VI. La muerte del justo

Arturo y Josesito se despidieron de las criadas, prometiendo volver a informarse de la salud de don Pedro, y salieron mezclados con la concurrencia, que se reorganizó para acompañar el Viático, pero a pocos minutos entregaron al sacristán los cirios que les había dado y torcieron por la primera calle que se les presentó.

—Para mí tengo —dijo Arturo—, que no llega a media noche. Este viejo está podrido por dentro y es víctima de un vicio de la sangre; no tiene remedio, pues la operación de abrirle un tlacotl no es para haberlo puesto en el estado en que está.

—Lo mismo creo yo, y ¡qué casualidad que hayamos acertado a pasar por el mismo camino que llevaban los Sacramentos! ¿Sabías la enfermedad de don Pedro?

—¡Qué animal eres! ¿No acabamos de oír que ha sido repentina?

—Dices muy bien, soy un animal —respondió Josesito—, pero la verdad es que pensaba en otra cosa.

—¿Qué cosa? porque a mí se me ha venido en este instante a la cabeza tal vez el mismo pensamiento.

—Que la muerte de don Pedro, porque no cabe duda que se morirá, nos deja completamente en paz, pero que no debemos perder la oportunidad de asistir a sus últimos momentos y de enterarnos de lo que pase para ponerlo en conocimiento de Luis, que, como te he dicho, tiene una demanda encima.

—¿Y qué hacer?

—Es lo más fácil; dejamos por el momento los negocios de pronunciamiento, aunque el diablo se lleve a la ciudad, almorzamos en cualquier fonda, después nos vamos a la quinta a avisar lo que pasa a Manuel y a Teresa; y volvemos ya entrada la noche a la casa de don Pedro. Si se ha muerto, tanto mejor, quiere decir que ya se lo llevó el diablo, y si no, bajo el pretexto de velarlo, nos quedamos en la noche. Las criadas, con todo y sus lástimas y del sentimiento fingido, detestan a su amo y no tendrán inconveniente ninguno, sobre todo si tú les hablas.

—¿No sería bueno que viniese Teresa? —dijo Arturo—, al fin ha sido su tutoreada y por el qué dirán

—Ahora me toca decirte a ti que eres un animal. ¡Qué idea! ni por pienso, Manuel no lo consentiría. Nosotros solos debemos estar a la cabecera de don Pedro, si es posible, y por lo menos sabremos dónde tiene los demás papeles y documentos que nos faltan para ahorrarnos de pleitos y pretensiones, que lloverán en cuanto se sepa su fallecimiento; nada, nada; volvamos a nuestra primera idea. En el gabinete donde se ocultó Teresa, hay buenos sofás y sillones, y mientras uno duerme otro velará y escuchará y tampoco nos faltará un buen vino y algo que nos dé fuerzas para soportar la desvelada.

Como lo dijeron lo hicieron, y cosa de las ocho de la noche ya estaban instalados en la casa, pues las criadas, que veían que su amo iba ya a desaparecer, lejos de tener dificultad, los instalaron en el consabido gabinete y les dijeron que tendrían café, té, o lo que quisieran durante la noche y que nadie sabría que estaban allí escondidos. Los médicos que se acababan de ir, encontraron al enfermo algo aliviado, recetaron una bebida, y ordenaron que si se quedaba dormido, no se le despertase ni se le hablase, que se guardase mucho silencio, que no se admitiesen visitas ningunas; en suma, no encontraron el caso desesperado y esperaban en la noche una crisis favorable. Los padres camilos, que se habían marchado después de los Sacramentos, volvieron a cosa de las nueve, entraron a la pieza que se les había señalado, dejaron sus sombreros y manteos, y de puntillas pasaron a la recámara del enfermo y observando que estaba quieto y que dormía, prolongaron su excursión al comedor, donde se les sirvió un excelente chocolate. Arturo y Josesito, también de puntillas, se colocaron en la pieza inmediata al comedor que estaba oscura y donde podían escuchar y espiar sin ser vistos.

—¿Qué opinión tiene nuestro hermano? —dijo uno de los padres camilos dirigiéndose al otro.

—Que este santo, porque según fama que ha llegado hasta nuestro convento, don Pedro es un santo, no acabará la noche.

—Pues yo tengo la opinión —respondió el otro—, de que en estos mismos momentos se está efectuando una crisis favorable, y que mañana, Dios mediante, los médicos lo encontrarán muy aliviado y no habrá más sino cuidarlo mucho en la convalecencia, porque está débil, y muy bien podría ser que sucumbiese por falta de fuerzas, que lo que es la enfermedad era cualquier cosa, un tlacotl insignificante, que ha desaparecido con la operación que le hicieron.

—Nuestro hermano —replicó el padre camilo más joven—, tiene más experiencia que yo, y respeto su parecer, pero insisto en creer que no acabará la noche, y ya lo veremos. Ese sueño que tiene no es más que un sopor y probablemente los doctores le habrán dado opio. Además, no niego tampoco que don Pedro sea una persona buena y caritativa que no ha dejado de dar regulares limosnas a los hospitales, pero ¿quién puede decir que es justo delante de Dios? En su larga carrera por este mundo debe haber cometido muchos pecados de que acaso no se habrá acordado cuando se confesó; y nuestro deber es procurar recordarle sus faltas, si las ha olvidado, las recordará y se volverá a confesar, y si las calló intencionalmente, entonces, y no lo quiera Dios, ha cometido un sacrilegio, y si no se vuelve a confesar y tiene un verdadero acto de contrición, su alma se perderá.

—Pronto sabremos, hermano, quién tiene razón, pues de aquí a mañana, o ha muerto o la crisis ha sido decisiva y tendrá aún muchos años de vida. En cuanto al otro punto que el hermano ha tocado, tiene alguna razón, y más vale pecar por carta de más que por carta de menos, y ya verá usted como por mi parte no permitiré que el demonio se acerque a disputarnos esta alma, si debe dentro de pocas horas comparecer ante Dios.

De estas y otras cosas análogas platicaron los dos buenos padres largo rato, hasta que creyeron que debían volver cerca del enfermo que había quedado acompañado de dos criadas que no se despegaban de la cabecera. Don Pedro, o dormía o era efectivamente presa del amodorramiento que precede a la muerte, el caso es que permanecía tranquilo, y que los padres, después de componer y cortar el pábilo a dos velas de cera que ardían, se acomodaron en sus sillones y las criadas se sentaron a los pies de la cama. Josesito y Arturo, enterados de la conversación de los padres, volvieron a su gabinete, se acomodaron a su vez en los sofás, y como el día había sido de fatigas y de correrías, y la casa y la calle estaban silenciosas de modo que no se oía más que al tic-tac de la péndola del reloj del comedor, no tardaron en cerrar los ojos.

Entre las doce de la noche y la una de la mañana, despertaron, se restregaron los ojos y se dirigieron al rincón del gabinete desde donde podrían descubrir bien la cama de don Pedro, y cual fue su estupefacción y asombro al observar a Rugiero sentado en un sillón a la cabecera, y al paciente medio recostado en sus almohadones y platicando con cierta facilidad, como si hubiese terminado la enfermedad por una crisis favorable, según el pronóstico del padre camilo. Sin decirse una palabra Josesito y Arturo se pusieron a escuchar.

Los padres camilos estaban profundamente dormidos, y las criadas, cansadas y soñolientas se habían retirado a sus cuartos a descansar un rato.

—La enfermedad pasará, amigo don Pedro, yo se lo aseguro a usted —decía Rugiero—. Lo que importa es tener valor y no dejarse abatir.

—¡Ay amigo! —contestaba don Pedro con voz casi natural—. La vida es muy amarga, pero ninguno quiere perderla, y cuando nos vemos enfermos apreciamos lo que vale. La vida, sí, la vida, aunque sea en un pobre cuarto de un pueblo y comiendo frijoles y un pedazo de pan.

—¿Quién piensa en mendrugos de pan, ni en un miserable pueblacho? La vida, sí, la tendrá usted en su buena casa, con su dinero, sus criados, sus comodidades, su buena mesa, y sus muchachas bonitas, que le sabrán hacer llevadera la existencia. Los que somos viejos necesitamos más de las mujeres que los muchachos, que se divierten con amores platónicos. Lo que importa es no hacer el menor caso de las amenazas y gritos de esos cuervos que están dormidos en los sillones y que le dirán a usted que los diablos están esperando en la cabecera para llevarse su alma. Los diablos no son tan malos como ellos los pintan, y las almas se van por su propio paso a los abismos sin necesidad de hacer un viaje tan largo desde el infierno a la cabecera de los moribundos. No se muera usted y es asunto acabado; no habrá alma que se lleven, que quedará para seguir animando ese cuerpo que debe aprovechar los instantes para entregarse a los placeres.

Don Pedro al escuchar a Rugiero se removía, se acomodaba mejor en su lecho, y sus ojos, mortecinos y vidriosos hacía pocos momentos, se animaban con una llama de lujuria y de avaricia.

—El dinero, y nada más que el dinero, es la gloria y los siete cielos en esta vida. Con el dinero se compran las mujeres, y el que tiene dinero, mujeres y una copa de vino añejo, no tiene ya ni qué desear ni qué esperar. Sobre todo, amigo don Pedro, no devuelva usted nada de lo que tiene, no haga usted donaciones, no suelte usted un escudo de los miles que tiene usted escondidos. Mañana, la semana entrante cuando más, se encontrará sano y fuerte y se arrepentirá usted de haber regalado el oro, que es de usted, pues que usted lo tiene. El dinero es de quien lo tiene, no de quien lo reclama, aunque sea con justicia. Tápese los oídos cuando esos cuervos lo amenacen. Embustes y mentiras que inventan para que por el miedo los instituyan herederos los moribundos ricos. A los pobres apenas les dicen cuatro palabras, si es que no los dejan morir como unos perros.

Don Pedro, fascinado, sonreía, y sus ojos, cada vez más ardientes y expresivos, revelaban la clase de emociones que experimentaba y los apetitos que despertaba Rugiero en los últimos instantes de su vida.

Era la tentación en toda forma, perfectamente caracterizada.

Don Pedro, fascinado y como agobiado con la conversación que continuó cada vez más seductora por parte de Rugiero, fue cayendo poco a poco en los almohadones y volvió al sueño tranquilo o al sopor del opio, tal como lo encontraron los padres camilos cuando acabaron de tomar su sabroso chocolate.

Los religiosos continuaban durmiendo sosegadamente.

Las dos velas de cera con su largo pábilo que terminaba en una mota negra, apenas reflejaban una luz indecisa; los cuadros de los santos parecía que se desvanecían convirtiéndose en un fondo ahumado, y los frascos de medicinas que en desorden llenaban una mesita colocada cerca de la cama, despedían un olor de laboratorio y de botica.

La figura de Rugiero vestido de negro, parecía que se volvía gigantesca y llenaba la estancia, y sólo de cuando en cuando brillaba con una luz siniestra el fistol de ópalo que tenía prendido en una limpia camisa.

Josesito y Arturo estaban aterrorizados.

Quién sabe cuánto tiempo transcurrió, y Josesito y Arturo, mudos como si hubiesen perdido el uso de la palabra, se retiraban vacilantes a reclinarse en el sofá cuando escucharon un grito desgarrador.

—¡Me muero, me muero!

A este grito siguió una carcajada estridente de Rugiero, el que se levantó del sillón y casi se envolvió en uno de los pliegues de la pesada colgadura de seda que abrigaba el suntuoso lecho del tutor de Teresa.

Los padres camilos despertaron sobresaltados, se restregaron los ojos y acudieron a la cabecera del moribundo.

—¿Qué es eso, señor don Pedro? ¿Qué siente usted? —le dijo el más joven.

—¡Que me falta la vida! ¡Que me muero en pecado mortal, y que el diablo quiere llevarse mi alma!

—Eso no será —contestó el camilo—, porque aquí estamos nosotros para impedirlo. ¿Tiene usted algo de qué arrepentirse?

—Sí, sí —respondió don Pedro—, pero no puedo, es imposible.

—Nada es imposible para la voluntad de Dios, pero el tiempo urge y no hay que perder un solo instante. ¿Con quién de los dos quiere usted reconciliarse?

Don Pedro hizo seña de que quería que el camilo de más edad lo reconciliase, pues desde luego, la poca edad del que le estaba hablando no le inspiraba confianza.

A una insinuación de los padres, la criada que estaba al pie de la cama se retiró, y acercándose el elegido para oír la última confesión, se acercó a la cama, y en voz trabajosa y casi inintelegible, don Pedro le confió los pecados que le remordían la conciencia y que no había sin duda dicho antes de recibir los sacramentos. Como extenuado por este último esfuerzo, don Pedro, que se había medio enderezado, cayó a plomo en las almohadas y todo quedó en silencio por algunos minutos.

Rugiero, aprovechando el instante en que los padres habían ido a tomar de la mesa un libro y a espabilar las velas, salió de la envoltura de seda en que estaba escondido, inclinó su cara hasta tocar con la de don Pedro, y le dijo en el oído:

—No se deje usted vencer por esos cuervos, no dé nada, ni a los hospitales, ni a los conventos, ni a los pobres, no suelte usted el dinero, ni haga promesas, ni tenga miedo, pues usted va a sanar, y los dolores y las ansias que va a tener no serán más que los efectos de la crisis. Mañana estará usted completamente bueno.

Apenas había Rugiero retirado su cabeza y vuelto a su escondite en el cortinaje, cuando don Pedro, que había hasta entonces dado muestras de una extrema debilidad, se sentó en el lecho como si estuviese bueno, paseó sus ojos vidriosos por la recámara y los fijó en los dos padres camilos.

—No —les dijo—, no lograréis que yo diga donde está el dinero, que es mío, muy mío, ganado con años de trabajo y de penas; mis onzas de oro, mis escudos españoles, mis pesos nuevos, y mis alhajas, y mis cajas de polvos con brillantes, y mis haciendas y mis casas en las mejores calles de la ciudad; todo es mío, mío, y no lo he de dejar a nadie, ni lo he de devolver. Esa Teresa es una mujer prostitituida, y ese capitán un jugador, y ese Arturo un petardista, y sólo Celestina, Celestina me ha querido en el mundo. Dinero, dinero siempre me pedía la madre; ella no, ella nunca, la madre una maldita vieja que me habría matado el día menos pensado. Que vengan los criados para que vayan a buscarme a Celestina, ella será mi única heredera, a ella le diré mis secretos, a ustedes no, padres camilos, a ustedes no, han venido enviados por Teresa y por Aurora para arrancarme mis secretos y para hacerme creer que me voy a morir; mentira, mañana estaré bueno, y me levantaré y pondrán el coche, y en este coche vendrá conmigo Celestina y vivirá aquí, en esta casa para no salir nunca de ella…

Don Pedro cesó un momento de hablar y paseó otra vez su mirada inquieta por la estancia.

Los padres camilos, estupefactos y mudos porque no esperaban después de haberlo confesado por segunda vez semejante escena, y creían que el paciente no podía moverse del lecho, recobraron después de algunos momentos su actividad y el uso de la palabra.

—Es el diablo, hermano —dijo el camilo más joven—. Es una lucha terrible la que tenemos que emprender. Don Pedro tiene fiebre, y lo que ha dicho no es más que efecto del delirio, pero, un delirio que revela el estado de su alma, y ya se lo había yo dicho, hermano, ese hombre tiene secretos y pecados que no ha confesado, y si nosotros nos descuidamos, esa alma va derechita a los infiernos.

—¿Qué hacer? —preguntó el otro.

—No hay más remedio que aterrorizarlo con las penas eternas, quizá el miedo le hará prescindir de estas tentaciones, y esa alma rebelde confesará sinceramente sus faltas.

—Es verdad, no queda otro camino.

Esto diciendo, los padres habían encendido varias velas de cera, colocándolas delante de los santos, y acercándose el más joven a la cama de don Pedro, le dijo con una voz suave y persuasiva:

—Lo que acaba usted de decir, señor don Pedro, no es más que el efecto de la calentura. Cálmese usted; piense que le quedan pocos instantes de vida, y que debe aprovecharlos para arrepentirse de sus muchos pecados.

Don Pedro meneaba la cabeza negativamente.

El otro camilo salió de la recámara un momento y volvió a entrar en ella acompañado de mujeres que traían más santos y más velas. En un momento se iluminó y se llenó de gente la recámara, pues así como habían permitido las criadas antiguas la entrada a Arturo, de la misma manera llevaron a sus parientas y conocidas para que les ayudaran a velar y a rezar en los últimos momentos de un amo tan caritativo.

Don Pedro continuaba sentado, paseando sus miradas descarriadas como las de un loco por los que estaban en la recámara, fijándolas con enojo en los padres camilos.

La criada que especialmente lo asistía y que recibía las instrucciones de los médicos, tomó una de las muchas botellas, la removió y vació la mitad de su contenido en un vaso. Don Pedro lo tomó y bebió el líquido con avidez.

—Más, quiero más —dijo con voz llena e imperiosa.

La enfermera, de otra botella llenó un vaso más grande y se lo dio. Era agua de goma ligeramente azucarada que los facultativos habían ordenado se le diese cuando tuviera sed. Don Pedro la tenía devoradora y ardía por dentro. Bebió otro vaso más y volvió a caer en las almohadas.

Los padres camilos aprovecharon esta oportunidad.

—Piensa —dijeron en coro unas veces y alternando otras—, que vas a comparecer ante la presencia de Dios, y que si no aprovechas estos últimos instantes, tu condenación será eterna.

—¿Tienes presente, oh alma empedernida, lo que es el infierno? —dijo el camilo más joven. El enfermo movió la cabeza como negando que hubiese infierno, pero se estremeció y volvió los ojos en blanco.

—¡Jesús te ayude!

—Jesús te ampare —respondieron en coro las ocho o diez personas que estaban arrodilladas al derredor del lecho con velas de cera encendidas en la mano.

—El Señor reciba tu alma.

—Dios tenga piedad de ti, pecador endurecido —dijo el camilo joven con cierto acento de enojo.

Pero pasó esta crisis, don Pedro volvió a una calma relativa, y el camilo joven a su tema del infierno.

—¿Sabes lo que es el infierno, pecador? Tormentos crueles y eternos. Los avarientos están sumergidos en unas calderas de oro hirviendo, queriendo salir, y cuando ya creen haberlo logrado, los demonios los vuelven a sumergir. Claman a la muerte y la muerte no viene, porque no tiene poder en los infiernos.

¿Sabes lo que se espera a los lujuriosos? La boca de donde salieron palabras livianas es quemada con tizones ardiendo; los ojos que se recrearon en la contemplación de la carne, son clavateados con punzantes espinas, y su cuerpo azotado y despedazado con garfios de hierro enrojecidos, y después bañados en cubas de azufre hirviente.

El camilo decía esto con voz lúgubre y cavernosa, y los asistentes estaban tan aterrorizados que alguno dejó caer la vela que tenía en la mano.

Rugiero aprovechó el momento en que los padres se dedicaron a tomar un acetre de plata con agua bendita para acercarse a don Pedro y le dijo en el oído:

—No es verdad, eso no es verdad, y yo lo sé mejor que ellos.

Don Pedro, como movido por un resorte, se sentó otra vez en la cama y repitió las mismas palabras de Rugiero.

—¡Eso no es verdad, no es verdad! —gritó con voz hueca.

Un murmullo de horror y escándalo se escuchó en la recámara. Las criadas y sus conocidas nunca habían pensado que don Pedro, tan cristiano en vida, hubiese podido decir cosas semejantes a la hora de la muerte.

—Es el delirio lo que lo hace proferir estas palabras, y el demonio que siempre está a la cabecera de los moribundos —dijeron los padres.

Las cortinas de seda del pabellón se removieron, pero nadie advirtió que un hombre salió de entre ellas y en dos pasos ganó la puerta más cercana. Arturo y Josesito que estaban como magnetizados con estas escenas, miraron una como sombra que pasó rápidamente y creyeron reconocer la figura de Rugiero. Sin decirse nada se estrecharon la mano y se comunicaron su pensamiento.

Don Pedro volvió a caer como descoyuntado, y un gruñido sordo que oían aun los que estaban lejos, indicaba que ya tenía el estertor de la muerte.

—¡Señor justiciero pero misericordioso, recibe su alma y perdónale sus muchos pecados! —exclamaron con fervor los camilos—. ¡Jesús te ayude!

—¡Jesús te ampare! —respondían en coro las criadas, y cada una rezaba o Padre Nuestros o jacultorias, u oraciones que sabían de memoria; el caso era decir algo para ayudar a salir de la vida lo más pronto posible a su querido amo.

—¿Te arrepientes de tus pecados, que por grandes que sean te serán perdonados si haces un verdadero acto de contrición? —le preguntaron en coro los padres.

La fatiga no dejaba responder a don Pedro, y por momentos le faltaba la respiración.

—¡Jesús piadoso reciba tu alma!

—¡Señor ten piedad de don Pedro!

—Satanás, apártate del lecho de este hombre que tan buenas obras ha hecho en este mundo.

—¡Jesús te ampare!

—Jesús, ten piedad de su alma —respondían en coro las criadas.

—Milagroso señor San José, acompáñalo en este trance.

—Santísima Virgen de la Merced, llévatelo al purgatorio.

Los rezos distintos, las exclamaciones y algunos sollozos tal vez fingidos de la mujer del portero, formaban un ruido tal, que si los balcones no hubiesen estado cerrados se habrían escuchado en la calle.

Los dos padres camilos pusieron un poco de orden en la recámara, mandaron salir a las criadas y apagar las velas, pues el calor y el ruido eran insoportables. Solemne y gravemente tomaron sus libros y comenzaron a rezar las oraciones de los agonizantes. Inútil era hablar ya al moribundo del infierno y de sus penas, pues tenía los ojos cerrados, la fatiga aumentaba y parece que había perdido el conocimiento.

El resto de la noche se pasó en una tranquilidad relativa, las campanas de las iglesias tocaron el alba, la luz de las velas comenzó a palidecer y la del sol a entrar por el balcón, que la enfermera entreabrió para renovar con un poco de aire fresco, la pesada atmósfera de la estancia.

En esto eran cosa de las seis. Tocaron el zaguán fuertemente. El portero y la familia descendieron a abrir.

Era uno de los médicos de cabecera y el padre Martín que llegaba también en ese mismo momento.

—¿Cómo sigue el enfermo? ¿Qué tal noche pasó? —preguntó el médico.

—Creo que el amo ya espiró; la recámara está en silencio y doña Protasia abrió ya el balcón.

—Me lo esperaba —dijo el doctor, que al retirarse había dicho lo contrario.

—¡Perdido para toda la eternidad, llegué tarde! —exclamó el padre Martín, dándose una palmada en la frente—. No es mi culpa, doctor, hasta hace un momento he visto un papel en mi mesa en el que el dependiente de don Pedro me participaba su gravedad.

El padre Martín daba ya la vuelta para retirarse.

—Subamos sin embargo —le dijo el doctor.

—Es verdad, subamos y quizá Dios hará un milagro, ya que la ciencia ha sido impotente.

Los dos doctores subieron, y sin hablar con nadie penetraron hasta la recámara del moribundo, donde fueron recibidos por los padres camilos, que les impusieron brevemente de lo que había ocurrido en la noche.

—¿Pero aun vive? —preguntó con ansia el padre Martín.

—Sí, aún vive —contestó el camilo de mayor edad—, mi hermano aseguraba que moriría en la noche, y yo he sostenido lo contrario.

—Bendito sea Dios —dijo el padre Martín—. Quizá será tiempo de que yo lo salve.

El médico se acercó, tomó el pulso del enfermo y le habló.

—Aliviado, aliviado —le contestó don Pedro con voz muy lánguida—. Creo que he tenido un delirio horroroso en la noche, pero caí rendido, y me figuro que he descansado algunas horas.

—Bien, ya veremos, no hay que perder la esperanza —le contestó muy dulcemente el doctor—. Voy a dar a usted una bebida que lo reanimará.

De entre las botellas, escogió una que aun no se había destapado, y él mismo le dio un medio vaso a don Pedro.

—Sed, mucha sed —le dijo cuando acabó de tomar la medicina y se volvió del otro lado dando un grito muy agudo, como el último de su vida. El padre Martín y el mismo médico creyeron que había espirado. El desmayo fue pasajero, y don Pedro abrió los ojos y miró al padre Martín y al doctor con una expresión tal, que reconocieron, sin que les hablase, que los consideraba como sus salvadores, que en el momento preciso habían venido para arrancarlo de las orillas de la tumba y volverlo a la vida.

—¿Viviré, no es verdad? —dijo don Pedro—; entre ustedes dos me darán la salud y la vida, y entonces… entonces, Celestina, Pachita y Joaquina la del estanquillo, Teresa y Aurora, y todas serán mías, porque tengo dinero, sí, mucho dinero en oro, y no me lo pueden robar, porque solamente yo sé donde está y quién lo tiene a mi disposición… sí, mañana, ya podré levantarme, me siento fuerte, muy fuerte para derribar de una puñalada a esa vieja maldita, sí maldita sea la madre de Celestina que se ha cansado de robarme el dinero y entregó su hija a ese pillastre de Josesito.

—¿Qué dice este hombre? —preguntó el padre Martín al doctor.

—Mal síntoma —respondió el médico—. Le ha vuelto el delirio de anoche, y una vez que acabe este esfuerzo nervioso, seguirá la muerte.

Acercóse a la cama, le tomó el pulso al enfermo y sacó su reloj.

—Ciento veinte pulsaciones. ¡Qué esfuerzo de hombre en su edad! Es un caso raro. Su enfermedad, que comenzó con un flegmón insignificante, ha degenerado en una fiebre nerviosa. Dentro de una hora, si no es antes, es fuerza que esto termine con la muerte. Caso raro, si se le dejase solo en este momento se echaría del balcón abajo.

En efecto don Pedro hizo un esfuerzo para levantarse y comenzó a dar horrorosos gritos.

—¡Celestina, Celestina, Teresa, Aurora, Florinda, Joaquina, Pancha! ¡Todas aquí conmigo, junto a mí, cerca de mí, que tengo oro, y mucho oro para que tengáis trajes y coches, y perlas y diamantes! Estos cuervos que me han atormentado toda la noche me quieren engañar, pero Rugiero me ha dicho la verdad y me ha asegurado que sanaría y que mañana me podría levantar y salir en mi coche, y ha dicho muy bien… estoy fuerte, vigoroso como si tuviera veinte años… me voy, no quiero estar ya en la cama… mi ropa, mi bata de seda…

Don Pedro hizo un esfuerzo y saltó de la cama. El padre Martín y el doctor lo contuvieron, y lograron acostarlo.

Arturo y Josesito, que estaban en el comedor tomando chocolate y se contaban mutuamente las impresiones de la noche, al oír los agudos gritos de don Pedro se levantaron y corrieron al gabinete, escucharon las últimas palabras que dijo y observaron que se encontraba en la recámara el padre Martín, a quien no habían visto entrar.

—Ahora va a pasar lo más interesante —le dijo Josesito a Arturo.

—Sí, ocultémonos y cerremos con tiento la puerta, que tras de las cortinas podremos observar.

—Pero no oiremos gran cosa —respondió José.

—Sí, pegaremos la oreja a las hendiduras de la puerta.

—Bien, cierra tú que estas más cerca.

Arturo cerró con mucho tiento la puerta, y a la de la salida le echó la llave.

—Doctor —dijo el padre Martín—, creo que este hombre está loco, porque lo que ha dicho sólo puede salir de la boca de un loco, pero revela su conciencia y el estado fatal de su alma. Son las pasiones las que hablan, y las pasiones más viles, como son la avaricia y la lujuria. ¿Podría usted dejarme solo con él?

—Sí, que puedo —le respondió el doctor—, y yo quedaré en el salón, y me llamará usted si es necesario; poco tiempo nos queda.

—Y es necesario aprovecharlo, y voy a intentar la salvación de esta alma, que creo perdida, si no viene en mi ayuda el poder de Dios.

El doctor saludó respetuosamente al padre Martín y se retiró al salón.

El eclesiástico se santiguó, se arrodilló delante del crucifijo, hizo una corta oración para implorar el auxilio de Dios, se cercioró de que estaban cerradas las puertas y que nadie escuchaba y se acercó en seguida al lecho de don Pedro que, aniquilado por la violencia del delirio, había vuelto de nuevo a caer como una masa inerte entre los muchos almohadones de que estaba rodeado, pero tenía los ojos abiertos y fijos, y de sus labios brotaba en burbujas pequeñas una espuma sanguinolenta.

Arturo y Josesito se volvían materialmente ojos y orejas, pero veían menos que en la noche que estuvo la puerta entreabierta, y oían muy poco.

El padre Martín, haciéndose superior al aspecto asqueroso y horrible de la cadavérica fisonomía de don Pedro, se acercó al lecho, separó las almohadas y dijo con voz firme pero suave e insinuante:

—¿Sabe usted quién yo soy, me conoce usted a pesar de la gravedad en que se halla? Podremos aprovechar los momentos que le quedan de vida, para arreglar asuntos importantes.

Don Pedro hizo una seña afirmativa con la cabeza y con los ojos.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó—. Él ha permitido que yo venga para la salvación de usted, para descargo de mi conciencia y para el arreglo de los asuntos graves que hemos tenido. ¿Podrá usted hablar?

—Sí, padre Martín, aunque con trabajo, podré responderle.

—Bien, muy bien. Haga usted cuenta, don Pedro, que está delante de Dios, juez severo que le va a tomar cuenta de sus acciones, y respóndame la verdad. ¿Dónde tiene usted el dinero de Aurora, que monta a la suma de 250 mil pesos en oro? Yo lo recibí, porque así me lo rogó la madre en los momentos de morir. Yo lo entregué a usted en depósito, en confianza, no teniendo relaciones en el comercio. Dígame usted dónde está ese dinero, y a quién se le puede pedir cuando usted muera. Este caudal no es de usted ni mío, y mi honor quedará comprometido si no lo entrego en el momento que lo pida Aurora. Si no lo hago así, dirá que me lo he robado.

—Aurora está emparedada en la Concepción no lo reclamará nunca.

—Habrá usted sido capaz, miserable… —dijo el padre Martín con un acento colérico, pero en el acto se calmó—. Aurora no está emparedada sino libre en el convento, y saliendo de aquí, me cercioraré de ello. ¿Dónde está su dinero? Responda usted, yo lo ruego a usted, y si es necesario se lo mando en nombre de Dios.

Don Pedro no respondió.

—¿No teme usted a Dios? ¿No se estremece al pensar en la eternidad? ¿No se ablanda ese corazón, que dentro de breves instantes ya no latirá en su pecho? Vamos, don Pedro, si no cree usted en Dios, si el diablo mismo se ha apoderado de su alma, recuerde usted al menos nuestra amistad, tan antigua, y los servicios de todo género que le he prestado durante diez años; no me comprometa usted ni deje que ese dinero quede formando parte de una testamentaría que nunca acabará.

Don Pedro no contestaba.

El padre Martín se acercó más, creyendo que tal vez se había muerto mientras él hablaba, pero no era así, continuaba con los ojos abiertos y fijos, y la mano que le tomó ardía como si fuera una brasa de lumbre.

—Yo no he dudado nunca que sea usted rico, pero una parte del dinero en oro o plata que debe usted tener es de Teresa, es de Arturo, es de Florinda, es de José, es de todas esas personas con quien usted por un motivo o por otro ha tenido asuntos, y es necesario que usted lo devuelva, y me diga dónde está escondido o en poder de quién para, pues siendo cantidad tan crecida no ha de existir en esta casa. Vamos, se lo vuelvo a rogar, respóndame usted, yo seré el fiel ejecutor de su última voluntad. ¿Ha hecho usted testamento?

—No —contestó secamente don Pedro con una voz donde se notaba el enojo, a pesar del estado deplorable en que se hallaba.

—¿Quiere usted hacer testamento?

—No —respondió don Pedro.

—Bien, no insisto, porque no quiero violentarlo en su última hora. Dígame usted de palabra sus secretos; vea en mí, no el juez que le viene a tomar cuenta de sus pecados, sino al antiguo amigo que acude solícito para acompañarlo, para hacerle menos amargo el tránsito de esta vida a la eternidad.

Don Pedro, callado, revolvía sus pupilas violentamente, se quería incorporar, intentaba hablar y no podía; se sacudía fuertemente hasta descomponer las ropas pesadas de la cama, hasta que al fin volvió a caer entre los cojines, diciendo con cierta energía.

—No, no, no mañana estaré bueno y me levantaré.

El padre Martín estaba sobrecogido de terror al presenciar esa crisis nerviosa que retorcía el cuerpo escuálido y gastado de don Pedro; variaba a cada instante las facciones de su cadavérica fisonomía; pero al terminar, con la negativa tan terminante, a su vez sintió el eclesiástico que la cólera lo ahogaba y que el hombre se moría sin revelar el secreto del lugar o persona que tenía el dinero de Aurora, y él, hombre justo y honrado que había dado a los pobres un capital de setenta mil pesos que poseía, quedaría eternamente con la nota de ladrón, que sólo podía evitar encerrando para siempre a Aurora en el convento e incomunicándola completamente con el mundo para el resto de su vida.

Se quedó un momento temblando, con los puños apretados, y acabando de matar con las centellas de su mirada al esqueleto repugnante que se removía debajo de la sobrecama de damasco de China, gritó con una voz terrible de profeta:

—¡Miserable gusano, pues que no quieres entrar en el reino de Dios por un puñado de oro que no te puedes llevar a la otra vida, yo te maldigo en nombre de Dios omnipotente, Señor del cielo y de la tierra!

¡Desafías su poder y desprecias su misericordia, pues muere, réprobo miserable, y húndete en lo más profundo de los infiernos!

El padre Martín, aterrorizado él mismo, arrepentido quizá de las palabras que acababa de proferir, cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las manos.

Arturo y José, sin saber ni por qué ni cómo, ni qué fuerza les empujaba, salieron del gabinete, bajaron las escaleras y salieron a la calle.

Rugiero asomó por la puerta opuesta su fisonomía inteligente, animada y casi risueña.

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