Estaban tan entretenidos con las cartas y la conversación —dijo Teresa a Manuel, tendiéndole la mano—, que no quisimos distraerlos, y cansadas de tocar el piano y de cantar nos fuimos a las recámaras. Hemos dormido un poco, y ahora estamos listas y dispuestas para dar un paseo y tomar el desayuno en la huerta; con que sacudid todos la pereza y el sueño, y venid.
Como si la simpática voz de Teresa hubiese tenido un poder mágico, nuestros amigos despertaron a un tiempo, se limpiaron los ojos, y se pusieron inmediatamente en pie, sonriendo y respondiendo cortésmente al gracioso convite que les hacía la dueña de la casa.
—Celeste y el padre Anastasio partieron a la madrugada y dejaron esta carta para Arturo —continuó Teresa—, y en verdad oí entre sueños el ruido del coche que salía, pero no desperté sino cuando de regreso entró en el patio.
Arturo tomó la carta, la abrió, y pidió permiso para leerla.
Amigo Arturo:
Celeste ha querido entrar hoy en el colegio de las Hermanas de la Caridad; las reflexiones que yo le he hecho, no han servido sino para afirmarla más en su propósito, y he tenido que consentir. Me encargó que comunicase a usted su resolución. Vuelvo a mi retiro de la celda de la Profesa, y allí espera verlo su amigo y capellán que mucho lo quiere.
—Esta muchacha tiene tanto de honrada y de hermosa, como de rara y de obstinada —dijo Arturo, estrujando con visible cólera la carta que acababa de leer.
—¿Pues qué ha sucedido? —preguntó Florinda.
—Se ha marchado con el padre, y hoy mismo será novicia o postulanta en las Hermanas de la Caridad.
—¡Es posible! —dijo Josesito—, ¡qué gusto tan pésimo!, ¡cuidar enfermos y velar muertos! ¡Qué feliz soy al considerar que nunca ha tenido Celestina tales inclinaciones!
—Tiene razón Celeste —dijo Florinda al oído de Arturo—. Aquí está la carta de Aurora: es imposible, Arturo, engañar dos mujeres a la vez; una u otra.
Arturo tomó la carta, y en vez de abrirla y leerla, la guardó.
—Ésta es otra aventura —interrumpió Josesito.
Arturo le hizo seña de que callara, y José bajó los ojos mientras Arturo se deslizó, y bajando al jardín abrió la amorosa misiva.
Arturo de mi corazón:
Hace muchos años que pensaba en un imposible, y hoy la realidad me llena de placer y de dicha: tú me comprenderás. Desde que viniste de Europa y te vi por la primera vez, te amé; y este amor, con la ausencia y con tu indiferencia y desprecio ha crecido hasta el punto de extraviar mi razón. Mi pensamiento, mi mundo, mi existencia, mi tesoro, todo eso eres tú; y hoy, segura como lo estoy por tus cartas y por las de Florinda, de que me has amado y me amas, estoy más contenta en este claustro que en medio del lujo, de las riquezas y de las diversiones.
Gracias, mil gracias, porque tu prudencia y tu juicio me salvaron. Recibí tu papelito y acudí a la cita al jardín, pero te juro que me moría de miedo. Figúrate que la noche estaba muy oscura; que unas nubes negras y que parecían tomar la forma de espectros, estaban fijas en la cúpula y en la torre del convento y aumentaban más la oscuridad. Como las monjas dormían, todo estaba en el mayor silencio, y yo, como una sensitiva, me estremecía al menor ruido; me detenía cuando el viento silbaba en las hendiduras de las puertas y ventanas viejas y cerradas hace mucho tiempo.
La falta que iba a cometer me hacía ver por todas partes sombras y bultos espantosos, mientras el amor me daba fuerzas y valor. Así atravesé los corredores, bajé las escaleras y penetré sola, como si hubiese venido del otro mundo, en aquellos patios tristes, donde se oía hasta mi propia respiración y los latidos de mi corazón. Llegué, y esperé cosa de un cuarto de hora; pero a mí me pareció una eternidad; por fin, oí sonar las doce de la noche y creí morir, porque cada campanada del reloj hacía saltar mi corazón.
Como tú no llegaste, me creí libre de mi compromiso y me retiré a mi celda, con una mezcla de desconsuelo y de alegría difícil de definir; sin embargo, en aquel momento me parecía que me habían quitado del pecho la torre de la catedral. ¡Figúrate, Arturo, cómo se hablaría hoy en México de nosotros!, ¡qué escándalo y qué comentarios!
Todo esto me ocurría al tiempo de esperarte detrás de la cerca; pero el amor era superior a mis pobres nervios, que se conmovían fuertemente. En fin, demos gracias a Dios de que así hayan pasado las cosas, y de que nada, absolutamente nada, se haya trascendido en el convento; por el contrario, pensando yo que pronto saldré de esta cautividad, soy más cumplida y exacta en mis deberes y más amable con las superioras; así es que han vuelto a permitirme que escriba y que baje al torno a hablar con Florinda. Mi madre, que, o no ha amado nunca, o perdió la memoria de sus primeros amores, me molesta y me oprime, pero yo la disculpo y la perdono.
Tengo una plena confianza en ti: el amor grande que me tienes, te ha de dar fuerzas y actividad para triunfar de las preocupaciones de mi madre, de la severidad de ese padre Martín, tan austero y tan intratable, y sobre todo de la venganza de don Pedro, que sin duda está ofendido todavía por la burla que le hice cuando tuvo el atrevimiento de proponerme que me casara con él. Ya te lo contaré todo cuando podamos platicar.
Adiós, Arturo; ámame mucho, porque de veras no encontrarás mujer en el mundo que te quiera como yo. Escríbeme por conducto de Florinda y no ceses de trabajar hasta que logres sacarme de este encierro. Te envía su alma y su corazón,
Tu Aurora.
—¡Ése es amor! —dijo Arturo, besando una y mil veces la carta de Aurora—, y no el de esa otra veleidosa de Celeste, llena le preocupaciones y de rarezas.
Al decir esto, hizo pedazos la esquela del padre Anastasio y volvió de nuevo a besar la carta de Aurora.
—¡Bah! —continuó—, acabaron mis dudas y mis vacilaciones, y gracias a Dios que puedo fijar mi corazón en Aurora; una muchacha bien educada, hermosa, de talento y rica, muy rica, merece todos los sacrificios imaginables. En cuanto a Celeste, yo me he portado bien con ella… Si ha tenido la tontería de encerrarse con las Hermanas de la Caridad, buen provecho… yo ni la obligo a esto, ni… en fin, una vez que la deje de ver algún tiempo —prosiguió Arturo, llevando su pañuelo a los ojos—, ni yo me acordaré de ella, ni ella se acordará de mí. En cuanto a dinero, todo, todo lo que yo tenga será para ella, para ella… pero mi corazón para Aurora, sí, para Aurora, sin vacilar. Voy a encontrar a Manuel para combinar el modo de romper las costillas a ese maldecido viejo de don Pedro, que es el autor de nuestras desgracias.
Arturo, repuesto de la emoción, dio la vuelta y divisó al fin de una calzada de fresnos a Manuel y Teresa; más atrás venían Celestina y Josesito, al parecer entregados a una amorosa e interesante conversación; y al último Carmela, seguida de Mariana, que cortaba mosquetas y madreselvas para hacerle un peinado.
—De toda esta gente —dijo Arturo suspirando—, no hay felices más que José y Celestina: frívolos, ligeros, descuidados del porvenir, viven con el día, y no piensan en lo que podrá sucederles mañana; con todo, si don Pedro triunfa, su ruina es también próxima y segura. La pobre Mariana, o se sospecha que Carmela es su hija, o un alambre eléctrico invisible la comunica con la que es un pedazo de sus entrañas. ¡Cómo la besa, cómo la acaricia, cómo le corta las más bonitas flores! ¡Pobres mujeres! ¡Pobre Celeste! ¡Pobre Aurora! ¡Mariposas que vuelan en torno de la llama, que es el amor, y que en cuanto la tocan se les queman las alas y mueren llenas de dolores! Manuel se acerca, y Teresa, que nada sabe sin duda de nuestra conversación con Rugiero, está alegre, risueña, animada como nunca la había visto.
En efecto, Teresa se acercaba, apoyándose del brazo de su amante, y éste, aunque sonreía, dejaba traslucir de sus ojos una tristeza profunda.
—Conocimos que tenías necesidad de estar un rato solo para leer tu carta —le dijo Manuel—, pero como ya eso habrá pasado, venimos a buscarte. Nada le he dicho a Teresa de nuestra conversación de anoche; pero aun cuando esto le quite un poco de su buen humor y alegría, es necesario contárselo todo.
—No, nada de asuntos —les dijo Teresa—; arreglen como quieran todo y déjenme el gobierno de la casa, que es lo que toca a las mujeres. No quiero oír hablar ni de las haciendas, ni de los jueces, ni de don Pedro, ni de nada, pues desde que he cesado de ocuparme en esto he cobrado a gran prisa la salud; así, hablemos de las flores, de los pájaros, de tus caballos, de las aventuras de Josesito y de Arturo, de lo que quieran, menos de negocios.
—Mira, Teresa —le dijo Manuel—; precisamente porque no quiero que ni tú ni yo nos ocupemos más en asuntos, es preciso que te resignes a esta última conferencia; ella decidirá para de una vez.
—Sea, pues que tú lo deseas así, pero bien entendido que será la última vez que te escucharé; en lo de adelante, repito, gasta si te parece lo tuyo y lo mío, pero nada me digas.
—Convenido: esta será la última vez, Teresita —dijo Arturo—; pero en este momento debemos hablar, y no hay tiempo que perder, porque veo que está ya el desayuno preparado debajo del fresno.
—Hoy debíamos ya ser esposos —dijo Manuel a Teresa, estrechándole amorosamente la mano.
—¿De veras? —contestó Teresa—, ¡cuánto te agradezco esta delicadeza! No me tocaba a mí decir una palabra, pero tú conocerás que mi posición no es buena. Tú eres un caballero, Arturo lo sabe también, pero el mundo juzgará de muy diferente manera.
—Quería yo darte una sorpresa y escribí al cura del Sagrario, que es excelente amigo mío, y me prometió venir; pero repentinamente se enfermó y todo se nos trastornó. ¿Qué quieres? Esto me puso de un humor pésimo, y mucho más la conversación de Rugiero, que tuvo la fineza de traerme personalmente el recado.
—¿Te dijo algo de mí?
—Al menos de cosas que a ti y a mí nos tocan muy de cerca. Luis, cuyos conocimientos y actividad en los negocios es notoria, y de cuya sincera amistad no podemos dudar, ha tenido una conferencia con don Pedro, y de ella ha resultado que es imposible obtener nada por la vía de la justicia; así pues, desde anoche formé mi resolución que es invariable. Cuando yo he querido unirme contigo, no ha sido ni para hacerte desgraciada, ni para serlo yo; tampoco es para mi carácter sostener eternamente pleitos y vivir amagado, perseguido, temiendo siempre asechanzas, intrigas y traiciones. Bien mirado, mucho me alegro de que el cura no haya venido; porque te aseguro que no quiero casarme contigo, sin que verdaderamente pueda darte el bienestar y la tranquilidad. Verdad es que, con esta esperanza los años se han pasado así: pero, ¿qué quieres? esto no proviene sino de lo mucho que te quiero y de la estimación que tengo por tu carácter.
Teresa miró expresivamente a Manuel, se puso algo encarnada, y bajó en seguida los ojos.
—Lo que te digo, Teresa, no es ni una lisonja ni una mentira, lo siente así mi corazón. Por otra parte, yo no puedo pagar tu amor y tu constancia sino con hacerte feliz; si en ello arriesgo y pierdo la vida, sea en buena hora, muero cumpliendo con la obligación de un caballero. La caballería andate no existe ya en el mundo, pero sí en el fondo del corazón de todo hombre bien nacido.
—Aunque leo en tu corazón, Manuel —le contestó Teresa—, y comprendo bien el fondo de tus pensamientos, no alcanzo los medios que puedas emplear.
—No me queda otro recurso, supuesto que las vías de la justicia son inútiles, mas que arreglar esta cuestión personalmente. La razón y la justicia, aun cuando no fuera el amor que te tengo, me darían valor para todo.
—Es decir, que estás resuelto a llevar las cosas hasta el último extremo.
—A todo estoy resuelto, y tú comprenderás que esto es preciso. Ni tú ni yo somos unos criminales para que estemos, ocultos, y temiendo a todas horas asechanzas y persecuciones. Si queremos amarnos y casarnos nadie tiene derecho de impedirlo; si tus padres te dejaron bienes, tú y nadie más los debe disfrutar. Créeme, Teresa, sólo tu amor ha podido darme paciencia para sufrir tanto de un miserable, que habría matado con sólo mis miradas; pero todo tiene sus límites y te repito, no puedo sufrir un día más. Esta noche iré a casa de don Pedro, y obtendré completa reparación de todo, o morirá; sí, te lo juro, Teresa.
—¡Manuel! has ido exaltándote por grados y tú te calmarás. Un crimen, Manuel, echaría por tierra todo el castillo de naipes que hemos levantado con tanto trabajo. Tienes razón, es menester terminar de una vez esta vida de zozobra y de agonía, y apruebo que vayas esta noche, pero te voy a hacer una súplica que no me negarás.
—¿Cuál?
—Yo iré contigo.
—Eso no es posible, Teresa; tú no podrías resistir la emoción, te enfermarías…
—He calculado mis fuerzas, y tendré valor.
—¡Magnífica, excelente idea! —dijo Arturo, sonando las palmas de las manos—: yo me encargo de organizar la visita, que debe hacerse en este orden: Josesito, yo, Manuel, Teresa al último; Teresa, a quien cree muerta, y por la cual ha hecho ayer unas honras en San Fernando. Es necesario agobiar a este malvado con la justicia de nuestra causa; y si él se excede y da lugar, tomaremos una resolución enérgica, despachándolo a la otra vida.
—Ésa es una locura, Arturo; está bien que vayan todos los que quieran, pero yo no abandonaré a Manuel un momento, y estoy segura de que no cometerá la menor falta. Pensad, amigos míos, que puede destruirse para siempre mi felicidad con un paso imprudente.
Los dos muchachos dieron a Teresa cuantas seguridades quiso, y habiendo llegado los demás que faltaban, sirvió Mariana el desayuno debajo del árbol frondoso, donde se reunieron el memorable día en que llegó el capitán. Quedó convenido que las señoras permanecerían acompañando a Teresa, y que los hombres marcharían a México, cada cual al desempeño de sus respectivas ocupaciones.
La de Arturo era sobre todo preferente, revolvía en su cabeza el modo de causar a don Pedro una sorpresa terrible, y sacarle antes de que volviese de ella, los títulos y los papeles relativos al caudal de Teresa y de Aurora. Como le había salido bien su improvisada comedia, que dio por resultado el casamiento de Celestina, así esperaba que la conferencia citada para la noche, daría el resultado de apoderarse de los documentos, y una vez hecho esto, don Pedro quedaba como el león viejo; sin uñas y sin dientes, y sirviendo sólo para excitar la compasión y la risa de todo el mundo. Es necesario advertir que Arturo escribió a Aurora antes de salir de la quinta una apasionada carta, y con mil encarecimientos le encargó a Florinda que a la hora de la reja tomase el coche, y se diese una escapada para consolar a la cautiva.
Después de haber hecho esto y platicado a solas con Manuel para combinar su plan, Arturo salió de la quinta acompañado de Josesito, que era, como habrá podido notarse, sus pies y sus manos.
—Todo lo que quieras, Arturo; pero por Dios no vaya a suceder que me dejes plantado en medio de una calle a deshoras de la noche, sin volverte a acordar de mí. Créeme que corrí un riesgo grande; más de veinte hombres acometieron al coche; pero yo tuve la sangre fría de empujar la portezuela, abrirme paso con pistola en mano por en medio de ellos y ganar la calzada de Santa María, donde una antigua criada mía, que se llama Macaria, abrió su casa y me dio asilo.
—¡Embustero de marca mayor! —le contestó Arturo riendo—. ¡Qué veinte hombres, ni qué niño muerto! ¿No te acuerdas que yo recogí el sombrero negro que abandonaste en tu vergonzosa fuga?
—¡Yo fugarme, Arturo! Cree que te sufro porque eres mi amigo. Lo del sombrero consistió en que…
—¡Vaya! no hablemos más de eso —le dijo Arturo pasándole amistosamente el brazo por el cuello—; si entramos en averiguaciones no saldrás muy bien que digamos; pero al fin yo tengo la culpa, puesto que no concurrí a la cita a la hora convenida: tú sabes lo que me lo impidió; pero en esta vez será diferente, porque se trata de tu salvación y de la mía, y es menester dar un golpe maestro a don Pedro.
—¿A don Pedro? Pues estoy listo y no temo a una legión de demonios que me lo impida. Desde matarlo hasta desollarlo vivo, a todo estoy dispuesto; porque te confesaré, Arturo, que tengo celos de este viejo y que temo se cumpla la predicción de Rugiero: además es necesario defender la casita y los muebles, aunque eso, bien mirado, ni es mío ni lo quiero.
—Es indispensable que mientras yo arreglo algunos otros asuntos —prosiguió Arturo sin hacer caso de la charla de José—, te pongas de centinela frente a la casa de don Pedro, y tendremos mozos apostados para que me comuniquen tus noticias en el momento que salga a la calle.
—En seguida —respondió José—; me he desayunado fuerte y tengo para de aquí a las cuatro de la tarde.
—Sería bueno que te pusieras unos anteojos, unas patillas grandes y espesas; cualquier cosa, porque el viejo es fino y malicioso.
—No haya cuidado, todo eso corre de mi cuenta. Llegaremos al hotel y al momento comenzaremos a trabajar activamente.
Con efecto, luego que llegaron al hotel dieron sus disposiciones, apostaron los mozos, y José, disfrazado, se ocultó en un zaguán frente a la casa de don Pedro.
Dadas las once don Pedro salió de su casa, y a pocos minutos, por medio del telégrafo humano que habían establecido, Arturo tuvo la noticia que deseaba e inmediatamente se dirigió a la casa del tutor, donde buscó y logró encontrar a una criada antigua que amaba mucho a Teresa.
—Mira —le dijo—, en pago de una buena noticia que voy a darte, júrame, por la cruz de tu rosario, hacerme el servicio que yo te pida. Tu ama vive.
La pobre mujer creyó de pronto que Arturo se burlaba de ella; pero así que volvió a darle la noticia con toda formalidad, tuvo que apoyarse en el portón para no caer. Tan luego como se repuso de su emoción hizo entrar a Arturo a la asistencia, asegurándole que podía platicar con absoluta tranquilidad lo que fuera necesario sin ser interrumpidos, pues no volvería don Pedro sino hasta las dos de la tarde.
—¿Con que es cierto que mi ama vive? Dios, sí Dios, la ha salvado, porque aquí nos han dicho que una vieja hechicera de la hacienda la emponzoñó con sus hierbas, con toloache probablemente.
—Pues el caso fue que sucedió lo contrario; pero te repito que vive y que está en México.
—¡En México! —exclamó la criada—; ¡Virgen Santísima! ¡En México la amita de mi alma! Yo quiero verla, señor, quiero besarle los pies y las manos, porque, además de que era mi ama, era una santa. ¡Cuándo perdía la misa todos los días, ni cada domingo dejaba de comulgar!
—Bueno, bueno —dijo Arturo observando que la criada trataba de alargar mucho la relación—; verás a tu ama esta noche misma.
—¿Y dónde, dónde?
—Aquí, aquí mismo; pero es preciso que don Pedro no sepa nada de esto, porque lo que yo quiero y lo que quiere tu ama es darle una sorpresa agradable.
—Pero el pobre de mi amo se va a morir. Figúrese usted que ha sentido a la niña como a su hija y hasta ha llorado, él que es tan seco y tan serio.
—No haya cuidado. Don Pedro, es verdad que se sorprenderá; pero de placer, de alegría, y esto no le hará mal. Conque vamos al caso ¿estás dispuesta a lo que deseamos?
—A todo, a todo lo que mi ama quiera.
—Perfectamente. En primer lugar, mucho silencio.
—Ni a mi confesor diré una palabra.
—¿A qué horas viene de noche don Pedro?
—A las siete o siete y media entra, pide su chocolate y su vaso de leche, y a las ocho reza la estación hincado de rodillas. El pobrecito ¡es tan santo y tan bueno!
—¿Tienes un cuarto separado en la casa?
—Cabalmente el que sigue a la recámara del amo, y como tiene su cancel y su puerta separada, la niña puede estar allí sin que nadie la vea hasta que ella quiera.
—Perfectamente. Entonces a las ocho, cuando esté rezando don Pedro, yo y un amigo vendremos con Teresa: mientras nosotros entramos por la sala tú recibirás a tu ama y la introducirás en tu cuarto. ¿Comprendes? Queremos dar una agradable sorpresa a don Pedro y es necesario que nadie sepa una palabra. Advierte a tu amo que vendrán cosa de las ocho unos señores a buscarlo, y, si puedes, será mejor que con cualquier pretexto nos esperes en la puerta para evitar que nos haga preguntas el portero. Toma, y muchas gracias por tu deferencia y ayuda.
Arturo quiso gratificar con algunas monedas de plata a la vieja criada, pero ésta rehusó y dijo que se daba por muy bien pagada con solo el gusto que iba a tener de ser la única que sabía el secreto y de dar un estrecho abrazo a su ama a quien todos creían muerta.