XX. La sombra de Teresa

Arturo y Josesito, con una incansable actividad acabaron de formar su plan, lo comunicaron a sus amigos, y aunque no dejaron de coger, como suele decirse, ninguno de los hilos, ni omitieron ninguna de las precauciones necesarias, temían que cualquiera circunstancia imprevista frustrase el golpe que meditaban, o la malicia y astucia de don Pedro los dejase burlados por la postrera vez; sin embargo, no podían ya ni retroceder ni hacer otra cosa, y estaban dispuestos a aventurar hasta su vida con tal de apoderarse de los importantes documentos que les había indicado Rugiero.

Poco después de las ocho se presentó Josesito en casa de don Pedro. Como la criada, impaciente y deseosa de ver a Teresa, les había ayudado eficazmente en su intento, el portero, prevenido de antemano, ninguna dificultad tuvo en dejarlo subir. Josesito, pues, haciéndose el tonto y desentendido, penetró a la asistencia, de la asistencia a la recámara y de ésta a una especie de oratorio, donde encontró a don Pedro arrodillado, con un grueso rosario en la mano, rodeado de criados: estaba justamente en el último requiem, se supone que por el alma de su querida pupila. Don Pedro se limpió los ojos, que diz que tenía húmedos por el llanto que había derramado durante el rezo, se puso en pie, y al tiempo de apagar una vela de cera que ardía delante de la imagen de la Virgen de los Dolores, engastada en un ancho y labrado marco de plata, divisó a Josesito, cuya figura desencajada, pero atrevida y resuelta, se asomaba por la puerta.

Don Pedro se sorprendió, porque, como todo hombre lleno de secretos y de intrigas, se sorprendía siempre que de improviso se le presentaba alguna persona; pero repuesto inmediatamente, y habiendo reconocido a Josesito, procuró sonreír y con una fingida cortesía se dirigió a él.

—Nos sorprendió usted en una piadosa ocupación, y aunque los pisaverdes y libertinos se burlan de todas estas prácticas cristianas, creo que usted no llevará a mal…

Josesito, picado y ofendido de la gratuita invectiva del viejo, y resuelto por otra parte a desempeñar su papel, que se reducía a dar una fuerte cólera al tutor, le respondió, no sólo con mal humor, sino con altanería.

—No sé con qué derecho, desde el momento mismo de saludarme, hace usted suposiciones gratuitas e injuriosas. Soy cristiano, y sin ostentación ni hipocresía; quizá mejor y más sincero que los que se roban lo ajeno.

—Lo dirá usted acaso, amigo mío, por cierta casa de la Ribera de San Cosme, que está arrendada en trescientos pesos cada mes —le contestó don Pedro con tono irónico—; desearía ver los títulos para asegurarme de que su padre, o algún tío rico de esos que hacían su fortuna en los ingenios de Tierra Caliente, se la ha dejado en herencia; pero siéntese, siéntese usted y dígame qué me proporciona la satisfacción de ver a usted por mi casa a estas horas de la noche, e introduciéndose hasta mi propio oratorio así, como quien dice…

Como se vé, los dardos del viejo fueron a herir el corazón del muchacho, el que se mordió los labios, apretó los puños y se quedó más de cinco minutos sin tener que responder; pero por fin recobró el uso de la palabra.

—La casa de la Ribera de San Cosme, ni es mía, ni tampoco es de usted, señor don Pedro.

—Ya se ve, es de Celestina; pero como usted es ya el marido de Celestina, no me parece que digo mal, ni lo ofendo cuando asiento que…

—Dejémonos de averiguaciones y de explicaciones inútiles, caballero —le dijo José resueltamente—, yo vengo a que me explique usted ¿por qué quiere embargar a Celestina?

—Toma, porque me debe dinero. Páguelo usted, que es su marido, e inmediatamente suspenderé las diligencias judiciales.

—Eso es precisamente lo que yo vengo a solicitar de usted.

—¡Ah! ¿Me viene usted a pagar? —dijo don Pedro.

—Sí, en otra moneda desearía pagar a usted, y si no fuese usted un viejo mentecato, que, cuando le conviene, grita como una mujer, tiembla como un azogado y se queja, ya nos entenderíamos, y las cosas se arreglarían de otra manera.

—Un desafío, ¡ah! se trata de un desafío —dijo don Pedro.

—Ni más ni menos que eso; pero desgraciadamente usted no es capaz de…

—Se equivoca usted; soy un hombre que le contestará de cuantas maneras quiera. Déme usted por escrito su queja y mándeme sus testigos mañana a las once, y si le he ofendido le daré con las armas la debida satisfacción.

José miró fijamente al viejo y apenas podía creer tal determinación: así es que se quedó un poco pensativo.

—¡Ah! reflexiona usted, se va atrás —dijo don Pedro—; ya lo suponía yo, porque su costumbre es insultar a los inermes y a los débiles que sufren sus injurias.

—Mi costumbre es no dejarme engañar de miserables —contestó Josesito en voz alta—. Desea usted que yo le escriba una carta y que le mande mis testigos para esconder, como hizo cierta persona días pasados, un escribano que diera fe de todo, quejarse en seguida con el gobernador y sumirme en la cárcel. ¿No es verdad que he adivinado?

Don Pedro se mordió a su vez los labios y bajó los ojos, quedándose callado un momento; después respondió:

—No sé qué datos pueda usted tener para pensar así; pero dejemos todo esto a un lado y dígame terminantemente qué desea.

—Que me entregue usted unos documentos donde están varias firmas de Celestina. Usted le reclama dinero que no ha recibido, y, por consecuencia, yo quiero esos papeles.

—Con mucho gusto los daría a usted para que tuviera una nueva prueba de mí deferencia; pero me es imposible: los tiene el escribano.

—Eso no es cierto, y sé que están en el cajón de esa mesa.

—En este cajón no hay nada —contestó don Pedro torciendo la llave.

—Señor don Pedro —dijo Josesito arrojándose con calma en un sillón— yo no me muevo de aquí hasta que no me entregue usted esos papeles: búsquelos usted despacio, que no tengo prisa.

—Y de camino busque también —dijo Arturo, que entraba en ese momento—, unas cartas y unas libranzas que mi pobre padre le dejó creyendo que era usted un hombre honrado, y de las cuales ha abusado en estos días, haciendo creer a mi apoderado que las alhajas de mi madre las retuvo como garantía de dinero que se le pidió prestado.

—Pero ¡qué diablos se le ha metido al portero para dejar subir a todo el mundo! ¡Hola! ¡Hola!

—¡Silencio! —dijo Arturo—, y no hay que alborotar la casa: los que estamos aquí no somos ni unos petardistas ni unos salteadores. Si algún riesgo hay somos nosotros los que lo corremos; con que, silencio y acabemos breve, porque no deseo prolongar mucho tiempo esta conferencia.

—Y bien, ¿qué queréis? —dijo don Pedro con tono colérico—; porque la paciencia se me agota ya. Soy hombre que no molesto, que no me mezclo con nadie, y es triste cosa que a la hora menos pensada vengan los que, habiendo botado por la ventana todo su patrimonio… pero tampoco tengo que meterme en esto; decid pronto lo que queréis, porque de lo contrario abriré el balcón y daré voces.

—¡Mis papeles! —dijo Arturo con firmeza.

—¡Mis papeles! —gritó Josesito.

—¡Los papeles de Teresa! —gritó otra voz fuerte que hizo estremecer a don Pedro.

Era Manuel, con sus ojos negros y brilladores como los de la hiena en la oscuridad de la noche, con su semblante blanco y transparente por la cólera, con su gran bigote negro retorcido.

—Caba… caba… caballero, pasad… pasad… —tartamudeó don Pedro involuntariamente y tendiéndole una mano flaca y temblorosa que el capitán no quiso tomar.

—Me creíais muerto, ¿no es verdad?

Don Pedro en un momento procuró rehacerse y cobrar ánimo, considerando que no le quedaba otro recurso para salvarse de la tormenta que le había sobrevenido.

—Habían dicho, en efecto —contestó procurando sonreír—; pero ¡bah! yo nunca lo quise creer, porque era natural que… vamos… cuánto me alegro… sentaos… es verdad que estáis muy pálido… pero… ¡bah! no es cosa… sentaos todos, y veremos cómo entre amigos arreglamos las pequeñas diferencias… Si yo siempre he estado dispuesto… ¡oh! pobre Teresa… pobre Teresa.

Don Pedro, al decir esto y para acabar de disimular su turbación, llevó su pañuelo a los ojos; Manuel se retorcía el bigote y quería estallar, pues la cólera le ahogaba: Arturo estaba a punto de soltar una carcajada, y Josesito reconcentrado en una sola idea, no quietaba la vista de los cajones y de la papelera, esperando el momento oportuno para echarse sobre los interesantes documentos.

Manuel, que no podía tenerse en pie, se dejó caer en un sillón, se limpió algunas gotas de sudor que corrían por su frente, y con una voz pausada y solemne, continuó.

—Temía esta entrevista, porque no creía ser dueño de mí mismo: vengo sin armas y por la última vez de paz; no deseo hacer a nadie el menor mal y sólo evitar el que a mí me lo hagan. Si estas pocas palabras bastan para que me comprendáis no gastaremos más tiempo: dadme los papeles y os dejaremos quieto para no volvernos a ver en la vida.

—Serenaos un poco, caballero, serenaos; estáis pálido y agitado, y sin duda os han dado mis enemigos siniestros informes. No comprendo, en verdad, qué papeles: todos me piden los papeles; pero los que yo podía tener, que son los relativos a la testamentaría de Teresa, no están aquí.

—Sí están; los tenéis en vuestro poder, así como los de Aurora, que no ha muerto; pero que gime por vuestra culpa encerrada en las cuatro paredes de un convento —dijo Luis, que era el nuevo personaje que aparecía en la puerta.

Don Pedro se sorprendió otra vez, se levantó de su asiento, buscó una salida por la pieza; pero Arturo se colocó en una puerta y Josesito en la otra.

—Deseaba yo un vaso de agua para mi amigo el señor capitán —dijo procurando poner una cara muy amable—. José, hacedme el gusto de llamar una criada.

Don Pedro habría dado una talega de pesos por tener delante de sí a alguna criada a quien hacerle seña para que le llamase a los serenos o le proporcionase algún auxilio.

—No hay necesidad de nada, señor don Pedro —dijo Manuel—, sino que lo más pronto posible acabemos esta conferencia. Estamos impuestos de todo, y cada uno de nosotros reclamamos unos documentos que se hallan en vuestro poder, y con los cuales habéis logrado hasta ahora interrumpir el curso natural de la justicia. Como ante los tribunales serían perdidas las cuestiones para nosotros, hemos resuelto venir a esta casa para que vos mismo, sin necesidad de jueces ni de abogados, nos administréis justicia.

Habéis manejado muchos años los bienes de una muchacha inofensiva, desvalida, como lo son todas las que tienen la desgracia de que la muerte les arrebate a sus padres… Bien, no quiero cuentas ni inventarios, ni nada, cerraré los ojos sobre lo pasado: entregad lo que corresponde a esa señorita, a quien hicisteis desgraciada y seremos, no amigos, pero al menos indiferentes el uno para el otro.

Habéis tomado unas alhajas, que pertenecían a un joven que no tenía otro patrimonio, y ahora abusáis, presentando unos documentos que se dejaron en vuestro poder por confianza, o por un incalificable descuido. Arturo no quiere sus alhajas, porque sabe que os las robaron, pero dadle el ínfimo valor de ellas, en fin, lo que queráis, y jamás os volverá a molestar.

Habéis seducido a una muchacha que era buena y honrada, porque mucho tiempo estuvo en compañía de la madre de Arturo, y cuando sigue una vida regular y honesta como esposa legítima de un apreciable joven, laborioso y bien educado, queréis arrebatarle lo poco que posee, y dejarla en la miseria, para obligarla por esto a que sea venal y pervertida.

Por último, habéis abusado en la hora de la muerte, de las creencias y del carácter de una señora, religiosa y buena, para encerrar a su hija en un convento y quedaros con sus bienes. Dadle lo que es suyo, y sobre todo, la libertad, porque lo que habéis hecho ha sido, abusando de vuestra posición en el mundo, de la falsa reputación que habéis adquirido, no con el ejercicio de la virtud, ni de la religión, sino de las exterioridades y de la más refinada hipocresía…

Ya veis, no apelo más que a la voz de vuestra conciencia: haced todo lo que os digo y quedaréis rico y feliz. Los pocos años que tendréis que vivir en el mundo, serán tranquilos; el dinero, el dinero es en verdad la mitad de la vida, o la vida entera, pero llegando a cierta suma, todo es igual. Lo mismo será para vos morir dejando cien mil pesos que doscientos mil: ya veis, vengo de paz, y quiero que todo pase entre caballeros y hombres de honor. Si alguna palabra dura he podido decir al hablar, tenedla por no dicha, y perdonad… Escuchad la voz de vuestra conciencia, repito… pensad bien antes de dar vuestra respuesta… porque después… no sé… quizás será ya tarde.

Todos callaron y hubo como un cuarto de hora de un silencio solemne: al fin don Pedro tomó la palabra.

—Capitán —dijo—, pagado de vuestras maneras y vuestra cortesía, voy a responder: en cuanto a los bienes de Teresa, tengo mis cuentas arregladas y presentadas al juez de los autos. Habiendo muerto la pobre criatura, sin haber contraído matrimonio, no creo que tengáis derecho… sin embargo, vos que la quisisteis mucho, y que hicisteis mil sacrificios por ella, merecéis un recuerdo, y desde luego os ofrezco dos casas: una donde estaba la tienda del Sol Mexicano, y la otra en una buena calle… en fin con esto podréis vivir sin necesidad de la milicia, ni del gobierno.

Manuel se enderezó en la silla, y quiso levantarse y ahogar al viejo; pero reflexionó que era mejor dejar que acabase, y así guardó silencio, e hizo señas a los demás para que lo guardasen. Don Pedro continuó.

—Respecto de las alhajas, mucho me alegro que todos sepan que se las llevaron los ladrones. Pudiendo como puedo probar, el robo, ninguna responsabilidad tengo; pero, repito, quiero ser deferente. Entregaré a Arturo la carta y libranzas del señor su padre, y además cinco mil pesos; pero me firmará un documento por el cual conste que nada tiene ya que reclamarme.

No quisiera yo mentar ni aun de chanza a Celestina, porque ha sido la causa de mi ruina; pero en obsequio de José, le dejaré la casa y los muebles, si él consiente en separarse de ella y hacer un viaje… Yo lo colocaré bien en Guanajuato o en Monterrey.

Josesito iba ya a lanzarse a su vez al pescuezo de don Pedro, pero lo detuvo una mirada del capitán.

—Del asunto de Aurora nada puedo hacer, ni tengo que ver en él: está confiado al padre Martín, y con él podrá entenderse el señor don Luis: hablaré al padre, se lo recomendaré mucho, eso sí, pero, será a condición de que Aurora profese y no dé el escándalo de abandonar la santa casa donde la puso la difunta señora. Creo, señor capitán, que pensaréis que he sido dócil y racional para todo: ¿queréis más? Hablad, estoy dispuesto.

Arturo no pudo contenerse, y se levantó efectivamente de la silla, para contestar por las vías de hecho a las proposiciones del tutor; pero Manuel le hizo seña con la mano de que se contuviera, y continuó:

—Veo que con vos no es posible transacción ni avenimiento alguno: si en la edad que tenéis, no escucháis la voz de vuestra conciencia, pocas esperanzas nos quedan ya. He tenido más sufrimiento del que creía; pero ya se me acabó, y no quiero que hablemos una palabra más. Dadme los papeles.

—¡Sí, los papeles! —dijeron todos.

—Los papeles he dicho que no los tengo —dijo don Pedro con altanería.

—Caballero, evitadme una violencia y un disgusto —dijo Manuel poniéndose en pie—; dadme los papeles.

—He dicho que no los tengo —contestó don Pedro resueltamente, y dirigiéndose a tomar el cordón de la campanilla.

—¡Los papeles, he dicho! —gritó Manuel, tomándolo fuertemente del brazo, y evitando que sonase la campanilla.

—¡Qué hacéis! —dijo don Pedro temblando de la cólera—. Tengo necesidad de llamar en mí auxilio, porque se me quiere asesinar: Jacinta, Lugarda, Margarita —gritó don Pedro dirigiéndose a la puerta.

—No hay necesidad de llamar a nadie, señor don Pedro: he venido para defenderos, para evitar una violencia; pero os lo ruego, por Dios, por la Virgen María, por vuestra salvación, entregad esos papeles; no irritéis a Manuel, porque os matará.

La que decía esto era Teresa, que, como hemos dicho, había estado oculta, escuchando todo en el cuarto de la vieja criada. Como Manuel se había exaltado con la negativa de don Pedro, y Teresa conocía mucho su carácter, no pudo ya contenerse, y salió a poner término a la disputa con su presencia. El susto que tenía de la escena que presenciaba, la emoción de verse en la casa donde tanto había sufrido, y delante del autor de todas sus desventuras, dieron a su semblante un tinte azulado, y a su voz un sonido lúgubre, de manera que cualquiera habría dicho que era una sombra que se levantaba del sepulcro; que era la conciencia misma que salía del pecho de don Pedro, para echarle en cara toda la deformidad de su conducta.

Apenas oyó la voz, volvió la cara y vio la sombra pálida y leve que le hablaba, cuando se dejó caer en una silla, y se cubrió el rostro con las manos exclamando dolorosamente:

—¡Teresa! ¡Sí, es la sombra terrible de Teresa!

Los concurrentes se quedaron mudos y silenciosos: Teresa misma no sabía qué hacer, hasta que por fin se adelantó y tomó la mano del tutor.

—Hablad, don Pedro, disipad vuestro temor, Dios ha querido conservarme la vida, tal vez para evitar una desgracia para vos y un crimen para Manuel. Entregad los papeles y tranquilizaos, que ninguno de nosotros quiere haceros el menor mal.

Apenas sintió don Pedro, el contacto frío de la mano de Teresa, cuando levantó la vista, la fijó en todos como si hubiese perdido el juicio, y se puso a temblar como un azogado.

Teresa asustada del efecto que había hecho su presencia en el ánimo del tutor, llamó a las criadas, que lo llevaron a la cama, y le comenzaron a prodigar toda clase de auxilios. Entre tanto, Josesito que no había despegado los ojos de los cajones y de la papelera, aprovechando la confusión y el aturdimiento en que todos estaban, abrió el cajoncito del escritorio se apoderó de los papeles, los metió entre sus pantalones, en las bolsas, en el sombrero, en donde pudo, de manera que no fuesen vistos ni de los criados ni del portero.

—Tengo yo las papeles —dijo Josesito en voz baja a Arturo—, avísales a todos que mañana estén reunidos en la quinta, y después de un buen almuerzo, haremos el examen del tesoro que hemos adquirido en esta dichosa noche.

Cuando los demás concurrentes se cercioraron de que el accidente que acometió a don Pedro no era de gravedad, se retiraron dirigiéndose a la quinta, dejando a los criados que hicieran sus comentarios sobre el suceso, y formando ellos los suyos, que no eran decisivos hasta no saber la importancia y contenido de los papeles.

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