Sin que lo pretendiese, y por efecto de la organización que dio a las tropas el general en jefe de los polkos, Arturo se encontró en el convento de la Concepción a la cabeza de su compañía y de ochenta o cien paisanos más que se habían presentado voluntariamente unos con armas y otros sin ellas.
Fácil es figurarse el inmenso placer de Arturo al considerarse como quien dice árbitro de la suerte de Aurora que habitaba el santo claustro convertido en una fortaleza inexpugnable. El día que siguió al pronunciamiento no hubo nada de notable. Un cañonazo disparado de la trinchera de Tacuba, cuya pesada bala fue a aportillar uno de los arcos del acueducto. La bala fue recogida con ruidosa algazara por los incansables muchachos y no hizo daño a ninguna persona. Carreras de caballos, como se dice en los días de alarma, es decir, ayudantes y oficiales que recorrían a galope las calles encargados de traer y llevar órdenes y comunicaciones; balcones que se abrían y por donde asomaban las cabezas mal peinadas y los bustos medio descubiertos de vecinas, más bien curiosas que asustadas, y negociaciones diplomáticas para que terminara el conflicto. Los polkos decían que depondrían las armas si se separaba del Gobierno el alto personaje que los quería desarmar o enviar a Veracruz. El testarudo personaje respondía que primero le quitarían la piel que abandonar la silla del Gobierno. Entre tanto los dos partidos se reforzaban y se preparaban a la lucha dentro de la ciudad. Los polkos, para vencer necesitaban formar una columna, tomar el Palacio y aprehender al vicepresidente y a los ministros. El vicepresidente, para dominar esta reacción verdaderamente clerical, necesitaba tomar a la bayoneta uno a uno los sólidos edificios de que se habían apoderado los polkos. Como una y otra cosa eran difíciles, cada partido no podía hacer más sino alentar a los suyos, disimulando las dificultades y engañándolos con esperanzas o con otras ficciones, merced a las que los batallones de Moderados tenían que permanecer firmes en sus cuarteles y resueltos a defenderse aun cuando fuese contra su voluntad. Inútil es decir que en las noches que siguieron ni el cohete de luz se elevó en los aires y las campanas de la catedral permanecieron en silencio. Josesito fue engañado miserablemente por los mayordomos de los conventos, y a su vez engañó inocentemente a sus amigos de la Guardia Nacional.
Arturo, por sí o por no, y aunque no le importaba gran cosa la política y la revolución en que se hallaba complicado, era jefe novel y quería quedar bien, no ante su general en jefe que no conocía, sino ante Aurora, la dueña de sus pensamientos.
Una mano oculta proveía de parque, de costalillos, de arena, y aun dinero (con mucha economía) a los puntos pronunciados; así es que el elegante jefe de la Concepción tuvo poco trabajo para transformar el monasterio en un castillo capaz de soportar un largo sitio. En la esquina del callejón por donde en otros días había tratado de escalar el convento, levantó una trinchera con una guardia, cortando así la comunicación con las calles de San Lorenzo. Las puertas del templo las mandó cerrar, y en la amplia portería estableció su cuerpo de guardia, con su polígono avanzado y su escolta correspondiente. Las torres y bordes de las bóvedas las guarneció con sacos de tierra, de modo que los soldados podían hacer fuego sin descubrir la cabeza. Él, vestido de azul oscuro, con su cachucha con galón de oro, sus presillas de capitán y su espada al cinto, dominaba e imponía a la fuerza que tenía a sus órdenes.
Lo que hizo Arturo en la Concepción lo ejecutaron también los demás jefes en sus respectivos puntos, y en la línea establecida y fortificada. En la línea del Gobierno se practicó igual cosa, y el coronel de los granaderos cercó las puertas de la Ciudadela, y alistó una batería de campaña para lo que pudiese ofrecerse, y con sus mil soldados, muy bien vestidos y armados, esperó los acontecimientos. Era como si dijésemos la niña bonita de la situación. Todos lo enamoraban, cada partido quería atraérselo y merecer sus favores. Él, desdeñoso y firme, se contentaba con que los granaderos enseñasen por entre los baluartes sus altas gorras de pelo de oso negro.
Las cosas tomaban un aspecto serio y no se presumía ni cómo habían de acabar.
Una mañana, a la hora del alba, se escucharon dianas en toda al línea de los polkos y dianas en el Palacio Nacional y en los cuarteles de los puros. Un tremendo cañonazo disparado de la trinchera de Tacuba hizo correr a la multitud de gente que andaba por las calles, curiosos los unos, sirvientes de ambos sexos los otros, que salían a proveerse de lo necesario en las tiendas y plazas. En momentos las calles quedaron desocupadas, las tiendas y balcones se cerraron y hasta los perros despavoridos corrieron en todas direcciones en busca de sus madrigueras. La pieza de artillería siguió disparando y haciendo estremecer las vidrieras de las casas cercanas, y un fuego nutrido de fusilería se propagó en las torres y bóvedas de las iglesias que, como otros tantos fuertes, formaban las dos posiciones enemigas. En los intervalos, y mientras unos y otros cargaban sus armas, los puros vomitaban injurias y desvergüenzas horribles contra los polkos. Los criados que habían limpiado una semana antes las botas, disparaban balas contra sus amos; los cargadores contra los comerciantes que los habían ocupado y dado de comer; los aguadores contra los vecinos a quienes habían surtido de agua; el populacho entero armado por el gobierno se revelaba contra la sociedad misma que le daba su sustento y con la que días antes vivía en la más completa armonía. El día, caluroso, lo fue más con el fuego y la fatiga para los nacionales de los dos bandos. Las descargas disminuyeron gradualmente, y la ciudad, sin alumbrado, con los faroles hechos pedazos, regada de fragmentos de cartuchos y oliendo a pólvora, quedó desierta, como si los habitantes la hubieran abandonado. Tres días pasaron a poco menos de la misma manera; pero al cuarto día, fuese por un acuerdo entre los beligerantes o fuese por las propias e ingentes necesidades de la sociedad, hubo una notable modificación.
Al sonar la alba en la Catedral se tocaban las dianas en todos los cuarteles, la pieza de artillería de la esquina de Tacuba disparaba su estrepitoso cañonazo, y el fuego de fusilería comenzaba de torre a torre y seguía sin interrupción hasta las ocho. A esa hora el fuego cesaba, la pieza de artillería se refrescaba y se limpiaba y parecía que de las piedras brotaban criados y criadas con canastas; señoras de saya y mantilla que acudían a sus negocios y aun hasta a las iglesias a oír la misa; indios y mercaderes de toda especie que con sus frutas, legumbres, leña y carbón en sus hombros o en burros, atravesaban las calles. Las líneas eran visitadas por miles de curiosos y se encontraba en las calles bizcochos, frutas, dulces, baratijas, verdura, cigarros, cerillos, en una palabra, cuanto podía ser necesario, no sólo para la vida ordinaria, sino hasta para el lujo y los placeres. Sonando las diez en el reloj de la Catedral, era, como el día del juicio, una carrera universal, un cerrar de puertas y ventanas, un susto como si fuese el primer día. Cinco minutos después las calles quedaban despejadas y la fusilería comenzaba de nuevo para terminar cerrada ya la noche. En el intermedio había reconocimientos de caballería; columnas que salían del Palacio y volvían a entrar; proyectos de asalto por el rumbo de la Ciudadela, de donde salía una compañía de granaderos con una o dos piezas de artillería, hacía fuego sobre alguno de los puntos y se retiraba después vista la defensa vigorosa que hacían los polkos, a quienes se creía tímidos y delicados, y que para desengaño de sus adversarios daban muestras de valor y de fortaleza.
Cuando Arturo vio que así pasaban las cosas, sin tratar de inquirir cuándo, ni cómo acabarían, tomó por su parte las disposiciones que le parecieron más convenientes. A escote entre él y los oficiales y soldados que eran sus amigos, se proveyeron de vinos, de conservas, de frutas y dulces, de una baraja, de un dominó, de un ajedrez y de una guitarra, y poco faltó para que no llevase un piano y algunas partituras de las óperas de moda.
Los primeros días las monjitas se mantuvieron retiradas en sus celdas y en los patios interiores, no dando la cara sino las hermanas torneras; pero antes de una semana las esposas del Señor estaban ya familiarizadas con estos nuevos soldados de Cristo, que en resumen en aquellos momentos exponían su vida por defenderlas de las garras de los puros que estaban en Palacio. Ocupadas en sus oraciones y sin que les faltase la misa, pues uno de sus capellanes vivía cerca del convento, el tiempo que les quedaba libre lo empleaban en hacer curiosas bolsitas de seda encarnada, conteniendo en el centro reliquias y huesitos de santos, que regalaban a los guardias nacionales y éstos se engalanaban con estas religiosas chucherías, colocándolas en los ojales de sus uniformes como si fuesen caballeros condecorados de alguna orden. Esta familiaridad, digámoslo así, establecida entre religiosas y soldados nacionales, proporcionó al comandante Arturo la oportunidad de habitar una de tantas celdas vacías que tenía su pequeño salón amueblado y una cocina. Una de las criadas del convento se prestó a servir a los simpáticos huéspedes, y con esto ninguna comodidad les faltaba. En las horas del almuerzo y de la comida, que era en la portería convertida, como se ha dicho, en cuerpo de guardia, no faltaban los más bien condimentados manjares, ni los mejores vinos, ni la más agradable sociedad y conversación. Cuando las partidas de caballería del Palacio o los granaderos de la Ciudadela hacían sus excursiones y amagaban la línea, el clarín de la torre daba el toque de enemigo a la derecha, o enemigo a la izquierda, los improvisados campeones abandonaban precipitadamente los manjares, los vinos y dulces y corrían a las armas, formaban en guerrilla que salía a la calle a repeler al enemigo, si era necesario, y ocupaban las alturas. Arturo era el primero en actividad e intrepidez. Cuando el enemigo se retiraba, los fusiles se colocaban en el armero, los centinelas se sentaban acostando su arma entre sus piernas y la tertulia continuaba más animada.
Arturo, que como jefe del convento tenía el mando absoluto y podía entrar por todo él, se dedicaba a explorarlo por varias razones, y debemos asegurar qué la primera y principal era encontrar la ocasión de tropezar con Aurora, como por casualidad, de hablarle como por casualidad también, y de casarse de la misma manera como por casualidad, y si posible era, en el mismo convento; pero la verdad es también que hasta entonces y en el tiempo transcurrido apenas la había visto de lejos, y en compañía de grupos de religiosas, y sólo había podido cambiar algunas miradas, más ardientes que los cañonazos y tiros de fusil que se disparaban durante el día en esta singular guerra. Arturo no tenía idea de un convento de monjas en México, y entre los conventos, el de la Concepción era uno de los más antiguos e importantes. El patio que llamaban principal, estaba formado de una portalería que daba entrada por sus anchos corredores al coro bajo, a la sacristía interior, a la portería y a las rejas; es decir, a las piezas que comunicaban a la calle y donde las monjas, mediando una reja de fierro, acostumbraban recibir a sus parientes y visitas. Ese patio comunicaba a otro menos extenso, donde estaban los lavaderos, un tanque de agua limpia y las oficinas destinadas a la contaduría, sala de juntas, ropería, cocinas y despensa. De ese patio se pasaba a un jardín, en cuyo centro había una pieza de agua con más de una vara de profundidad y una canoa donde podían navegar las religiosas, y en ese jardín y aquí y allá, calles, verdaderas calles, con habitaciones, compuestas de salón, recámara o recámaras, comedor, cocina, cuarto de baño y despensa. Era una especie de pequeña ciudad amurallada, donde hubiesen podido vivir cómodamente cuatrocientas monjas, y en efecto, algunas ocupaban esas casas, tenían una o más criadas y, excepto los actos que era preciso hacer en comunidad, vivían con entera independencia. Como en la época de estos acontecimientos no pasaban de sesenta las religiosas, una parte del convento estaba completamente inhabitado. Arturo se entregaba con una especie de asombro a estas exploraciones que podían calificarse como las que hace un viajero a un país desconocido, y en efecto, después de más de dos siglos que llevaba el convento de haberse fundado, ninguna planta profana había pisado esas misteriosas construcciones, que se aumentaban, se modificaban y se transformaban según las ideas y caprichos de las abadesas. Con un maestro de obras a su disposición y una cuadrilla de albañiles y carpinteros, hoy se construía una vivienda, mañana se plantaba un jardinito, otro día se cerraba una comunicación y se abría otra por distinto lugar. Al fin de una pequeña calzada de árboles, se tropezaba con un sepulcro. El caballero bienhechor del convento había dispuesto, como última voluntad, que se le enterrase en medio de sus monjas, y aparecía hincado de rodillas en actitud de rezar, revestido con su armadura y su casco de acero de Milán. Al dar vuelta a esa calzada fresca donde descansaba tranquilo ese noble muerto, se encontraba una capilla donde ardía día y noche una lámpara; a la izquierda, otra sepultura con un conde de piedra acostado, con las manos sobre su elevado pecho; después, otra y otros monumentos, ya de obispos y bienhechores, ya de abadesas o monjas que habían muerto en olor de santidad. Una vidriera se abría misteriosamente y con tiento, y dejábase ver el rostro fresco de una religiosa; otra puerta se cerraba, con la misma precaución, y a lo lejos un grupo de tres o cuatro monjas arreglaba las macetas, quitaba la mala yerba de los pequeños prados o depositaba semillas diversas en un arriate. A veces no encontraba Arturo alma viviente en sus paseos por esa intrincada parte del convento, pero después, como hemos dicho, las religiosas hacían sus diarias ocupaciones o paseos, como si nada hubiese alterado su vida y sus costumbres habituales, y aun se acercaban a él procurando inquirir noticias y asegurándole que nada les sucedería ni a él ni a sus soldados, pues que habiendo abrazado la causa de la religión, ellas rogaban a Dios que los libertara de todo mal, y, piadosas como eran, rogaban también por los pobres puros, esperando que cambiaría su corazón y se separaría de ese peligro en que estaban de morir sin confesión; pues, según el señor mayordomo les había contado, no tenían capellán, ni oían misa y se burlaban de los santos. Estos viajes al convento inhabitado entretenían mucho la imaginación romántica de Arturo, y la sencillez y candor de las conversaciones de las monjas, hacían crecer su amor y entusiasmo por Aurora, pues suponía, y con mucha razón, que, aunque con más trato y mundo, no difería sino muy poco de la sencillez e inocencia de las santas mujeres que tenía enclaustradas en su formidable castillo; pero en todo esto, pasaba un día y otro, y nada, imposible de ver a Aurora sino como una imagen fugitiva que huía de él. Resolvió, pues, hacer con pretexto del servicio, sus excursiones en las noches, y dio aviso de ello a la superiora para inspirarle más confianza y evitar todo motivo de alarma.
Una noche, después de visitar los puntos del fuerte, de reforzar sus guardias, de amonestar a sus soldados a una resistencia heroica y de dar sabias disposiciones militares para el caso de un ataque, dijo, con intento de ser oído de los que le rodeaban, que estando fatigado se retiraba a dormir un par de horas a su celda, a donde efectivamente entró, pero a los diez minutos salió con precaución sin ser visto, atravesó el gran patio, abrió la puerta del callejón oscuro y medio ruinoso que conducía a la parte solitaria del convento y comenzó a vagar sin plan fijo por entre aquellas callejuelas, capillas y jardines abandonados y silenciosos.
A medida que se internaba en ese laberinto, aumentaba la oscuridad. Las estrellas apenas proyectaban una triste luz sobre las capillas y sepulturas; como perdidos y lejanos se oían los ecos de las voces roncas y aguardentosas de los puros, que no cesaban de lanzar sus maldiciones a los polkos. La luz de uno que otro disparo de fusil de algún campanario iluminaba como un fugitivo relámpago, y el viento, entrando y saliendo en las rendijas de las viejas ventanas y en los montones de piedras y por entre los ramajes de los árboles, formaba ruidos extraños semejantes al cuchicheo de grupos de conspiradores o de ladrones que combinasen un robo con efracción. Arturo, sin darse cuenta y avergonzándose de su propia debilidad, tuvo miedo, recordó su proyecto de asalto al convento y consideró lo difícil que hubiera sido a Aurora llegar sin ser atacada de un pánico hasta la tapia del callejón, que creyeron la más accesible para la fuga. Después de reflexionar un rato y sobreponiéndose de su debilidad nerviosa, trató de buscar la salida y regresar a dormir un par de horas, en el mullido lecho de su celda, pero le fue imposible, entraba por un callejón y salía por el otro, como de rigor acaban los cuentos con que las nodrizas duermen a los niños, y también como en los cuentos de las nodrizas veía a lo lejos aparecer y desaparecer una luz que se retiraba a medida que él la perseguía. Repentinamente la luz desapareció, las nubes habían velado las pocas estrellas que débilmente alumbraban la negra noche; una granada disparada de la Ciudadela quizá como una señal convenida para dar un asalto inesperado a la línea, pasó zumbando sobre las bóvedas, y al mismo tiempo sintió Arturo que una sombra, una visión pasaba junto a él, rozaba su vestido con el suyo y murmuraba palabras que no pudo comprender y que se perdieron en el viento. Arturo buscó algo en que apoyarse y sus manos asieron la cabeza dura y fría de la estatua del benefactor del monasterio, arrodillado hacía quizá más de un siglo en aquel sitio, haciendo compañía a las religiosas muertas como él, y a quienes tantos bienes había hecho con su influjo y su dinero.
—¡Miserable naturaleza! tan frágil y tan débil que un viento la asusta y el vuelo de un pájaro la mata —dijo Arturo limpiándose con la manga una gota de sudor frío que corría por su frente—. Me habría caído si no encuentro el apoyo de la estatua de este venerable Conde que estaba muy distante de pensar cuando ordenó que se le enterrase en este convento que me había de prestar un servicio tan importante. ¡Bonito papel habría hecho el comandante de la Concepción, desmayado de miedo junto a una estatua de piedra! en fin, afortunadamente nadie me ha visto, y este momento de terror pánico será un secreto que no revelará la estatua de piedra del bienhechor. Dejémosla en paz, y lo más acertado es dormir el resto de la noche y dejar que la casualidad haga que me encuentre con la adorable monjita que se ha posesionado de mi corazón.
Arturo, orientándose como mejor le era posible, tomó o creyó tomar el camino del callejón para salir al patio grande, y de allí a su celda. La luz misteriosa apareció en ese momento entre los árboles y casas ruinosas y solas.
—En esta vez no se me ha de escapar.
Y sin ver ni dónde pisaba y a riesgo de caer entre los escombros y piedras, corrió materialmente en seguimiento de esa estrella fugitiva. Al llegar casi a tocarla se apagó súbitamente, pero unas ropas de lana se rozaron contra él, extendió la mano, y una mano suave quedó aprisionada.
—¡Arturo!
—¡Aurora!
—¡Déjame, por Dios! Qué locura la mía de seguirte. Una fantasía, una niñería; quería realizar uno de los cuentos maravillosos que nos refieren cuando somos niños. Una luz misteriosa en medio de una completa soledad, una luz que huye, que se pierde, que se apaga, perseguida y nunca alcanzada… eso es lo que quise hacer desde que he observado tus excursiones frecuentes a esta parte abandonada del convento. Desde que tuve la locura de prometerte que me escaparía, lo que gracias a Dios no se verificó, no he cesado de recorrer todo este rumbo, y lo conozco tanto, que con los ojos cerrados lo andaría sin perderme. No me juzgues mal, Arturo, una mera fantasía de niña. Esto es todo. ¡Adiós!
—¿Y te dejaría huir ahora, querida Aurora, sin aprovechar esta feliz ocurrencia tuya? ¿Cómo te había de juzgar mal, vida mía, y cuando me tuteas, y me tratas con esa confianza de antigua amiga no te había de decir que eres mi único pensamiento y que bendigo esta revolución que por mi buena fortuna y sin pensarlo me ha conducido cerca de ti, y con el poder de las armas para sacarte de este convento y triunfar de tus miserables perseguidores?
—¡Qué cabeza! ¡Qué ligereza la mía, que un día u otro me ha de causar mucho mal! ¿Qué vas a creer, qué vas a decir para tus adentros, y cuando pienses que una muchacha, que es ya casi una religiosa, ha salido de su celda en tu seguimiento hasta encontrarte en un lugar apartado y solo en semejante noche oscura…? ¡Dios mío! tiemblo de pensar solamente en la locura que he hecho… ¡Adiós! ¡Adiós! déjame ir, déjame ir, suelta mi mano… no me vayas a juzgar mal. Si en la ciudad se supiese que hemos estado solos, solos a estas horas de la noche, en que todas las religiosas duermen, ¿qué escándalo tan grande? el arzobispo, los canónigos, la gente toda no se ocuparía más que de nosotros, y hasta se olvidaría la política al menos por un par de días… Déjame, Arturo, suelta mi mano, ya otro día nos volveremos a encontrar, yo lo procuraré, te lo prometo… déjame… si por casualidad despertara alguna monja, si a la abadesa se le antojara ir a mi celda. ¡Adiós!
—Imposible que te deje ir, querida de mi corazón. Quién sabe lo que mañana podrá suceder; si por acaso me toca una bala, moriré contento después de haberte dicho cuánto te amo… pero eso ya lo sabes.
—Quiero hacerme siempre la ilusión de que me amas —le interrumpió Aurora—, y en lo que no cabe duda es que tú estás aquí, aquí hace años, sin que nadie te pueda sacar.
Aurora llevó a su corazón la mano de Arturo que tenía asida la suya para impedir que se marchase.
—No pensemos ahora en desgracias ni en cosas funestas —le dijo Arturo, al sentir bajo su blando seno los latidos del corazón donde él reinaba sin rival—, sino en que todo ha de acabar bien. Platiquemos lo que hemos de hacer así que termine esta revolución.
—Tú que eres el jefe de este convento —le contestó Aurora—, y que lo defenderás como un paladín de los tiempos antiguos, tendrás bastante influjo para libertar a tu dama; pues bien, la pones en libertad y negocio concluido; es toda tuya con alma y vida. Te casas con ella, la llevas a tu casa, a la quinta de esa querida Teresa a quien amo tanto después de ti, a Francia, a España, donde quieras… tu princesa te seguirá, pobre o rico, por todo el orbe. En compensación, sólo exige que la quieras a ella solamente, a tu princesa, a ella solamente. Tú sabes mejor que yo lo que tienes que hacer. Toma, toma, es el sello de nuestro amor, la alma de tu Aurora que pasa a la tuya.
Aurora tomó en la oscuridad la cara de Arturo con sus dos manos, buscó su boca con su boca, y un beso ardiente y estrepitoso debió despertar en su casto lecho a las santas religiosas que dormían en la fortaleza improvisada que mandaba en jefe, uno de los más esforzados capitanes de la Guardia nacional.
Arturo creyó morir de placer, tendió los brazos para estrechar a la adorada criatura, pero no encontró más que vacío y sombras.
Le pareció un sueño, y las primeras luces de la mañana lo encontraron junto a la estatua de piedra del benefactor del convento.