VII. Las veladas de la Quinta.—Segunda velada

LAS VELADAS DE LA QUINTA

SEGUNDA VELADA

Don Pedro luchaba a brazo partido con la muerte y le disputaba palmo a palmo el terreno. No quería morir y dejar los montones de oro aglomerados durante los años en que había manejado intereses ajenos. Tenía dinero propio, y mucho, pero la avaricia le sugería, sin que pudiera evitarlo, que se quedase con lo ajeno, y convencido de que si moría no podría llevarse el tesoro a la otra vida, la inicua e invencible pasión no le permitía decir dónde lo tenía guardado u oculto. La palabra de esperanza que le dijo al oído Rugiero, asegurándole que viviría, le hizo prescindir de sus creencias cristianas, de su miedo a los insondables secretos de la eternidad, hasta el grado que las terribles amenazas de los padres camilos se embotaron en su negro y rebelde corazón.

Fue menester que la figura severa del padre Martín apareciera junto a su cama, para que se conmoviera su alma, comenzase la duda y resintiese los más acerbos tormentos en esa lucha suprema entre el amor del oro, que no quería dejar, y el pánico de caer repentinamente en una caldera de plomo derretido.

La voz estentórea del padre Martín y la maldición terrible que le echó en nombre del Dios omnipotente, terminaron la lucha, y el avaro, el lujurioso, el implacable perseguidor de Teresa y de Aurora, cayó como herido de un rayo. Las sobrecamas de seda y las pesadas cortinas se estremecieron, y crujió el lecho dorado como si un gigante se hubiese dejado caer. Siguió un silencio solemne.

Arturo y Josesito eran simplemente jóvenes alegres, pero ni incrédulos ni libertinos, así esta última escena que no esperaban, los afectó profundamente, y como cansados de la fatigosa noche, como asfixiados de aquella atmósfera donde se mezclaban los desagradables olores de las medicinas con el de la cera y de la calentura que consumía al enfermo, instintivamente quisieron huir y escapar como de un peligro, y no fue sino después de haber andado una larga calle cuando pudieron hablarse y cambiaron unas cuantas palabras, sin orden ni concierto, pues tan preocupados así estaban, y se limitaron a citarse para la velada en la quinta de Teresa, donde se proponían dar cuenta de las aterradoras escenas de que habían sido testigos. Arturo entró en el cuarto del hotel, que siempre estaba a su disposición, y Josesito corrió materialmente a su casa, para contentar a Celestina, que suponía muy enojada, y aprovechar en seguida el resto del día en los mil enredos que traía entre manos con motivo de la revolución de la cual él se creía el principal director.

Puntuales estuvieron Arturo y Josesito, y llegaron antes de las ocho de la noche casi a un tiempo, pero más puntuales fueron las señoras, que esperaban con impaciencia, prometiéndose que sería la velada interesante. Celestina, que no tuvo dificultad en perdonar a Josesito cuando oyó sus explicaciones, fue a pasar la tarde con Teresa. Florinda, que salió a sacar a su hija del colegio, temerosa de que estallase el pronunciamiento de que todo el mundo hablaba. regresó a buena hora, y las amigas juntas se deshacían por conocer los pormenores de los extraños sucesos del día anterior, que Celestina no podía aclarar, porque ella misma no sabía gran cosa, pues Josesito sólo le dijo lo absolutamente indispensable para calmar la inquietud en que la encontró.

Luego que cesó el bullicio de los saludos y que los tertulianos tomaron sus asientos y se acomodaron bien en ellos, Teresa dijo:

—Arturo es muy lacónico y reservado, y será mejor que Josesito se encargue de hacernos la relación de lo que ha pasado anoche en casa de mi tutor, sin omitir ningún pormenor por insignificante que sea.

—Estoy tan preocupado todavía —interrumpió Arturo—, que aunque quisiera no podría decir otra cosa sino que en mi vida he experimentado un terror tan grande. Me parecía que también había caído sobre mí la maldición del padre Martín, y que yo era presa de los tormentos infernales que ha sufrido ese viejo antes de morir.

—¿Qué maldición fue esa? —preguntó Teresa un poco asustada.

—Ya lo sabréis —respondió Arturo—, pero no veo aquí a Manuel, y es necesario que antes nos diga qué resultado tuvo su visita a la Secretaría de Guerra.

—Manuel está en su cuarto cambiándose ropa y no tardará en estar aquí —dijo Teresa.

En efecto, Manuel se presentó con un semblante tan contento que sus amigos le felicitaron, pues a causa de las contrariedades que sufría, por lo común estaba serio y triste.

—Contestaré a estos perdularios —dijo el capitán sentándose junto a Teresa y acariciando suavemente su blanco cuello—, que mi entrevista con el Oficial Mayor del Ministerio de la Guerra ha sido de lo más satisfactoria. Todo su empeño consistía en saber si yo me había decidido a tomar el mando de uno de los batallones de polkos. Le aseguré bajo mi palabra de honor que los polkos no me habían ofrecido mando ninguno, y que si acaso me lo ofrecían, no lo admitiría; que no pensaba en otra cosa más que en casarme, y que si ya personalmente, ya por medio de mis amigos andaba en pláticas con los clérigos, era para allanar las dificultades que cada momento se presentaban. Me dejó en entera libertad para quedarme en mi casa o que me presentase en Palacio si llegaba a estallar el pronunciamiento que se temía, y nos despedimos tan amigos como siempre, y prometió comer el domingo próximo en esta quinta si los acontecimientos no se precipitaban.

—Pues ya tendrá que dejar el convite para otra pascua —interrumpió Josesito—, porque los acontecimientos están ya precipitados, y sólo se han detenido porque me importaba más estar al lado de don Pedro que ocuparme del pronunciamiento.

—Si se ponen ustedes a hablar de política jamás acabarán —dijo Florinda—. Lo que ahora pica nuestra curiosidad es la narración que nos va a hacer Josesito.

—Los había dejado hablar —dijo Teresa—, para dar tiempo a que llegase el coronel Valentín, al que pienso darle una agradable sorpresa… pero me parece que ha parado un carruaje.

Martín, el soldado, se presentó diciendo:

—Mi coronel Valentín.

Y el coronel Valentín no tardó en entrar, saludando cariñosamente y como un viejo amigo a todos los tertulianos.

—Ahora sí estamos completos y voy a comenzar —dijo Josesito—, pero suplico a ustedes que no me interrumpan.

—No tiene cabeza este José —dijo Florinda al oído a Teresa—. Dice que estamos completos y no ha extrañado a Luis y a Bolao, que, aunque tarde, vendrán.

—No me parece conveniente que Carmela y tu hijo asistan a esta velada, pues quizá se hablarán cosas que no deberán oír. Tienen la idea de hacer una merienda en el bosquecillo de manzanos, y no hay más que despacharlos con Mariana que les dé cuanto pidan de la cocina y del comedor.

Teresa salió a arreglar este pequeño asunto, y Carmela y el jovencito, muy contentos, corrieron a tomar posesión del bosquecillo de manzanos.

Cuando Josesito observó que su auditorio estaba ya reunido y dispuesto a escucharlo, comenzó su narración desde el momento en que él y Arturo encontraron en la calle los Sacramentos con música, hasta la llegada del padre Martín a la casa de don Pedro. Fue tan fiel y tan bien dicha, que los circunstantes ni respiraban, y se conocía en sus ojos y en las variaciones de su semblante que se sucedían las emociones de la misma manera que si hubiesen estado toda la noche en el gabinete; pero cuando llegó Josesito a describir la lucha entre el padre, honrado y severo, con el miserable avaro, fue sublime. Las contorsiones de serpiente de don Pedro, su terror pintado en el semblante, sus ojos vidriosos que se cerraban cuando se encontraban con la mirada firme del padre Martín, su agitación y su penosa agonía, todo lo describió admirablemente Josesito, omitiendo lo que se relacionaba con Celestina. Cuando se puso en pie, e imitando al padre Martín, dijo con voz hueca y terrible: Miserable avaro yo te maldigo en nombre de Dios omnipotente y poderoso, las damas estaban ya tan afectadas y nerviosas que exclamaron en coro: ¡¡Qué horror!! y se cubrieron el rostro con las manos.

Josesito, fatigado se dejó caer en su sillón; Manuel y Valentín, que no habían perdido una palabra, dijeron a una voz:

—¡Qué hombre!

—¿Pero por fin murió? —preguntó tímidamente Florinda.

—Vive todavía, y está aliviado —dijo Luis que entraba en ese momento en el salón.

Un murmullo de sorpresa, de incredulidad y hasta de indignación se escuchó. A las señoras mismas, no obstante su buen corazón, les pareció inverosímil e injusto que un malvado semejante, hundido ya en la sepultura, volviese a poner un pie y a agarrarse a los dinteles del mundo.

—Pues no cabe la menor duda —continuó Luis sentándose en su sillón—. La noticia de la muerte de don Pedro, se había esparcido y causado cierta sensación en la ciudad, a pesar de que todo el mundo cree que de un momento a otro los polkos y puros vendrán a las manos; así lo que me pareció más acertado fue el concluir en la tarde los negocios pendientes que pudiera, por lo que pueda suceder mañana, e informarme personalmente en la misma casa de don Pedro. Salía a ese tiempo el doctor de la recámara, y él mismo me dijo que estaba asombrado, y que se veía tentado de quitarse de médico. Conforme a los principios de la ciencia y del pronóstico de uno de los padres camilos, don Pedro debía haber muerto poco después de la media noche; y el resultado era que después de una violenta conversación que tuvo con el doctor Martín, la enfermedad hizo crisis y va de alivio. Después de despedirme del médico, entré de puntillas y llegué hasta la cabecera de su cama. Dormía un sueño tranquilo, y sus facciones, que las criadas me dijeron que habían estado retorcidas en la noche, habían vuelto a tomar su regularidad.

Un movimiento de disgusto general se notó en los tertulianos de la quinta cuando escucharon la noticia de Luis. Don Pedro era enemigo de todos, lo creían desaparecido ya de la tierra por causa de una enfermedad; su resurrección era un chasco. Así es la naturaleza humana. Quizá Teresa misma no pudo evitar este sentimiento; pero delicada como era y observando lo que pasaba, tomó la palabra.

—Hemos satisfecho nuestra curiosidad, y no hay más que hablar de eso. Los juicios de Dios son incomprensibles, y si él le concede la vida, quizá será para que se arrepienta; y así será, porque el padre Martín, que es duro y de cáscara amarga, es el tipo de la honradez, y no lo ha de abandonar hasta que no lo convierta, y también es su interés para que devuelva el dinero de Aurora.

—Y el nuestro —dijo Manuel.

—Cabal; el nuestro —añadió Josesito.

—El de todos —confirmó Luis—. Yo lo sé bien, a todos los ha robado, es la palabra propia en castellano, y la digo porque tengo las pruebas.

—Luego que acabe la velada nos quedaremos bebiendo una botella de champagne —dijo Arturo—, y formaremos un plan para recobrar nuestro dinero.

—Yo me encargaré de hablar con el doctor Martín —dijo el padre Anastasio, que había estado oyendo con asombro la relación de Josesito—; pero creo que ha de haber muerto, porque esos alivios repentinos son precursores de la muerte. En fin, mañana sabremos, y por ahora es nuestra apreciable Teresa la que tiene la palabra, y no se hable más por ahora de don Pedro.

—Bien pensado y voy a comenzar, y cuando acabe ya verán si tiene mi novela interés. Les ruego que, diga lo que diga, no me interrumpan y no hablen sino cuando yo se los permita.

—Convenido —respondieron todos.

—Y al que falte se le impondrá la pena de no asistir a la tercera velada —añadió Josesito.

—Es una historia sencilla que oí referir en casa de las señoras P… que visitábamos mi madre y yo cuando pasábamos algunas temporadas en San Luis, y seguramente no tendrá el interés que las novelas que referían las damas de Florencia, pero ya que se me ha concedido la palabra tengo que decir algo. La novela, historia, anécdota o como ustedes la quieran llamar, es de España, no de México, y es mejor, porque lo nuestro tiene poco interés, y cuando oímos nombrar ciudades y personajes extranjeros, la imaginación se da vuelo y vemos las cosas como con un anteojo de aumento. En una aldea de las montañas de Asturias, habitaban una pequeña casita marido, mujer y una hija única que tenía 18 años, fresca, alegre, bonita nada más, como cualquiera otra de las muchachas de su edad. Trabajaban en el campo, ordeñaban cuatro vacas, criaban gallinas, se acostaban a buena hora, se levantaban con el sol, no deseaban más que una buena cosecha, no envidiaban a nadie ni aspiraban a grandezas y vivían felices. Con motivo de revoluciones, que no han faltado en España, la montaña fue ocupada con tropas reales, y un destacamento a las órdenes de un teniente quedó en la aldea. El teniente no contaba 25 años, y era guapo mozo. Un domingo asistió a un baile campestre y pasó revista a todas las buenas mozas del lugar, y cuidado si las había, pero se fijó en… la llamaremos María, lo mismo es, y el nombre no hace al caso. María era la hija única de los labradores que les he referido que vivían felices con el producto de su trabajo. ¿Qué querían ustedes que hiciera una muchacha inocente que se veía cortejada por un oficial joven que le juró que no amaba más que a ella? Por entonces no pasaron las cosas a más. El oficial se marchó a los dos meses, pero antes de un año ya estaba otra vez allí con su piquete de infantería. La muchacha concluyó por confesarle que lo amaba, y él por darle palabra de casamiento. Los padres consintieron y quedó arreglado que en cuanto concluyera ciertos negocios de familia y obtuviese la licencia de sus superiores, volvería al pueblo y se casaría. Volvió una, dos y tres veces, ya con tropa, ya con licencia, y con diversos pretextos, que tuvo siempre prontos para disculparse, no cumplió lo prometido. Un día desapareció María de su casa. Ya pueden ustedes figurarse el pesar, las lágrimas y la justa cólera de los padres. Sospecharon, y con fundamento, que el oficial había seducido a la hija, y con sus promesas, nunca cumplidas, la había obligado a abandonar el techo paternal. ¡Lo que hacen las muchachas tontas y lo que tienen que llorar el resto de su vida!

El coronel Valentín había querido varias veces interrumpir a Teresa y levantarse de la silla, pero Josesito, que estaba junto de él, lo había contenido.

Teresa continuó:

—Como ven ustedes, la historia o la novela, es de cuatro palabras, y creo se repite todos los días en México y en España, pero empieza con los amores de María y del teniente la historia de las preocupaciones sociales. El seductor tenía sus buenas y sus malas cualidades como todos los hombres, y entre las buenas, poseía la de la energía y el valor. Pronto de teniente pasó a capitán y mayor, y entonces, con más recursos, pensó en casarse con María y presentarse en la aldea para obtener el perdón de sus padres y vivir felices, pero reflexionó que ya no eran iguales. ¿Cómo unir su suerte con la hija de unos aldeanos? ¿Cómo un teniente coronel del ejército, porque ya lo era, había de presentar a María ante la buena sociedad? Imposible. Así fue pasando el tiempo y vino al mundo una niña la crio la madre, no sólo con el amor de madre, sino como el ser único que en esta tierra la llenaba de alegría y le hacía olvidar su situación.

El coronel Valentín ya no podía aguantar, abrió la boca para decir algo y se levantó de la silla, pero Josesito lo contuvo y lo hizo que se volviera a sentar.

Teresa hizo como que nada veía y siguió con su cuento:

—Cuando la niña creció y estuvo en disposición de educarse, sus preocupacipnes aumentaron y se decidió a quitarla del lado de la madre y colocarla bajo la dirección de una mujer honrada que había sido maestra de una escuela, y que sabía un poco de cuentas, de geografía, de historia, tocaba la guitarra y el piano, en fin, ni mandada hacer para formar una señorita digna de ser hija de un teniente coronel.

María tuvo que consentir pensando en su hija y creyendo que le hacía un bien, pero cesó en sus relaciones con su amante, se decidió a mantenerse honradamente con su trabajo y se marchó a la corte, donde en breve tuvo una clientela numerosa, y entre otros parroquianos contaba con un capitán generoso, o por mejor decir, tirador de dinero…

El Coronel Valentín y Manuel se levantaron de la silla pero Arturo contuvo al capitán y lo hizo volver a sentar, y Josesito, ya incómodo, intimó a Valentín por tercera vez que se estuviese tranquilo.

Teresa los miró al disimulo, sonrió y continuó su narración.

—No hay falta —dijo—, que deje de ser castigada en esta vida. El grandísimo pesar que con su ausencia dio a sus padres, lo tuvo ella también con la desaparición de su hija.

Algo como un sollozo se escuchó por una de las puertas que comunicaban a las recámaras, pero no hicieron caso los tertulianos, pendientes como estaban de la conclusión de la historia.

—Una catástrofe de esas que vienen repentinamente a una familia, ocasionó que la hija de María, que ya estaba crecida y muy hermosa, abandonase la casa de la señora bajo cuyo cuidado estaba, y se echase por esas calles del inmenso Madrid a pedir limosna, ¿pues qué había de hacer la pobrecita si no tenía ya ni asilo, ni qué comer? No quiero referir los pormenores de la catástrofe, porque eso pondría tristes a mis amigos que me escuchan, así baste decir que la Providencia divina, que jamás abandona a los desgraciados, determinó que la criatura fuese recogida por una pobre anciana.

Florinda quería añadir algo o que Teresa le explicara si se trataba de personas de su intimidad, pero Luis, que conocía a fondo la verdad, le dijo al oído:

—No sé a donde irá a parar Teresa con su novela madrileña, pero dejémosla acabar.

—¿Y qué suerte ha corrido? —preguntó Valentín, que no pudo contenerse, a pesar de que Josesito le tapó la boca con la mano.

El padre y la madre no saben de ella, y están suficientemente castigados, porque han padecido años y años los tormentos más terribles. ¡Una hija perdida! Yo no sé lo que es el amor de una madre para con su hija, pero se me figura que si me pasara una cosa igual me moriría sin remedio, pero así son algunos hombres, cometen una falta, no la reparan y labran su propia desgracia y la de la pobre mujer a quien engañaron.

—Yo nunca la engañé y siempre la quise, la he querido y la quiero, lo confesaré, fue mi primer amor, y los muchos que he tenido después no lo han podido borrar. Las mujeres son a veces crueles y nos juzgan mal —dijo Valentín poniéndose en pie, y al que Josesito, con todo y su energía no pudo contener.

—Pero no se trata de usted —le contestó Teresa con mucha calma—, a no ser que para completar la velada, nos cuente su propia historia.

—¿Para qué disimular más, Teresa? —dijo Valentín—, y entre mis pocas buenas cualidades cuento la de ser franco hasta la grosería; franqueza de soldado de la escuela antigua a que pertenezco.

—Permito ahora —respondió Teresa sonriendo y paseando por los circunstantes una mirada un tanto picaresca que no le era habitual—, que el coronel Valentín nos cuente su historia habiendo yo concluido mi novela.

—Teresa —dijo Valentín algo conmovido—, ha referido en sustancia no una novela, sino mi propia historia, para qué he de negar. Con su exquisita finura y buen talento, la ha adornado de circunstancias y pormenores para hacer menos odiosa mi conducta, pero en el fondo tiene razón, y los sucesos principales no han pasado en Asturias, ni en Madrid, sino en México, en San Luis Potosí, en Tampico, aquí mismo en esta quinta. Preocupaciones, las he tenido en verdad ¿y por qué? No lo sé, por tontera, por fatuidad. Mis padres fueron pobres y humildes como los de Mariana. Con mi espada he ganado mis grados, mis heridas son mis títulos de nobleza, y los de Mariana son la honradez. y las penas que ha sufrido años, sin quejarse y guardando mi honor y su secreto que no ha confiado sino a la que era digna de saberlo. Pues bien, amigos míos, delante de vosotros que seréis testigos, delante de vosotros que me tratáis como si fuera de vuestra familia, quiero reparar mis faltas. Mariana está aquí, Mariana vendrá dentro de un instante y le rogaré que acepte mi mano para que sea la madre legítima de nuestra hija, y nuestra hija la encontraremos, porque ya la encontró la incomparable Teresa.

—Magnífica oportunidad para que tuviéramos aquí un final de comedia —dijo Teresa—; Valentín y Mariana sollozando y estrechándose en los brazos, y la hija saliendo repentinamente por una puerta y abrazando también al padre y a la madre.

Es necesario calma y reflexión, coronel —continuó diciendo Teresa—; lo que usted ha dicho le honra, pero antes es necesario pensarlo. Si después de casado se arrepiente usted, ¿qué vida va a pasar esa pobre Mariana, tan feliz en mi casa? En cuanto a la hija le prometí a usted que el día de mi casamiento tendría la satisfacción de presentársela, pero no es posible esperar más. La hija de usted es Carmela, educada por los dudados casi, maternales de Aurora y de mi buena amiga Florinda.

—¡Carmela, Carmela es mi hija! —exclamó Valentín lleno de alegría—. ¡Esa señorita tan hermosa, tan divina, tan cándida, tan bien educada, es mi hija! ¿Ésa es mi hija? ¿Por qué milagro tan patente, una hija abandonada de su padre, y que debía, por el orden común de las cosas, estar en la miseria o en malas compañías, vino a dar al cuidado de familias tan ricas y tan distinguidas?

—Ya verá usted lo que es el destino de las gentes. Unas, con los elementos de la riqueza y del nacimiento, no tienen más que desventuras, y otras, pobres, desvalidas y abandonadas, repentinamente son ricas y felices, porque Carmela es rica, y muy rica. Aurora ha cuidado de ella como si fuera su hija, y ya contaremos a usted despacio cuanto deba interesarle.

Valentín realmente no sabía ya qué hacer ni qué decir, y se disponía a salir del salón y echarse a buscar a Carmela, que estaba muy divertida con Mariana en el bosquecillo de manzanos. Teresa conoció su inquietud y su intención, y le dijo:

—Quieto, coronel, quieto; no es tiempo todavía. Carmela, que nada sabe, tendrá una sorpresa que puede hacerle daño, y por otra parte, no habiendo hace años tratado a usted es imposible que tenga ese repentino amor, ni esas lágrimas de ternura para demostrar su cariño a un padre que no conoce; eso sólo se encuentra en las novelas. Usted quedará mortificado y con un sentimiento desagradable que es menester evitar; en cuanto a Mariana…

—Quizá hice mal, pero todo lo he oído. Martín me dijo que estaban en el salón hablando de mí, y en este momento… la curiosidad de nosotras las mujeres, pero puede ser que haya sido para bien de Carmela. A Valentín, no sólo lo he querido, sino que ha sido mi idolatría y daría por él mi vida. Estoy contenta, muy contenta con lo que he oído de su boca, y Martín me dijo que debía contentarme con eso. Queda libre, muy libre, y no me casaré con él, porque seríamos muy desgraciados, ni nadie más que ustedes sabrán que Carmela es mi hija; renunciaré a ella para que sea feliz… una madre, una buena madre debe hacer esto… la niña Teresa estará contenta, ¿no es verdad?

Mariana no pudo continuar, porque la voz le faltaba y los sollozos la querían ahogar, pero quería demostrar fortaleza y ánimo ante los que miraba como sus amos.

—¡Qué diablos! —gritó Valentín—, ¿por qué no he de confesar delante de mis amigos que te quiero como el primer día que te vi? Ven acá, mujer, no tienes de qué avergonzarte, has sido honrada y buena, y sobre todo una heroica, madre, pronta a sacrificarse por su hija; ven acá, que tengo orgullo en abrazarte.

Valentín abrazó estrechamente a Mariana, la que no pudo contenerse y quiso ahogarlo entre sus brazos.

—¡Valentín! ¡Valentín! ¡Qué bueno, qué generoso eres!

—¡Bravo! ¡Bravo! venga esa mano —le dijo Manuel—, te has portado como quien eres. Esto esperaba yo de ti desde que Teresa empezó su novela de las montañas de Asturias y de la corte de Madrid; y tú, muchacha —continuó dirigiéndose y dando en el hombro de Mariana una afectuosa palmada—, no tienes otro remedio sino de resignarte a ser la mujer del coronel, puesto que lo quieres todavía y que no han cambiado tus sentimientos. Los que se quieren se deben casar, dejando que el mundo diga lo que le dé la gana. Teresa y yo seremos tus padrinos.

—Sí, sí, que se casen —exclamaron José y Arturo palmoteando y rodeando al coronel y a Mariana, y hasta Luis, tan reposado y tan reflexivo, dijo al oído de Florinda:

—No tienen otro remedio, y si nos interesamos por la dicha futura de Carmela, debemos apoyar y que no quede en plática este generoso movimiento del coronel.

—Declaro —dijo con una voz firme Valentín—, que no saldré de este salón sin haberme casado. Padre Anastasio —continuó tomando de la mano a Mariana—, delante de usted declaro que recibo por legítima esposa a Mariana, y si ella dice lo mismo, no nos negará su bendición.

Mariana estrechó la mano de Valentín y dijo:

—Ante Dios y los hombres ha sido y es mi esposo Valentín, a quien he querido, sin faltarle ni con el pensamiento.

El padre Anastasio, sorprendido, se puso en pie, interrogó con una mirada a Manuel y a Teresa. Ellos la comprendieron y dijeron:

—Ya lo hemos dicho, lo aprobamos y somos los padrinos.

El padre Anastasio les echó con fervor la bendición nupcial.

Martín, el asistente, que no había perdido la costumbre de escuchar, a pesar de haber hecho su confesión general, asomaba por la puerta la cabeza, y su figura, descompuesta por el asombro que le causaba lo que estaba pasando, era tan extraña, que llamó la atención de Josesito, que se dirigía a él para preguntarle si algo le había sucedido; pero la repentina y estrepitosa irrupción que hizo Juan Bolao en la sala, cambió enteramente la escena.

—Estas cosas se deben hacer así, sin pensarlo, como quien se echa de cabeza en un tanque de agua fría; me he decidido a hacer una calaverada, pero creo que si la llevo a efecto no tendré que arrepentirme de ella. Me caso, me caso sin remedio, a no ser que ustedes lo impidan.

—Lo que te decía yo, Arturo —exclamó Josesito—, muchos casamientos y muchos traidores castigados, como en las novelas, porque espero en Dios que a estas horas habrá muerto don Pedro.

Los demás rieron de la ocurrencia de Bolao, y como circulaban en el salón con motivo de lo que acababa de pasar, lo rodearon y le preguntaron a una voz:

—¿Con quién? ¿Con quién?

—Es formal lo que digo: me caso con Carmela, si Florinda y Teresa me dan su consentimiento, que el de Aurora lo tengo aquí ya.

El asombro de los tertulianos llegó al colmo.

—Mi carácter no me permite engañar a nadie. Desde que conocí a Carmela me dio flechazo, como dicen, y con las miradas, y con esto, y con el otro que saben y conocen las mujeres, hemos estado en relaciones. ¿Para qué entretener más tiempo a una criatura de la sencillez y buena fe de Carmela? ¿Para qué engañar a mis amigos abusando de su casa y jugando al escondite con la muchacha? Eso no se hace y no lo quiero hacer yo. Pues que ha de ser tarde, que sea temprano; esto me dije, y lo primero que hice fue comunicarle a Aurora mis ideas y pedirle su consentimiento, porque ella es la protectora, la tutora, vamos, la madre de Carmela. Como tengo íntima amistad con el mayordomo de la Concepción, que me conoció desde que era chico y me tutea, él mismo me llevó al convento, hizo que bajara a la portería Aurora, le conté mi cuento delante de las otras monjas, todas lo aprobaron, y allí mismo escribió la carta que tengo aquí, pero me propuse también pedir el consentimiento de todos ustedes, porque Carmela es de la familia. Si no les parece, asunto concluido. Yo soy así, no me caso, rompo esta carta y me marcho en el acto a «La Florida» o al infierno, y ya ustedes se compondrán con Carmela.

Imposible de describir el asombro de todos al escuchar esta brusca e intempestiva declaración, que de pronto creyeron que era una broma.

—Siempre tiene este buen amigo algo nuevo y chistoso que inventar cuando estamos tristes —dijo Teresa—, y lo que acaba de pasar en este momento, aunque placentero para todos nosotros, nos ha impresionado y conmovido.

—No es una broma, he dicho la verdad —prosiguió Juan Bolao acercándose a Teresa—, y usted me perdonará el lenguaje un poco franco por no decir ordinario, pero es así mi carácter y no lo puedo remediar. Me separé de la reunión sin que ustedes lo advirtiesen y fui a la ciudad, no sólo con motivo del asunto que acabo de referir, sino también para indagar con personas del comercio que saben lo que ha de pasar mejor que el gobierno y están seguros de que esta noche, mañana, pasado mañana cuando más tarde, estallará la revolución, y lo que no pueden decir es el carácter que tendrá. Unos la creen de poca importancia y pasajera, otros, y son los más, temen que sea horrorosa y el principio de una encarnizada guerra civil que no terminará sino con la conquista del país por los norteamericanos, que están ya muy cerca de San Luis, y a estas horas debe haberse librado una batalla entre las fuerzas del general Taylor y las del general Santa Anna. De todas maneras es necesario tratar de concluir los asuntos pendientes para estar listos para todo evento. Mis locuras de joven han terminado, otra debe ser mi vida de hoy en adelante. Encargado de la administración de los bienes de ustedes, teniendo que vivir en el interior para cuidarlos y atenderlos, necesito pensar seriamente, establecerme y tener una familia. ¿Con quién mejor que con Carmela podría unir mi suerte? Carmela es huérfana. ¿Quién era su padre y su madre? no lo sé ni me importa saberlo y la amo por ella misma, por esa inclinación desconocida que nos empuja sin remedio a una persona, y porque además su hermosura y la bondad de su carácter no tienen comparación sino con la de las personas aquí presentes que la han favorecido, la han educado y han formado una señorita digna por tantos títulos de la mano de un rey, como se dice, y que sin modestia y sin que me quede nada dentro, no merezco. He sido, pues, una vez grave y formal en mi vida, y después de esta declaración espero de mis amigos una sentencia de vida o de muerte.

—De vida será la sentencia, al menos por mi parte y por la de Florinda, pero tiene usted, querido Juan —dijo Teresa—, que pedir el consentimiento de sus padres que están aquí presentes.

Al decir esto tomó de la mano a Juan Bolao y lo acercó a Valentín y a Mariana.

—Acaba en este momento de darles las manos el padre Anastasio.

Juan Bolao abrió tantos ojos, quiso hablar y no pudo, y fue tal su sorpresa, que habría caído al suelo si no hubiese tenido cerca un sillón en que apoyarse, pero se repuso en el instante.

—Tonto de mí —dijo dándose una palmada en la frente—. Olvidaba lo de Tampico, olvidaba a Mariana y a Valentín que por más que disimulaban, se conocía de a legua que tenían relaciones y se adoraban como dos chicuelos, ellos los viejos verdes… ¡pero Carmela! como ha sido eso, ¿qué pruebas hay? ¿Por qué casualidad se ha descubierto?

—Ya temía yo que cuando se supiera que Carmela era mi hija, ninguna persona querría…

—¡Calla, mujer, qué disparates estás diciendo, con el alma y la vida, mejor ahora que antes! Dame esa mano, Valentín; un soldado y un valiente como tú hace lo que tú has hecho, y te llevas en Mariana un tesoro. Mi madre, tú eres mi buena madre, Mariana. ¿Consienten tú y Valentín en que Carmela sea mía?

Valentín y Mariana sin poder articular palabra abrazaron con cierta timidez a Juan.

—Así, así —dijo Juan—, y venga esa mano, padre Valentín, porque ya he visto en tus ojos que consientes, y por consiguiente, aunque la eches todavía de joven, eres mi padre y espero en Dios que antes de un año serás abuelo y entonces tu bastón y tu sillón, como los mariscales gotosos de las comedias francesas… ¿Pero cómo se ha descubierto que?…

—Todo se le debe a Teresa —dijo Florinda—, prometió a Valentín descubrir a la hija que buscaba y lo ha logrado, pero ya habrá tiempo de que ella misma te imponga de todo.

—Bien, bien —contestó Bolao con su acostumbrada ligereza—, quiero hacer lo que han hecho Mariana y Valentín, casarme ahora mismo. Aquí está mi buen amigo el padre Anastasio y lo hará.

—Imposible —contestó el padre Anastasio—, no estarían bien casados. El caso del coronel Valentín es excepcional. Tendrá que partir a Tampico a tomar parte como militar en la revolución que se prepara, porque el gobierno lo llamará naturalmente y le confiará un mando; puede, pues, correr riesgo su vida, y Dios no lo quiera, pero en un caso desgraciado Mariana y su hija sufrirían perjuicios irreparables. Habrá tiempo para celebrar el matrimonio como es debido, y lo harán también el coronel y Mariana si los sucesos no se precipitan y nos dan tiempo. Yo me encargo de todas estas cosas y serviré al pensamiento a tan buenos amigos.

Cuando el padre Anastasio habló de un caso desgraciado, Valentín se puso pálido como la muerte. Josesito, que se hallaba junto de él y no le despegaba los ojos, lo observó, y luego que acabó de hablar el padre Anastasio procuró meter ruido.

—¡Un viva general para los novios! —gritó palmoteando fuertemente.

—Sí, un viva general —añadió Manuel—, y todo el mundo a gritar vivas a los novios y a abrazarlos y a decirles mil cosas a un tiempo.

La alegre algazara que se oía hasta el jardín, llamó la atención de Carmela y entró corriendo para saber lo que pasaba.

Teresa y Florinda cogieron a Carmela entre sus brazos.

—¡Bribona! ya te castigaremos. ¿Nada nos habías dicho?

Carmela no comprendió de pronto, pero cuando notó que Bolao se acercaba, se tapó la cara y ocultó su linda cabeza llena de flores olorosas en el seno de Florinda.

—Florinda y yo nos encargaremos de todo —le dijo Teresa a Bolao—, no hay necesidad de precipitar los acontecimientos. No quiero ya sorpresas ni menos lágrimas. Una poca de paciencia y todo saldrá bien.

Martín asomó por la puerta principal su grande cabeza de soldado, rapada a peine y anunció que la cena estaba servida.

—Vamos, amigos míos. Creo que todos tenemos apetito —dijo el capitán.

—Las damas florentinas no han de haber contado una novela tan interesante como la de nuestra velada de esta noche, ¿no es verdad? —añadió Teresa.

—¡A cenar! —gritó Josesito.

Todos alegres, saltando como unos chicos, hablando, cantando, atropellándose, abrazándose, se precipitaron al comedor.

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