X. Ataque a la línea y batalla en el fuerte

El toque de diana en los cuarteles y fortines de los pronunciados, y el estampido de los cañones del Palacio, sacaron a Arturo de su enajenamiento. Jamás había pasado una noche igual en su vida. Se tocaba el cuerpo y veía asombrado el sitio en que se encontraba, y no sabía si lo que le había pasado era realidad o sueño, pero a sus labios estaban pegados todavía unos labios suaves, y se estremecía como si sintiese de nuevo el amoroso y ardiente beso de la gentil Aurora. En ese momento olvidó que estaba la ciudad en plena revolución, que era jefe de un punto fortificado de mucha importancia, y que del éxito de la lucha dependía tal vez su suerte y su porvenir. Creía que al anochecer podría marcharse a la quinta de Teresa y sostener él, con la historia de sus amores, el interés y el atractivo de la tercera velada. Valentín estaba ya casado, y el matrimonio de Juan Bolao con Carmela, el del capitán con Teresa y el suyo con Aurora, formarían el cuadro completo, y en lo de adelante no habría sino festejos, bailes, banquetes, amores, viajes, alegría y goces interminables. La gloria eterna, como quien dice.

Preocupado en fabricar en su imaginación miles de castillos en el aire, se paseaba de uno al otro lado del cuerpo de guardia, cuando se le presentó Josesito arrastrando un largo sable con cubierta de acero muy bruñida, y vestido con el antiguo uniforme de los empleados en la Comisaría de guerra.

—José, José —le dijo Arturo—; ¡cuánto me alegro de que hayas venido! Necesitaba de alguno a quien contar mi dicha; ya verás… pero, ¿vienes a comunicarme alguna orden? ¿Qué tenemos de nuevo, cuándo acabará esta revolución? Llevamos días de estarnos tirando de balazos.

—Ninguna orden tengo que comunicarte —le contestó Josesito desembarazándose de su capote militar—; ya no soy ayudante del general en jefe. Lo he echado a pasear y me vengo a refugiar a tu cuartel. Tú me sostendrás, ¿no es verdad?

—Con el alma y la vida —le respondió Arturo—. Yo y las tropas que me obedecen están a tus órdenes, pero, ¿qué ha pasado?

—¿Qué quieres que pase? maldades y picardías. Nos han engañado como sabes, y porque reclamé, y con razón, que no pagan con puntualidad los escasos haberes que han asignado a los nacionales, se la echó de general en jefe y me insultó, y me dijo que me fusilaría si era yo insubordinado. Le contesté entre dientes cualquier cosa, lo eché al demonio, y me tienes aquí. El tal general en jefe no es más que un revolucionario como tú y como yo. Si dice que me quiere fusilar, puede ser que si tú me ayudas lo fusile yo a él. En tiempo de revolución todos somos iguales. El gobierno es el único que tiene el derecho que le da la ley; nosotros estamos sublevados contra la ley, esta es la pura verdad.

—Bien, no tengas cuidado y ya veremos cómo se compone esto; pero tú que vienes del cuartel general, ¿cómo ves las cosas, cuándo y cómo terminarán?

—Ni el diablo que lo sepa, Arturo; ya llevamos días, y no se le ve el fin a este maldito pronunciamiento. Nosotros no hemos de tomar el Palacio, porque nos harían pedazos con la artillería, y ni ellos han de forzar nuestros puntos, porque cada convento es un castillo.

—Si atacan éste, aunque sea con diez piezas de artillería, trabajo les ha de costar. Cerramos la puerta, y desde la bóveda y la torre les echamos balazos y no les dejamos un artillero con vida; pero dejemos esto por ahora, que ya no aguanto más y quiero contarte la deliciosa aventura de anoche.

—¿Aventura tenemos? —dijo Josesito muy contento, olvidando el disgusto que había tenido con su general en jefe.

—Sí, ven, ya verás qué cosa tan romántica; una verdadera novela.

Los dos campeones salieron fuera del cuerpo de guardia y se comenzaron a pasear frente del convento. Arturo refirió minuciosamente su excursión nocturna a la parte abandonada del monasterio, su encuentro con Aurora, y cuando llegó el momento supremo del beso, Josesito se chupó los labios y tronó la lengua.

—No hay mortal más afortunado que tú —le dijo abrazándole la cintura—. Las más bonitas muchachas se mueren por ti; y si yo te contara lo que sé sobre este particular te hincharías como un pavo; pero, ¿qué mayor felicidad que la que has tenido de que te venga a buscar la hermosa mujer a quien has amado desde que la conociste, te entregue su voluntad, su vida y su gran caudal? porque no te canses, después de lo que oímos y vimos no me cabe la menor duda de que al viejo tutor de Teresa se lo han llevado los diablos, y ese heroico y santo padre Martín ha de haber recobrado el capital efectivo que corresponde a Aurora.

—Te juro, José, que lo que menos me ocurrió fue lo del dinero, y ni tiempo tuve para contar a Aurora lo que nos pasó y decirle que teníamos al padre Martín enteramente favorable. No pensaba más que en ella, en ella sola…

La llegada de un ayudante del general en jefe interrumpió la sabrosa conversación de los dos muchachos.

—Señor comandante —dijo el que llegaba—, mi general me manda decir a usted que si el capitán que llaman Josesito se presenta en el punto, lo aprehenda usted y lo mande al cuartel general, custodiado por cuatro hombres y un cabo.

—Presente —dijo Josesito, encarándose resueltamente con el ayudante—; aquí me tiene usted. ¿Sabe acaso para qué me quiere el general en jefe?

—Mucho me temo que sea para fusilarlo —contestó el ayudante—, porque está muy enojado; dice que le ha faltado usted al respeto y que es necesario hacer un ejemplar.

—Pues que lo haga con la buena señora de su madre, que lo que es conmigo, tendrá trabajo y será necesario que mande atacar este convento y que lo tome a viva fuerza, y todavía quién sabe, ¿no es verdad Arturo que tú no me entregarás?

Arturo sin responder a Josesito, hizo una seña con los ojos al ayudante, se apartaron y hablaron algunas palabras en secreto.

—¡Convenido!, ¿no es verdad? —dijo recio delante de Josesito.

—Convenido —contestó el ayudante.

—Bien, le dirá usted al general que José se ha presentado a hacer su servicio en este punto, que si me lo permite pasaré yo mismo al cuartel general a hacerle ciertas explicaciones y que entre tanto queda arrestado el culpable y a su disposición.

El ayudante saludó y se marchó.

—¡Qué has hecho, bárbaro! —le dijo Josesito asustado—. Ese llamado general en jefe, que no es más que un farolón, es capaz de cometer un atentado.

—No seas tonto, José, no hará nada; lo que importa es quitar el primer golpe. De aquí a una hora, los mismos acontecimientos harán que se olvide de ti, pero si insiste, digo que te has fugado y te escondo en el interior del convento, donde Aurora tendrá cuidado de ti y no te encontrarían aunque te buscasen con una linterna.

—Bueno, como quieras —le dijo José—, y en caso necesario, al mismo general en jefe le echamos balazos.

—Lo haría si me viese forzado a ello —le respondió Arturo—; ¿cómo era posible que yo te entregue para que te mataran? pero ni lo hará; son amenazas, fanfarronadas y nada más, pero vamos a lo que antes decíamos. ¿Cuándo terminará esta guerra?

—Te dije mi opinión, pero espera; la cólera que tenía me impidió contarte lo más esencial. Parece que ha habido una sangrienta batalla que ha ganado el general Santa Anna, por el rumbo de Saltillo al general americano Taylor. Los puros van a enviar una comisión a San Luis, y los polkos tratan de anticiparse y que la suya llegue primero. Pude escuchar esto fingiéndome el dormido en un sillón de la pieza que sigue al despacho del general en jefe, y creo fue ese el verdadero motivo de su enojo, pero sea lo que fuere terminará esta lucha sí el mismo Santa Anna viene, o según las órdenes que mande. ¿A favor de cuál de los dos partidos? Eso es lo que no se puede saber.

—Mal estamos, José, muy mal. A nosotros lo que nos importa personalmente es que esto acabe lo más pronto posible. Si ganan los puros echan a las monjas, y Aurora, aunque no quisiera, saldría del convento. Si ganan los polkos, tendremos bastante influjo para aniquilar a don Pedro, si es cierto que le hizo crisis la enfermedad según lo refirió Luis.

La llegada de muchos indios conduciendo en sus burros huacales de fruta, y de varias personas que querían hablar al comandante del punto, volvió a interrumpir la conversación de los dos amigos. Efectivamente las cosas se habían ordinariado, como suele decirse, y la ciudad se había acostumbrado y aun regularizado ese estado revolucionario. El gobierno y una mitad de la población se proveía por las garitas del Norte, y los polkos y la otra mitad por las garitas del Oriente. Nada faltaba, ni aun pan caliente, pues las panaderías hacían su amasijo en las noches, como de costumbre, y pan, y víveres, y todo, se distribuía a las horas del armisticio. La plaza misma de la Concepción, ordinariamente poco concurrida, se había convertido, no sólo en un abundante mercado, sino en una alegre feria llena de vida y de movimiento, como si reinara la más completa paz. ¡Cosas singulares de México! Hasta entonces no había habido más que tres o cuatro muertos y algunos heridos de poca gravedad, y los combatientes habían concluido por estar perfectamente acomodados y a gusto en sus líneas respectivas, y las horas de los balazos y de las blasfemias eran ya reglamentarias, y acabada esta faena, los nacionales de ambos bandos tornaban a reír, a comer, a descansar, quedando únicamente los vigías y las guardias, y los fusiles de los demás, recargados sobre el borde de las azoteas y de los sacos de tierra.

El rumbo de la Concepción, merced al buen comportamiento de la guarnición y del jefe que la mandaba, era lo más concurrido, lo más seguro, y en las casas de las cercanías se habían improvisado bodegones, comercios y pastelerías. Entre los muchos que querían hablar a Arturo se presentó uno solicitando establecer una cantina dentro del convento. Arturo, sin mirarlo siquiera, le dio el permiso, y el agraciado entró en el acto seguido de tres a cuatro cargadores.

Arturo y José siguieron platicando un rato de sus negocios, y cuando entraron en el cuerpo de guardia encontraron ya una cantina instalada en toda forma. Un armazón con sus botellas de vinos y licores surtidos, perfectamente alineados, un pequeño mostrador, mesitas, sillas, platos, latas de conservas, salchichones, pan caliente, bizcochos y ollas de Guadalajara llenas de agua fresca. Vamos, era una maravilla de las Mil y una Noches. Los nacionales felicitaron a Arturo y le dieron las gracias. Estaban muy contentos, pues no todos tenían oportunidad de ir a comer a su casa, o de que les llevasen sus alimentos al cuartel. Cual más cual menos tenía dinero, y la mayor parte jóvenes de buenas familias o artesanos acreditados que habían ido por no tener qué hacer a ocuparse en algo y prestar sus servicios, sabiendo que José y Arturo mandaban allí y los conocían por haber hecho trabajos, ya para ellos, ya para la quinta. Era en realidad una familia, y la guerra la habían convertido en fiesta. Así son los mexicanos.

Fuele presentado a Arturo el jefe de la prodigiosa cantina con una cómica solemnidad por los nacionales. Era un hombre de mediana estatura, con el cabello entrecano muy alborotado, y la mitad de la cara casi negra.

Arturo le dijo algunas palabras elogiando la magnífica instalación, y se fijó, mientras que hablaba, en la manchar negra de su cara, pero cuando el cantinero se volvió del ladó donde no tenía nada, como que lo quiso reconocer y recordar que en alguna parte lo había visto, pero no acertó y le molestaba esa idea.

El resto del día se pasó de lo mejor. El fuego de una y otra parte fue muy flojo. El cañón de la trinchera de Tacuba hizo muy pocos disparos; de la Ciudadela no hubo ninguna salida, y en el fuerte de la Concepción, más parecía un día de jolgorio que no de guerra. El cantinero vendió más de la mitad de sus existencias, y los nacionales almorzaron y comieron como en un banquete. La fruta, sobre todo, fue tan abundante, que una parte se regaló a los grupos de muchachos que estaban constantemente parados delante de la fortificación.

Cuando el cantinero se desocupó un poco y dejó encargado el mostrador a un muchachuelo que le servía de dependiente, se acercó a Arturo y a José, que fumaban y tomaban el café que les habían enviado las madres monjitas.

—Desde que entré reconocí a usted, señor comandante, y no sabe cuánto me alegro de que la casualidad me hubiese traído aquí. Vivo en la primera calle de San Lorenzo, y un amigo encuadernador, que es guardia nacional y está de servicio aquí, me dijo que era buen negocio poner una cantina, que el jefe era muy bueno y que él me conseguiría la licencia. Como tenía mí habilitación lista, me vine inmediatamente con mis cargadores y mi muchacho, encontré a usted, y ya lo vé, por su favor no me ha ido tan mal, y mañana a las horas de la suspensión del fuego traeré mejor surtido que el de hoy.

—Con esa mancha negra que tiene usted en la cara no era fácil reconocerlo, pero cuando le vi la parte limpia quise recordar…

—De fijo me ha de haber usted recordado, señor Arturo. El tendero de Jaumabe, donde usted y el capitán descansaron y refrescaron cuando acababan de llegar.

—Acabaras… —exclamó Arturo, dándose una palmada en la frente—; es verdad, don Mariano el filósofo de Jaumabe.

Un mundo de recuerdos se vino en tropel a la memoria de Arturo y se puso serio, y casi tuvo el ánimo de despedir en el acto al cantinero, pero eso pasó pronto, y le ocurrió la idea de saber las aventuras de este ilustrado volteriano y renovar un viejo conocimiento.

—Vaya, me alegro también de esta casualidad, amigo —continuó diciéndole—; pero yo lo creía muerto o en el interior. ¿Cómo diablos ha venido usted a dar en estos momentos, precisamente a este cuartel?

—Qué quiere usted, señor comandante, las piedras rodando se encuentran. Volví a mi profesión de tendero o cantinero, que es lo mismo, y es de lo que entiendo, pero no he prescindido de mis ideas; pera mí Voltaire y Marat son los dos hombres más grandes de la tierra. El uno matando con sus libros la superstición, y el otro cortando con la guillotina la cabeza de los supersticiosos, han hecho a la humanidad los más grandes servicios. Yo de muy buena gana habría establecido mi cantina en un cuartel de los puros, pero además de ser difícil pasar, son tan arrancados y tan drogueros que se habrían acabado toda mi cantina sin pagarme un real. Qué quiere usted, sus ideas son de lo mejor, pero sus bolsas están siempre vacías, y los pobres como yo y que tienen que sostener con decencia y como conviene a dos señoras, una mayor que es mi mujer y otra ya casadera y muy bonita que es como si fuera mi hija, debemos buscar la vida; y como usted es tan guapo y tan amable como cuando le conocí… vaya si está usted mejor con esa barba, tan crecida, y tan negra… yo tuve la desgracia de sufrir una quemada y de desfigurarme a tal grado, que usted mismo no me habría reconocido si no le digo quien soy.

Arturo y Josesito estaban muy atentos escuchando al filósofo de Jaumabe, y le instaron para que refiriese lo que le había acontecido desde la última vez que lo vio Arturo.

El tendero, que no era nada tonto, pasó por alto cuanto se refería a Celeste, y comenzó su narración desde el momento en que, haciendo compañía con una viuda que tenía dos niñas, abrió la famosa tienda del Sol Mexicano. Les refirió la lucha terrible, la muerte de Juan el Atrevido, asesinado por Culebrita, el incendio que devoró la casa y los demás pormenores de la catástrofe. De las dos niñas una desapareció sin que él hubiese vuelto a saber de ella, y teniendo miedo de que el coronel Valentín le pidiese cuenta de su hija, que se llamaba Carmen y que estaba confiada al cuidado de la viuda, se habían ocultado en un cuarto de la casa de Novenas de la Soledad de Santa Cruz, hasta que logró encontrar una colocación de escribiente en la hacienda de la señora Adalid en los Llanos de Apam. Cuando creyó que Valentín no lo perseguiría volvió, a México y procuró ganar su vida de Evangelista en el Portal de Santo Domingo, y no dándole bastante producto este trabajo, emprendió el comercio de libros viejos en las Cadenas, pero como el surtido se componía de las obras de Voltaire, del Citador, Las Ruinas de Palmira, de Volney, Eloísa y Abelardo, Cornelia de Bovorques, la Lucinda y otros por el estilo, parece que un canónigo que revisó un día los libros bajo el pretexto de comprar alguno, se quejó al Ayuntamiento y jéste le prohibió la venta en el atrio de la Catedral. Desesperado y no hallando qué partido tomar, se metió a cantinero de los regimientos y ya en un cuartel, ya en otro, hacía su negocio, que había prosperado hasta el grado que la cantina que había establecido en la Concepción estaba más surtida que la Gran Sociedad.

Arturo y Josesito escuchaban con interés la relación del antiguo tendero de Jaumabe, y se proponían ocupar la próxima velada con dar una sorpresa a Valentín, presentándole a la persona misma que había dado los primeros elementos de educación a la bella Carmela. Don Mariano no tuvo dificultad en prometerles que tan luego como las circunstancias lo permitieran los llevaría a su casa, y no dudaba que quedarían prendados de la viuda y le aprobarían que se hubiese casado con ella.

—Pero se le ha olvidado a usted referirnos —le dijo Arturo—, cómo y por qué se convirtió usted en hombre de dos caras, porque verdaderamente, representa usted un negro completo por un lado, y por el otro un hombre blanco de facciones regulares y hasta bien parecido. Un viejo respetable en último caso.

—¡Ah, señor Arturo! eso fue lo más cruel de mi desgracia. Como les he dicho, presté a los muchachos cuanto dinero tenía sobre las alhajas que tenían, y que sin duda se habían robado, pero eso no me importaba a mí, y mientras pensaba cómo realizarlas o indagar quién era el dueño para lograr un buen rescate y no tener nada que ver con la policía, las oculté cuidadosamente. Salimos como se pudo de la casa en medio de las llamas y no sin habernos quemado. Mi mujer tiene todavía una cicatriz en una pierna, y mi hija, es decir, la niña que llamo mi hija, se le ve otra en el carrillo izquierdo, y las mías están en las manos, vean ustedes.

El filósofo enseñó sus manos, a donde en efecto se notaban nudos, arrugas y manchas, y prosiguió:

—¡Quién había de creerlo! cuando yo fui a buscar entre los escombros las alhajas en el lugar que yo conocía bien, habían desaparecido. ¿Quién se les llevó? para mí hasta ahora es un misterio, pues nadie me vio enterrarlas; pero no fue eso lo peor, sino que buscando y rebuscando por un lado y por otro, fui a dar al lugar donde acostumbraba guardar algunos cartuchos que compraba de contrabando a los soldados; rasqué y rasqué y no sé si existía todavía lumbre del incendio o se produjo con la frotación, el caso es que repentinamente en lugar de alhajas brotó una llamarada que me quemó todo este medio lado de la cara. Dando de gritos llegué a mi casa en un coche del sitio, estuve como un mes muy grave, al fin, como tengo buena sangre, me alivié, pero por más que hicieron los médicos no pudieron hacer que desapareciera esta mancha, y en efecto, como dicen ustedes muy bien, soy el hombre de dos caras, pero de un gran corazón y, como el inmortal Juan Jacobo, he hecho a ustedes mi confesión.

Arturo y José quedaron de acuerdo en hacer cuando fuese posible una visita a la familia del filósofo, y le prometieron presentarlo también a Valentín, con la seguridad que sería bien recibido, pues su hija, no sólo había sido encontrada, sino que ya estaba para casarse.

Don Mariano, cuyo carácter se había modificado mucho con la edad y con los contratiempos, se llenó de júbilo al saber la buena suerte que había cabido a Carmela, y aseguró que su mujer se volvería loca del gusto, pues jamás había podido olvidar a la niñita a quien dio las primeras lecciones de escritura, de gramática y de música.

El resto del día se pasó alegremente alderredor de la cantina del filósofo, y el general en jefe seguramente se olvidó de Josesito y no volvió a mandar al ayudante para que lo llevase preso y fusilarlo en seguida.

Durante el día el fuego había estado flojo, y el cañón de la trinchera de Tacuba había disparado sólo dos o tres veces. Esta calma era, sin embargo, sospechosa.

Los nacionales, sin haber podido dormir las noches anteriores, se caían de sueño, cerraron las puertas, colocaron las armas en los rincones, se acomodaron como pudieron, y a cabo de una hora dormían profundamente. José y Arturo entraron en la celda, platicaron de Aurora, y de Celestina, y de Teresa, y del filosofo de Jaumabe, y de la casi fabulosa historia de las alhajas y del fistol de Rugiero, y concluyeron por dormir también y roncar profundamente.

Share on Twitter Share on Facebook