VIII. Josesito da fuego a la hoguera

—¡Atras! hay orden de que no entre nadie.

—¿Cómo atrás? si es mi cuartel y estoy citado por el cabo.

—¡Atrás, digo, atrás!

—Pues tengo de entrar y repito que es mi cuartel.

—¡Atrás, o hago uso del arma!

El que daba esta orden era un ciudadano de la guardia nacional del batallón de la Libertad, vestido con un pantalón de pana entre negro y coyote, una chaqueta larga de paño azul con cuello encarnado, y un kepi que le entraba en toda la mollera y le cubría casi los ojos, y que estando de centinela en el edificio de la Universidad, cumplía las órdenes que se le habían dado, y para hacerse respetar tendía el fusil con la bayoneta calada y se disponía a ensartar por el vientre al que tenazmente trataba de forzar la consigna.

El que se obstinaba en entrar a lo que él llamaba su cuartel, era un individuo vestido sencillamente como los artesanos, y sólo se reconocía como soldado por la tosca fornitura blanca que cruzaba su pecho, teniendo ensartada a la derecha en la bandolera la bayoneta de su fusil, que probablemente tenía en su casa como la mayor parte de los nacionales cuando no estaban en servicio.

—En fin, usted hace bien, centinela, de cumplir con las órdenes que tiene, y no me encapricho en entrar; pero esta es una traición que se nos quiere jugar, y ya nos veremos… Voy a buscar a mi capitán.

El soldado o guardia nacional del batallón de Independencia que había sido rechazado de la puerta, se retiró precipitadamente. A poco vino otro soldado del mismo cuerpo, y después otro, y otros, y con todos se repitió la misma escena. Unos obedecían y se retiraban en silencio, otros porfiaban y decían injurias al centinela, el cual, temiendo ser acometido, gritó al cabo de cuarto, la guardia se formó en el interior, el batallón entero de la Libertad tomó las armas, y el coronel comenzó a dar disposiciones para despejar la calle y las cercanías de la plaza del Mercado, donde se habían reunido muchos soldados de diversos batallones y multitud de hombres, mujeres y muchachos que vociferaban y se tiraban manzanas podridas, troncos de col, rabos de cebolla y demás residuos que habían quedado del mercado de la mañana, comenzando así la campaña que pocas horas después había de tomar más serias proporciones.

Sea porque el cabo de citas del batallón de Independencia fuese una persona inteligente e iniciada en lo que iba a suceder citó a los soldados al teatro Principal, o sea porque buscasen un punto céntrico de reunión, el caso fue que allí acudían la mayor parte, y bastó una hora para que se juntasen más de doscientos guardias nacionales con sus armas.

Poco necesitaba el apóstol terrible de la democracia que estaba en el Palacio para que se precipitasen los acontecimientos, pero parece que las sugestiones de don Pedro causaron tal efecto, que sin reflexionar en las consecuencias, mandó que el batallón de la Libertad, que era de puros, ocupase el cuartel de la Universidad donde estaba el de Independencia, que era el de polkos, de modo que los que se hallaban en él quedaban como prisioneros y a los que venían al servicio no se les dejaba entrar. Se trataba de desarmar al batallón y de seguir con los demás, o de enviarlos a todos al día siguiente a Veracruz.

El coronel, que era un bravo y viejo general y que tendrá que figurar todavía en las páginas de este libro, tan luego como supo lo que pasaba, se dirigió al Palacio, y penetrando hasta las habitaciones del gran magistrado, trató de disuadirlo de su intento, pero todo fue en vano, y lo más que logró que el batallón de Independencia saliese pacíficamente del cuartel de la Universidad y pasase al Hospital de Terceros, donde debería quedar acuartelado hasta el día siguiente que marcharía irremisiblemente a Veracruz.

Al caer la tarde, el batallón reunido salió del cuartel de la Universidad tambor batiente y bandera desplegada, dejando a la chusma casi desnuda y mal armada en posesión de su antigua residencia. En las calles del tránsito se fueron reuniendo los soldados del mismos batallón que se habían juntado de pronto en el teatro Principal, y otros que corriendo desembocaban de diversas calles y tomaban su lugar en las filas. El batallón paseó de una calle a otra, y así llegó frente al batallón Victoria, acuartelado en la Profesa. Apenas se divisó la columna, cuando dos músicos rompieron tocando alegres dianas y marchas más o menos guerreras, y un grito de ¡vivan los polkos, viva la Religión, mueras los puros y viva el batallón de Independencia! se escuchó, resonando muy a lo lejos y fue repetido por la multitud que se había aumentado en el tránsito y que seguía a los soldados nacionales. Los muchachos callejeros aumentaron la algazara y aprovecharon sus restos de fruta y legumbres para lanzarlos a la cabeza misma de los que vitoreaban; algunos zaguanes se cerraron, pero en cambio se abrieron muchos balcones y asomaron las caras de lindas muchachas y también feas viejas que, agitando sus pañuelos blancos, daban evidentes muestras de aprobación. Era ya el verdadero pronunciamiento. Las tropas de que podía disponer el gobierno no se atrevían a impedir con las armas estas manifestaciones. Cosa de una hora permanecieron reunidos en la calle los dos batallones, alternándose la música con las bandas de tambores y cornetas, repitiéndose los vivas y mueras y las carreras y vociferaciones agudas de los chicuelos que salían de las escuelas cercanas, hasta que ya entrada la tarde prosiguió su marcha el batallón de Independencia al edificio del Hospital de Terceros, entrando en el patio y cerrándose la puerta, delante de la cual quedó un grupo de curiosos que fueron poco a poco dispersándose; los balcones se cerraron y a las nueve de la noche las calles de San Andrés, Santa Clara, Tacuba y San José el Real estaban más solas que de costumbre, y una cierta tristeza y un lúgubre silencio habían sucedido a la algazara de la tarde.

Entraremos un momento al cuartel del Hospital de Terceros.

—Es una infamia, una traición, un delito incalificable el pronunciarse contra el gobierno en los momentos mismos en que los yankes están quizá cerca de San Luis Potosí y desembarcando tal vez en Veracruz —decía un joven rubio, rechoncho, de baja estatura y de un hablar violento y fogoso. Era médico de profesión y capitán de una de las compañías del batallón de Independencia. Vestía su traje habitual, y se podía reconocer como capitán por dos presillas de galón de oro en sus hombros y una larga espada ordinaria de caballería que colgaba de un tosco vericú blanco cruzado en el pecho.

—Yo niego que sea una infamia y menos una traición —le contestaba otro capitán vestido a poco más o menos lo mismo, también con su largo sable al costado, delgado, más bajo de cuerpo, pero mucho más vehemente y nervioso.

—Pues yo lo sostengo delante de todo el batallón y en cualquier parte.

—Obramos en defensa propia, se nos quiere ultrajar, se nos quiere desarmar, exige que marchemos a Veracruz para que nos lleve el diablo con el vómito. ¿Por qué no marcha el batallón de granaderos que tiene mil hombres y la caballería de línea? Nosotros estamos para defender la ciudad y nos batiremos cuando nos toque, pero no para sucumbir a los caprichos de un tirano, y dejarnos dominar por esa chusma que han armado en el Palacio, para que en vez de pelear, en cuanto faltemos nosotros se desbande por las calles a saquear y a matar como en el año 28, y a cometer quién sabe cuántos horrores.

—Ésa es una infamia, una calumnia —respondió el capitán regordetillo que había tomado primero la palabra.

—El coronel ha ido a Palacio —le contestó el otro capitán—, y nada ha podido conseguir.

—Pues yo no me he de pronunciar y me sacaré a mi compañía.

—Pues yo sí, y no se sacará usted a su compañía, pues yo lo impediré.

—¿Y cómo lo impedirá usted?

—Dándole a usted de balazos.

—Y yo se los daré a ustedes; ya veremos.

Continuaron hablando tan aprisa, con tal cólera y tan violentamente, que nada se les entendía. Los oficiales y algunos de los soldados tomaron parte en la cuestión. Unos se disponían a abandonar el cuartel y a seguir a su capitán, otros preparaban sus fusiles para impedirlo. En esos momentos llegó el mayor.

—¡Orden, orden, señores! —gritó enérgicamente—, yo no puedo permitir que se dé mal ejemplo y se insubordine al batallón.

—El capitán se quiere sacar a la compañía.

—Eso no —contestó el mayor—, que se retire si no le acomoda… muchachos, orden, orden… el que quiera retirarse que deje el fusil y se marche a su casa.

—¡Viva el batallón de Independencia! —gritó el capitán que defendía el pronunciamiento.

—¡Viva, viva! —respondió estrepitosamente todo el batallón.

La confusión y desorden ocasionado por las opiniones contradictorias de los dos capitanes, había llegado a su colmo. No era ya una simple conversación, sino una disputa acalorada, que se había propagado de grupo en grupo, al grado que ya se preparaban las armas y se tomaban posiciones en los ángulos del patio y al abrigo de los grandes arcos que forman la planta baja, para batirse y darse de balazos en aquel recinto, de lo que habría resultado una espantosa carnicería, asesinándose mutuamente los amigos, los parientes, los hombres, en fin, de una misma opinión que se habían reunido allí para resistir lo que ellos llamaban el despotismo del gobierno.

En tal conflicto se hallaban, cuando hizo en el cuartel una repentina irrupción Josesito, haciendo un ruido estridente con su larga espada que arrastraba en las losas.

—¿Qué es esto, señores? ¿Qué desorden tan escandaloso encuentro en el cuartel? —les dijo con cuanto esfuerzo le permitió su voz y con cierto aire de autoridad—. Les suplico que guarden silencio, pues tengo que comunicarles cosas muy importantes de orden superior. Después harán lo que les dé la gana.

Por más que Josesito esforzó su voz no pudo dominar al tumulto, y fue solamente escuchado por los que estaban cerca.

Uno de los soldados gritó con voz de estentor:

—¡El ayudante José ha llegado y tiene que comunicar órdenes!

—Por uno de aquellos fenómenos que no se pueden explicar, el nombre de José fue una especie de talismán. La voz de silencio se repitió de grupo en grupo, y a poco todos esos hombres exaltados y casi furiosos que hablaban a un tiempo callaron, y quedaron en la posición en que estaban. El teniente coronel aprovechó esta oportunidad para decir cuatro palabras a su tropa y restablecer la disciplina, después se apartó a un ángulo del patio, habló cosa de diez minutos con el improvisado ayudante, el cual concluida su misión salió del cuartel como había entrado, ufano y orgulloso, arrastrando y haciendo resonar su espada.

—Todo está arreglado y muy bien combinado —dijo el teniente coronel mostrando un papel—. En el acto es preciso pronunciarnos y levantar una acta. Aquí está el plan.

Los oficiales y soldados formaron grupos, y el plan del pronunciamiento pasó de mano en mano. El capitán belicoso y disidente, convencido de que ya nada podía hacer, se retiró furioso, la paz quedó restablecida en el cuartel y el batallón pronunciado.

El ayudante Josesito se dirigió a San Hipólito, donde estaba el cuartel del batallón de Mina. Allí no había desorden ni discusiones, sino impaciencia, pues pasaban las horas y no sabían qué deberían hacer. Josesito habló cinco minutos con los jefes, y sus mágicas palabras produjeron el mismo efecto.

De San Hipólito pasó el ayudante a San Fernando, y entró tan precipitadamente y haciendo tal estrépito con su espada y diciendo palabras que de pronto nadie pudo entender, que los soldados agrupados y en plática creyeron que se les anunciaba que ya estaban cerca los de Palacio, y se lanzaron en tropel a tomar sus armas. Un paquete de fusiles cayó del armero al suelo, un tiro se disparó y un pobre soldado fue herido en el pecho. Pronto se restableció el orden, se atendió inmediatamente al lastimado, y el éxito de la conferencia fue tan pronto y completo como en todos los puntos militares que había visitado. Razón tenía, para haber asegurado en la primera velada de la quinta que él era el director de la política. Los batallones todos quedaron pronunciados, y comprometidas las gentes de la mejor sociedad de México a sostener con las armas el plan que se les había circulado.

¿Qué palabras decía Josesito a los jefes de la guardia nacional que producían tan rápido y mágico efecto? A poco más o menos las siguientes:

—De orden de P… de O… de L… —(y de otros tan misteriosos como éstos)—, comunico a ustedes que no esperen ya ni un momento, sino que se pronuncien por el plan que les entrego para que lo circulen entre los soldados. Si no hay unidad y pasa la noche sin dar el golpe decisivo, mañana será ya tarde y los batallones, desarmados, disueltos con ignominia o enviados a Veracruz. Además todos los hilos están atados y todo combinado tan perfectamente que no puede fallar. La guardia de la torre de la Catedral está ganada, el batallón de granaderos es nuestro y cuenta con mil hombres y la mayor parte de la artillería que está en la Ciudadela, así Palacio quedará aislado con su chusma desorganizada, y se rendirá sin tirar un tiro. El Congreso se reunirá en San Pedro y San Pablo y declarará destituido al Vicepresidente y un triunvirato gobernará mientras viene el general Santa Anna que ha ganado una batalla a los americanos. El partido moderado está a la cabeza del movimiento y contamos con lo mejor y más granado de la población, sobre todo con las muchachas, con todas las lindas muchachas que se mueren por los polkos y detestan a esos puros mugrosos y desarrapados —(al llegar a este capítulo redoblaba el entusiasmo de Josesito y los ojos le bailaban de alegría)—. Están las cosas arregladas de tal manera, que es imposible ningún género de trastorno y no se disparará ni un tiro. A las doce de la noche en punto un repique a vuelo en la Catedral anunciará el pronunciamiento. Se disparará un cohete de luz en la plaza y entonces los cuerpos tocarán diana y repicarán las campanas de todas las iglesias para lo que se han pagado ya muchachos: se ocuparán las torres y las alturas durante lo que falta de la noche, y permaneceremos con las armas en la mano para formar una columna y con el general en jefe a la cabeza marchar a ocupar el Palacio, pues los del gobierno lo habrán ya abandonado ocultándose o fugándose, y al enemigo puente de plata; se han dado las órdenes para que los dejen salir por las garitas. ¡Ah! se me olvidaba. Todas las garitas son nuestras y podemos también disponer del Resguardo y ¡cuidado que los guardas son hombres valientes! Con que mucha vigilancia en el resto de la noche y mucha atención al repique de la Catedral y al cohete de luz.

Acabando de decir estas últimas palabras, Josesito, con la firmeza y tono de un general en jefe al frente del enemigo, se retiraba haciendo resonar su espada tanto como podía para aumentar el entusiasmo de sus compañeros y marcar el importante y elevado papel que desempeñaba en esos momentos.

¿Quién no se había de pronunciar después de oír estas órdenes y de enterarse de tales secretos? Era un servicio a la sociedad el desbaratar la crapulosa guardia de los puros, y para eso no había ni dificultades ni riesgos, el Congreso autorizaba la revolución, el clero y la religión la sostenían con su influjo y con su dinero, el partido moderado la dirigía, sus altos personajes habían formado el plan. Josesito, el gran Josesito, había organizado admirablemente los pormenores y no había ni qué pedir ni qué desear.

Los batallones, llenos de alegría y de júbilo, pusieron su gran guardia formada en el centro del cuartel, subieron a las azoteas y a las torres, y con lo que pudieron comprar en las tiendas y fondas cercanas y con lo que a cada soldado y oficial le trajeron de su casa, se improvisó una especie de banquete fraternal que les ocupó el tiempo en espera del repique en la Catedral y del cohete de luz de la Plaza Mayor.

Josesito seguramente dio un brinco a su casa para ordenar que temprano llevase un criado noticias a la quinta, o tuvo otra ocupación; el caso fue que durante algunas horas no se le vio por ninguna parte; pero a las once y media de la noche apareció por el rumbo de San Cosme, seguido, o más bien, él seguía a un personaje. En esta vez no hacía ruido con su espada, sino que tanto él como su compañero caminaban entre las sombras de los arcos con silencio y precaución, como queriendo no ser vistos, precaución absolutamente inútil, pues no había un alma en la calle, harto negra estaba la noche, la luz de los malísimos faroles producía más bien sombras que no claridad, y los edificios, cerrados y mudos, atestiguaban que sus moradores se entregaban al sueño, o habían marchado al campo, supuesta la agitación que por la tarde había reinado, precisamente por ese rumbo. El personaje a quien seguía Josesito era el General escogido para ponerse a la cabeza del movimiento revolucionario.

Entraron los dos en una casa baja y oscura situada frente al elegante palacio de San Cosme que habitaba Josesito, el que por orden de su nuevo jefe se dirigió por segunda vez a los cuarteles para notificarles que ya tenían un general que los mandase y al que deberían obedecer, a lo que contestaron de acuerdo jefes, oficiales y soldados.

En esto dieron los tres cuartos para las doce. Silencio y soledad, pero eso no importaba; se acercaba la hora crítica, y a las doce esperaban todos con impaciencia el sonoro repique de la Catedral y la luz del cohete que debería partir de la Plaza Mayor.

Sonaron doce campanadas solemnes en el reloj de la Profesa; casi al mismo tiempo en el de San Hipólito; finalmente, en el de repetición de San Fernando. Ya van a repicar… ya va a partir el cohete. Los jefes y oficiales impacientes subieron a las bóvedas y campanarios.

El reloj de San Fernando repitió las doce campanadas y dio el cuarto.

Silencio y oscuridad profunda en esa noche nublada, húmeda y fría. Ni repique ni cohete.

Así se repitieron las horas, la una, las dos, las tres de la mañana, finalmente el alba y la débil luz del día. Ni repique ni cohete.

Esas horas fueron de inquietud, de impaciencia y de conjeturas. La casa en que entró el general en jefe permaneció cerrada y oscura; Josesito mismo, sin poderse explicar lo que pasaba, se entró en su habitación y no salió sino cuando ya había amanecido, envuelto en un elegante capotón militar, con su espada al cinto y procurando inquirir como un tonto lo que pasaba y por qué no habían sonado las campanas de la Catedral ni iluminado siquiera un momento la atmósfera el prometido cohete que debería haber partido de la Plaza Mayor. La guardia nacional liberal y republicana había sido traicionada, engañada y lanzada a la revolución por los mayordomos y clérigos. Josesito, ligero y fatuo, engreído con el título de ayudante de un general en jefe que no conoció sino a última hora, fue a su vez engañado y el instrumento inconsciente de una maldad y de una serie de mentiras. Ni la guardia de la torre de la Catedral estaba ganada, ni se podía contar con el batallón de granaderos y con los cañones de la Ciudadela, ni el Congreso se reunía, sino unos cuantos diputados para condenar y abandonar a los mismos que habían azuzado, ni el plan de los moderados valía nada, ni era aceptado por nadie.

Amaneciendo ya el día y subiendo majestuosamente el sol en el limpio horizonte, encontró a los del batallón Victoria repartiendo medallas de santos, y cintas coloradas benditas, y un estúpido y larguísimo plan impreso, por virtud del cual los monarquistas, los clérigos y los mayordomos se apropiaban del gobierno y de la dirección de los negocios de la República. Los batallones puros ocupaban el Palacio, la Catedral, la Diputación y los conventos e iglesias cercanas, y un cañón detrás de una improvisada trinchera estaba abocado en la esquina de Tacuba y el Empedradillo, amenazando la línea militar de los polkos.

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