V. Sacramentos con música

Siempre distraído y pensativo; tú no serás hombre en los días que te queden de vida. Veamos, ¿por qué no fuiste anoche a la quinta?

Quien decía esto era Josesito, que se encontró con Arturo sentado en la solitaria glorieta de la Alameda que está cerca de la salida de San Diego.

—Ni distraído ni pensativo, sino cansado, y precisamente porque no fui anoche emprendí hoy el viaje, pero era ya tarde, me revolví a medio camino porque el sol picaba mucho y descansaba un rato con la idea de dar una vuelta por el Colegio de las Bonitas y saber algo de Celeste, de nuestra Hermanita de la Caridad a quien todos han olvidado menos yo, pero vamos ¿qué hubo anoche? ¿Qué tal estuvo la velada? ¿Qué historia se contó o qué novela se leyó?

—Qué velada había de haber. Si en México no tienen formalidad las gentes. La quinta sola. Teresa con una jaqueca horrible, encerrada en su recámara, quizá algún disgustillo con Manuel, de esos que tenemos los que estamos enamorados, como yo de Celestina; el capitán había sido llamado a Palacio, Florinda mandó decir que Luis tenía una junta a las nueve de la noche con ciertos acreedores que pretendían embargar la hacienda de «La Florida…» todavía andamos en eso, y ya creíamos, según él mismo nos dijo, que todo estaba terminado; Juan Bolao en grande y muy contento, platicando con Carmela. Me parece que ya se entienden muy bien los dos, y que pocos días han bastado para que ese calavera, que siempre ha estado echando sátiras a los casados y a mí principalmente, se enamore como un colegial, y ya verás, él y tú nos darán el buen día. Las comedias y las novelas siempre acaban con el castigo del traidor y un casamiento, pues hagamos que nuestras veladas acaben con tres o cuatro casamientos, y el castigo de otros tantos traidores, sólo que tú estarías mejor entre los turcos.

—¿Por qué? —le preguntó Arturo, que no había podido cortar la seguida relación de su amigo.

—Porque necesitas que una sea la sultana preferida y otras las odaliscas del harem. ¿Cuál escogerías para sultana? ¿A Celeste o a Aurora? Para odaliscas a Mariana con todo y ser ya jamona; a Carmela y a las demás que pudieras elegir en una noche de ópera en los palcos del teatro.

—Calla, ni tengas tales propósitos, porque de veras me pones de mal humor. La felicidad suprema de un hombre es amar a una sola mujer, unir su suerte y adorarse y vivir eternamente con ella de tal modo que no me puedo explicar; ya te lo he dicho, amo a las dos igualmente, pero de una manera tal, que perdiendo a una soy desgraciado con la otra.

—Y lo que seguramente te va a suceder, es que te quedarás sin las dos. Hasta ahora son novicias, pero si les da la gana de profesar la una de monja de la Concepción y la otra de Hermana de la Caridad, buen negocio has hecho después de años de suspirar. Decídete por Aurora y deja a Celeste que siga su inclinación que parece que por su bondadoso carácter es el ángel destinado para aliviar los sufrimientos de los enfermos.

—Imposible, jamás podré olvidar a Celeste.

—Pues entonces ¿qué cosa más sencilla? —dijo Josesito levantándose de la dura banca de piedra en que estaban sentados—, cásate con Celeste.

—Imposible —contestó Arturo—. Sería yo el hombre más infame si dejara encerrada en un claustro a una mujer tan valiente, tan guapa, tan espléndida como Aurora, que parece hecha de luz y de oro, y perseguida además por ese padre Martín y por ese malvado don Pedro y por todo el mundo. Aunque la vida me costara, yo la libertaré y será mía, nada más que mía.

Arturo se levantó a su vez y se paseó con agitación por el derredor de la fuente cuyo chorro sonoro que se elevaba y volvía a caer y a elevarse sosteniendo un limón, servía de música al dúo de amor que cantaban los dos amigos.

—Vamos, te vas a volver loco; ya hablaremos de eso, y lo que me ocurre es que entregues tu suerte a la suerte misma. Jugaremos un albur de una onza de oro. Si lo pierdes, me das una onza y te casas con Celeste. Si lo ganas no te doy yo nada y te casas con Aurora ¿qué más ganancia quieres? Medio millón de pesos que le arrancaremos con el pellejo, si es necesario, al padre Martín.

—Supongo que no hablas seriamente —le dijo Arturo encarándose con cierta formalidad—. ¡Qué vileza! jugar a un albur a dos ángeles que de veras ángeles son y no mujeres. Si hablaras de veras no te volvería a saludar.

—Ni por pienso, Arturo —le respondió inmediatamente Josesito abrazándole la cintura—. Sabes el cariño y el respeto que tengo por Aurora, por Celeste y por todos nuestros amigos. La vida daría por ellos ¿y había de burlarme? De veras es menester que te distraigas y sobre todo que reflexiones y te fijes de una vez. Ven, acompáñame, que tengo mil cosas entre manos con esta maldita revolución que no se puede ya contener y que es menester dirigir para que resulte en favor de nuestros intereses.

Los del batallón Victoria estaban ayer como agua para chocolate, ya querían estallar, pero los contuve, y hoy tengo que arreglar muchas cosas para estar listos para la velada de esta noche, y te voy a dar una mala noticia, mejor dicho, la mala noticia es para el capitán y para Teresa.

Los dos jóvenes se internaron en una de esas sombrías y frescas calzadas de fresnos que se llama El Paseo de los Enamorados, continuaron su conversación, y tantas cosas tenían que decirse, que abandonaron la deliciosa Alameda sin querer ni advertirlo; discurrieron por varias calles de la ciudad, deteniéndose a saludar a diversos amigos que encontraron y que querían saber noticias políticas, hasta que llamó su atención un gentío que corría hacia una boca calle, y los sonidos de una música militar que tocaba una marcha o un trozo de ópera. No se percibían distintamente más que los golpes sobre la tambora y el repiqueo del chinesco. Hiciéronse paso, voltearon la esquina y se cercioraron de que no se trataba de un víctor patriótico, como habían de pronto creído, sino de unos sacramentos con música. Siguieron la comitiva.

Delante marchaban de dos en dos como veinte personas vestidas de negro con sus escapularios en el pecho. Eran los hermanos de la cofradía de Aranzazú. Seguía la estufa de gala del Sagrario, tirada por cuatro mulas pintadas y montados en la de silla dos respetables viejos con sus casacas nuevas, sus chalecos blancos y sus limpios y tiesos cuellos que subían hasta el borde de las orejas. Eran los cocheros de Nuestro Amo, que con trabajo gobernaban a las mulas y guiaban el carruaje por los agujeros y baches de las mal empedradas calles. Los cocheros verdaderos iban a pie, colgándose a veces del freno de las mulas que servían de guías y que seguramente desconocían la débil mano que tenía las riendas. Detrás de la estufa caminaban de dos en dos y con gruesos cirios en la mano, el resto de los nobles cocheros, los individuos, que pertenecían a diversas cofradías con sus escapularios blancos o verdes en el cuello, y después diversos particulares vestidos de negro y frailes dominicos, franciscanos, dieguinos, fernandinos y mercedarios, mezclados y todos con cirios de cera en la mano. Cerraba la procesión la numerosa y bien organizada música del batallón de Granaderos, que tocaba una marcha religiosa. Delante, en los costados y detrás de esta procesión multitud de curiosos que se empujaban y se atropellaban, ya para estar cerca de la música, ya para mirar a los señores cocheros, ya para rozarse con los hábitos de los frailes.

—Sacramentos y muy solemnes como yo nunca había visto en México —dijo Arturo a Josesito—. De esto no hay en Londres, y si no tienes mucha gana de almorzar, seguiremos un rato la procesión. Mucho me gusta ver esto. El culto católico es alegre y atrae a las gentes. Habla al corazón y a la imaginación al mimo tiempo. Los protestantes son tristes, áridos, haciendo alarde de una severa virtud que tal vez no tienen en el fondo. Sus iglesias no tienen santos ni altares. Paredes lisas pintadas de blanco, los asientos en una sala que parece un teatro pequeño, la tribuna para el pastor, y el coro para los cantores y cantoras que generalmente son muchachas muy bonitas, y con su voz suave de doncellitas lo hacen muy bien.

—Lástima que yo no pueda contar tantas cosas interesantes de Inglaterra como tú que has estado tanto tiempo, y en cuanto se arreglen nuestros asuntos y tenga yo algo seguro, que, como hay Dios, me marcho con Celestina, y bastante sé ya de inglés para hacerme entender; pero tengo curiosidad de saber para qué enfermo son estos sacramentos.

—Debe ser muy rico y personaje de alto copete, porque de otra manera no hubieran venido las confradías y los conventos enteros de frailes, ni mucho menos la música del batallón de Granaderos. Será sin duda muy íntimo del coronel y del comandante de la plaza.

Los dos amigos se agarraron del brazo para no ser separados por la multitud, que aumentaba en cada boca calle, resueltos a seguir los Sacramentos con música hasta la casa del enfermo.

Más de media hora anduvieron por diversas calles, donde se habían puesto de intento cortinas en los balcones, saliendo los vecinos a las puertas a alumbrar al Viático con delgadas velas de sebo, y cual fue el asombro de los jóvenes, cuando aquella religiosa comitiva se detuvo en casa de don Pedro, y el cura bajó de la estufa con el copón cubierto con un paño de oro y subió las escaleras, seguido de los hermanos de las cofradías y demás concurrentes. Desde la puerta del zaguán hasta la recámara del paciente había una alfombra de hojas de rosa.

Josesito y Arturo, sin hablarse pero guiados por un mismo pensamiento, se mezclaron con la concurrencia, donde no les faltaban conocidos a los que saludaron respetuosamente y en voz baja y compungida para unir sus manifestaciones de sentimiento a la de los amigos del enfermo.

Desde el salón hasta la recámara de don Pedro las puertas de los balcones estaban abiertas de par en par, y la luz radiante del sol daba a esas habitaciones amuebladas con lujo y regadas de hojas de rosa un aspecto muy alegre. El enfermo, recostado en una cama de bronce dorado y cubierto con una sobrecama roja de damasco de China, apenas dejaba ver una parte de su cabeza calva y la punta de su nariz, pues lo demás lo cubrían, sin duda por disposición de los médicos, finos pañuelos de batista. Frente a la cama, se improvisó un altar revestido de sobrecamas de China, bordadas de colores y encima un limpio mantel de alguna iglesia; seis grandes candeleros de plata con velas de cera alumbraban un crucifijo de una acabada perfección escultórica. En el mismo altar, y fijados en la pared, había multitud de cuadros al óleo de escaso mérito que representaban la imagen de santos y vírgenes, y habían sido mandados por monjitas, frailes y beatos, para que intercedieran por don Pedro y Dios le concediese la salud o una buena muerte si le convenía. Cuando el cura entró ya había en la recámara tres clérigos y dos padres camilos con su traje talar negro y su cruz roja en el pecho. La criada más antigua estaba de pie como una estatua en la cabecera de la cama, y las demás asomaban la cabeza por la puerta del gabinete excusado donde se ocultó Teresa la noche en que se verificó la extracción de las escrituras y papeles.

Josesito y Arturo, que como ya se sabe conocían íntimamente a la servidumbre de don Pedro, lo primero que hicieron fue hablar a las que estaban más cerca e inquirir en voz baja noticias. Don Pedro se había, no sólo restablecido del susto que le causó la aparición repentina de Teresa, sino que pocos días después comenzó a engordar y a recobrar sus fuerzas, comía mejor, subía la escalera sin fatigarse y estaba alegre como una pascua, y decía delante de los criados o a ellos mismos, que desde la resurrección de Teresa, aparte de la impresión pasajera que le había causado, estaba más contento y los negocios arreglados, y que no tenía otro pensamiento sino que se casase con el capitán y viviesen con él en familia, y a este efecto había mandado disponer y decorar lujosamente el departamento mejor que les tenía reservado. El amo estaba inconocible, decían las criadas, y Arturo y Josesito, cada vez más asombrados al oír estas noticias, tanto más cuanto que estaban enterados por los informes de Luis que el juzgado había dictado una providencia que quitaba a don Pedro el manejo de los bienes y le señalaba un plazo perentorio para la formación de las cuentas.

—Pero el pobrecito del amo —proseguía la galopina—, salió antes de ayer después de que le di el desayuno, muy contento, bueno y sano, y ya a medio día se puso malo. Se llamaron inmediatamente los médicos de cabecera, que. dijeron que estaba muy malo, y citaron junta que se verificó en la tarde y asistieron cuatro médicos más; en todo, siete. En la noche le abrieron un tlacotl que tenía en la espalda, y el pobrecito del amo gritaba tanto que daba lástima, y para que no se oyera en la calle tuvimos que cerrar los balcones. Después de la operación los médicos de cabecera se quedaron un rato y dijeron que era necesario que se confesara y recibiese los Sacramentos. Buscamos al padre Martín, pero imposible de encontrarlo, y como se agravaba, el portero, que había sido criado de San Camilo, fue por unos padres que vinieron en el acto, lo confesaron y lo han estado ayudando a bien morir. El escribiente fue a arreglar los sacramentos y a convidar, y ya ven ustedes en qué situación se encuentra, que creemos que no acabará la noche.

Esta conversación, de que no perdieron una sílaba Josesito y Arturo, pasaba mientras los asistentes, arrodillados delante del altar y con los cirios encendidos en la mano, rezaban diversas oraciones que debían preceder, según orden expresa de don Pedro, al acto solemne de la Comunión, y que concluyeron cuando ya nuestros amigos se habían enterado de cuanto querían saber.

El cura, con el copón y la hostia consagrada, y ayudado del acólito que tenía una bandeja de oro, se acercó al lecho del enfermo, el cual hizo un esfuerzo para sentarse en el lecho y lo logró ayudado de los dos padres camilos.

—¿Tienes algo de qué reconciliarte? —le dijo el cura con una voz solemne—, y ten presente que vas a recibir el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, y que tu alma debe estar sin la más leve mancha y pura como el día en que naciste.

Don Pedro hizo una seña negativa, murmuró algunas palabras que nadie comprendió y sacó una lengua negra que instintivamente hizo retroceder la mano del cura que tenía la pequeña hostia; sin embargo la colocó de modo que no pudiese caer sobre las sábanas, y al mismo tiempo pronunció las palabras solemnes: Corpus domine nostre Jesucristi custodiam animan tuan, etc.

Don Pedro retiró su lengua negra, donde se pegó la forma, y cerró su boca; los padres camilos lo recostaron en las almohadas, y la criada le colocó en orden los pañuelos de batista.

—Si te conviene, Su Majestad te dará, con esta comunión, la salud en este mundo, y si no la vida eterna.

Arregló en seguida los santos óleos que, seguramente después de haber visto una lengua tan negra, no consideró conveniente pasar por los pies de don Pedro, y como nadie reclamase o exigiese esta ceremonia, pasó por olvidada, y el eclesiástico, con su copón de oro en la mano, bajó solemnemente la escalera seguido de los concurrentes que, con cirio en mano, habían llenado la recámara, y montando en la estufa, la campanilla anunció que los Sacramentos con música, que había tocado piezas del Pirata mientras comulgaba el enfermo, habían terminado, y que la comitiva, sin hacer rodeos, por diversas calles se dirigía directamente al Sagrario.

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