XVII. Tertulia de amigos

Increíble y hasta exagerada era la ligereza que dominaba el carácter de Arturo. Cuando salió de la quinta había ya olvidado el asalto frustrado del convento, el encuentro de Celeste; todo, en fin, y no pensaba más que en la tertulia de la noche, y en la narración de Mariana; no le cabía duda, en que Carmela, la protegida de Aurora, no era otro más que la hija de Valentín y de la buena lavandera. En la noche se proponía aclarar el misterio y dar un golpe de teatro.

Luego que llegó al hotel cambió de traje, y se dirigió a la casa de José; encontró a Celestina en un voluptuoso deshabillé, y a José encerrado en la recámara, y roncando como un bienaventurado.

—¡Canario! —dijo Arturo—, este José tiene una guapa mujer… ¡Que no hubiera yo reparado en sus atractivos cuando estaba en mi casa!… pero… ¡si mi madre la tenía con un vestido de lana que le cubría el cuello, y unos grandes zapatos de cordobán! Ahora, calzado de raso color de guinda, bata de muselina, peinado a la griega…

Mientras hacía estas reflexiones Arturo, y observaba a hurtadillas el turgente pecho y pulido pie de Celestina, José tosió, se desperezó, y saltando en calzoncillos blancos de la cama, asomó la cabeza por la puerta, para observar quién hacía ruido, y quién hablaba con su adorada Celestina.

—No hay que asustarse, José, que es gente de paz; vengo a convidarte a ti y a Celestina para una tertulia casera; pasaremos la noche en la quinta de San Jacinto. No hay que faltar ni que decir ni una palabra de esto a nadie. A las ocho en punto.

Arturo salió de la sala después de haber estrechado la mano de Celestina, y cambiado con ella una amable sonrisa.

—No hay remedio, se va… —exclamó José…—. ¡Vaya un atarantado peor que yo!… en fin, Celestina, es menester que esta noche te pongas de veinticuatro alfileres y que no faltemos.

De la casa de José corrió nuestro joven a la de Florinda; encontró a ésta, a Celeste y a Carmela, reunidas delante del piano cantando y tocando; le parecieron tres ángeles. Carmela tenía la lozanía y la robustez de Mariana, la finura y corrección de las facciones de Valentín.

—Ni duda —dijo para sus adentros—, Carmela es la hija de Mariana.

Después de hecha esta reflexión, volvió la vista a Celeste; un leve color suave, desvanecido y delicado, como el de las hojas de la rosa de Castilla, teñía las mejillas de ésta; sus ojos azules estaban brillantes y húmedos, y su boca purpurina sonreía al contemplar la fisonomía del hombre que adoraba. En cuanto a Florinda, era, como hemos dicho, de esas mujeres de formas redondas y perfectas; cuello, mejillas, hombros, manos, todo era suave, torneado, primoroso, y a poco que el vestido estuviese escotado, o sus pliegues se tropezasen con algún mueble, se descubría, o un brazo blanco y lleno de esos hoyitos, que los poetas dicen que son otros tantos nidos del amor, o un pie y una pierna que parecían hechos de cera, por uno de nuestros mejores artistas del pueblo.

Arturo, tan pronto fijaba su vista en Carmela, que era el botón de rosa que se abre con el rocío de la mañana, como en Florinda, que era la dalia llena de hojillas de colores, como en Celeste, que le parecía la blanca camelia japonesa que adorna los salones de los grandes.

En aquel instante, rápido como el relámpago, se le vino a la memoria la rubia Aurora con su fina y blanca dentadura, con sus abundantes cabellos recogidos debajo de la negra toca, que, temerosa, abandonando la callada celda, lo había esperado entre las sombras de la noche y en la espantosa soledad de los patios del monasterio; Arturo cayó en el sofá como si le hubiese acometido un repentino incidente.

—No hay duda que ha perdido el juicio nuestro amigo Arturo —dijo Florinda, dejando el papel de música que tenía en la mano—, entra sin saludar, nos ve a las tres de arriba abajo, como si nos conociera por la primera vez, y después se deja caer en el sofá, como si hubiese recibido el golpe de una máquina eléctrica.

—Es verdad, es verdad, Florinda —contestó Arturo volviendo de la distracción—, cualquiera que no me conociese, me creería en este momento un loco… pero no hay cuidado; aunque tengo mil cosas en qué pensar, mi razón no se extravía; lo que en verdad me sucedió al entrar fue, que me encontré de improviso con un grupo tan lindo y tan encantador, que seguramente el de las gracias no sería más bello; me quedé asombrado como era muy natural y… Y bien, Celeste, dame esa mano. ¿Cómo te han tratado en el alojamiento? Ya veo que eres como de casa, y que en pocas horas te han vuelto el color, la salud, y un poco de alegría, aunque tus ojitos no dejan de estar húmedos.

Arturo, impulsado por su carácter, se levantó del sofá y estuvo a punto de secar los ojos de Celeste con unos amorosos besos; pero reflexionó, se contuvo, y tendió la otra mano a Florinda.

—Esta noche —le dijo—, tenemos una reunión en la quinta de San Jacinto; ha llegado una persona a quien usted conoce y ama, y deseamos obsequiarlo. Es necesario que las tres vayan con Luis. Es cosa de toda la noche, y así, dispongan sus cosas.

—Pero eso será imposible —dijo Florinda—, Luis tiene que dormir precisamente en su casa.

—Todo lo sabemos ya, Florinda, y por mi parte envidio la fortuna de mí amigo, que ha tenido la dicha de unirse con una mujer tan discreta y hermosa; además, tenemos que hablar y que combinar muchas cosas. Es necesario no faltar.

—No faltaremos —dijo Florinda—, quizá adivino el interés grande que tendrá esta tertulia. ¿A qué hora?

—A las ocho en punto.

Arturo, estrechando la mano de las dos muchachas, y haciendo un cariño en la mejilla a Carmela, salió de la casa de Florinda, y se dirigió a la Profesa.

—¡Buenas nuevas, padre! ¡Venga medio de albricias! —exclamó Arturo abriendo la puerta de la celda donde vivía el padre Anastasio, a quien encontró arrodillado delante de un Crucifijo rezando el Oficio divino—. ¡Buenas noticias, querido amigo! —repitió—, dejad un momento el Oficio divino, que será muy breve, porque ya estoy rendido de sueño y de cansancio. Anoche —continuó el aturdido joven—, me iba yo a robar a Aurora del convento.

El padre Anastasio se puso en pie precipitadamente y exclamó:

—¡Jesús mío! ¡Qué crimen!

—¡Tonto de mí! comencé por donde debía acabar; no es eso lo que quería decir, padre, sino que Manuel ha llegado.

—¡El capitán ha llegado! Bueno, bueno, así se lo pedía yo a Dios en este momento.

—Famoso, gordo, alegre, fuerte, mejor que nunca.

—¿Y Teresa?

—Figúrese usted, padre, hecha una loca; la pobre muchacha no halla qué hacerse con Manuel; quisiera guardarlo debajo de un capelo. Ha inventado esta noche una tertulia, y está empeñada en que todos sus amigos estemos allí, y en que el padre Anastasio ha de bailar, tocar y cantar.

—Tocar el piano, sí, cuanto quiera; lo demás, no —respondió sonriendo el padre—, pero no faltaré, porque tengo un positivo deseo de estrechar en mis brazos al capitán. Mucho, mucho me alegro —continuó tomando la mano de Arturo.

—Vaya otra noticia mejor todavía.

—¿Cuál?

—Anoche encontré a Celeste.

—¡A Celeste! —dijo el padre poniéndose algo pálido.

—Sí, a Celeste, y de la manera más casual y extraña; si no ha sido por el Turco que me guio, jamás volvemos a ver a esta muchacha.

—Contadme, contadme, porque el extravío de esta criatura es un tormento para mi corazón.

—No puedo contaros gran cosa, porque yo mismo no sé los pormenores; pero no hay cuidado, Celeste está buena y como siempre, honrada y virtuosa; se halla en casa de Florinda. Así no faltéis esta noche, porque allí tendremos mil cosas importantes que hablar.

Arturo, dejando pensativo al padre, con el cúmulo de noticias que le había dado, salió de la celda, y se fue al hotel a dormir, hasta que ya de noche, tomó un simón, y llegó a la quinta, a la hora oportuna para recibir a los convidados, los que fueron puntuales a la cita; cada uno de ellos tenía cierto interés en concurrir, no sólo por la tertulia, sino por los asuntos que tenían que tratar.

Teresa todo lo tenía preparado; desde el zaguán había una alfombra de flores, y por todas partes luz y aromas. Recibió a las señoras con la sonrisa en los labios, y Manuel tenía ya cansados los brazos de estrechar en ellos a sus buenos amigos, sin que faltara, por supuesto, Josesito, que presentado por Arturo, se arrojó una, dos y tres veces al cuello de Manuel, protestándole su amistad, ofreciéndole sus servicios, y asegurándole, que él no conocía ni dificultad ni peligro, cuando se trataba de servir a los amigos; y dando como prueba de su serenidad, el haber resistido el asalto, en la plazuela de San Juan de Dios, de más de trescientos hombres armados de puñales, pues cada vez que contaba el lance, aumentaba cincuenta o cien hombres.

El padre Anastasio entró el último, afable y risueño, pero grave y medido. A Manuel lo abrazó con ternura; a Celeste le dio solamente la mano.

—Dios me ha escuchado, hija mía —le dijo—, y ha permitido que vuelvas a estar entre nosotros. De hoy en adelante no habrá motivo alguno que nos obligue a separarte de nuestra protección, y espero que serás feliz.

Pasados estos primeros momentos cada uno fue tomando su asiento, y Teresa, que todo lo animaba, organizó la tertulia de aquella corta, pero escogida reunión, se formaron unas cuadrillas. El padre Anastasio, que no era hipócrita ni ridículo, rehusó bailar, pero consintió en tocar el piano a los que bailaban. Después de las cuadrillas Florinda, Carmela y Teresa cantaron piezas de Guillermo Tell, Sonámbula, Norma, Lucía, y otras de óperas escogidas; en seguida se bailaron contradanzas y valses: así, alternando el canto con el baile, y el baile con la conversación, se pasó una gran parte de la noche. Siendo la hora propia de la cena, Teresa condujo a sus visitas a un amplio comedor que daba al jardín, y allí se les sirvió una suculenta cena, humedecida con añejos y variados vinos.

En la mesa contó Arturo en voz baja al padre Anastasio, su aventura del convento y su encuentro con Celeste, y le prometió referirle lo que más supiera con relación a la muchacha, a la que en aquel momento en que todos se levantaban de la mesa, iba a hablar.

En efecto, Arturo tomó del brazo a Celeste, y conduciéndola a un lugar apartado de la sala, le preguntó lo que deseaba saber.

Celeste, con la ingenuidad que la caracterizaba, refirió lo que le había pasado en la chocolatería y en la casa de Olivia, y así que concluyó su narración, Arturo comenzó a decirle amores y a formar lo que llamamos castillos en el aire.

—Ni una palabra más, Arturo —le dijo Celeste interrumpiéndole—, todo esto me hace mal por una parte, y por otra, pierdes todo el derecho que tienes a mi profunda gratitud. Una pobre mujer, huérfana como yo, tiene que apelar a la generosidad… mejor dicho, a la caridad de todos; pero eso no autoriza a nadie para engañarla, para hacerla más sola, más desgraciada… más infeliz que lo que quiere Dios.

Celeste tenía en este momento un aire de dignidad y de ternura, que encantaron y sorprendieron a Arturo.

—¡Es posible, Celeste —le dijo Arturo—, que interpretes así mis palabras! ¿Te he podido ofender, a ti, niña de mis ojos, que has sido mi ilusión, mi pensamiento, desde la mañana en que salía del baile del teatro, y en que te encontré por la primera vez?

—Todo me lo ha contado Florinda, y yo creo que para cumplir con lo que exigen la gratitud y los deberes de una mujer honrada, es menester separarnos para siempre. No puedo ser tu mujer, porque no me amas; ni tampoco tu querida, porque repugna a mi carácter.

—¿Y por qué no puedes ser mi esposa? —le preguntó Arturo entusiasmado.

—Porque hay otra mujer que padece por ti, que ha preferido el encierro de un convento a vivir rica y sola en el mundo si tú le faltabas; porque anoche, olvidando que yo existía en la tierra, que sufría, que tenía tal vez hambre, frío, desnudez y dolores profundos en mi corazón, tú ibas a escalar un convento, a dar un escándalo, a robarte a esta mujer… ¿Así quieres que yo te crea, Arturo? ¿Así quieres que yo sea tu esposa?… Después de haber sufrido tanto ¿quieres todavía que sufra más; quieres mi desgracia eterna?… No, nada de protestas ni de juramentos: mi resolución está tomada. Si quieres ser generoso y favorecerme como hasta aquí… bien; si no, me iré… no sé dónde, con mi orgullo y mi miseria… y Dios, que ha cuidado de mí, y que me ha salvado en las horas supremas de tribulación, me salvará todavía.

—Bien, Celeste, veo que estás ahora excitada y vehemente en tus palabra… ¿qué quieres? ¿Qué deseas?

—Entrar a un convento, no; el ejemplo de esa pobre Aurora, y lo que sufre, me basta; pero quiero ser útil a la humanidad y a los desgraciados. Tú y el padre Anastasio arreglarán mañana mismo el que pueda entrar de hermana de la caridad. La guerra está ya dentro de la República, y yo tendré el valor y el placer de ir a los campos de batalla, a levantar del suelo, a dar una poca de agua tal vez, a los que me han negado a mí esa gota de agua cuando imploraba en las calles la compasión de los que pasaban… Tú, Arturo —continuó Celeste llorando, y tomándole una mano que estrechaba contra su corazón—, tú, Arturo, que me diste limosna; tú, Arturo, que has sido siempre generoso y bueno como el ángel de mi guarda, no me hables de amor; haz lo que te pido, arréglalo todo con el padre, y créeme, me harás feliz, y me darás siempre el gusto de que yo pague tus favores, dejándote a ti tan joven, tan gallardo, tan simpático, libre para que te cases con la mujer que ames mucho, o para que continúes disfrutando de tu juventud y de tu libertad.

Arturo iba a responder, y había ya dado antes un amoroso beso a la mano de Celeste, cuando Luis lo interrumpió:

—Amigo Arturo, nos esperan en la pieza de adentro, para jugar unas manos de tresillo —y luego, acercándose a su oído, continuó—: Nos esperan Manuel, José y el padre, para hablar de cosas muy importantes. Florinda tiene también una carta de Aurora para usted. ¡Cuidado con complicar los amores!

Arturo se levantó, se limpió el sudor que corría por su frente y las lágrimas que ya asomaban a sus ojos, y estrechando de nuevo las manos de Celeste, le dijo:

—Reflexiona con calma y hablaremos mañana antes de tomar ninguna resolución. Se trata de tu felicidad y de la mía.

En este momento, Carmela con una voz dulce y armoniosa, cuyo timbre iba a dar al corazón, cantaba una aria de Lucía, que le acompañaba Teresa en el piano.

Share on Twitter Share on Facebook