XVI. Historias

—Ahora sí, Manuel, sólo Dios nos podrá separar —le dijo Teresa, conduciéndolo para las piezas interiores—; Arturo, que es el modelo de los buenos amigos, se encargará de nuestros negocios, y tú no harás más que mi voluntad. Es menester que al menos mientras se me quitan el miedo y la aprehensión, no salgas de aquí. Además, como te habrá dicho Arturo, tú y yo estamos ya muertos para el mundo… y ¡ojalá que fuese posible continuar así, y que no viviésemos sino para nosotros y para los pocos buenos amigos que nos han acompañado en esta larga carrera de infortunios!… ¡Pero, calle! —continuó Teresa, deteniéndose un poco, y mirándolo amorosamente…— no pasa día por ti, como suelen decir, ni descolorido, ni estragado, ni abatido; tienes una naturaleza de fierro. Otra mujer que no fuera yo, se enojaría de que no estuvieses pálido y extenuado; pero yo… mejor, muchos años de salud y de vida te desea mi corazón. Ven, siéntate, quítate ese sombrero tan pesado… nos sentaremos debajo de la sombra del fresno del jardín, y al menos en estos momentos nadie nos podrá robar la felicidad… ¡Qué mujeres! —prosiguió Teresa, riendo—, nos volvemos locas; he hablado tanto, que no te he dejado ni abrir la boca, ni aun siquiera me has podido saludar.

—¿Qué más —contestó Manuel, dándole otro abrazo—, que estrecharte contra mi corazón, cuando contaba ya con no volverte a ver? pero tu amor me ha dado fuerzas y valor para todo. Ahora comprendo por qué los caballeros antiguos hacían hazañas fabulosas: si yo no hubiera tenido tu imagen presente, si no hubiese sonado siempre tu voz triste y doliente en mis oídos, si yo no hubiera considerado que te morías sin mí, habría tenido miedo, y ese bribón de don Jacinto me habría asesinado.

—Cuéntame, por Dios, Manuel, ¿tan grande riesgo has corrido? Pues ni Martín ni Arturo me habían dicho entonces la verdad.

—Hicieron bien; pero tampoco yo sé en realidad lo que tú has sufrido. Juan Bolao, con su carácter chancero, apenas me dijo que habías tenido una leve indisposición.

—Te puedo asegurar —contestó Teresa—, que me morí, que entré en la eternidad, y que Dios quiso que saliese de ella para volverte a ver; pero ya no hay peligro; estoy restablecida completamente y puedo contártelo todo; pero tú comenzarás primero. Sentémonos, y da principio a tu historia.

—Parte de ella la sabes por la carta que te escribí con Martín.

—Pues refiéreme el resto —dijo Teresa, sentándose debajo del fresno entre Arturo y Manuel.

—Debo la vida —continuó éste—, en primer lugar a Ojo de Pájaro, que era un soldado de mi regimiento, que se desertó varias veces, y a quien salvé la vida; y en segundo a Martín. Después de haberme hecho caminar don Jacinto por vericuetos y montañas, que yo, a pesar de mis muchos viajes, nunca había visto, hicimos alto en la entrada de un puerto de la Sierra Madre; seguramente por lo solo y extraviado del paraje, era el lugar destinado para mi muerte. En la noche se me acercó Ojo de Pájaro, nos convenimos, y resueltos a perecer o a hacer una tentativa desesperada, acometimos a don Jacinto y a los rancheros, que estaban, unos cansados y otros dormidos. Al acercarme yo a don Jacinto, despertó y me disparó a quemaropa una pistola; oí silbar la bala muy cerca de la oreja; pero no habiendo recibido daño alguno; acerté a darle un golpe en la cabeza con la culata de una tercerola que me había dado Ojo de Pájaro, de manera que cayó en tierra sin sentido. Tres o cuatro rancheros acudieron a su defensa, y rodeándome, me habrían acribillado a cuchilladas y a balazos, a no haber aparecido en ese momento como un Santiago, mi fiel asistente Martín, llamando a gritos al escuadrón, que no existía, y repartiendo a diestra y siniestra caballazos y cuchilladas, después de haber disparado las pistolas al grupo que me acometía. Entonces la dispersión fue completa, todos echaron a correr, ya a pie, ya montando en sus caballos, y nosotros quedamos dueños del campo. Había dos heridos y un muerto, y don Jacinto, a quien, como debes figurarte, no perdía de vista, estaba desmayado.

—Por supuesto que no lo mataste —interrumpió Teresa, asustada.

—No, le había prometido ahorcarlo en el mismo patio de la hacienda donde te insultó: así es que mandé a Martín que le lavase la herida que tenía en la cabeza, que le diese a oler aguardiente y que lo envolviese en su jorongo. Cuando volvió en sí, era cerca de la madrugada, y amarrándolo en un caballo, tomamos, guiados por Martín, el camino de la hacienda, a donde llegamos después de ocho días, por haber extraviado el camino, pero sin haber tenido ningún contratiempo, pues antes bien se nos presentaron a pedir perdón algunos de los rancheros que acompañaron a don Jacinto en su temeraria tentativa. Tan luego como llegamos a la hacienda, Bolao me informó de lo que había pasado, y me añadió que tú, Arturo y el padre habían salido para México: entonces te escribí, y envié a Martín, para que te informara que me había visto y que estuvieses tranquila.

—¿Y don Jacinto?

—A don Jacinto, al segundo día de mi llegada lo hice conducir al patio, mandé traer una soga y la coloqué en una almena de la azotea. Don Jacinto —le dije—, prometí a usted cuando me dio una bofetada, que lo había de colgar en el mismo patio de la hacienda: cumplo, pues, mi palabra.

—Es que el gobernador de San Luis castigará este atentado —me dijo con altanería.

—Ésa es cuenta mía, la de usted es confesarse y ponerse bien con Dios. He mandado llamar al cura.

—No me confieso.

—Tanto peor para usted. Entonces no hay tiempo que perder. Como estaba amarrado de pies y manos, le eché la soga al cuello e hice seña a los peones que estaban en la azotea que lo suspendieran en el aire.

—¡Pero no lo ahorcaste! —interrumpió Teresa con agitación, y tomando las manos de Manuel.

—No.

—Gracias a Dios.

—Cuando él vio mi suprema resolución se puso pálido, y llorando como una mujer, se arrojó a mis pies, pidiéndome perdón y ofreciéndome servirme con la fidelidad de un perro, por el resto de sus días.

—Y supongo… —dijo Teresa alarmada—, que no lo tienes a tu servicio. Ese hombre podría vengarse.

—Afortunadamente eso ya no puede ser.

—¿Cómo? —preguntó Arturo—, pues eso no me lo habías escrito.

—Sin prometerle nada, mandé por aquel momento suspender la ejecución y encerrarlo, en la torre de la iglesia mientras reflexionaba. En verdad, no quería matarlo, ni pasados los momentos de la cólera tuve tal intención; pero no sabía qué hacer con él, porque de seguro, si lo dejaba libre había de pensar en vengarse; pero él mismo se castigó, porque en la noche, provisto no sé cómo, de un lazo, trató de descolgarse de la torre; la cuerda se quemó con el roce de la mocheta, y cayó de espaldas, dándose en la cabeza con un poste. Al día siguiente encontraron los vaqueros su cadáver y la cuerda reventada pendiente de un balcón de la torre. Al momento me fui a San Luis, hice que se levantara de esto una información, aclaré todas las intrigas y chismes de que había sido víctima, y desecha esta tempestad, con mi pasaporte en regla y con cartas de recomendación de las personas más notables de San Luis, he podido regresar, aunque dilatándome por esto más tiempo que el que yo creía. Ahora te toca a ti, mi linda Teresa, referir tu historia.

—Mi historia es como siempre, triste y corta —dijo Teresa, bajando los ojos y algún tanto enternecida—. Tu repentina desaparición de la hacienda, en el momento en que te esperaba para ir a la capilla, causó una consternación general; pero a mí me iba a costar la vida. Nunca he sido melindrosa ni romántica, y por el contrario, acostumbrada después de tantos años a los contratiempos y a las contradicciones, he tenido resignación en mi desgracia; pero como tu salida fue tan inesperada, como no pensaba más que en el casamiento, mi alma quiso ser fuerte, pero mi naturaleza no pudo resistir; y a pesar de los consuelos y cuidados de Bolao, del padre, de este excelente Arturo y de todos los que me rodeaban, caí en cama gravemente enferma. Una pobre vieja preparó un brebaje compuesto de diversas yerbas que ella conoce y junta en los campos. Como sin duda todos los que me rodeaban, conocían que pocos momentos me quedaban de vida, se decidieron a que la vieja se encargase de mi curación. Efectivamente, me presentó una infusión, que bebí con la misma fe que si la Virgen del cielo me la hubiese dado. En seguida la pobre anciana me colocó en el pecho una cataplasma, también hecha de yerbas, y hecho esto se marchó a su casa. A poco de haber bebido la medicina, sentí unas ansias mortales y un ardor en el pecho, como si un veneno me estuviera consumiendo; comencé a revolearme en el lecho con una especie de convulsión nerviosa, me encomendé a Dios, porque sentía que el alma se me arrancaba y caía en las almohadas sin sentido. Después de dos horas de estar materialmente en la otra vida, entreabrí los ojos, me sentí bañada de un sudor saludable y delicioso; mis potencias iban como volviendo a su ser, mi sangre circulaba con regularidad y sentía un bienestar tan grande, que sin quererlo, vagaba una sonrisa en mis labios. No podía hablar ni moverme; pero veía que el padre y Mariana estaban arrodillados a los pies de mi lecho, y que, con unas velas de cera bendita en la mano, a ratos lloraban y a ratos rezaban las oraciones de difuntos. Yo les quería decir: no lloréis, que, en vez de muerta, estoy, no sólo aliviada, sino buena y fuerte: nada me duele, y, por el contrario, mi cuerpo todo, como si estuviese en un baño tibio y perfumado, experimenta una delicia desconocida. ¡Figúrate el tormento y la angustia que sentiría al ver que rezaban y que me lloraban muerta, cuando estaba viva y curada! Afortunadamente acabaron de rezar, y Mariana se dirigió a mi cabecera, me besó la frente, humedeció mis mejillas con sus lágrimas, y queriendo, aunque me creía muerta, colocarme mejor en los almohadones, me levantó suavemente la cabeza: inmediatamente pude hablar y moverme. ¡Mariana, mi querida Mariana, le dije, Dios ha hecho un milagro, y esa pobre anciana me ha sanado completamente: estoy buena, perfectamente buena! Mariana, que me creía muerta, dio un grito de susto y dejó caer mi cabeza en los almohadones; pero yo la tranquilicé y en breve su llanto de dolor se convirtió en un llanto de alegría. Llamó al padre, a Bolao y a Arturo, y debo confesarte la verdad, te olvidamos un momento, pues fue un día de júbilo para nosotros. Tú me perdonarás, ¿no es verdad? yo estaba loca, alborozada con la nueva vida que Dios me concedía, porque tenía esperanza de volver a verte. Pasados los primeros momentos, y después que me dieron alimento, formamos una especie de consejo de familia y resolvimos salir de la hacienda ocultamente para dirigirnos a México, haciendo creer a todos que yo había muerto, y poniéndonos de esta manera a cubierto de las maldades e intrigas de don Pedro, al menos hasta que tuviéramos noticia de ti. Fue esta una idea que ocurrió al padre y a Bolao, y como nos quieren tanto fue menester darles gusto. En cuanto a mí, ¿qué me importaba que me diesen por muerta si ya tenía salud, fuerzas y, sobre todo, esperanzas de volver a verte? Ya ves que no puede ser más corta mi historia, que se completa hoy con la llegada del caballero que, peregrinando tierras, y después de haber vencido a sus enemigos, viene a rendir los laureles a los pies de su dama. Lo único que siento es mi pobre hechicera, que cree que su medicina me echó al sepulcro; pero mi resurrección le valdrá un rancho con sus vacas, sus bueyes y todo lo necesario: Arturo lo prometió y Teresa con todo su corazón lo cumplirá. Ahora —continuó Teresa—, toca a Arturo contar su historia, o mejor dicho, a esta buena de Mariana que viene en busca del ingrato capitán que ni siquiera ha preguntado por ella.

Mariana se adelantaba con los brazos abiertos para estrechar en ellos al capitán, y la seguían otras criadas que traían el desayuno.

—Esto es digno de que se escriba en una novela —dijo Teresa mientras de que Mariana abrazaba con respeto y ternura a Manuel—, porque no falta ninguna de las circunstancias que pueden hacer interesante el cuadro. Un jardín lleno de árboles, un desayuno preparado por Mariana con limpieza y esmero, historias de hazañas, de amores y de curaciones mágicas… en fin, todo lo que es interesante y poético lo tenemos, incluso la persecución de mi tutoría quien no temo, teniendo a mi lado a dos valientes y gallardos mozos.

—Estás inconocible, Teresa —le dijo Manuel—; jamás te he visto tan festiva, y nunca te haba oído hablar de chanza como ahora.

—¿Qué quieres? —le dijo Teresa volviendo a tomar su tono de melancolía—; hoy que estás conmigo quiero olvidarlo todo, gozar, reír, volverme loca. ¡Quién sabe mañana cuál será nuestra suerte!

—Vamos, no te he hecho esta reflexión para que vuelvas a ponerte triste; por el contrario, con tu buen humor, no sólo me llenas de alegría, sino que hasta el cansancio y fatiga se me han quitado. Sentémonos de nuevo a gozar de esta mañana tan fresca y tan hermosa, y mientras nos desayunamos, obligaremos a Mariana a que nos cuente su historia, porque, en verdad, hasta ahora no sabemos por qué motivo la encontramos en Tampico.

—Sí, que se siente y que comience —dijo Arturo—; ninguno de los que estamos aquí somos ni preocupados ni orgullosos, y, por otra parte, Mariana, más que criada, es amiga fiel de nosotros.

—Dice bien Arturo —añadió Teresa—; siéntate, y después de que nos hayas contado tu viaje, irás a continuar los quehaceres de la casa.

Mariana, a pesar de que Teresa le invitaba a que se sentase a su lado en la banca de madera que rodeaba el tronco del fresno, no quiso admitir, sino que trajo una estera y sentóse en el suelo, acariciando las manos de la que veía, no sólo con el respeto de criada, sino con el amor de hija.

—Siempre el señor capitán quiere que le cuente mi historia, yo… al fin tengo que contarla, porque una vez que ya están todos juntos y la niña Teresita tan alegre y con tanta salud, yo no les hago falta y me voy.

—¡Tú irte de nuestro lado, Mariana! —interrumpió Manuel—; ¡ni por pienso! capaz soy de encerrarte en un cuarto y ponerte un centinela de vista.

—Es que —dijo Mariana—, yo tengo que buscar una cosa.

—¿Una cosa?… —le preguntó Teresa—; no sé cuál puede ser: dinero, ropa, casa, todo lo tienes con nosotros; hasta tu libertad para hacer lo que quieras, con tal de que no te separes de nuestro lado.

—Es que, niña —volvió a decir Mariana poniéndose encarnada y bajando la cabeza—; lo que busco no es nada de eso: todo lo tengo, bendito sea Dios, al lado de ustedes; pero…

—¡Vaya! no hay que andarse por las ramas —interrumpió Arturo—; lo que Mariana desea sin duda es casarse: por eso se quiere ir y por eso se pone colorada.

—No, casarme, ni lo pienso, ni tengo con quién: es otra cosa, otra cosa… Vaya… si la niña no se enoja… lo diré de una vez, porque mi corazón ya revienta y no puedo callar por más tiempo…

—Di, Mariana, di lo que quieras —le instó Teresa con mucha dulzura—; ¡cómo era capaz de enojarme con la que me lloraba muerta!… Habla, que estás conmovida y ya no puedes contener las lágrimas.

—Me voy… porque… porque… es preciso que yo busque y encuentre a mi hija.

Mariana se cubrió los ojos con las manos y comenzó a sollozar.

—¿A tu hija?… ¿a tu hija?… ¿Conque tú tienes una hija ¡desventurada! y nada habías dicho?… ¡Oh! has hecho muy mal —dijo Manuel—; esa pobre criatura habrá tal vez sufrido mucho… ¡Vaya! dilo todo: ¿quién es su padre?

—El coronel Valentín —contestó Mariana, haciendo un esfuerzo al revelar el nombre de su seductor.

—Ahora me explico tu viaje a Tampico… —prosiguió Manuel—; pero… ni por la imaginación me pasaba… Creía, por el contrario, que no le parecías de malos bigotes a mi amigo Valentín, y que deseaba… ¡Bah! es menester convenir en que tratándose de amores todos somos unos niños; pero continúa sin miedo: ¿dónde está tu hija?

—No lo sé —respondió Mariana dando rienda suelta a su llanto—, y por eso quiero buscarla, aunque sea en el fin del mundo; por eso me ajusté con una familia que salió para San Luis, y de San Luis a Tampico: me fui unas veces en burro y otras a pie a buscar al coronel y preguntarle por nuestra hija.

—¿Y Valentín sabe, por supuesto, dónde está ésta? —preguntó Teresa.

—Ni palabra, señorita: cuando salió a campaña la dejó encomendada a una viuda, a quien le puso una tienda, y cada mes le mandaba para sus vestidos y para sus zapatos; pero repentinamente dejó de recibir noticias de la viuda y de la niña… y sabe Dios dónde estará la pobrecita de mi hija…

Mariana lloraba de un hilo.

—Pero en sustancia, ¿qué te dijo Valentín y en qué quedaron? —le interrogó Arturo.

—Yo no puedo negar que el coronel quiere mucho a nuestra hija, y va a venir a México a buscarla: quizá llegue muy pronto, pues me dijo que había pedido ya una licencia al ministro; y así por esto, como por el cariño que tengo a la niña Teresita y al capitán me vine con ellos otra vez a México.

—Pero lo que comprendo —le dijo Teresa—, es cómo tú, tan amorosa y tan buena, has consentido en separarte de tu hija.

—Por puro amor a ella consentí en separarme.

—No entiendo —dijo Teresa.

—El coronel me hizo la reflexión de que si yo la conservaba a mi lado, no pasaría nunca de ser hija de una pobre lavandera, a la vez que si la educaban en otra parte, cuando creciera hallaría un señor decente con quién casarse… Yo, niña, quizá hice mal; pero él se empeñó y me dijo que la señora viuda en cuya casa la llevó, sabía coser, y bordar, y tocar el clave, y que todo se lo enseñaría a mi Carmela.

—¿Se llama Carmela? —preguntó Arturo.

—El mero día de mi señora del Carmen nació, hace quince años: por eso hoy…

—¡Qué idea! —exclamó Arturo quedándose pensativo—: el nombre es el mismo… la edad es, a poco más o menos, la misma también.

—¡Qué! ¿Sabrá el niño Arturo dónde está mi hija? —exclamó Mariana levantándose y juntando las manos.

—¡Qué disparate! —contestó Arturo—, ¿cómo lo he de saber si en este momento sé que tienes tal hija? Conozco una muchachita como una perla que se llama también Carmela, y esto es todo; pero esa ¡bah! no puede ser tu hija.

—Y dime, Mariana, ¿conocerías a tu hija si la vieses? —le preguntó Teresa.

—Hace años que no la veo; pero estoy segura de que mi corazón la reconocería. ¡Ah! si Dios me hiciera el milagro de ponérmela delante, cerraría los ojos y la conocería por su voz y porque el corazón me brincaría de amor y de gusto.

—De veras, Mariana —dijo Manuel—, que no comprendo cómo no me habías dicho nada de esto en todo el tiempo que hace que nos conocemos.

—Sólo a mi confesor se lo he comunicado. Desde que tuve esta niña he sido, y Dios es testigo, una mujer honrada que he vivido de mi trabajo, para que algún día mi hija no se avergozara de tener una madre… como esas que andan por las calles: soy pobre, pero mi trabajo me ha bastado para vivir y para ahorrar para ella; para ella, porque la Virgen de la Soledad, que padeció tanto, me ha de hacer el milagro de que la vea y le dé muchos abrazos y muchos besos, con el amor con que una madre besa a una hija que hace mucho tiempo que no encuentra.

—No necesitas, hija mía, separarte un momento de nuestro lado: Manuel y Arturo escribirán a Valentín, buscarán a tu hija por todas partes, se gastará dinero, se trabajará por todo el mundo hasta que parezca Carmela. Consuélate y ten esperanza: aprende de mí, que en medio de mis desgracias soy bastante fuerte para sobrellevarlas, y confía en que pagaremos tu cariño y tu fidelidad, poniendo en tus brazos a la hija que has perdido. Como los quehaceres son la mejor distracción, yo te llamaré para encargarte de lo que tenemos que hacer para esta noche.

Mariana besó las manos de Teresa, y limpiándose las lágrimas con la punta de su rebozo, se retiró, llevándose los trastos del desayuno.

—Siempre dolores, siempre desgracias por todas partes —dijo Teresa cuando vio que Mariana se alejaba—; Esta mujer, a quien creía yo tan alegre y tan feliz, es quizá más desgraciada que yo: al menos yo tengo a Manuel y a mis buenos amigos: la pobre criada… no tiene a su hija… ¡Ah! pero se la buscaremos todos. Es menester escribir esto a Valentín, tomar mucho empeño, prometer gratificaciones; todo, todo, porque quiero pagarle su cariño con devolverle a su hija. Cuando estemos solas, le preguntaré algunos más pormenores, y aseguro que encontraremos pronto a la muchacha.

Arturo estaba pensativo y distraído, aunque al parecer escuchaba la conversación de Teresa.

—¡Vaya, Arturo! —le dijo ésta—, no hay que perder el buen humor. Esta pobre Mariana nos entristeció un poco con la narración de su desgracia; pero es necesario que seamos superiores a nuestra mala suerte. Voy por primera vez en mi vida a cambiar de humor, a reír, a platicar, a olvidar el pasado. ¿Qué les parece la Idea que me ha ocurrido?

—¿Cuál? —preguntaron Arturo y el capitán a un tiempo.

—Esta noche habrá una tertulia en la quinta.

—¿Pero estás loca, muchacha? ¿No sabes que todavía debemos permanecer ocultos? —dijo Manuel.

—¡Tonto! ¿Crees que vamos a convidar a medio México? No, será una tertulia casera, y vendrán a ella únicamente nuestras amigas íntimas; por ejemplo, Florinda, el padre, a quien por lo menos haremos tocar en el piano… en fin, los de casa. Arturo se encargará de esto, y cenaremos juntos… ya ves, es preciso que de alguna manera se celebre tu llegada.

—Conforme —dijo Manuel—, me gusta la idea, pero es preciso que Arturo dé su palabra de que no faltarán las personas que convidemos.

—Lo prometo —dijo Arturo—; yo me encargo de formar esta noche una reunión de personas adictas a nuestros intereses, y las cuales nos podrán servir para los pasos que es necesario dar para estar tranquilos de una vez para todas. ¡Magnífica idea! Estaba yo cavilando cómo haría una reunión semejante, y no acertaba… Me voy en el acto a prevenir a mis convidados, mientras Manuel descansa y duerme un rato, y Teresa se ocupa en los preparativos necesarios.

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