XIV. Va por una y se encuentra con otra

Arturo y Josesito acabaron su tarea ya muy entrada la noche, probaron la fuerza de las escalas, limpiaron y cargaron sus pistolas, alquilaron un coche con un par de buenas mulas, manejado por un cochero pillastrón e inteligente, y hecho todo esto, se sentaron uno enfrente de otro y se miraron de hito en hito, asustados de la empresa que iban a acometer.

—No hay remedio, el dado está ya echado, como dicen, y quizá mañana a estas horas estaremos o muertos, o en una prisión.

—O tal vez quietos y pacíficos cada uno en su casa, con el objeto de su amor —dijo Josesito.

—Es muy difícil —contestó Arturo—, porque esta es una aventura muy peligrosa, pero no hay otro remedio; el trabajo es sacar a Aurora del convento, que una vez en la calle, apuesto mis orejas a que no la encontraba ni la misma policía de París, y además, Luis está ya advertido de lo que deberá ejecutar.

—Es decir, que os casaréis con ella.

—En el acto, y no hay más remedio para legalizar el atentado que vamos a cometer, pero a fe que no me pesa porque estoy apasionado de esta muchacha, de tal manera, que creo que la vida me costará, si no logro el intento.

—¿Pero supongo que no vacilaréis?

—Ni por pienso, pero como es menester para esto más resolución que la ordinaria, fuerza es que tomemos un buen trago.

Arturo jamás tomaba más que agua mezclada con vino de Burdeos, pero en esta vez, para darse valor, sacó una botella de viejo coñac y un par de copas, y él y Josesito comenzaron a beber trago tras de trago, hasta que vaciaron la mitad de la botella.

—¡Con mil diablos! —dijo Josesito tronando la lengua contra el paladar, y dejando en la mesa la copa que acababa de llevar a los labios—, estoy impaciente por que llegue la hora, y daría la mitad de mi plata labrada porque hubiera ya sucedido. ¡Con qué interés me van a ver las mujeres!… ¡Canario! ni me acordaba que soy ya casado, y que al menos en el primer año de la boda no debo meterme a enamorar mujer alguna… A propósito, deseo despedirme de mi Celestina… es decir, estar con ella algunas horas… porque ¡quién quita que nos suceda alguna desgracia, y sea la última vez que la vea!…

—Es decir —interrumpió Arturo riendo forzadamente—, que lo que hay de verdad es, que mi amigo José tiene lo que podríamos llamar un poco de miedo…

—¡Miedo yo, señor Arturo! Contestaré a usted como dicen en la comedia:


Si otro me lo preguntara

¡Vive Dios! que le matara.
 

»¡Ya verá usted quién es José para un lance!… Pero sepamos lo que tenemos que hacer.

—Es menester tener listas las escalas, unas cajas de cerillos, un puñal, por si se ofrece cortar una cuerda u otra cosa, y una ganzúa, por si tenemos que abrir una puerta. Todo esto bien envuelto en un pañuelo lo metes en el coche, y a las doce en punto te vas en él, y te paras en el costado del colegio de las Bonitas, a la sombra del farol.

—Lo que no me gusta es lo de la ganzúa; tenemos dos, que nos han costado bien caras, pero si por casualidad la policía nos cogiese, no me avergonzaría yo de ser raptor de muchachas novicias, y aun de abadesas y definidoras, pero sí de que creyeran que era un ladronzuelo común.

—Está bien, dejaremos las ganzúas, porque creo que Aurora no tendrá inconveniente alguno en esperarnos junto a la tapia del convento; creo que Florinda le ha de haber hecho todas las advertencias necesarias.

—¿Y cómo comenzaremos la operación, es decir, el robo de la monja?

—Envueltos en nuestros jorongos, cada uno cargamos con una escala; nos vamos al callejón, y hacemos la prueba, echándola a que agarren bien los garfios contra el bordo; una vez hecho esto, tú subirás para probar si está firme.

—Y si no está firme —respondió Josesito—, vendré sin remedio al suelo.

—¡Bien! —le contestó Arturo—, si tienes miedo, yo subiré primero.

—¿Yo miedo?… ¡Por Dios, señor Arturo! —interrumpió Josesito algo enojado—, no me volváis a hacer un insulto semejante. Si no tuve miedo cuando me asaltaron más de doscientos hombres en la plazuela de San Juan de Dios, ¿cómo he de tener miedo de subir por una escalera?… En fin, ya está dicho que subiré primero para hacer la prueba, ¿pero después?…

—Después —continuó Arturo—, subo yo con la otra escala, la fijo perfectamente del otro lado de la tapia, y bajo al convento; allí encontraré a Aurora, que seguramente tendrá miedo y vacilará, pero al fin se decidirá.

—¿Sabes, Arturo —dijo Josesito bebiendo otro trago, y tuteando a su vez a Arturo—, que no deja de ser difícil para una mujer una ascensión semejante? Esto de subir por una escalera de cuerda que tiembla y se menea, de trepar por el bordo de una tapia, y de volver a hacer lo mismo para bajar a la calle, tiene sus dificultades… Verdad es que yo he leído en las novelas multitud de hechos que comprueban que muchachas más tímidas y más delicadas que Aurora han recobrado la libertad, saliendo por las altas ventanas de un castillo, y bajando por escalas idénticas a las que hemos construido con tanto afán y trabajo, pero no recuerdo que en México haya sucedido un caso semejante, y por eso tengo una especie de sustillo mezclado de curiosidad.

Arturo bajó la cabeza y se quedó pensando.

—Es verdad, José, tu observación me hace mucha fuerza, y creo que difícilmente haré que Aurora se resuelva a pasar por el peligro de escalar una tapia en una noche oscura, pero de todas maneras debemos ir, porque al menos nosotros podremos entrar al convento, hablar con Aurora, examinar la localidad, y preparar el lance para otra noche, si en esta no fuere posible.

—De seguro, ¿quién piensa en faltar a lo convenido? y por otra parte, Aurora puede estar tan desesperada, que no reflexione; ella es de energía y de carácter, y como muchacha, preferirá este modo romántico de casarse, a la clásica y ordinaria rutina que yo desgraciadamente he tenido que seguir al unirme con mi Celestina; pero ya discurriré un modo de hacer ruido, si esta aventura no me da toda la fama a que aspiro.

El aire resuelto de Josesito, por una parte, y el licor por otra, acabaron de quitar a Arturo los pocos escrúpulos que tenía, y de infundirle un valor temerario. Los dos jóvenes continuaron bebiendo y fumando, y a medida que bebían y fumaban, se animaban de tal manera, que pocas les parecían las cincuenta o sesenta monjas de la Concepción; a todas las habrían hecho subir y bajar por las escalas.

—En fin —dijo José sacando el reloj—, la hora se aproxima, y repito que deseo dar un abrazo estrecho a mi Celestina.

—No hay que decirle nada.

—Y aunque le dijera, ella es reservada y fiel a toda prueba; pero, en verdad, le daré cualquier otro pretexto para faltar a casa en esta noche… Un baile, una junta de conspiradores, cualquier cosa… Sería capaz de empeñarse en acompañarme, y la cosa se complicará con dos mujeres. ¿Los muchachos están listos?

—Ya les he prevenido que no falten, y nos esperarán en la esquina de San Lorenzo.

—Perfectamente; entonces me voy, y hasta las doce en punto.

—A las doce en punto.

Josesito recogió las escalas, ciñó sus pistolas en el cinto, y salió a la calle, donde lo esperaba el coche que, como hemos dicho, tenían a su servicio en esa crítica noche. Luego que salió José, Arturo se puso las manos en la frente, y se quedó sumergido en una profunda cavilación.

—Vamos, no hay que vacilar —exclamó levantándose, y paseándose a grandes pasos por el cuarto—, las once están dando en el reloj de la Profesa, y ya es tiempo de salir… no sabría qué hacerme solo en este cuarto, durante la hora mortal que falta… La inquietud que experimento me daría miedo y me haría vacilar… Si no fuera por este atrabancado de José, que se perece por este género de aventuras, seguramente que yo habría desistido… pero ahora… adelante, y veremos qué resulta de esta noche…

Arturo tomó un jorongo, un sombrero jarano, se ciñó un par de pistolas, dejó escrita una carta de instrucciones para Luis, dio orden al mozo para que la entregara en la calle Nueva, si no había regresado al día siguiente a las ocho de la mañana, y salió del hotel. Como aun faltaba más de media hora, dio algunas vueltas por los portales, y después, rodeando por las calles de San Francisco, se dirigió al rumbo de la Concepción; un poco antes de las doce de la noche entraba en la ancha y solitaria calle de Santa Isabel. Como Arturo, según hemos dicho, nunca acostumbraba beber licor, el coñac que había apurado en unión de Josesito comenzó a hacer su efecto; sentía pesada su cabeza, las luces opacas y dudosas de los faroles del alumbrado se le triplicaban y sus pasos no eran muy seguros; pero si bien experimentaba estos efectos en la máquina de su cuerpo, su corazón latía como si tuviese fiebre, y se sentía animado de un valor extraordinario.

—Bien —dijo, hablando consigo mismo—, no importa que mis piernas vacilen un poco si el corazón está firme: acometeré y llevaré a cabo esta empresa, mal que pese a todo el mundo… además de que yo no la he buscado: el paso es necesario, porque de lo contrario Aurora permanecerá encerrada meses y años; creerá que yo la he olvidado, profesará, y no habrá entonces remedio… Sí, a la Concepción, que la hora se acerca y, Josesito estará ya impaciente.

Al decir esto apareció delante de él un perro que le hacía fiestas y que brincaba por todos lados, impidiéndole el paso.

—¡Bah!, ¡famosa ocurrencia de animal! ¡Impedirme el paso cuando están ya sonando las doce! ¡Afuera animal!

El perro, lejos de obedecer, en cuanto oyó la voz de Arturo, redobló sus caricias; Arturo se enfadó más, y atinó a darle un puntapié, que lo hizo rodar en la banqueta, dando lastimeros aullidos.

—¡Pobre animal! ¡Quizá lo he lastimado! —dijo Arturo, que tenía un excelente corazón; al decir esto, y antes de continuar su camino, se inclinó a hacer una caricia al perro.

—¡El Turco! —exclamó—: ¡Sí, sin duda: es el Turco!… veremos… toma, Turco… ven…

Apenas Arturo le habló, cuando el perro se puso en pie y con más ahínco comenzó a brincarle y a hacerle fiestas, y sin dejarse coger lo fue llevando hasta el dintel de una puerta frente del atrio del convento: allí se detuvo el animal y comenzó a gruñir suavemente. Arturo hizo alto, reflexiona un poco, y examinó con la dudosa luz del farol, un bulto que se veía en el quicio del zaguán: era una mujer. Arturo, temiendo descubrir lo que ya adivinaba, no se atrevía a despertar a la que estaba allí sentada y dormía al parecer. Un instante tuvo la idea de marcharse; habían ya dado las doce y Josesito lo esperaba por una parte… pero por otra, no podía prescindir de cerciorarse de la verdad. Ninguna otra mujer más que Celeste podía ser dueña del perro, y si no era Celeste la poseedora, podría darle razón de la manera cómo lo había adquirido… Pero el encuentro era de lo más inoportuno… sin embargo, Arturo se inclinó, levantó suavemente el tápalo con que se cubría el rostro la infeliz que allí estaba, y exclamó:

—¡Celeste!

La pobre muchacha, que, como hemos visto, salió arrojada de la casa de Olivia, resuelta a buscar a Rugiero, llegó hasta la calle donde éste le dijo que vivía; pero sobreponiéndose en ella el pudor, en vez de entrar, se hizo el ánimo de permanecer en esa calle toda la noche, hasta que amaneciendo el día pudiese buscar asilo con su antigua conocida la casera de la casa de vecindad que había habitado, antes de que Olivia la recogiese. El instinto de su seguridad y conservación le hizo entenderse con el sereno; le regaló una prenda de su ropa, le dijo, que habiéndole cerrado su casa no tenía dónde quedarse, y le rogó que la acompañase. El sereno no tuvo dificultad, ni en recibir el obsequio que se le ofreció ni en creer esta narración, e indicó a Celeste un zaguán cómodo donde pudiese pasar la noche, prometiéndole que continuamente la vigilaría, a fin que no fuese a sucederle de algún accidente.

Celeste dormitaba, o más bien, tenía ese pesado sopor que adormece un poco el cuerpo pero que aviva las penas del alma, durante el cual, no se sabe si se vela o se duerme, o si se sufre real y positivamente. Cuando Arturo levantó el tápalo de la muchacha, tenía los ojos cerrados, y su cabeza reclinada contra la mocheta del zaguán, estaba pálida y fría. El Turco, luego que se cercioró de que sus antiguos amos estaban ya en relaciones, comenzó a saltar, a correr lleno de alegría, a aullar dulcemente, y por último, vino a poner sus manos sobre el pecho de Celeste, y a lamerle amorosamente las mejillas. Celeste despertó y se encontró con un hombre, que por su traje no pudo menos de parecerle muy sospechoso; dio un grito pidiendo socorro al sereno, y se cubrió el rostro con sus manos.

—Es un amigo, Celeste, un amigo el que está delante de ti; no hay que gritar ni que pedir auxilio. Levántate, levántate, hija mía, y dime por qué a estas horas estás abandonada en esta calle.

La voz de Arturo fue como una voz celestial que despertó aquella alma lastimada del dolor profundo con que estaba adormecida. Sin vacilar se levantó, se limpió los ojos, miró fijamente a Arturo para cerciorarse de que él era, le echó los brazos al cuello con la mayor ingenuidad y ternura.

—¡Arturo, Arturo! —le dijo—, sin duda tú eres el ángel de mi guarda; la primera vez me salvaste de la miseria, y ahora me libras de la deshonra. Largas horas he resistido; pero la orfandad y la miseria me habrían obligado a llamar mañana a una de estas puertas, y entonces era yo perdida sin remedio.

—Pero, Celeste, explícate, por Dios, ¿por qué estás aquí? ¿Por qué fatalidad, cuando yo estoy entregado a los saraos o comprometido en aventuras peligrosas, tú sufres y tú vagas por estas calles, sin casa, sin socorro, sin pan que llevarte a la boca?

El sereno, que en ese momento andaba atizando los faroles, pasó con su escalera, y como observó un grupo, se acercó para cerciorarse si Celeste necesitaba de su auxilio.

—Es un amigo, un pariente que me ha encontrado —le dijo Celeste—; nada se me ofrece.

El sereno meneó la cabeza con aire de duda; pero como estaba acostumbrado por su profesión a escenas y aventurillas semejantes, pasó al farol inmediato a continuar su tarea.

—Sería muy largo de contarte todo lo que me ha pasado; pero baste decirte, que desde que llegué a México he tenido una serie de contrariedades y de peligros, que me han reducido a no tener ni casa, ni abrigo, ni siquiera un pedazo de pan que llevar a la boca.

—¡Pobre Celeste! —dijo Arturo, acariciando la cabeza blonda de la muchacha—. De hoy más no te separarás de nosotros; pero no estamos bien aquí, toma mi brazo y vámonos.

En esto sonó en los relojes de las iglesias la hora: eran las doce y media. Arturo se acordó de Aurora, de su cita con Josesito, de todo lo que moral y físicamente pesaba en su corazón en aquel momento, quería echar a correr, y dejar a Celeste; pero al mismo momento se detenía, formaba mil proyectos en su cabeza… en fin, no sabía qué hacer.

—Mira, Celeste, tengo en este momento un compromiso de honor al que no puedo faltar; pero tampoco debo abandonarte; lo que me ocurre es dirigirnos a un hotel, allí tomaré un cuarto, te dejaré para que descanses y duermas, y mañana todo lo arreglaremos.

Como Arturo por la agitación que tenía, temblaba, y sus palabras eran entrecortadas y embarazosas, Celeste le estrechó el brazo.

—No sé qué compromiso ni qué ocupación tendrás en este momento; sí fueran simplemente amores —continuó bajando la cabeza y suspirando tristemente—, nada te diría, porque ningún derecho tengo para ello, y tú no me amas; pero me temo que sea algún lance que comprometa tu reputación o tu vida. Armado, en este traje, y a estas horas, nada bueno vas a hacer; sobre todo, el corazón me dice que si tú me has salvado, yo debo salvarte a ti; con que está resuelto, no me separaré de ti en esta noche.

—Celeste, eso no es posible, es una exigencia; una imprudencia, mejor dicho, y espero que no abusarás del influjo que ejerces en mí, y de la obligación que tengo de no dejarte a estas horas en medio de la ciudad; por otra parte, nada me has dicho que me satisfaga, y es muy extraño que después de haberte enviado el padre Anastasio bien recomendada y con el dinero necesario, ahora te encuentras así… en fin… yo no sé qué pensar…

—Es decir, que sospechas… En ese caso… nada tenemos de común los dos… dejadme entregada a mi suerte y marchad por vuestro camino.

Celeste pronunció con energía estas palabras, se soltó del brazo del joven y le volvió la espalda.

Arturo, desesperado, se la quedó mirando con cólera, y echó también a andar por el rumbo opuesto, resuelto a dirigirse al lugar de la cita convenida con José; pero a los pocos pasos volvió.

—No, no sería un caballero si te dejara en esta crítica situación; ven, Celeste, ven, y vamos a donde quieras.

Celeste volvió, tomó la mano de su amigo, la puso sobre su corazón y la oprimió con tanta ternura, que en ese momento olvidó éste completamente a Aurora.

—En cuanto a mí —le dijo Celeste—, tanto he sufrido, y estoy tan resignada, que no imploro más que el auxilio de Dios, pero lo hago por ti. Estás trémulo, agitado, Arturo; sufres mucho, y te repito, el corazón me dice que no debo dejarte un momento esta noche.

—Bien, vamos, yo tampoco te abandonaré, pero no hay ya que vacilar.

Los dos jóvenes echaron a andar seguidos del perro con dirección a la calle Nueva. Arturo pensó que lo mejor que podría hacer, era llevar a Celeste a la casa de Florinda, y hecho esto, escabullirse con cualquier pretexto, y ocurrir siempre a la cita, al colegio de las Bonitas, por sí todavía fuese tiempo.

Como echaron a andar muy de prisa, en breve llegaron a la calle Nueva. Apenas tocó Arturo cuando el mismo Luis bajó a abrir la puerta; él y Florinda habían estado toda la noche en vela con la mayor inquietud, esperando por momentos a Arturo y a Aurora.

—¿Ninguna novedad? —preguntó Luis volviendo a cerrar la puerta.

—Ya os contaré.

—Subamos.

Arturo y Celeste subieron seguidos de Luis, que tenía una vela en una mano y las llaves de la casa en la otra. En el portón encontraron a Florinda, que sin aliento los esperaba.

—¿Todo salió bien, Arturo?… Aurora, mi querida Aurora…

Al abrazar a la compañera que subía del brazo de Arturo, Luis llegó con la vela, y Florinda vio, que en lugar de Aurora, venía Arturo acompañado de una joven que tenía la dulzura y la belleza de un ángel.

—¡Arturo! por Dios, explicadme, ¿qué es esto? ¿Ha habido alguna equivocación? y en vez de… ¡Es extraño!

Arturo hizo seña a Florinda y a Luis de que callaran, y todos entraron en la sala.

—Os entrego esta señorita —dijo Arturo—, que es la perla de nuestra familia que llorábamos perdida, y os suplico que la tratéis como a vuestra hija. Sabéis que tengo alguna otra cosa que hacer, y que la hora se ha adelantado mucho.

—¡Con que entonces!… —preguntó Florinda.

—Ni una palabra de esto. Tiempo tendremos para explicarnos.

Arturo no dijo más, y salió de la sala sin que Celeste, cortada y avergonzada como estaba, de encontrarse en una casa desconocida a una hora tan desusada de la noche, pudiera decirle una sola palabra.

Florinda y Luis, sin saber cómo explicarse esta aventura, y sin atreverse a hacer ninguna pregunta a Celeste, se limitaron a tranquilizarla, y a ofrecerle una recámara y un lecho donde pudiese descansar. Celeste, por su parte, sin querer, ni poder dar explicación ninguna, aceptó con amabilidad los ofrecimientos de sus nuevos amigos, y se retiró a la recámara que le ofrecieron, no a dormir, sino a rogar a Dios porque no aconteciese desgracia alguna al hombre que amaba con todo su corazón.

Entre tanto pasaba este incidente imprevisto, Josesito, fiel y puntual en sus compromisos, fue a su casa, platicó y estuvo muy amable con Celestina; pero al fin tuvo que declararle que no pasaría la noche en su casa, porque comprometido con unos amigos para asistir a un baile casero, no quería tenerla en vela, y prefería regresar a la madrugada.

—¡Pero es muy singular que vayas a un baile de jorongo y sombrero jarano!

—Es verdad, hija mía, ni había pensado que aún tenía que vestirme.

Como no tenía otro medio Josesito para poder salir de la casa, tuvo a esas horas que mudarse camisa, ponerse chaleco blanco, frac, pantalón negro, y sombrero de copa alta, y salir a su excursión. Afortunadamente había dejado en el coche sus armas y utensilios, y lo demás poco le importaba. Celestina no quedó muy contenta, pero al fin, después de regañarlo, de intentar varias veces cerrar la puerta y guardarse las llaves, y de amenazarlo con una separación eterna si lo cogía en algún nuevo amorío, lo dejó salir cuando ya estaban a punto de dar las doce de la noche: montó en el coche lleno de brío, y se dirigió al colegio de las Bonitas. La noche estaba negra y airosa, y las calles, como de costumbre, solas y mal alumbradas. El cochero anduvo un poco con dirección a la calzada de Santa María; pero después retrocedió, y vino a colocarse precisamente en la sombra que proyectaba el farol; allí oyó sonar Josesito las doce de la noche, y esperó. Después de media hora sacó la cabeza por las portezuelas y miró; los serenos, quizá conquistados por Rugiero, habían abandonado su puesto, ni una alma pasaba por la calle, y ni Arturo, ni los mozos que habían apostado en las esquinas parecían. Josesito, que se vio así, tuvo miedo, y no dejó de venirle a la memoria su aventura de la plazuela de San Juan de Dios.

—¡Es muy extraño! —dijo—, las doce y media y Arturo no parece, ni tampoco veo por aquí a esos bribones rancheros; probablemente se habrán ido a un mesón a dormir en vez de cumplir las órdenes de Arturo.

Josesito esperó, sin embargo, hasta que sonaron en él reloj de repetición de San Fernando los tres cuartos para la una: Josesito habló al cochero:

—Dime, en medio de esta oscuridad, ¿ves tú algo?

—Señor amo, salva la opinión de su merced —respondió el cochero—, veo como tres o cuatro hombres que están como pegados en las rejas del convento, y, o son de la policía, o es mala gente, y como esto se halla tan solo y los serenos están lejos, quizá nos puedan dar un golpe.

—Bien, loma las riendas, y demos un paseo hasta Santa Isabel, y volveremos.

—Señor amo, creo que los hombres se mueven ya sobre nosotros, y no tenemos tiempo, y si es la policía, dará el alto al coche, y encontrarán las escaleras que trae su merced enrolladas, y nos llevarán a la cárcel.

—Dices bien, ¿qué hacer entonces?

—Sálgase su merced por el vidrio de atrás, cargue con las escalas, y yo me bajaré muy quedito; nos ocultaremos con la sombra de la pared, y aquí adelante, en el primer puente de Santa María, tengo a doña Macaria, que es mi conocida, y que le advertí que no se acostara, por si algo se ofrecía. Vamos, señor amo, que los hombres se acercan.

Josesito se escurrió con su rollo de escalas por el vidrio de la trasera del coche, el cochero descendió del pescante sin hacer ruido, y ambos, agazapándose y protegidos por la sombra del alto muro del colegio, llegaron al primer puente de Santa María; el cochero silbó suavemente, y en el acto se abrió la puerta de una accesoria, y una mujer gruesa y chaparrona, que no era otra más que nuestra antigua conocida Macaria se presentó, empujó a nuestros dos hombres al fondo oscuro del chiribitil y cerró tras sí la puerta, quedando todo en el mayor silencio.

No era ilusión, ni miedo del cochero, y en efecto, los bultos que había visto no eran almas de la otra vida, sino hombres de carne y hueso. Arturo salió precipitadamente de la calle Nueva, después de haber dejado allí a Celeste; pero por más breve que anduvo, no pudo juntarse sino hasta los tres cuartos para la una con los rancheros que con toda exactitud lo esperaron, como les previno, en la calle de San Lorenzo. Reunidos ya todos, y observando que las calles estaban solas, avanzaron hacia el lugar donde estaba el coche; a medida que hacían esta evolución, el valiente Josesito y el cochero efectuaban su retirada hasta tomar cuarteles en la casa de Macaria; así es que, cuando Arturo llegó, encontró el pescante solo y las riendas amarradas en él, asomó la cabeza dentro del coche, y sólo recogió un sombrero alto de seda, de copa alta, que Josesito había, olvidado al hacer su retirada.

Arturo dio algunos paseos por los costados del Colegio, y aun se aventuró hasta las rejas del convento de la Concepción y entró resueltamente al callejón por donde por lo bajo de las tapias debería verificarse el asalto, pues pensaba que Josesito tal vez se habría dirigido a ese rumbo cansado de estar en el coche; pero nada, ni una alma, silencio y soledad absoluta; por último, confundido, avergonzado de sí mismo del desenlace tan cómico de una aventura, que presagiaba haber sido terrible, se retiró lentamente dejando el coche abandonado, decidido a tocar la puerta de un hotel, para pasar en él con sus criados el resto de la noche.

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