesos cada mes, y las alhajas de Celestina están convertidas en dinero efectivo, que se echa a sudar, y produce lo bastante para los gastos. No voy a la oficina y he mandado echar al diablo al comisario que tuvo la audacia de declararme muerto; pero, repito, esto lo debo a usted, Arturo, y este dinero es suyo o de quien disponga: entre tanto, no hago más que disfrutar del rédito y aumentarlo. ¿No os parece que he hecho prodigios en una semana?
—Todo esto pende de un cabello, amigo mío —le contestó Arturo—; tenemos la espada de Damocles encima de la cabeza, porque es muy probable que don Pedro esté trabajando activamente en desbaratar ese bienestar y ese lujo de Celestina y de Josesito.
—¿Será posible, Arturo? ¿Será tan audaz y tendrá tan mal corazón que se atreva en estos momentos en que Celestina es mi mujer legítima?…
—Y podrá suceder que se cambien los papeles, almibarado Josesito, de manera que en el curso del tiempo don Pedro salga por una puertecilla secreta, mientras que vos, gritando y riñendo a los criados, entráis por la puerta del zaguán.
—Esto es una mentira, un insulto —gritó volviendo la cara para ver quién había tenido el atrevimiento de proferir semejantes palabras; pero todo el brío se le apagó en el acto cuando se encontró con los ojos brillantes de Rugiero.
—¡Señor Rugiero!
—¡Rugiero! —exclamó también Arturo, que se había puesto a escribir una carta para Aurora llena de amor y de entusiasmo.
—¡Es cosa singular! Siempre estos muchachos se azoran y se admiran cuando los visito. Seguramente soy, como dicen, una alma de la otra vida.
—No aguardaba yo en verdad vuestra visita —dijo Arturo—; además no habéis hecho ruido y la puerta estaba cerrada.
—Es verdad; pero la llave de mi alcoba es idéntica a la de este cuarto: la traía en la mano por casualidad, maquinalmente la apliqué en la cerradura, abrí y entré; ya veis que no se necesita para esto ser ni mágico ni hechicero; pero dejemos estas pequeñeces y hablemos de cosas más serias. Fumad.
Rugiero, como de costumbre, sacó su cigarrera y ofreció a los muchachos unos puros sedosos y aromáticos que tenían unos anillitos de oro calados perfectamente y con unos caracteres arábigos.
—Es mucho lujo —dijo Arturo tomando el puro y encendiéndolo.
—Por el contrario, son de los más corrientes: los que fuma el Rajah de Lahore están adornados de esmeraldas y rubíes, y cuando los acaba de fumar tira el cabo con todo y anillo. Nunca faltan algunos lores ingleses que recojan los desperdicios de los príncipes orientales; pero esto, repito, no es más que una bagatela; lo importante hoy son vuestros asuntos, porque lo que decíais hace poco no es una chanza: tenéis verdaderamente la espada de Damocles pendiente sobre vuestras cabezas.
—¿Qué diablos significa esa espada de Damocles? —preguntó Josesito—. Explicadme, señor Rugiero.
—Una friolera —respondió Rugiero riendo—, es una espada con una punta como de alfiler, con dos filos como navaja de barba, y colgada de un cabello. ¡Ya veis! el viento sólo puede romper el cabello, y entonces…
—¡Canario! —exclamó Josesito dando un salto—, ¿pero qué es lo que puede sucedernos? ¡Qué! ¿El peligro que nos amenaza es comparable a esa terrible espada de Damocles?
—Todo está perdido, y como decía Arturo, va de mal en peor, y para que veáis que no miento, Luis Cayetano, que entra cabalmente, podrá decirlo.
En efecto, la puerta se abrió y Luis Cayetano, con el semblante abatido, entró y saludó con desconsuelo a los tertulianos.
—¿Qué cara es esa, Luis? —le preguntó Arturo—. ¿Serán acaso ciertas las noticias que nos comenzaba a dar?…
—No sé cuales serán las noticias; pero lo que yo tengo que decir es bien desagradable. Don Pedro, por medio de un agente de negocios, que tiene una actividad y una audacia increíbles, ha demandado judicialmente a Celestina exigiéndole el pago de no sé cuantos miles de pesos, que justifica con cuentas y recibos firmados por ella, y hoy embargarán la casa de San Cosme, los muebles y los coches.
—¡Eso es una infamia! —interrumpió Josesito levantándose de la silla—. Ya verán lo que es un marido; echaré por la ventana a los ejecutores, y en cuanto a Don Pedro… Pero no puede ser… Ni Celestina debe nada… ni vamos, yo me confundo, me vuelvo loco… Tener que quitar el coche… que despedir al camarista… que volver a sufrir las impertinencias del oficial mayor de mi oficina… ¡Oh! no, juro que esto no será.
—Ya veis —dijo Rugiero riendo—, que no era una chanza lo de la espada de Damocles.
—No es cosa de risa, señor Rugiero —le contestó Josesito algo picado—, sino de que nos deis en este lance un buen consejo.
—Pensaremos —dijo Rugiero—; pero es necesario que Luis acabe de dar sus noticias.
—La madre de Aurora —continuó Luis—, está moribunda: quizá a estas horas estará en la otra vida; y ayer al padre Martín y don Pedro le han hecho hacer un testamento.
—En el cual deshereda a su hija por inobediente, por pérfida, por ingrata —dijo Rugiero.
—Razón más para que yo la idolatre y me sacrifique por ella —exclamó Arturo levantándose del asiento y dando una palmada en la mesa.
—El sacrificio será inútil —interrumpió Rugiero—, porque está no sólo encerrada, sino prisionera. No se le permite escribir, ni salir de su celda sino acompañada de dos religiosas, y la pobre criatura, que, aunque ha devuelto cerradas, ha leído las cartas de Arturo, está desesperada, pensando tal vez dejarse caer en un corredor y acabar así con su vida.
—¿Esto pasa —contestó Arturo—, en México y en medio de la libertad y de la civilización?… Yo lo denunciaré al público; yo escribiré en los periódicos, pediré protección a la autoridád civil; en fin, moveré medio mundo…
—¿Y con qué derecho? —le contestó Rugiero; vos no sois ni su pariente, ni su esposo, ni su apoderado.
—Eso seré —replicó Arturo—: Luis hará que extienda a mi favor un poder amplio.
—¡Tontería! —replicó Rugiero—. Aurora no podrá firmar, ni hablar. Lo mejor sería sacarla del convento.
—¿Pero cómo?
—Es lo más fácil: se busca la parte más baja y más accesible de la tapia; se hacen un par de escalas muy fuertes, se le dan a los serenos del barrio unos cuantos pesos para que ayuden, y en una noche oscura, a eso de la una a las dos de la mañana, la monjita sale de la prisión y pasa a los brazos de su amante. Si les conviene se casan en seguida, se pone una demanda pidiendo la anulación del testamento de la señora por ser contra las leyes; se gasta dinero, se emplean los mejores abogados, se obtiene una sentencia y después se comienza a vivir a lo príncipe, gastando la vida en amores y en placeres, hasta que el diablo, que es el que hace al fin la cosecha, disponga del feliz par de esposos. Todo esto parece una chanza, pero no hay otro medio.
—¡Bravo! ¡Bravo! —gritó Josesito—; me parece magnífico el proyecto del señor Rugiero: yo acompaño a mi amigo el señor Arturo. Será en México una aventura ruidosa; todo el mundo hablará de nosotros, las muchachas se morirán de envidia, y apuesto que querrán entrar al convento sólo porque haya quien se las robe. Estoy entusiasmado: vamos a hacer otra edición del Trovador.
—Luis meneaba la cabeza desaprobando el proyecto; Arturo abría tantos ojos y reflexionaba; Rugiero sonreía malignamente.
—Parece que no os agrada el proyecto —dijo Rugiero dirigiéndose a Luis Cayetano.
—A decir verdad, no me gusta, porque, caso de que fuera posible, sería muy escandaloso.
—Precisamente es lo que necesitamos —interrumpió Josesito—, escándalo, ruido, aventuras, dinero, matrimonios improvisados…
—Y embargos —murmuró Rugiero.
—Es verdad, señor Rugiero, es verdad —repuso tristemente Josesito—. ¿Y no me dais un consejo, vos que tenéis un poder ilimitado para remediarlo todo? ¿Me abandonáis así como quiera?
—Sois un guapo muchacho —dijo Rugiero—, y poco trabajo tendrá el diablo para cargar con vos; dadme esa mano.
Josesito tendió la mano a Rugiero, y éste se la estrechó tan cordial y fuertemente, que lo hizo bailar en un pie. Cuando pudo retirarla de la garra de Rugiero, le ardía como si la hubiese metido en una ponchera ardiendo; pero el deseo que tenía de que Rugiero lo ayudara, ocasionó que no reflexionase en este incidente.
—Tomad —le dijo Rugiero, presentándole unas libranzas—: mañana se cumplen e importan cuarenta mil pesos. Estos documentos han sido la causa y el instrumento de una revolución: Don Pedro firmó por compromiso, y seguramente no se acuerda de esta suma. Como se ha de resistir a pagar, le podréis embargar su casa, sus muebles y algunas talegas de dinero que tiene en la casa de Montgomery, y cuya existencia se puede justificar con sólo ver los asientos de caja de hace dos días; pero vos no decís nada —continuó Rugiero dirigiéndose a Luis.
—Era todo lo que tenía que decir; no sé más.
—¿Conque no sabéis que han citado también a vuestra esposa? Porque todo el mundo sabe que habéis tenido el capricho de casaros en secreto con Florinda.
—¡Qué! ¿Han citado a mi esposa?
—Seguramente.
—¿Y quién? ¿Y por qué?
—¿Quién? El juez 4.º de lo criminal, que conoce de la causa instruida con motivo del robo hecho hace tiempo a don Pedro.
—Pero no comprendo qué tenga que ver en esto Florinda.
—¡Friolera! Hay testigos que han declarado haber visto a Florinda y a esa niña Carmela adornadas con las mismas alhajas que fueron robadas a don Pedro.
—¡Dios mío! ¿Es posible? ¿Florinda ante la justicia? ¡Florinda, que es inocente, complicada en una causa criminal!
—Y están nada menos urgiendo al juez para que reduzca a prisión a Florinda.
—Pero estas alhajas han sido dadas a Florinda por Aurora.
—También por esta razón no se le permite que escriba, ni que hable con nadie. Vos lo habéis dicho, la madre está moribunda, o, para hablar con más propiedad, acaba de morir en este momento.
Todos los tertulianos se quedaron mirando unos a otros llenos de espanto, sin poder fijar los ojos en el fistol de ópalo de Rugiero, que arrojaba de vez en cuando unas llamitas tornasoladas.
—Pero vos mejor que nadie sabéis —dijo Arturo dirigiéndose a Rugiero—, que estas alhajas son mías y que la más valiosa de todas es el fistol, que os pertenece. Yo no sé como han pasado a poder de Aurora, la que las regaló a Carmela, y no hace pocas noches que Florinda, al buscarlas, encontró que la habían robado.
—Todo esto es muy singular, pero lo que yo veo es, que este viejo maldito es el demonio —dijo Josesito—, y hénos aquí a todos envueltos en sus redes.
—Os lo dije, José —interrumpió Arturo—; mala espina me dio su conformidad y resignación el día que consintió en vuestro casamiento, y en lo que le pedimos.
—¿Pero qué remedio? —preguntó Luis Cayetano.
—Es muy sencillo, pero depende absolutamente de la libertad de Aurora.
—¿Pero cómo podemos obtenerla? —preguntó Arturo.
—No hay más remedio que robarla del convento.
—¿Pero cómo se le advertirá? —preguntó Luis Cayetano.
—Que Florinda le entregue, por conducto de la madre abadesa, este relicario —continuó Rugiero—, diciéndole, que es una reliquia de un santo, que es abogado contra el amor. Tan luego como llegue a manos de Aurora este relicario, querrá abrirlo, y examinar la reliquia, saltará un muellecito, y descubrirá un papelito que escribirá Arturo, y que yo colocaré cuidadosamente. Pero es menester que se haga esta noche misma, porque Aurora está enferma, y acaso mañana no podrá levantarse de la cama.
—Arturo se acercó a una mesa, y escribió estos renglones:
Aurora: Esta noche a las doce en punto estaréis en el jardín, junto a la tapia que da al cellejón de los Dolores; allí os esperaré.
—No se necesita más —dijo Rugiero—; con estas cuatro líneas la muchacha vendrá y escalará la cerca, aunque estuviese más alta que la torre de la Catedral.
Rugiero colocó la cartita en el relicario, y la entregó a Luis Cayetano, quien, hecho presa de la más cruel agitación, se levantaba para irse.
—Calma, amigo mío —dijo Rugiero deteniéndolo—; ordenaré la batalla, porque vosotros no tenéis cabeza para nada. Tomad el relicario, y encargad a Florinda que vaya inmediatamente al convento, que cuente a la abadesa cualquier historia adecuada, que se lo entregue, con encargo expreso de que lo dé en el acto a la monjita. Tomad también estas libranzas; poned inmediatamente una demanda contra don Pedro pidiendo el embargo de los objetos que he indicado. Por lo demás, yo veré al juez, y como es amigo, podemos embromar las cosas una semana. Arturo y José emplearán el resto del día en hacer unas escalas fuertes, y preparar sus armas, el coche y lo demás necesario para un asalto en forma. No haya cuidado de los serenos, que corre de mi cuenta el allanarlos; yo estaré por allí, para ayudar en lo que se ofrezca. Conque hasta las doce de la noche, amigos míos.
Rugiero saludó, salió del cuarto, y bajó las escaleras de cuatro en cuatro escalones; más parecía que el aire lo empujaba, que no que ponía los pies en el suelo. Nuestros amigos lo miraron desaparecer, y aunque asombrados de estas cosas extrañas y raras, obedecieron ciegamente sus instrucciones. Luis se fue inmediatamente a casa de Florinda, y José y Arturo, después de haber comprado en las tiendas cercanas lo necesario, se encerraron en el cuarto a hacer con el mayor afán un par de escalas bastante fuertes y largas para alcanzar al más elevado muro de la Concepción, y capaces de soportar a dos personas.