El mundo es curioso, y mucho más curioso el mundo de México, donde las cosas más graves y más serias pasan al estado de chanza a la hora menos pensada, y donde los más eminentes peligros, sin fanfarronada ni quijotismo, se ven con indiferencia, y pronto tendremos motivo de comprobar ésta, que puede pasar por verdad indiscutible.
Mientras un hombre tímido y previsor vende su propiedad, Luis la compra sin autorización de la persona a quien va a pertenecer; mientras unos piensan en tapiceros y artesanos para su lujo y comodidad, los jueces y magistrados, faltándoles hasta para pagar una miserable casa, prevarican y venden la justicia en contra de los intereses de los mismos que gastan su poco dinero en el lujo, mientras advenedizos extranjeros, en consorcio y sociedad con ricos y aristócratas mexicanos, hacen su fortuna con las rentas nacionales; los soldados heridos se arrastran por los caminos sin tener ni una venda ni una hila con que restañar su sangre; pero de tales cosas no se hace el menor caso ni se les da importancia ninguna. El rico no abandona en su lustroso carruaje el paseo de Bucareli en las tardes. En los cafés mucha gente hablando mal de todo el mundo, y todo el mundo aguantando con paciencia cualquier género de males. El sol asomando su roja faz por la cumbre de un cerro, y hundiéndola indefectiblemente en la tarde por la cúspide de una montaña. Monotonía en el mal como en el bien; orden en medio del desorden. Éste es el mundo en general, y este también, porque no puede ser de otra manera, el mundo de México. Un producto igual, resultante de una misma masa humana hecha de barro deleznable y algunas veces de lodo nauseabundo.
Mientras componen y amueblan los hábiles artesanos de la capital la famosa quinta de San Jacinto, donde se ha de derramar más de una lágrima, nosotros vamos a tratar con altos personajes, no precisamente por su estatura elevada y elegante, sino porque se han dado palabra a sí mismos de ser grandes hombres, aunque la mayor parte de ellos sean de cuerpo mediano o bajo, apergaminados o entecos los unos, regordetes y de grueso vientre los otros, pero eso sí, con fisonomías equívocas y como torcidas, la vista siempre al suelo o al cielo; no afrontando nunca las conversaciones con una mirada resuelta y franca; la voz entre cascada y meliflua; huyendo siempre las cuestiones; tratando de instigar al mal sin responsabilidad; obrando, aun para tomar el aromático chocolate y las puchas, como obedeciendo a su conciencia; haciendo un sacrificio que ofrecen a Dios, con salir de su casa, con subir la escalera, con almorzar, con acostarse en un mullido lecho.
Todo se los premiará Dios en la otra vida.
Hay también altos personajes de otro género: aquellos que dicen mi pueblo, voy a levantar a mi pueblo, voy a hacer la felicidad de mi pueblo; y si comen, si duermen, si disfrutan de grandes sueldos, si ocupan los mejores empleos, es por sacrificarse a su pueblo.
Todo se los premiará el pueblo en esta vida.
Otros que dicen, como un célebre diplomático de la península de Yucatán, las masas. Es necesario organizar las masas. Si el clero se resiste a que les quitemos sus bienes, les echaremos las masas encima. No hay más que salir a la plaza de la Constitución y gritar que ¡viva la libertad, muchachos! y la plaza mayor se irá llenando de masas, y así que esté de tal manera tupida, que se pueda andar sin caerse sobre la cabeza de las masas, volvemos a gritar ¡viva la libertad! y arrojaremos las masas todas juntas contra los clérigos. Cuando este alto personaje pronunciaba uno de sus elocuentes discursos, siempre concluía: «Las masas lo quieren; es necesario dar gusto a los diputados», y las masas inteligentes de la galería le chiflaban al principio y le aplaudían al fin.
Todo se lo premiarán las masas en la Cámara.
Otros que dicen la religión y los fueros: «La religión es una necesidad de los mexicanos, muy especialmente, y después una necesidad social para todo el mundo. ¿Cómo vamos a componernos con este pueblo sin ilustración, casi bárbaro, el día que le quitemos la religión? El único temor del asesino es el infierno: desde el momento que el infierno quede suprimido, seremos asesinados sin remedio, porque de los jueces no hay que esperar, nunca encuentran pruebas». No hay más que pararse en medio de la Plaza mayor y gritar: ¡Viva la Religión! y antes de dos horas se levantarán los barrios, vendrá el pueblo a defender a sus curas, a su arzobispo, y en un par de días terminará trágicamente este sainete demagógico que se está representando en el palacio de los virreyes.
La religión premiará a estos fieles aliados, dándoles capellanías y mayordomías.
En cuanto a los fueros, ¿qué cosa hay más natural que esto? ¿Dónde hemos nacido iguales? Yo no soy igual a mi cochero, ni al borracho ocioso que pasa las doce horas del día en la vinatería. Un clérigo y un coronel jamás pueden ser iguales a un paisano. El clérigo es sagrado, es el ungido de Dios, no se le puede tocar. El militar es superior a todos, defiende a su patria y sobre todo tiene las armas en la mano, no hay que tocarlo.
En efecto, hay también otros altos personajes que todo lo refieren a su regimiento o a su brigada, y que dicen: «No sé si le parecerá bien a mi regimiento; si tocan a mi brigada no lo ha de aguantar; si me toman cuentas me pronuncio con mi regimiento», y los regimientos y las brigadas eran cosas tan temibles, que aun los más resueltos y despreocupados decían: «Sería bueno que cambiase el ministerio, pero ¿quién sabe cómo lo recibirá la brigada de Toluca, y el regimiento de Chalco, y la división de Monterrey?» y en este conflicto, otros altos personajes que tenían sus ribetes de filósofos y de hombres de Estado, pensaron que no había otro remedio para sacudir el dominio de los jenízaros, que habían durante muchos años tiranizado al país, que formar la guardia ciudadana, la guardia nacional, y armar a la guardia ciudadana con buenos fusiles y agudas bayonetas, para que en caso de que los altos personajes de los fueros se sublevasen contra las masas, se encontrasen con la horma de su zapato.
Y en efecto, la guardia nacional, aprovechándose de la excitación que causaba la proximidad de una guerra extranjera, se organizó como por encanto.
Los altos personajes que decían mi pueblo y las masas, se procuraron, de grado o por fuerza, aguadores, cargadores de la esquina, borrachos de pulquería, sirvientes domésticos que no cabían en ninguna casa, vagos de los barrios y algunos indígenas de los pueblos, y con todas estas masas formaron su guardia nacional. Los vistieron con uniformes de colores, largos o anchos, cortos o estrechos; los armaron con fusiles un poco mohosos y sucios, y comenzaron a tocar retretas y dianas, y a gritar: ¡quién vive! en las altas horas de la noche, apenas pasaba un perro descarriado o un gato en busca de su novia.
Para formar un contraste con esta guardia nacional desarrapada, que vociferaba en las esquinas insolencias y dicharajos, que bebía pulque todo el día y que parecía de muñecos desbaratados por los niños, se levantó otra guardia nacional, compuesta en una parte de los altos personajes de la religión, de los fueros y de la aristocracia, pero había otra también de honrados artesanos, de empleados, de dependientes de comercio y de gente que tiene que perder, como se dice en México, y el conjunto, unido hasta cierto punto en ideas como estaba en esos momentos, no dejaba de ser imponente y de ejercer una influencia en la ciudad. Los soldados eligieron sus jefes y oficiales, se armaron con buenos fusiles y relucientes bayonetas, y vestidos decentemente con su traje propio, dedicándose a los ejercicios militares y haciendo un servicio formal, significaban la seguridad de la capital, y su defensa en caso necesario; pero los altos hombres de la religión y de los fueros trataban de apoderarse de esa fuerza y de usar de ella. Desde luego, las dos fracciones de guardia nacional se odiaban mortalmente. Se había buscado la unión, la fuerza y la paz, y había resultado de la formación de esa guardia nacional, la discordia, la debilidad y la guerra civil: polkos y puros.
En la capital de la desgraciada República, dos monstruos terribles asomaban sus deformes cabezas:
El monstruo de la anarquía.
El monstruo de la guerra extranjera.