—Aprovecharemos este momento —dijo Luis—, en que las señoras están entretenidas, para hablar un poco de asuntos que nos interesan mucho.
Luis, Arturo y Manuel entraron a la pieza inmediata donde había unas mesas de tresillo: el padre Anastasio y Josesito se entretenían en hacer una solitaria. Sentáronse, se repartieron las cartas para hacer que jugaban, y comenzaron a platicar.
—He obrado con tal actividad, que hace dos días que ni como ni duermo —dijo Luis—, pero todo es en vano; ese hombre triunfa.
—¿Quién? —preguntó Manuel.
—Don Pedro.
Manuel se retorció el bigote, se mordió los labios, y con una voz hueca y concentrada dijo:
—Continuad y decidlo todo, señor don Luis.
—Decidido a tener una explicación categórica con Don Pedro, y a hacerle presente antes de dar un paso estrepitoso ante la justicia, la irregularidad de su conducta, me fui esta mañana a su casa. Encontré la puerta y los balcones cerrados; las criadas que me recibieron estaban de luto, y algunas tenían los ojos llorosos. Creí que un accidente habría privado de la vida a don Pedro; y esto, aunque por una parte nos quitaba a todos un cruel y encarnizado perseguidor, por otra nos podría ocasionar multitud de dificultades; procuré, pues, tomar informes de las mismas criadas.
—El amo está bueno, gracias a Dios —me dijo una de ellas—; pero la desgracia que tenemos es que la niña ha muerto.
—La niña… ¿qué niña? —pregunté.
—La niña Teresa, nuestra ama querida, que murió en su hacienda «La Florida», y el amo cabalmente se ha ido a San Fernando, donde ha dispuesto unas honras por su alma.
—Sin esperar ya más explicaciones, me fui a San Fernando, y en efecto me encontré la iglesia vestida de luto, con una tumba y muchos cirios encendidos. Se dijo una misa cantada de difuntos, y don Pedro asistió a ella arrodillado, dando muestras, no sólo de la más grande devoción, sino también del más sincero sentimiento. Así que terminó la solemnidad, don Pedro, acompañado de tres o cuatro viejos, salió y montó en su coche; yo hice otro tanto, y lo seguí hasta su casa, donde subí al mismo tiempo que él entraba en la asistencia. Después de los saludos y cortesías de costumbre, pasamos al despacho, y entramos en materia.
—Señor don Pedro —le dije—, tengo asuntos sumamente graves que tratar con usted, y antes de dar un paso ante los tribunales, he querido tener una conferencia: hablaré con claridad y con energía, y usted no tomará como un insulto el que yo le refiera las cosas como las sé.
—Precisamente, amigo mío —me dijo presentándome la caja de polvos—, es mi carácter: la franqueza y la verdad ante todo. Sobre cada uno de los asuntos de que usted me hable, espero satisfacerlo completamente; el mundo es muy injusto, y las cosas siempre se refieren y se comentan de muy distintas maneras. Hable usted, hable usted con toda franqueza, y no tema ofenderme; usted es un joven de mundo y ya en carrera honrosa, y fácilmente nos entenderemos. Comencemos, pues —dijo don Pedro, tomando otro polvo y acomodándose en su poltrona, con la mayor tranquilidad.
—En primer lugar, hablaré de las alhajas de Arturo.
—¡Las alhajas de Arturo!…
—Sí, estas alhajas fueron depositadas por el padre de Arturo en vuestro poder: se os acusa por Arturo de abuso de confianza por no haber devuelto las alhajas; y aunque el padre de Arturo murió, hay testigos… Celestina, que era entonces doncella de la casa, escuchó la conversación.
—¡Celestina! —dijo don Pedro alarmado.
—Sí, señor don Pedro, Celestina lo sabe todo.
—La codicia de esta mujer es insaciable —continuó don Pedro riendo sardónicamente.
—Sea de esto lo que fuere, el caso es que ella…
—Nada importa esto, señor don Luis, y por el contrario, me alegro de esta conferencia, pues así podré dar a usted una satisfacción más completa. ¿Cuánto cree Arturo que valen sus alhajas?
—Las calcula en veinte mil pesos, sin contar un hermoso fistol de brillantes que no tiene precio.
—Pues está equivocado el señor Arturo: sus alhajas valen más que el doble, cuarenta y cinco mil ochocientos pesos. En cuanto al fistol, es verdad, no tiene precio porque es una piedra muy valiosa. Espéreme usted un momento y fume entre tanto un buen cigarro.
Mientras que yo encendí un cigarro que me dio el viejo, él entró en su gabinete, y salió a poco con un legajo de papeles.
—¿Conoce usted la firma y letra del difunto padre de Arturo?
—Perfectamente: he tenido ocasión de ver y examinar sus firmas con motivo de algunos negocios.
—¡Ah! me alegro mucho; entonces la cosa es más sencilla. Vea usted.
—Don Pedro puso en mis manos un paquete de libranzas.
—¿Cuántas son?
—Sesenta —le respondí contándolas.
—De a mil pesos, ¿no es verdad?
—Cabal.
—¿Y de quién es la firma de la aceptación?
—Ni duda —respondí, después de haber examinado cuidadosamente los documentos—, la firma es del padre de Arturo.
—Ahora, lea usted esta carta.
Leí una carta que me entregó, en que el padre de Arturo remitía las alhajas a don Pedro, como garantía de sesenta libranzas de a mil pesos, y añadía que si a los tres meses no le había reintegrado el dinero, podía disponer de ellas como si las hubiese vendido.
—Ahora, vea usted el inventario y el avalúo que mandé hacer de ellas.
El avalúo, en efecto, era minucioso, estaba firmado por dos de los mejores plateros de la ciudad, e importaba cuarenta y cinco mil ochocientos pesos.
—Ya ve usted —continuó don Pedro—, que soy algo más minucioso que Arturo en los negocios: él no sabe a punto fijo cuáles eran sus alhajas, mientras yo las hice avaluar, y no omití ni aun los anillos y bagatelas que valían veinte reales. Como usted ve, las libranzas no se pagaron, y yo perdí un dinero que proporcioné, aun sin el módico y usual interés de seis por ciento. Digo que perdí mi dinero, porque poco tiempo después de tener yo las alhajas, me asaltaron, la noche menos pensada los ladrones, y se las llevaron: con el dinero que presté al padre de Arturo, no habría sucedido eso, porque yo no lo tenía en casa, sino en parte muy segura. Como este Arturo —continuó—, es un muchacho gastador, sin oficio ni beneficio y atrevido por demás, se me pasó por la imaginación que acaso él no era extraño…
—¿A qué, señor don Pedro? —le interrumpí levantándome—: Yo no permitiré que se calumnie a un amigo.
—Por supuesto —prosiguió don Pedro con la mayor calma, y haciéndome seña de que me sentara—, que esa idea la deseché como un mal pensamiento.
—¡Conque tal cosa dijo el viejo! —interrumpió Arturo—, ¡conque después de tomarse lo que es mío, se atrevió a creer!… Es demasiado, y será un miserable, un cobarde, un infame el que sufra un día más tanta maldad. Continuad, Luis, y veremos hasta dónde llega la perfidia de ese hombre.
—Conque señor don Luis —prosiguió don Pedro—, arreglad la manera de que Arturo me pague este dinero, y yo me comprometeré a entregarle las alhajas, tan luego como parezcan, que creo que será pronto, pues el juez tiene ya todos los hilos del negocio; o si mejor le acomoda, le daré en plata el importe del avalúo. Creo que juzgaréis ahora de muy diversa manera el caso.
En verdad, me quedé confundido, y no sabiendo qué responderle, pasé a otra cosa.
—Habéis pedido el embargo de un casa de la calzada de San Cosme.
—Justamente —me contestó—, y aquí están los documentos que acreditan la deuda.
—Don Pedro entró a su escritorio, y sacó otro legajo de papeles, entre los cuales había diversas obligaciones, firmadas por Celestina, de dinero y valores recibidos con plazos diversos para su pago, la mayor parte de ellos vencidos.
—¿Qué dice usted de estas obligaciones, amigo mío?
—Que me parecen en regla —le contesté.
—Si usted no sabe la historia, se la contaré —prosiguió guardando cuidadosamente las obligaciones—. Todos los hombres tenemos nuestros extravíos y debilidades, y la mayor que cuento en mi vida, es haber concebido por esta mujer, no una pasión, que es ajena de mi edad, sino un verdadero cariño paternal. Le he sufrido cuanto usted no se puede figurar; y aunque en cada reyerta me hacía el ánimo de no volverla a ver, me daba lástima abandonarla a su suerte… Y no vaya usted a creer que tenía el más leve interés en esto; nada de escándalos ni de amores profanos; mi cariño era sincero, y aseguro a usted que la trataba como un padre puede conducirse con su hija. El público y los pisaverdes mordaces dirían todo lo que acostumbran contra la reputación de gentes honradas; pero créame usted, no había entre nosotros más que unas relaciones, al menos por mi parte, desentes y buenas.
—Lo había yo pensado así —exclamó Josesito sonando las palmas de las manos—. Este don Pedro es un buen hombre después de todo: lo mismo me había contado Celestina, y yo tenía mis dudillas; pero ahora…
—Más bajo —prosiguió Luis—, porque las señoras pueden oírnos.
—Es verdad, es verdad —dijo José—: continuad, porque toda esta narración me interesa mucho.
—Luis continuó:
—Pues entonces, señor don Pedro, no veo la razón por qué usted se empeñe en mortificar a Celestina.
—Yo, amigo mío, de ninguna manera trato de mortificarla; y por el contrario, ella puede decir a usted que le he regalado la casa, los muebles, todo lo que tiene; pero este dinero que cobro, no es mío, y es separado de todo esto. Celestina es una mujer espléndida, y para la que no bastarían los tesoros de Creso.
—¡Eso no es cierto! —interrumpió José—: Don Pedro miente con toda su cara; y por el contrario… ella sí es muy limpia, muy lujosa; jamás se pone enaguas si no son muy finas y bordadas; y se viste de limpio y se baña dos veces al día; pero en lo demás, es la mujer más prudente y más económica…
—Si a cada momento interrumpes a Luis —dijo Arturo—, no acabaremos esta noche. Continuad, y no hagáis caso de este loco de Josesito.
Luis Cayetano continuó:
—Don Pedro sacó todavía una cuenta, y me la mostró: en ella consta, que además de la casa, alhajas y muebles que existen hoy en poder de Celestina, le había prestado cosa de ochenta mil pesos, y de toda esta suma tiene los documentos firmados por Celestina, y extendidos en papel sellado y en debida forma.
—¡Cáspita! —dijo José pensativo—, y ¿en qué diablos habrá gastado Celestina ese dinero?
José no recordaba que Celestina, entre otros gastos, había hecho el de su curación, cuando el lance funesto de la plazuela de San Juan de Dios. En esta vez no se atrevió a interrumpir a Luis, y éste pudo proseguir:
—Contra esa partida —dije yo a don Pedro—, tengo aquí unas libranzas de cuarenta mil pesos, que están endosadas a José, que hoy es el legítimo marido de Celestina.
—¡Unas libranzas de cuarenta mil pesos! —exclamó sorprendido.
—Ni más ni menos —dije yo regocijándome de dominarlo en este asunto. Don Pedro se puso la mano en la boca, y meditó.
—¡Ah! ya caigo —exclamó después de un momento—. Eso debe ser… Sí, sí, aquí están las órdenes del gobierno. Amigo mío —continuó—, guarde usted esas libranzas, y ni a su sombra diga que las tiene; y al dar a usted este consejo, ya verá que no soy tan malo como me pintan. Esas libranzas debían haber servido para restablecer el orden… más claro, para elevar al poder a los hombres que hoy componen el gobierno; pero fueron robadas y cobradas algunas de ellas. Aquí tiene usted los periódicos donde se publicó el aviso respectivo, y aquí las órdenes del gobierno, que disponen que en el acto que se encuentre el tenedor de estos papeles, se le aprehenda y se le consigne al juez de Distrito. Don Pedro me entregó los periódicos y las órdenes del gobierno, y me cercioré de que en efecto decía la verdad.
—Dadme, dadme esas letras —le dije—, quitándoselas de la mano; yo las guardaré donde jamás vuelvan a aparecer.
—¿Y qué sucedería ahora si yo dijera que José y vos son los tenedores de estos documentos? De seguro que mientras la verdad se averiguaba, dormían en la cárcel… pero no haya miedo; tomad, señor don Luis, estos papeles, y contad con que no diré ni una palabra. Yo jamás hago daño a nadie: me defiendo cuando me atacan, y esto es todo. ¿Tenéis alguna otra cosa que mandar?
—Quería yo hablar —le contesté algo turbado con la derrota que había sufrido en los negocios anteriores—, quería yo hablar de los bienes de la señorita Teresa… Apenas pronuncié este nombre, cuando llevó el pañuelo a sus ojos.
—¡Ha muerto, ha muerto en la flor de su edad!, un capricho, una pasión loca, se la han llevado al sepulcro.
—¡Hipócrita malvado! —murmuró Manuel.
—¡Es el pesar más grande que puede haberme sobrevenido! Crea usted que habría preferido ser yo el muerto.
—Pero, ¿y sus bienes?, le pregunté yo.
—Su bienes… sus bienes son poca cosa, señor don Luis; y como apoderado que fue usted de ella, tengo la más grande satisfacción en darle cuantas noticias y explicaciones quiera.
—Veamos —le repliqué—; veamos, porque un caudal tan cuantioso…
—¡Cuantioso!, ¡qué equivocación! Los bienes de Teresa consistían en una casa por San Pablo, donde había una tienda que se llamaba del Sol Mexicano, que se quemó, y que no he considerado conveniente reedificar; en otras tres casas en México, que están medio arruinadas por los temblores, y en las haciendas de tierra adentro, que están avaluadas en ochocientos mil pesos.
—Bien, ochocientos mil pesos —contesté muy contento—, no son tan poca cosa.
—Es verdad; pero de estos ochocientos mil pesos reconocen cerca de setecientos mil, y como del avalúo hay que rebajar lo menos la tercera parte, resulta que liquidados los bienes de la pobre difunta, no quedarán más que unos cuantos pesos para aplicarlos a misas para su alma, que bien las necesita, porque aunque no fue mala, los extravíos a que la condujo su pasión, merecen algunos años de Purgatorio; pero de esto no hay cuidado; saldrá, saldrá pronto, porque todo lo que sobre, lo aplicaré a responsos y a misas por su alma.
Manuel se levantó, y dio una palmada en la mesa.
—¡Conque es decir que nada tiene Teresa!, ¡y que por remate de cuentas este viejo, si de él dependiera, la tendría en el purgatorio!
—Así me lo dijo —continuó Luis—, y me enseñó la nota de todos los gravámenes que tienen las fincas, y aun quiso que leyera la copia de las escrituras.
—Tenemos aun que hablar algo relativamente a Aurora —le dije desconcertado completamente por esta nueva derrota.
—Los asuntos de esta pobre joven son muy sencillos: su madre la desheredó, por no sé qué disgustillos de familia, y la parte que por su padre haya podido quedarle, es poca cosa; todo lo más fue derrochado por ese gran especulador en minas, que murió hace poco, y dejó a Florinda, que creo es ya señora de usted, sin un cuarto.
—¿Es posible? —le interrogué—; ¿así están los asuntos de Aurora?
—Ni más ni menos —me contestó con la mayor calma—, y esto lo sé porque la señora me dispensaba su confianza; pero yo no entiendo en esto, sino el padre Martín.
—Pero, señores, esta desconsoladora narración de Luis no puede ser cierta: seguramente todo ello no es más que una maldad y una farsa —dijo Arturo.
—Una maldad y una farsa, como todo lo de este mundo —dijo una voz de un timbre de acero.
Todos volvieron la cara, y por una puerta del costado que daba a un gabinete oscuro y solitario apareció la figura de Rugiero, grave, sombría y, como siempre, con una sonrisa sardónica en sus labios.
—¡¡¡Rugiero!!! —exclamaron todos dejándose caer en los asientos.
—¡¡¡Rugiero!!! —dijo el misterioso personaje—; ¿y qué tenemos con esto? Lo que más pueden decir es que no me han convidado a la tertulia; pero no es la tertulia la que me trae aquí, sino el dar una noticia a mi buen amigo el capitán: han de saber ustedes que el cura debía venir a la madrugada para celebrar el matrimonio del capitán con la amable Teresa.
—¿Es posible? —preguntaron todos.
—Es verdad —dijo Manuel algo desconcertado—; era una sorpresa que preparaba yo a mis amigos, y aun a la misma Teresa que no sabe nada.
—Pero es el caso —continuó Rugiero—, que el cura fue llamado a confesar a una señora atacada de fiebre tifoidea, y sin duda salió acalorado al aire frío… qué sé yo… el caso es que el cura no puede venir, porque está enfermo… Espero que no será nada… pero por lo pronto siempre impide esto que el matrimonio se verifique. El cura envió a avisar a Manuel con un criado, pero equivocó la puerta y tocó en la quinta de aquí junto, donde hace días vivo con una familia de Guanajuato: todos nos alarmamos con oír a deshoras de la noche golpes en el zaguán: me levanté, abrí, interrogué al criado, y como al fin ya me había vestido, quise yo mismo dar el recado y hacer a mis amigos esta inesperada visita. Como supongo que esta explicación disipará la impresión que causó mi presencia repentina, les ruego que continúen su interesante conversación: Arturo tenía la palabra y decía que era una maldad y una farsa.
—Sí, Rugiero, lo repito, es una maldad y una farsa la de este don Pedro —dijo Arturo dominado por la influencia del nuevo personaje.
—Y yo lo afirmo —dijo Rugiero sentándose y poniendo sobre la mesa un paquete de sus aromáticos puros—; escuchad: Las libranzas que ha mostrado a Luis tienen efectivamente la firma del padre de Arturo; pero ellas no valen hoy nada: por un descuido fue a dejar en poder de don Pedro estos documentos, y cuando la última vez le llevó a guardar sus alhajas, que en diversas circunstancias lo habían sacado de apuros, nada debía. La pobre Celestina, lujosa y tiradora de dinero como es, no ha pensado en gastar los ochenta mil pesos que dice don Pedro: cada anillo, cada chuchería que le regalaba le hacía firmar don Pedro un papel, que ella ni leía, ni se volvía a acordar de él.
—Eso, eso es —dijo Josesito—; Celestina me había contado que a cada momento le llevaba don Pedro pliegos de papel sellado que ella firmaba. ¡Ah, Celestina es una guapa muchacha!
—Lo que dice don Pedro —continuó Rugiero— de las letras de cuarenta mil pesos que él debe es lo único cierto; pero con la diferencia de que él fue quien las hizo perdedizas para salir del compromiso y encontrar una manera de eludir el pago: engañó al gobierno fácilmente, comprometió a los que dieron el dinero con su firma, y por temor de un juicio no hay quien le cobre.
—Algo de esto me pasó por la imaginación, y en efecto oí hace días algunos rumores —dijo Luis—; pero yo no tenía datos para rebatirle, y el hombre habla con tanta seguridad que hace hasta dudar de la evidencia misma.
—En cuanto a los bienes de Teresa, están libres, completamente libres, y don Pedro lo sabe bien y tiene los documentos que lo prueban: las escrituras efectivamente no están tildadas en los protocolos, y don Pedro ha tenido buen cuidado de hacerlas aparecer en tercera mano; pero en una gaveta de su escritorio a la derecha, tiene todos esos documentos. Teresa es rica, muy rica, y además de las haciendas cuenta con bienes en La Habana y en España y más de doscientos mil pesos en dinero en el Banco de Londres. En la gaveta de la izquierda están las pruebas de esto.
—Teresa es la mujer más desprendida del mundo —dijo Manuel—; pero precisamente en la hacienda me refirió una cosa semejante: su madre, que la quería mucho, le contaba frecuentemente las grandes riquezas de su padre, y le añadía que tenía la satisfacción de no deber a nadie ni un centavo. Arturo tiene razón: esta es una farsa y una maldad.
—Respecto a la pobre monjita, no es tan rica como Teresa; pero sí tiene lo bastante para tirar dinero por la ventana todo el resto de su vida sin que se le acabe.
—¡Es posible! —exclamó Arturo.
—¡Seguro! —contestó Rugiero—; la principal riqueza de Aurora consistía en el oro que su madre había reunido durante los muchos años que vivió: seguramente tendría más de diez mil onzas.
—¡¡¡Diez mil onzas!!! —exclamó Josesito.
—Más bien más que menos, y esto no lo sabía nadie, pues la señora tenía mil secretos y escondrijos en la casa y no había día de esta vida que no echase en ellos algún oro. Todo este caudal ha pasado a manos del padre Martín y de manos del padre Martín a las de don Pedro: solamente ellos saben el secreto; pero no han podido sacar más que una parte pequeña: lo demás está todavía donde la señora lo puso, y en un cuaderno que está en la papelera de la mesa de don Pedro se especifican las señas de los escondrijos.
»Con mucha razón —continuó Rugiero—, decían cuando yo entraba que todo era farsa y maldad, y con mucha, razón dije yo que así era todo lo del mundo, farsa y maldad; pero fumad, fumad, porque estos asuntos merecen meditarse y discutirse entre el humo del tabaco: los indios de las fronteras del Norte jamás deciden ni de la paz ni de la guerra sin encender el calumet.
Los tertulianos tomaron de los puros que Rugiero había puesto en la mesa y comenzaron a fumar.
—Como podréis comprender muy claramente, es imposible que por las vías de la justicia pueda obtenerse nada: don Pedro tiene sus pruebas en regla y cualquier juez no podrá menos de fallar en su favor.
—¿Qué medio queda? —preguntó Josesito.
—Dejarse embargar, vender poco a poco la ropa y reducirse a vivir en una accesoria de un barrio.
—¿Que no habrá recurso posible? —interrogó Luis Cayetano.
—Sí, dejar que la acusación siga adelante, que Florinda sea puesta en prisión y deshonrada.
—No, eso es imposible —replicó Arturo—; ese hombre no puede triunfar, y es menester…
—Que se quede con el dinero y con las alhajas, y que condene al encierro perpetuo a esa desgraciada Aurora.
—Eso no será —interrumpió Manuel.
—Tal vez eso no; pero seguramente ocultará los documentos —replicó Rugiero—, y Teresa se quedará sin sus bienes: habrá un concurso y todo se lo llevarán los abogados y los escribanos. Pero no hay que desanimarse, amigos míos, la voluntad, el valor y la energía pueden triunfar de todo y contad también con que os he de ayudar. Si os he dicho esas palabras desconsoladoras, es más por advertiros el peligro que por molestaros. El día viene ya y mis caballos me están esperando en la calzada: pienso hacer una excursión al Desierto y regresaré mañana.
—Por lo que más amáis —dijo Arturo, no nos abandonéis.
—¿De veras? —dijo Rugiero con una voz extraña.
—De veras —contestó Arturo con firmeza.
—Es decir que os entregáis a mí con alma y vida.
—Si nos salváis, estoy conforme —contestó Arturo tendiéndole la mano.
—No os arrepintáis después.
—Lo dicho.
—Hay una prenda que pertenece al señor Rugiero y que es preciso devolverle. Si Arturo se empeña en algún compromiso con Rugiero es menester que no tenga la mortificación de deberle nada.
—¿Cuál es la prenda? —preguntó Rugiero.
—El fistol.
—Me lo suponía yo: esta insignificante joya ha andado de mano en mano, y siempre tentando la codicia de todos los que la ven, menos la de este guapo Arturo que ve el dinero y los diamantes como si fuesen tierra. Decidme, ¿qué persona tenía el fistol —continuó Rugiero—, antes de que lo encontraseis en el bolsillo de ese ranchero ladino que os quería matar?
Manuel, azorado se incorporó en la silla, y dijo:
—¿Cómo sabéis?…
—¡Toma! No hay que asombrarse: ese pobre diablo del desertor que os salvó la vida y que se portó con tanto valor, me lo ha contado.
Manuel se tranquilizó con esta explicación.
—El fistol —dijo Luis—, estaba en poder de Aurora.
—Eso es —dijo Arturo.
—Pues entre caballeros —prosiguió Rugiero—, lo más acertado es volverlo a la dama que lo tenía. ¡Qué dirían las gentes bien educadas de que ahora dispusiésemos de una miserable piedra sin consultar siquiera a la que creía ser su dueño! Florinda tendrá la hondada de llevar mañana esta cajita a Aurora, y…
Manuel dio otro salto en la silla.
—¿Cómo es que ahora entregáis el fistol cuando yo cabalmente me lo buscaba en la bolsa?
Rugiero soltó una estrepitosa carcajada.
—De veras —dijo—, que estáis preocupados y todo os inquieta. Hace cinco minutos que sacasteis la cajita, y de encima de la mesa la he tomado yo… pero dejemos esto: queda convenido en que será entregado el fistol a Aurora y que ella dispondrá de él.
—Convenido —dijo Luis.
—Os dejo, y podéis todavía aprovechar un rato para conciliar el sueño —dijo Rugiero—, y entró en el mismo gabinete oscuro por donde había venido.
En efecto, las velas del salón se habían apagado, la casa estaba silenciosa y solitaria y la dudosa luz de las primeras horas de la mañana comenzaba a penetrar por las hendiduras de las puertas. Los tertulianos, envueltos, en una nube de humo y presa de un sopor desconocido, fueron cerrando los ojos, quedándose dormidos en sus sillones, sin que pudiesen despertar sino cuando el sol estaba muy alto y cuando vinieron a llamarlos las voces dulces y argentinas de Florinda, de Celestina y de Teresa.