XXII. Conseja de familia

La curiosidad de los habitantes de la quinta de San Jacinto era grande, así a buena hora estaban en el salón esperando con impaciencia a Josesito, el cual no tardó mucho en llegar. Venía vestido y perfumado todavía con más esmero que en la memorable noche del baile del teatro de Vergara, en sus ojos se notaba la alegría, y su entusiasmo era tal, que equivocó los nombres al saludar, se tropezó con las sillas y muebles, y dejó caer un grueso paquete que traía debajo del brazo.

—Cálmate, cálmate —le dijo Arturo—, mira por dónde andas, saluda en regla; a mí me has llamado capitán y a Teresa le has dado el nombre de Florinda. Toma tu paquete, que sin duda contiene lo que le robaste anoche a ese infortunado don Pedro, siéntate y explícate con tranquilidad, y supongo que la lectura de los documentos te ha producido tal emoción que no aciertas…

—¿Cómo que no acierto? —interrumpió José—, demasiado acerté con vaciar el cajón del escritorio, mientras ustedes estaban asustados, y procurando auxiliar y tranquilizar al viejo, cuando bien saben que para fingir no hay otro como él; pero en cuanto al contenido de estos importantes documentos, lo ignoro, pues lo único que hice en cuanto llegué a mi casa, fue reunirlos y ponerles una doble cubierta con mi sello que tiene su corona ducal; ¿quién me puede impedir que yo tenga un sello con corona y que mis pañuelos de finísimo cambray estén marcados con un escudo encarnado? Muchos conozco que sin ser condes hacen lo mismo.

—¿Pero qué nos importa tu sello con la corona de conde ni la marca de tus pañuelos? —dijo el capitán con impaciencia—. ¿Has leído o no los papeles?

—Eso no, lo repito. Celestina quería que pasáramos la noche registrándolos, porque las mujeres son muy curiosas, pero yo me opuse a ello, y aquí están. Es preciso que todo el batallón, es decir nosotros estemos reunidos para comenzar, y cuidé muy bien de avisar al padre Anastasio y a Luis Cayetano. Florinda no vendrá porque está algo nerviosa, y ya saben ustedes que a las mujeres les gusta mucho estar enfermas de los nervios, y una vez que logran enfermarse no hay quien las pueda soportar, pero Luis es muy cumplido y no debe tardar.

—En efecto, en ese mismo momento se abrió la vidriera y apareció Luis, amable y cortés, pero reposado y grave como si ya fuese un abogado viejo. Saludó con afecto, tomó una silla y formó la rueda.

—Hay una silla vacía, y es la que corresponde al padre Anastasio —dijo Teresa—, y ojalá no tarde, porque les confieso que me muero de impaciencia por conocer la importancia de nuestro robo, como lo ha calificado muy bien Arturo, y de verdad, y aquí en confianza, les diré que estoy avergonzada. Personas decentes y bien educadas no hacen lo que nosotros hicimos anoche; no sé lo que va a pasar, y sí nos ocasionará muy graves disgustos semejante locura, una verdadera calaverada, como dicen ustedes.

—No hay que arrepentirse —interrumpió José—; contra los enemigos todo es lícito, y si algún mal nos viene, lo que no creo, yo soy únicamente el culpable, yo responderé a la justicia o personalmente a quien quiera reclamarme, sea quien fuere, ¿no tuve miedo cuando me asaltaron cuarenta bandidos en la plazuela de San Juan de Dios y había de imponerme un verdadero espantajo? lo que importa es que venga el padre Anastasio para comenzar.

—Presente —contestó el padre Anastasio, que habiendo escuchado las últimas palabras de Josesito, entró de puntillas y nadie lo notó sino cuando estaba en la rueda y ocupaba el sillón que le tenía reservado Teresa, que era la que había dispuesto su salón formando una especie de Congreso para que los circunstantes estuviesen cómodos y atentos en la importante sesión que podría nada menos que decidir de su suerte y de cuantiosos intereses.

Convinieron en que Josesito funcionaría de secretario, se le acercó una pequeña mesa. El soldado Martín se acercó y colocó en ella una charola con una botella de Oporto, y sus copas respectivas, y Josesito entonces, con una gravedad mayor que si fuese secretario del Congreso Nacional, rompió los sellos ducales del paquete y por la mesa se esparcieron papeles de diferentes formas, tamaños y colores. La sesión comenzó.

Josesito, sin escoger, tomaba al acaso los papeles, los recorría con la vista y daba cuenta:

—Listas de las novenas que tendré que rezar durante el año.

—¡Viejo hipócrita! —exclamaron en coro los asistentes.

—Listas de ropa entregada a la lavandera. Cuentas del sastre…

—Veamos lo que está en papel sellado —dijo Luis Cayetano.

—Es verdad, tiene razón Luis —contestó Josesito, y tomó una cuaderno de algunas fojas y brevemente lo recorrió con la vista.

—Ésta es la copia simple de una escritura de donación de un terreno contiguo al Hospital de San Lázaro, a beneficio de los enfermos y en nombre de Teresa.

—Vaya, me alegro mucho y la apruebo. ¡Ojalá que así estuviese empleado una parte de mi dinero!

—Otra escritura —continuó Josesito—, imponiendo un capital de tres mil pesos sobre una casa de la Plazuela del Carmen, de San Ángel, para dote de la Madre Sor Patrocinio, monja de Santa Clara, en nombre de Teresa.

—Nunca me ha dicho mi tutor que hacía semejantes beneficios, pero pase, lo apruebo también.

—Otra ídem —prosiguió Josesito—, y otra, y otras tres más a favor de diversas monjas, todas en nombre de Teresa.

—Ya son quince mil pesos —dijo con mucha calma Luís Cayetano.

—Ésta más larga —dijo Josesito después de un cuarto de hora de examen—, es una fundación piadosa en nombre de Teresa, muy complicada; misas, sermón, función anual en la capilla del Rosario, cohetes e iluminaciones en la noche durante la novena, y…

—Al grano —interrumpió Luis—, ¿cuánto importa?

Josesito buscaba y no acertaba a descifrar el embolismo de frases y de cláusulas que acostumbran los escribanos en documentos de esa clase.

—Dame acá, José —prosiguió Luis—, yo soy más práctico en estos negocios, y me ocuparé de los documentos que estén en papel sellado.

Josesito clasificó los papeles y los entregó a Luis; todos querían hablar e interrumpir; pero éste les dijo:

—Les ruego que tengan un poco de paciencia y guarden silencio y les daré en extracto cuenta de la sustancia, es decir, del dinero que importen las obligaciones contraídas.

Hubo en el congreso un profundo silencio; Luis sacó su cartera y su lápiz, y con un despejo que se reconocía desde luego, comenzó a ojear las escrituras, y a hacer sus apuntes. A cabo de media hora, devolviendo los papeles a Josesito dijo:

—Estoy listo, van ustedes a oír:

La escritura que comenzó a leer José es la fundación de una obra pía, que se reduce a funciones a diversos santos, procesiones, misas cantadas y sermones, cada sermón se pagará a una onza de oro, y las misas cantadas a ocho pesos a cada padre, las misas rezadas por el alma de don Pedro a razón de dos pesos. El capital es treinta y cinco mil pesos impuesto sobre la hacienda de la Sauceda, mejor dicho, la hacienda de la Sauceda deberá pagar tres mil pesos cada año, y en caso de que por algún motivo se dejare de cumplir dos años seguidos, los frailes dominicos tendrían derecho de exigir el capital y embargar la hacienda si no se verifica el pago, vendiéndose desde luego el inmueble. Las demás escrituras son de menor importancia. Dotes para huérfanas, el Hospicio, la Cuna, el Hospital de San Andrés, todo está considerado. En resumen: importa todo cosa de ochenta y cinco mil pesos, con hipoteca repartida entre las haciendas y las casas de México y San Luis Potosí.

Una general exclamación de indignación resonó en el gran salón de la quinta. El capitán, Arturo, Josesito, y aún el mismo padre Anastasio se levantaron de sus asientos, como buscando en los rincones, en el techo y por todas partes algún don Pedro a quien ahogar y exprimir entre sus brazos. Sólo Luis permanecía tranquilo y como indiferente.

—Esto se llama hacer caravanas con sombrero ajeno —dijo Josesito.

—Esto es querer ganar el cielo con dinero ajeno —dijo modesta y sentenciosamente el padre Anastasio—. ¡Pobre don Pedro! La bienaventuranza no se gana ni con el dinero ajeno ni con el propio, sino con las buenas obras.

—Esto en castellano se llama robar con la más perfecta impunidad. Los ladrones de Río Frío siquiera exponen su vida. ¿Por quién están firmadas las escrituras?

—Todas por Teresa; después de su mayor edad, de modo, que don Pedro, como tutor, se ha lavado las manos, y los documentos presentan un carácter de legalidad indiscutible —contestó Luis.

Teresa misma parecía triste y abatida, y pensando en su interior que sus bienes estarían así comprometidos, y que poco o nada le quedaría, dijo dirigiéndose a Luis:

—Es verdad, yo he firmado muchas escrituras, papeles, recibos, cuentas, qué sé yo, sin saber de negocios, entregada a este hombre a quien creía honrado; nunca leía los papeles, ni preguntaba el contenido, y aun cuando lo hubiera hecho, me habría engañado. Las mujeres de México no servimos para eso, pero sea lo que fuere, Luis, yo desearía saber cuánto me queda.

—No lo podré decir con exactitud —contestó Luis—, pero según los datos que he adquirido, y si no aparecen otros empeños y donaciones, quedará muy bien medio millón de duros.

El congreso respiró, volvieron los colores a las fisonomías pálidas y descoloridas por la indignación, y Josesito, abandonando su sillón de secretario, se puso a bailar y a saltar como un chicuelo.

—Estoy tranquila —dijo Teresa—. Si las donaciones importan una verdadera caridad, las confirmaré, mejor dicho, se seguirá cumpliendo con ellas, mas si acaso…

—Mi opinión —le interrumpió Luis—, es que todas deben revocarse y cancelar las hipotecas para que las haciendas y casas queden libres, pues tenemos tiempo de pensar en esto. Para acabar de tranquilizar a esta reunión y volver la calma y hasta la alegría que necesitamos para defendernos, antes de continuar el examen de los papeles que faltan, les voy a dar una buena noticia.

—¿Cuál, cuál? pronto —dijo el congreso en coro.

—Mi padre ha sido nombrado juez de lo civil.

Los autos de los asuntos de Teresa y de Aurora están radicados en su juzgado, y debemos estar seguros de obtener justicia, reconocida como es la honradez del juez y sus profundos conocimientos en la legislación española y mexicana. El juez anterior no hacía más que la voluntad de don Pedro, el cual se llevaba expedientes a su casa, y dictaba a su gusto los trámites y las sentencias.

—Pero esto no es creíble —dijo el capitán.

—Si no me constara, a buen seguro que lo diría, y ahora mismo lo hago con la más estricta reserva. Los hombres de mi profesión tenemos que cerrar los ojos y no malquistarnos jamás con los jueces y con los escribanos, es pleito perdido. No había impuesto a ustedes de la situación de las cosas, porque habría sido afligirlos inútilmente, ahora es distinto, pues ha llegado el momento de obrar, no sólo por el encargo que ustedes me han confiado, sino por los intereses de Florinda y míos.

—Pero ¿cómo es posible que pasen esas cosas? —preguntó asombrado Arturo.

—De la manera más sencilla. Don Pedro tiene abierta su bolsa, y con el dinero ajeno que maneja hace servicios a los que a su vez pueden servirle.

—No sé nada de política ni de asuntos —dijo tímidamente Teresa—, pero me parece que el gobierno debería intervenir.

—Muchas cosas tiene el gobierno de qué ocuparse, Teresita —le respondió Luis—, y mucho más ahora que no tiene un peso la Tesorería General y la guerra extranjera está ya en esta desgraciada República. Estoy mirando venir una horrorosa tempestad, y es necesario aprovechar los momentos. Santa Anna parece que ha salido ya de San Luis, y el general americano Taylor, de Matamoros; pronto se encontrarán las dos fuerzas, y quién sabe qué suerte correremos.

—Venceremos sin remedio —dijo Josesito—, no hay que dudarlo, pero si a ustedes les parece acabaremos el registro de los papeles e iremos, mediante la bondad de la encantadora Teresa, a sentarnos a la mesa, porque a decir verdad, estoy mirando ya visiones y es del hambre que tengo; me he levantado a las cinco de la mañana y apenas tomé una taza de café con leche; al salir a las ocho un pastelito, y a cosa de las diez cuatro sandwiches en el café, y dos copas de jerez, no veo, ya y mi estómago se junta con el espinazo.

—Vamos a continuar, que el almuerzo no se hará esperar —advirtió Teresa, y los demás rieron e hicieron los indispensables comentarios acerca de la poderosa acción del estómago del simpático marido de Celestina.

—Afortunadamente nada hay ya de papel sellado, y lo que nos resta son las cartas.

—Quizá de esto saquemos más fruto que de lo ya conocido —dijo el capitán.

Josesito, entre la multitud de cartas que estaban en desorden, tomó la que estaba más cerca de su mano y la reconoció con la vista.

—¡Cáspita! —exclamó levantándose de la silla—. Esto pica en historia. Atención. Creo que nos vamos a divertir. Oigan ustedes:


Querido y amartelado Pedrito:

Haller te fuites sin dejarme lamanesca de modo y manera que lamañana no tenía ni carbón. Fue menester yebar las naguas de castor que me comprates a casa de don Elifonso el prendero de la binatería que me emprestó sinco riales ya ves negrito como me pones en verguenza, mandame ciete pesos para sacar mis prendas de encase los gachupines que ya se cumplieron y lo del cacero que dije aller que le debíamos el mes sera megor que me mudes auna de tus casas, que para cuatro tiliches que tengo en un pestañar me mudo Dende mañana domingo me voy a Santa Anita con mi compadre Agapito pero no tengas cuidao pu nadita me sucederá pero benen la noche que llastaré zola, ven negrito y no seas mesquino con tu Rita que tama hasta la eternidad. Quien tu sabes.
 

—Ni por donde desecharlo —dijo sonriendo el padre Anastasio.

—No mira pelo ni tamaño este pícaro viejo —interrumpió Arturo.

—Y lo mismo que las caridades, estos gastos son sin duda del dinero de Teresita —dijo Josesito—, pero aquí tengo otra en la mano que es de letra de mujer.


Siñor Don Pedrro.

Cabayero: Lla pasa de castaño auscuro lo que usted ase con nosotros Ase un mes que nos prometió consegirnos un estanquillo del estanco y ni poresas Lla es mucho engagar y ancí quiere que le deje solo con Lugarda. Eya es una niña probe es berdá pero con muchísima onrrra. Usted siñor nos quiere ultragar con lestanquillo y eso no deve cer uste pone usté a Lugarda en lestanquillo o se lo aviso a mi ermano que no aguanta pulgas y ya bera usté que no se handa con chicas. Mientras mandeme con el dador beinte pesos en oro que los nesecito muncho y no se burle de la jente por que no es rrica como uste. Yo espero que vendra uste mañana con lestanquillo en la mano y Lugarda entonces saldrá mientras no saldrá ni uste entrara, pero mandeme siempre los beinte dichos sino ira mi ermano por ellos. Conque adiós.
 

—Es increíble si no lo viésemos. Quizá defendía don Pedro el cajón del escritorio, más por sus cartas particulares que por las escrituras publicas —dijo Teresa.

—Josesito entre tanto había registrado las cartas que aun quedaban, y se metió algunas en el bolsillo, y procurando disimular llamó la atención del congreso, que reía con los disparates de las mujeres con quienes mantenía relaciones el tutor diciendo:

—Aquí encuentro otras de un género diverso.

Las cartas que se guardó José eran de la madre de Celestina, tal vez por el estilo de las que acababa de leer.

—Veamos, veamos —exclamaron todos a una voz.


Hermanito:

Como usted me lo encargó, di a nuestra reverenda madre superiora el recado, y le fueron entregados los sacos de frijol y lentejas que usted remitió como limosna para la comunidad.

Nuestra reverenda madre me ha mandado que dé a usted las gracias, y le añada que Nuestro Señor Jesucristo y su Santísima Madre premiará en el cielo la caridad que hace a este convento. Nuestra madre ha ordenado que la comunidad tenga el lunes una hora más de oración mental, y el martes una hora de disciplina, y todas roguemos a su Divina Majestad que lleve a usted a la gloria sin que pase por el purgatorio una alma tan buena y tan caritativa como la de usted. Dios y la Santísima Virgen acompañen a nuestro hermanito, y yo quedo rogándole lo conserve todavía muchos años para bien de las pobres capuchinas.

Sor Teresa del Corazón de Jesús.
 

—Verdaderamente —dijo el padre Anastasio—, este don Pedro tiene un pie en la gloria y otro en el infierno.

—Allí debía de estar hace años —le contestó el capitán.

—Aquí tenemos otra que parece interesante.


Mi respetable señor amigo y don Pedro:

Ya sabe usted cómo nos tiene el gobierno. En tres meses hemos recibido una cuarta parte de paga. Así no puede haber administración de justicia ni puede exigirse trabajo asiduo y honradez acrisolada en los funcionarios. Mi señora está en cama hace ocho días, uno de mis hijos tiene viruelas y el otro carece de calzado para ir a la escuela. Hágame usted favor de prestarme trescientos pesos que le pagaré religiosamente con la mitad de los prorrateos o cuando se establezca el fondo judicial que ya se ha proyectado.

Espera de usted este servicio su atento afectísimo y S. S.
 

—No tiene firma la carta.

—Dámela —dijo Luis, el cual, examinándola y dirigiéndose a la concurrencia continuó—: Ya ven ustedes comprobado lo que acabo de decirles. Esta carta es de un abogado de mucho influjo en los tribunales, sólo que ni la firmó ni la escribió por no comprometerse, pero la letra la conozco mucho, es de su escribiente. Es un documento precioso para mí, y me permitirán que me quede con ella.

—Y con todos los papeles —añadió el capitán Manuel—. Tú eres nuestro agente y nuestro abogado, y Juan Bolao el administrador; deben quedar así, bajo la custodia de ustedes. ¿Hay otra cosa más?

—Sí en verdad —respondió José—, pero estas cartas no son para leerlas delante de ninguna señora.

—Si es así, ninguna curiosidad tengo —dijo Teresa—. Si algo importante contienen ya me lo dirán.

Martín asomó su franca y morena figura por la puerta principal, y poniéndose la mano en la frente anunció a su capitán que el almuerzo estaba servido.

El congreso terminó su sesión, el secretario entregó los papeles a Luis, y todos de buen talante y alegres, más con las seguridades que les había dado Luis que con la lectura de la importante correspondencia de don Pedro, se dirigieron al comedor, donde los esperaba un espléndido y sabroso almuerzo.

A la hora del café, Luis puso en conocimiento de la amable sociedad, creyéndola de vena y dispuesta, un negocio que, según dijo con mucha timidez, se había permitido hacer sin consultarlo previamente.

—La casualidad —les dijo—, me proporcionó hablar con el licenciado Y… y de una en otra cosa venimos a dar en la política. Uno de sus clientes, demasiado asustadizo, ve muy mal las cosas públicas, cree que van a suceder mil desastres y quiere vender precisamente esta finca, que le costó veinticinco mil pesos. Entre chanzas y veras ofrecí diez mil pesos, seis al contado, y cuatro con plazo de siete años. El licenciado Y… se formalizó, y creyendo yo que hacía un magnífico negocio, lo que dije de chanza lo afirmé de veras, y en diez minutos quedó concluido el trato, y el notario se ocupa de hacer la escritura.

—¡Bravo! ¿Con que eres ya dueño de la quinta? Seguramente vas a duplicarnos la renta o a ponernos de patitas en la calle.

—Nada de eso; la dueña es Teresa, y a su favor he dispuesto que se tire la escritura. Nada tendrá que escribir; los seis mil pesos yo los entregaré y los dejaré a reconocer con el plazo de siete años. Esa suma forma la mayor parte de mis economías. No hallo qué hacer con el dinero y como el vendedor de la quinta, tengo poca confianza en el porvenir. Si Teresa aprueba, me hará un verdadero favor y no tendrá que preocuparse por un alojamiento mientras terminamos sus negocios. Todavía he hecho más. Mañana mismo vendrán carpinteros, albañiles y pintores, para hacer brevemente, las reparaciones más necesarias, al mismo tiempo que algunos muebles reemplacen los que ya tienen un aire de vejez y huelen a humedad. Ya ven ustedes que soy lo que puede llamarse un atrevido, y necesito, no sólo el perdón, sino que se apruebe enteramente mi conducta por unanimidad. Un solo voto en contra me obligaría a deshacer, caso de ser posible, el negocio, o a cargar con él, bien que ni Florinda ni yo podamos permitirnos el lujo de una casa de campo.

En contestación todos se levantaron de sus asientos, y con estrepitosas palmadas aprobaron la conducta del que ya consideraban como un abogado de importancia, no obstante su poca edad.

—Lo tengo dicho mil veces —casi gritó Manuel para hacerse escuchar de las voces que a un tiempo hablaban dirigiéndose a Luis, según cada uno concebía sus ideas—, lo tengo dicho; el dinero que tengo está a disposición de todos, permitiéndolo Teresa, que es la verdadera dueña; así, no soló apruebo la magnífica compra hecha por Luis, sino que le encargo que vea a su amigo el licenciado para que el vendedor reciba sus cuatro mil pesos y no quedemos a deber más que a Luis, a quien pagaremos sus réditos con puntualidad; las cuentas de composturas y muebles las pagaré, si Teresa lo aprueba, en el momento que sean presentadas.

Teresa aprobó con una dulce mirada dirigida de preferencia al capitán, dejando un resto para Luis, y cada uno comenzó a discurrir sobre las reformas y reparaciones que debían ejecutarse, y la clase y calidad de los muebles que se necesitaban para que el conjunto presentase un aspecto un poco europeo, y un poco semejante a las casas de campo inglesas y a los mentados castillos de Francia. El voto de Arturo se estimó como decisivo y se resolvió por unanimidad que ayudase a Luis, y que entre los dos amigos participasen de la gloria o sufriesen las críticas si no quedaban bien.

—No hay que pararse en dinero —volvió a decir el capitán.

—Se hará todo con gusto y economía —contestaron los dos improvisados arquitectos.

—Me ocurre una idea —dijo José—, que será el complemento, o, mejor dicho, dará mérito al negocio que ha hecho Luis. Allá cuando era muy niño, recuerdo que mi padre se entretenía en las noches en leernos un libro escrito por una autora francesa madame Collin o Gervin, lo mismo da; el caso es que se llamaba Las Veladas de la Quinta, pues que tenemos quinta, es decir, pues que la interesante Teresita tiene quinta…

—¡Cuidado con florear mucho los discursos, caballero José, pues el día que se me atusen los bigotes…! —dijo el capitán fingiéndose el enojado.

—No hay cuidado, ya saben todos ustedes cuanto amo a Celestina…

—Y ella —interrumpió Teresa fingiéndose también enojada—, es mejor que yo, que no soy digna de que Josesito ponga en mí sus negros ojos.

—Vaya, Teresita, ¿quiere usted estar de broma conmigo? me alegro mucho, eso indica su buen humor, y que va entrando en un período de felicidad que bien merece, y es para mí tan importante esto, que no dudaría si fuese necesario sacrificar mi bienestar y el de Celestina.

Esta galantería, dicha con una expresión de verdad, y aun de ternura, dio fin a las chanzonetas, y Manuel y Teresa no pudieron menos sino elogiar la buena índole y el franco corazón del insustancial Josesito.

—Pero me dejarán concluir —continuó Josesito—, a un grillo se le escucha.

—Bueno, bueno, que hable —dijeron todos—, ya guardamos silencio.

—Pues decía que, supuesto que tenemos quinta, tendremos también veladas. Aquí nos reuniremos todas las tardes, cuando hayamos concluido nuestros respectivos negocios, y nos retiraremos a las ocho o nueve de la noche, antes de que cierren la garita.

—O se quedarán si cierran la garita, o llueve, o hay peligro de ladrones —dijo Teresa.

Al oír la palabra ladrones, Josesito se estremeció, recordando su aventura de la plazuela de San Juan de Dios, pero se repuso inmediatamente, y retorciéndose el bigote y meneando las caderas con un aire marcial repuso:

—¡Ba! de ladrones no me ocupo; por de pronto, todo este rumbo está seguro, pero aun cuando fuese una cuadrilla entera no me importaría…

Teresa sonrió al disimulo y continuó:

—Apruebo la idea de José, con la condición que vendrán Celestina y Florinda; que el padre Anastasio dejará su celda de la Profesa por algunos días, y que se notificará a Juan Bolao que de pronto no vaya tan a menudo a las haciendas, y nos haga compañía, y…

—¡Viva! ¡Viva Teresa! —interrumpió Josesito sin dejarla proseguir—, ha comprendido mi idea. Contaremos lo que nos pase personalmente a cada uno; hablaremos de la guerra y de la paz, de la política, de cuanto se nos ocurra; combinaremos los medios de defendernos de don Pedro y cómplices, se tocará el piano, se cantará, se bailará y Teresita nos dará chocolate, o té o café, o dulces y frutas, lo que quiera, con tal que esté complacida y contenta, pues todo es por ella y para ella.

Un estrepitoso ruido de palmadas, comenzando por Teresa, celebró esta última galantería de Josesito, y todos se separaron prometiendo dar sus disposiciones y concurrir a las veladas.

—Último favor —dijo Josesito al despedirse—, deseo que se me encarguen las diligencias para el matrimonio; están comenzadas, pero no concluidas.

Teresa y Manuel se miraron amorosamente, José había roto con solo una palabra un pequeño trozo de hielo que la desconfianza, fatalmente común en la naturaleza humana, se había momentáneamente adherido a sus amantes corazones.

—Las diligencias matrimoniales estaban concluidas —dijo Manuel a Teresa—, y sólo la enfermedad repentina del cura impidió la celebración de nuestro enlace, pero nuevamente se ha suscitado una dificultad que no había querido decirte, Teresa mía, por no afligirte, o mejor dicho, dos dificultades.

—Será, por ejemplo, que tú hayas pensado con madurez que…

—¿Qué quieres que piense?… en nada más que en amarte cada día más, pero todas las mujeres son tan susceptibles, que una sola palabra basta para que formen sospechas y cavilen en cosas que ni existen. Yo espero, Teresa —continuó un poco formal—, que, ni por mal pensamiento, entrará en tu cabeza una sospecha injuriosa, porque entonces…

—¿Entonces qué, Manuel? ¿Es una amenaza? Ya en otra conversación has dicho una palabra semejante que me ha llegado al corazón…

—¿Me van a permitir —gritó Josesito sin dejar acabar a Teresa—, que les diga que son unos niños? Sin decirles que son viejos, tengo menos edad que ustedes, y entre Celestina y yo no pasan cosas semejantes. ¿Por qué ese enojo, por qué esa desagradable conversación con puntos suspensivos? Esto es lo que los franceses llaman mal entendido, porque les participaré que continúo con tesón mi estudio de francés, que por las noches antes de acostarme enseño a Celestina, y eso me sirve de ejercicio, y me dedico en la mañana muy temprano al inglés. Ya vienen esos diablos de yanques, y es necesario, por lo menos, entenderles su lengua, y así saldrá uno de quién sabe cuántos malos pasos que pueden venirnos, pero me estoy divagando. Oiremos a Manuel, que nos diga cuáles son las dificultades y las venceremos. Esto es todo, y no hay motivo, ni para entristecerse, ni para poner esas caras.

La rápida charla de Josesito, aprovechando la oportunidad para que supieran sus amigos los progresos que hacía en los idiomas, impusieron un silencio forzado a los dos amantes y dio lugar a que reflexionaran; si no, sabe Dios si en ese momento hubiesen terminado sus relaciones y con ellas el proyecto de las veladas, y forzosamente esta verídica historia habría también tomado otro giro y distinto desenlace, pero afortunadamente no hubo nada.

—Vas a oír, Teresa —dijo el capitán con calma y afable voz—, cuáles son las dificultades. En primer lugar me faltaba la licencia del Gobierno, Ni eso, ni mi licencia absoluta he podido conseguir, y en estos momentos en que amenaza una guerra no quiero insistir; pero la licencia para casarme la obtendré. En segundo lugar, las amonestaciones estaban dispensadas, pero una vez que el matrimonio no pudo verificarse el día señalado, el Provisor exige que se lean en el Sagrario, y como es sabido, tendremos que esperar tres semanas, y no sé por qué creo que esta es una de las pequeñas intrigas y maldades de don Pedro, mientras nos puede hacer otras mayores.

—¿No es más que eso? —dijo Teresa muy contenta y como si un gran peso se le hubiese quitado del corazón.

—No hay ninguna otra cosa —contestó Manuel.

—Pues hijo querido —le respondió Teresa mirándolo tiernamente—, nadie nos corre, aquí estamos juntos y en familia; si las gentes murmuran, no hay que hacerles caso teniendo la cara limpia y la conciencia lo mismo.

—¡Bien dicho! ¡Soberbio! —interrumpió Josesito—; eso es tener mundo y filosofía. Lo mismo digo yo a Celestina cuando teme que nos saquen las historias de ese viejo don Pedro, pero vaya… ahora es menester que se den un abrazo y que no vuelvan las siniestras interpretaciones.

Teresa presentó su frente a Manuel, y éste imprimió en ella un amoroso beso.

—¡Así, bravo, bravo! —exclamó Josesito—. Yo acostumbraré a Celestina a que haga como Teresita, porque es muy aristocrático un beso en la frente, aunque, yo, como su marido, la puedo en todas partes.

—Voy al Ministerio de la Guerra, y hoy mismo tendré mi licencia de casamiento. No saldré de allí sin obtenerla, y si no vengo a la hora regular no hay que extrañarlo.

—Y yo veré al padre Anastasio, y estoy seguro que allanará lo de las amonestaciones. Siempre es feo oírse pregonar en la Iglesia —añadió Josesito.

El capitán y su amigo José estrecharon la mano de Teresa, y, montando en el carruaje, salieron de la quinta con dirección a México, para desempeñar cada cual los urgentes negocios de los cuales dependía el buen éxito de las «Veladas de la Quinta».

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