Por más golpes que dio Arturo en las puertas de los hoteles, en ninguno quiso el portero levantarse a abrir. No queriendo dirigirse a las diligencias, por ser allí conocido, ni a la casa de Florinda, por evitar en aquel momento una explicación con Celeste, resolvió buscar un mesón, o pasar la noche paseando las calles, caso de que no abriesen, hasta que siendo ya de mañana pudiese regresar a su cuarto. Tocó, pues, fuertemente en el mesón de Balvanera, y allí el huésped se levantó, y aunque medio dormido y gruñendo, abrió la puerta, dio a nuestro héroe las llaves de los dos únicos cuartos que se hallaban vacíos, y un cabo de vela de sebo en un sucio y negro candelero de barro. Arturo subió la escalera, abrió el cuarto, y se disponía a echarse en el banco de piedra, cuando escuchó fuertes y redoblados golpes en la puerta del zaguán. El huésped, que aún no se acostaba, abrió, dando entrada a una cabalgata, que por la fatiga y sudor de los animales, se reconocía que acababa de llegar de lejanas tierras.
—Huésped, necesito un par de cuartos —dijo el que parecía ser el jefe o amo de más de treinta rancheros bien montados y armados.
—Acaba de llegar un caballero que los ha tomado, y que ha subido en este momento a acostarse.
—¡Voto a bríos! esto no puede ser. Cuando se ha hecho una jornada de veinte leguas, no es posible conformarse con dormir en el empedrado, debajo de los corredores. ¿Qué trazas tiene ese hombre que acaba de llegar?
—Parece un caballero disfrazado; tiene un jorongo del Saltillo y un sombrero jarano de Puebla; pero al darle la vela, le vi un chaleco muy bueno de seda y una cadena de oro.
—Bien; sea lo que fuere, él no necesita más que un cuarto. Sube, y dile que daré un par de onzas porque me ceda el que no necesite.
—Es que trajo tres criados, que se han encerrado en el otro cuarto.
—Precisamente ese es el cuarto que puede cederme. Sube pronto, porque estoy muy fatigado, y tal vez medio acalenturado.
El huésped subió, y entrando al cuarto de Arturo, se lo encontró precisamente escuchando junto a la puerta.
—¿Quién es el pasajero que acaba de llegar?
—Parece un hacendado, y quiere que…
—Todo lo he oído. Dale una vela, y dile que suba al cuarto, que yo haré que lo desocupen los mozos, sin necesidad de que me dé nada; pero coloca la luz en disposición de que yo le pueda ver la cara.
El huésped bajó, y cumpliendo con el mandato de Arturo, puso la vela casi en las narices del recién llegado, y guiándolo, subió con él las escaleras.
—Aquí, entrad —dijo Arturo tomando al viajero de un brazo; y cerrando tras sí la puerta, dejó con un palmo de narices al huésped, que ya, enteramente despierto y más humano, contaba con tener una buena propina—. ¡Manuel, mi querido Manuel! —continuó Arturo echando los brazos al cuello del capitán.
—¡Arturo, es posible! ¿Qué diablos haces aquí?
—Me tenías en verdad con cuidado, a pesar de tu carta y de las seguridades que me dio tu asistente Martín; ya me temía yo otra aventura, y había despachado en tu busca al tío Andrés y a su hijo.
—Me encontraron en el camino, y ahí están abajo; pero explícame, ¿por qué te hallas aquí, y acabas de entrar? Seguramente no me esperabas, pues yo mismo, al entrar por la garita no sabía en qué mesón había de parar.
—Es una calaverada.
—¡Loco! Andar en picos pardos a estas horas; y Teresa, ¿así la abandonas?
—Teresa está buena, y la esperanza de verte la ha acabado de restablecer de sus males; pero es necesario que yo me anticipe, que le avise que vas a llegar, porque una emoción repentina, podría producirle otro ataque como el que sufrió en la hacienda. ¿Has recibido mi carta?
—Sí, me la entregó el tío Andrés… Pero ¿qué diablos de aventura es esa?
—Me iba a robar a Aurora esta noche.
—¡A robar! ¿Y de dónde?
—Del convento donde la han encerrado. El bribón de don Pedro anda en todo esto.
—¿Y qué sucedió?
—Lo más extraordinario y singular.
—Habla.
—Al pasar por la calle de Santa Isabel, a las doce de la noche, ¿a quién te parece que encontré?
—A la policía, que te persiguió, y que te hizo refugiar en este mesón.
—Nada de eso, al Turco, a mi hermoso perro sabueso, que fue nuestro compañero en el viaje que hicimos a Tamaulipas.
—¡Es singular! y ¿qué hacía el perro?
—El perro, brincando y saltando, me llevó hasta una puerta, y allí ¿a quién te parece que encontré?
—No imagino…
—A Celeste, a Celeste, yerta, desolada, abandonada de noche en medio de las calles.
—De veras es extraordinario; pero ¿qué hacía Celeste en ese lugar y a esas horas?
—No lo sé todavía. Esta criatura es desgraciada hasta lo infinito, y la persigue la fatalidad.
—Pero ¿cómo no sabes nada, y por qué no estás en su compañía?
—Yo, como te he dicho, iba a esas horas a intentar el rapto de Aurora; pero cuando me encontré con Celeste, todo mi plan se trastornó. Yo no sabía qué hacer, ni tampoco podía abandonar a la muchacha: así, lo que hice, fue llevarla a casa de Florinda. Y a propósito de Florinda, está tan guapa, tan hermosa, tan amable como siempre: enviudó, y se ha vuelto a casar en secreto… ella es la que ha pretendido reanudar mis relaciones con Aurora… ¡Ah! y también te diré; la madre de Aurora ha muerto ayer o anteayer, y la han hecho hacer un testamento… ¡Ah! ese es don Pedro… También te diré que he casado a Josesito con la muchacha Celestina; y lo mejor del negocio fue, que con una pistola en mano se hizo el casamiento; y casa y muebles y todo fue para los novios.
—Pero ¿qué ensarta de disparates me estás diciendo, Arturo?… ¿Qué Celestina y qué Josesito son esos?
—Es verdad, Manuel; como tengo tantas cosas de qué hablarte, la lengua y el entendimiento se confunden, y se precipitan; y en efecto, te cuento mil tonterías a la vez. Josesito es aquel amigo de Rugiero… por cierto que me cayó muy pesado la primera vez que lo traté; pero es un excelente muchacho; atrevido, leal, de buena chispa… ¡Bah! nos ha de servir mucho.
—Es verdad, recuerdo ya a José… perfectamente; era empleado en la Comisaría de guerra.
—El mismo.
—Pero tú me hablas de todo —continuó Manuel, acabando de quitarse las espuelas y echándose en el banco de piedra—, menos de las personas que más me interesan. ¿El padre Anastasio?
—El padre Anastasio —respondió Arturo, con alegría y con la voluntad que marcaba un carácter—, va a tener un gran gusto. Desde que llegó aquí, no ha tenido más empeño que buscar a Celeste; y desesperado de encontrarla, se ha encerrado en la Profesa, donde hace una vida ejemplar: este joven es un santo. Cada dos o tres días ve a Teresa, la consuela, dice una misa en el oratorio de la quinta y…
—Pero ¿qué quinta es esa?
—¡Toma! ¿Pues no te lo escribí en la carta que te entregó el tío Andrés?
—Ni una palabra.
—¡Qué cabeza la mía! pues has de saber que tomé por el rumbo de San Jacinto, una quinta: tiene por casa un palacio y un jardín lleno de agua y de flores: allí me pareció que Teresa estaría perfectamente. Es menester que sepas que he hecho creer a todos que murió, y aun entregué a don Pedro un certificado que lo acredita, porque importa engañar al viejo ya que nos ha engañado tanto.
—¿Sabes que ni de chanza me ha gustado esto? No sé, pero me parece que Teresa puede morirse en efecto, si nosotros la damos ya por muerta.
—¡Tontería! esas son preocupaciones, que no quieren decir nada; y por otra parte, esto ha sido necesario para nuestro plan. Es menester que tengas presente que a ti te creíamos muerto, menos yo que tenía confianza en que tu valor te salvaría, pero hoy mismo pasas por muerto para todo el mundo.
—Está bien: en cuanto a mí no me importa; pero no alcanzo qué utilidad podamos sacar de esto.
—¡Friolera! observar cómo obra don Pedro y lo que hace, y luego, a la hora menos pensada, los que él cree muertos irán presentándose a pedirle lo suyo y a tomarle cuentas de sus muchas picardías. Sobre todo, ésta fue lo opinión de Juan Bolao y del padre Anastasio.
—Algo me dijo Juan; pero me agregó que tú darías más explicaciones. Por esta causa y por lo que me dices en tu carta, he venido de noche y a un mesón.
—Y es necesario que antes de que amanezca, salgamos de aquí y nos vayamos a la quinta; tú te quedarás a cierta distancia, mientras yo preparo a Teresa. Los criados se quedarán en el mesón, con orden de no salir ni hablar con nadie.
—¿Pero tú crees que don Pedro no sabrá ya lo que ha pasado? —preguntó el capitán.
—Creo que no sabe nada; pero poco importa. Estamos ya reunidos, haremos frente a sus maldades y obtendremos la victoria. Lo que temía yo, era una de sus tenebrosas intrigas en los primeros días de mi llegada. Yo debí tener oculta a Teresa y hacer creer al viejo que había muerto, porque de lo contrario estoy seguro de que violentamente la hubiera hecho entrar en un convento, o habría inventado y llevado a cabo alguna otra cosa peor. Ahora, repito, todos juntos y con dos aliados más, que son Luis Cayetano y el valiente Josesito, seguramente triunfaremos y nos pondremos en paz. Lo que importa es, que sin pérdida de tiempo, se hagan todas las diligencias y te cases con Teresa. Tantas veces ha estado esta pobre muchacha en vísperas de ser feliz, y tantas veces se le ha frustrado, que es necesario ocuparse en esto y nada más. En cuanto a mí, también me casaré… sí, me casaré; pero ahí está la dificultad. ¿Con quién? Aurora sufre por mí y Florinda me ha asegurado que me ama… pero te confieso que Celeste… A Celeste, la olvido cuando no la veo; pero en el momento en que oigo su voz, que miro aquel semblante tan angélico, que mis miradas se encuentran con aquellos ojos azules tan apacibles como el cielo y donde está retratada su alma limpia y cándida… ¡bah! ¿Qué quieres? es mi primera impresión, mi primer amor… pero no sé qué hacer ni cómo salir ahora del paso… En fin, tú eres primero, o mejor dicho, Teresa, que es el centro de esta improvisada familia, perseguida por las más raras e impensadas aventuras y merece que todos nos consagremos a su felicidad.
En estas y otras conversaciones pasaron los dos amigos el resto de la noche: dormitaron un poco en el duro banco del cuarto, y antes de amanecer salieron del mesón de Balvanera, dejando sus instrucciones a los criados y gratificando generosamente al huésped, que les había proporcionado un encuentro tan agradable como inesperado.
Cuando amaneció, ya nuestros dos amigos se hallaban a caballo y envueltos en sus jorongos, por la hermosa calzada de San Cosme. El aire fresco de la mañana, la vista de las praderas sembradas de trigo y de cebada, y más que todo, el hallarse juntos en su país y con las más grandes esperanzas de consolidar una fortuna, de formar una familia y de descansar de la vida accidentada y errante que habían llevado por tanto tiempo, les infundió tal bienestar y alegría, que el uno olvidó el lance peligroso y terrible qué había tenido con el administrador de la hacienda, y el otro la arriesgada empresa que había intentado la noche anterior.
—Vale más —dijo Arturo—, que no haya escalado el convento: a estas horas estaría oculto y prófugo, y te habría dejado sin instruirte de lo que te he referido y te importaba saber. Ya procuraremos que sin ruido y escándalo salga Aurora del convento y todo se haga como decía mi pobre madre: como Dios manda… Pero cuenta con que ya nos acercamos a la quinta, y Teresa acostumbra madrugar: no sería muy acertado que repentinamente te viese: las enfermedades del corazón son muy peligrosas, y cualquiera emoción puede enfermarla de nuevo, tanto más cuanto que ha padecido mucho. Será conveniente que te quedes en la hacienda de la Asunción, mientras yo voy a prevenirla: Martín te avisará.
Manuel, siguiendo el consejo, torció las riendas de su caballo y entró a la calzada de sauces y álamos que conduce a la hacienda de la Asunción, mientras Arturo, picando al caballo, se dirigió a galope a la quinta.
Encontró a Teresa ya en pie cortando flores y componiendo las plantas del jardín.
—¡Tan de madrugada, Arturo! —le dijo sonriendo y tendiéndole la mano—. ¿Tenemos alguna buena noticia del viajero? Estoy temiendo que nunca llegue, a pesar de lo que me asegura en la carta que me trajo Martín, y que conservo aquí en el seno como una reliquia. Si no fuera por esta carta, la enfermedad me habría vuelto; pero gracias a Dios estoy buena, buena: hace días que ni aun queriendo, puedo toser.
—La noticia no es mala, Teresita: Manuel está ya muy cerca de aquí…
—¡Cerca de aquí! —exclamó Teresa tirando el manojo de flores que tenía en la mano—, ¡muy cerca de aquí! pues vamos, vamos a verlo al instante; que pongan el coche; vamos, Arturo, no sea usted cruel, y me atormente así.
—No, no tan cerca que podamos ir, ni a pie, ni en coche. Me envió uno de los mozos a prevenirme y dentro de algunas horas llegará.
—Son las seis, ¿no es verdad? —continuó mirando su reloj…—. ¿Estará aquí a las siete?… ¿A las ocho? Bien, iremos a encontrarlo… ¡Ah! antes le prevendremos un buen desayuno, leche, bizcochos, chocolate… se sentará con nosotros a la mesa… vendrá fatigado, sin comer; habrá caminado toda la noche, puesto que podrá llegar tan temprano… pero… ¡Dios mío! cuando pienso en Manuel, no puedo ocuparme en otra cosa: he tirado estas flores, y las había recogido como lo hago todos los días, para ponerlas delante de la Virgen, porque la Virgen ha salvado a Manuel y me ha salvado a mí.
Teresa, gozosa y alegre como una niña de catorce años, recogió las flores, corrió a dar sus órdenes a los criados a fin de que todo estuviese listo para recibir al amo, y volvió al lado de Arturo.
—Cuénteme usted —le dijo tomándole una mano—, cuénteme usted desde dónde le escribió Manuel, a qué horas, cuantas leguas le faltarán para llegar. ¿Está bueno? ¿No habrá tenido alguna dificultad en el camino? ¡Dios mío! haz que vuelen las horas y que llegue, que llegue a su casa, a donde lo espera la única mujer que lo ama como a su propia vida. Vamos, Arturo, no sea usted egoísta, ni perezoso: el coche estará ya puesto, y encontraremos a Manuel.
—Mejor sería esperarlo, porque corremos el riesgo de ir por una calzada, mientras él acaso venga por otra. Es menester que en lo posible se mantenga en secreto su llegada. Usted y él están ya muertos para muchas gentes.
—Sí, Arturo; pero gracias a Dios, vivos el uno para el otro; ¿pero qué haremos? porque no puedo estar ni sentada ni de pie; la impaciencia me mata. Si Manuel tarda, o no viene acaso —añadió tristemente—, de seguro que me pondría mala.
—Bastará enviar a Martín; él sabe perfectamente el camino por donde vendrá su capitán, y creo que muy breve lo tendremos aquí.
—¿De veras? pues no hay tiempo que perder. Si se tratara de Aurora, yo habría corrido leguas para tener la satisfacción de que por mi actividad la viese usted más pronto.
—Encerrada la infeliz en un convento —murmuró Arturo con tristeza…— pero ahora tengo que olvidarme yo mismo, para no pensar más que en Teresa y en Manuel. Voy a despachar a Martín.
—Y yo —dijo Teresa—, voy a preparar el desayuno y a ponerme en la puerta, para ser la primera que lo vea.
Martín, según las órdenes que le comunicó Arturo, montó a caballo, y antes de media hora Manuel se apeaba en la quinta, y estrechaba en sus brazos a su idolatrada Teresa.