XXI. Los títeres de don Pedro

Dos días de cama bastaron para que don Pedro se repusiera del susto que le produjo la repentina aparición de Teresa y de la cólera que le dio el atrevido Josesito permitiéndose abrir los cajones de su escritorio y extraer papeles importantes, pero al tercero, comenzó a reflexionar y a avergonzarse del desgraciado momento de cobardía y debilidad que mostró ante sus enemigos.

Don Pedro, como habrá podido comprenderse, era de una naturaleza y carácter singulares, más bien de novela que no hecho de la masa común de los mortales. Estaba persuadido que con la fortuna personal y bien adquirida que poseía, le bastaba para tirar, como quien dice, el dinero por la ventana, mientras viviese, y todavía dejaría bastante después de su muerte, y sin embargo por nada de esta vida quería desprenderse de los bienes de Teresa, y aun maquinaba para posesionarse de los de Aurora. Cuando se miraba al espejo y se acordaba del año remoto en que había nacido, no podía menos de reconocer que era, no sólo insensato, sino estúpido el pretender casarse con una mujer en la flor de su edad y con todo el esplendor de la juventud, y a pesar de este pleno conocimiento, persistía en que Teresa fuese su esposa y se encelaba, no sólo del capitán, sino hasta del primero que pasaba por la calle. Cuando perdía la esperanza de que Teresa fuese suya inclinaba su solicitud a la bella Aurora, cavilando día y noche tratando de lograr su objeto, aunque fuese por los caminos más tortuosos. Además de estas que él creía pasiones tiernas y legítimas, no había día que no buscase pasajeras distracciones con lavanderas, costureras y estanquilleras, y cuando intentaba una conquista sabía que el mejor camino es el que está sembrado de oro, y sabía gastar el dinero, y ya hemos visto que la madre de Celestina no se anduvo corta y colocó bien a su hija, hasta que ésta, buena y desinteresada en el fondo, despreció el dinero y entregó su corazón al bravo Josesito.

Don Pedro era cristiano viejo, retrógrado en política hasta desear el Rey y la Inquisición, y primero se hubiese dejado cortar un pie que faltar a la misa de once del Sagrario y dejar de rezar el rosario y la estación a las ánimas todas las noches en compañía de sus criados; pero esta piedad y esta devoción reconocían un fondo de egoísmo, un motivo de lucro y una completa seguridad respecto de su suerte en la otra vida. Hermano de diversas cofradías, amigo de frailes, curas y canónigos, hipócrita en sus acciones, sabiendo dominarse y componer su semblante en los lances más críticos, y con fama de santidad, no había persona que no le fiase sus asuntos y su dinero; de modo que su casa era una especie de banco, que competía con el juzgado de capellanías, y de aquí honorarios, comisiones y legados que habían formado su fortuna independientemente de los cuantiosos bienes de la testamentaría de Teresa. Creía a pie juntillas y quizás de buena fe, que el dinero era bastante para comprar la gloria eterna, y cuando cometía una acción de mala ley que no dejaba de repugnar a su propia conciencia, decía para tranquilizarse ¡bah! esto no es nada, y si hay en ello pecado mortal, me confieso, dejo diez mil pesos para misas, cinco mil para responsos y oíros cinco mil para huérfanas y dotes de monjas, y si estoy tres semanas en el purgatorio es mucho. Con estas convicciones no tenía dificultad para nada, ni se paraba en nada, de modo que si como tenía esta fuerza moral para obrar, hubiese tenido valor personal, hubiese dejado muy atrás al impávido don Juan Tenorio, pero el refrán dice muy bien que Dios no da alas a los animales ponzoñosos. Don Pedro era cobarde, nervioso y débil de complexión. Esto hacía que fuese menos malo.

Entrando en este orden de ideas, don Pedro, recostado en su cama y al tercer día de la cómica escena que hemos referido en el capítulo anterior, decía:

—¿Para qué tantos disgustos y molestias? lo que no tiene remedio mejor es abandonarlo. Ni Teresa, ni Aurora me han de querer. Celestina me ha robado cuanto ha podido, y esa junta de pillastres que encabeza el perdulario del Josesito me persigue, y ese capitán bilioso y maleta me puede dar un golpe el día menos pensado. ¡Canalla, verdadera canalla! que no quisiera yo que volviese a subir las escaleras de esta casa. Hambrientos miserables que lo que quieren es apoderarse de los bienes de esas muchachas para tirarlos en el café del Progreso y jugarlos en las temporadas de San Ángel; pues bien, que se los roben, ¡qué me importa! entregaré a Teresa sus cuentas y su dinero, dejaré que el padre Martín haga lo que quiera con esa loca de Aurora, y yo quedaré bastante rico y quieto y tranquilo en mi casa dedicando mis últimos días a Dios ya… a… también a las muchachas que no me proporcionen quebraderos de cabeza… al fin no soy casado, a nadie ofendo y bastante sé la opinión de San Gerónimo sobre esta materia delicada.

Don Pedro sacó una pierna flaca de las sábanas, después la otra y se comenzó a vestir, y al meter en el ojal el último botón se quedó suspenso y pensativo como diez minutos.

—¡Qué tontería! —exclamó tomando su bata—. ¿Devolver esas hermosas y ricas haciendas de San Luis? ¿Entregar las onzas de oro y las talegas de pesos nuevos que están depositadas en casa de Makintosh, desprenderme del manejo de los bienes, y darle gusto a esa redomada canalla, ni por mal pensamiento? Todo el mundo se burlaría de mí, perdería la confianza de las gentes que me honran, sería la burla y el ludibrio de ese Josesito que no hablaría otra cosa en el café… no, no… mil veces no… lucharé… sí, lucharé y además las circunstancias políticas me favorecen mucho. Lo que es necesario es que cambie el gobierno antes de que los americanos vengan a México, porque vendrán. Si ese cambio se hace por mi influencia, yo mandaré, es decir, mandaré para lo que convenga, como nombrar dos o tres jueces, poner en la cárcel a Josesito, acusándolo de asalto y robo de documentos, hacer que el capitán tenga un duelo o que lo destierren o que lo empleen en la guerra, y entonces Teresa caerá humillada a mis pies para pedirme que la proteja, porque no tendrá más que yo… ¡ah! olvidaba al zaragate del Arturo… ya veremos lo que se hace con él, lo que importa es moverse, y esta ley de manos muertas que leí ayer sin mayor interés es hoy un tesoro para mí.

Formemos antes de salir a la calle un plan, pero no de esos planes revolucionarios que vemos a cada momento impresos y que escribe un tinterillo de un pueblo cualquiera y adopta un capitán que ha perdido al juego los fondos de su compañía, como por ejemplo, ese Manuel, sino un plan que esté en mi cabeza, en mi sola cabeza, y que vaya yo transmitiendo a esa multitud de títeres insignificantes que se llaman hombres de gobierno, y a esos otros títeres sagrados que se llaman clérigos y que quieren sacar la castaña con la mano del gato… Dios tenga mi lengua, he dicho algo mal de los clérigos y me arrepiento —continuó murmurando en voz baja, y santiguándose—. ¿Qué han de hacer los pobrecitos si no nacieron para soldados? Ellos tienen sus armas sagradas, y lo que importa es que en esta vez las esgriman y hagan temblar a esos libertinos, que no creen en el infierno, pero que sí temen que los arrastre el día menos pensado el pueblo, ese pueblo eminentemente religioso y bueno, menos cuando se convierte en ladrones que asaltan las casas como lo hicieron conmigo, pero… ¿qué diablos de enredos estoy haciendo en mi cabeza? Procedamos con orden. Primero hablar con el provisor y los canónigos influyentes y excitarlos a que fulminen excomuniones, nieguen la absolución, cierren las iglesias y el domingo no haya misas ni en el altar del Perdón, ni en ninguna iglesia, pero estos frailes de Santo Domingo y de San Francisco son muy mentecatos y miedosos, y siempre abrirán las capillas y dirán misas. No importa, con sólo que esté cerrada la Catedral y el Sagrario, las mujeres armarán un escándalo, y seguirán los hombres, y quizá invadirán el Palacio y echarán por el balcón a ese hombre de fierro que no quiere transigir y que es el peor enemigo del clero. Calvino y Lutero eran niños de teta.

En segundo lugar ver a ese hombre de fierro que está en el poder y es mi amigo, sí, mi amigo, y, salvas sus opiniones yo lo estimo, pero en estos momentos lo que importa es hacerme de su confianza prestándole algún dinero. No tiene ni pan que dar a esa turba de desarrapados, cargadores y criados sin colocación que está juntando en Palacio y que le llama guardia nacional.

La verdadera guardia nacional es la de polkos, esa sí que tiene hombres que valen. Hay un don Pedro, tocayo mío, que es como un león. Si yo tuviera su valor, ya habría dado cuenta de ese pillastre de Josesito, y de ese bandido capitán, y de ese prostituido Arturo; pero qué hemos de hacer, soy nervioso y no lo puedo remediar; pero sigamos con los artículos de mi plan.

Tercero. Exaltar a ese hombre de fierro, que es muy susceptible para que mande disolver y desarmar a esos batallones de polkos.

Cuanto. Advertir a esos batallones de polkos que los van a echar a patadas de sus cuarteles o a mandar a Veracruz a que mueran de vómito. Mi amigo, el licenciado C… hará esto perfectamente, y como no han de dejarse, porque tienen las armas en las manos y no son unos niños, resultará lo que Dios quiera, en eso no me meteré y me lavo las manos, y en esas y las otras, Josesito y Arturo, que son de la guardia nacional, pescarán un balazo y solitos se castigarán por su mala vida, sin que yo grave mi conciencia.

Quinto. Dinero, nada puede hacerse sin el dinero, y los clérigos quieren que todo se haga por obra del Espíritu Santo, y no tienen mundo. Lo que importa y urge es que suelten el dinero, y esto es lo más difícil; pero los voy a estrechar y a demostrar que serán hasta degollados si no se deciden a abrir la bolsa.

D, Pedro se frotó las manos, dio dos brinquitos en señal de contento, se paseó por el cuarto meneando las caderas como una coqueta, y llevando después solemnemente la palma de su mano derecha a la frente, dijo en voz alta como si quisiera ser oído:

—Es verdad que Dios no me ha hecho un bruto como ese capitán, y que mis nervios son delicados, pero en compensación ha dado a esta cabeza de aquello con que se hacen los sermones. Ya verán esos pobres diablos que vinieron a hacerme una indigna farsa a mi casa, lo que se les espera, y cómo hago mover mis títeres de tal manera, que por lo menos reciban una buena paliza. Lo que yo querría arrancarles a cualquier costa son las cartas privadas, porque me pueden poner en ridículo con ellas, y capaces son de publicarlas… pero… qué estoy diciendo… esas cartas no tienen firma, y hay tantos Pedros y Pedritos en la ciudad, que quién va a adivinar que soy yo… y ni lo creerían las gentes, porque mi reputación está bien sentada. En cuanto a documentos de importancia, lejos de perjudicarme me honrarán: dotes de religiosas, caridades, beneficios a toda la ciudad, a mi costa, es decir, a la de Teresa, pero eso veremos en la liquidación de cuentas, si es que se llegan a liquidar. Dios se llevará a la santa gloria o al infierno tal vez, no lo deseo, al capitán, al Josesito y al presumido del Arturo; Teresa pasará largos años en el purgatorio si yo no dejo ordenado que le digan lo menos veinte mil misas, y lo haré, lo prometo, con tal que Dios se la lleve si es su divina voluntad.

Una criada que entró de puntillas y con mucho miramiento, puso en manos de don Pedro un paquete de cartas.

—¿Por qué has entrado de puntillas y sin hacer ruido? ¿Escuchabas?

—Ni por pienso. Como su merced hablaba recio, creí que conversaba con alguien, pero nada he oído. Aquí están estas cartas y esperan la respuesta.

—¿Qué has hecho subir a esa canalla que no viene más que a pedir dinero todos los días?

—No señor, esperan en el portal y en la calle, y dicen que no se irán hasta que su merced les haya contestado.

—Bien, diles que a la tarde vuelvan, y si no estoy en casa, el portero les dará la contestación. Vete y llama a la cocinera.

Don Pedro comenzó a rasgar los sobres y despegar las obleas con cierta impaciencia, y entre tanto la cocinera muy respetuosa y con los ojos bajos, se presentó delante de don Pedro.

—¿Cómo tienes tu despensa?

—Se están acabando las semillas y falta también azúcar, y chocolate, y café…

—Bien, bien… compra arroz, y frijoles, y azúcar, y cuanto necesites, pero en abundancia, doble cantidad que el mes pasado. Ya sabes, en la tienda de siempre… Vete.

La cocinera salió.

—Quién sabe lo que podrá suceder, y si tendremos sitio y balazos, y no está de más tomar sus precauciones; veamos estas cartas.

Don Pedro recorrió con precipitación las diferentes cartas que había abierto, y las tiraba con cólera en la mesa.

—Lo de siempre; pedidos de dinero. Todos piden prestado y nunca pagan. ¡El coronel Relámpago! Este hombre es inagotable; tira el dinero como si tuviera el capital de don Gregorio.

Culebrita; otro de la misma madera. ¡Qué hombre! pero no hay que negarles nada en estos momentos en que nos pueden servir.

Don Pedro se sentó en el escritorio y contestó, sin firmar las cartas, sacó unos montoncitos de pesos del cajón de la mesa, llamó al portero y le dio minuciosas instrucciones para que en la tarde entregase a cada uno la respuesta y la cantidad que le designaba. A Relámpago le envió tres onzas de oro.

Acabado este trabajo, tomó su sombrero, su bastón, su caja de polvos, de oro con brillantes, y a pesar de estas contrariedades bajó alegremente las escaleras y montó en su coche, dando las órdenes al lacayo para que fuese deteniendo el carruaje en las casas que le designó.

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