XI. Historias de cuartel

Cosa de las tres de la mañana, repetidos y ruidosos golpes dados a la puerta con los pomos de las espadas y los gritos del cabo cuarto que llamaba a la guardia, despertaron sobresaltados a los nacionales. Levantáronse, restregándose los ojos, y acudieron a los rincones a recoger sus fusiles. Cuando fue reconocido el jefe de día y se abrió la puerta, ya la guardia se había formado y Arturo y Josesito habían descendido precipitadamente.

—Comandante —dijo el jefe de día a Arturo apartándose con él a un rincón del cuerpo de guardia—, en la madrugada va a ser atacada la línea por diversos puntos. Un desertor, o más bien un espía de Palacio que se acaba de aprehender, habiéndosele prometido perdonarle la vida, ha revelado el plan del Gobierno. Como en Palacio y en la Ciudadela existen más de cien piezas de artillería, se van a poner en batería cosa de cuarenta contra nuestros puntos fortificados. Con el batallón de granaderos que está decidido a sostener a los puros, y cosa de dos mil hombres que han llegado de Morelia y otros puntos, se formarán las columnas, un atacará por las calles de Plateros y Espíritu Santo al batallón Victoria; otra penetrará por la calle de Vergara que no está defendida, fijará su base de operaciones sobre el Hospital de Terceros, desprendiendo una fuerza que ataque este punto, que será también acometido por una fuerte columna con artillería, mandada por el general Alcorta en persona, que es el que ha dispuesto el plan general para terminar esta revolución y vencernos, pero es lo que vamos a ver. De modo, señor comandante, que usted va a ser embestido por el frente, por el flanco derecho y por el izquierdo por dos o tres columnas que tratarán de intimidar a las tropas que guarnecen este punto con el fuego de la artillería, y después se dará la orden para el asalto, y diz que cuentan con camisas embreadas y cuanto más es necesario para incendiar y matar y destruir, porque estos puros infernales no se paran en pelillos. Figúrese usted si toman ese convento, lo que sería de las pobrecitas monjas. No quisiera yo hallarme en su pellejo. Con que ya lo sabe usted… aquí le traigo un refuerzo de cincuenta hombres decididos, y la orden terminante del general en jefe es que, aunque caigan en ruinas las paredes del convento y muera toda la guarnición, no se rindan, que triunfen sobre escombros y cadáveres, pero rendirse jamás. Me retiro, señor comandante, y confío en que serán cumplidas las órdenes que le he comunicado.

Arturo prometió al jefe de día que antes de rendirse pasarían los enemigos sobre su cadáver y sobre los cadáveres de todos los guardias nacionales, y salió a recibir el destacamento que había estado formado con el arma al hombro, cerca de la puerta de la iglesia, y en el cual venían, como se verá más adelante, algunos antiguos conocidos.

—¡Ah! se me olvidaba —dijo el jefe de día al montar a caballo—, me encargó mucho el general que le dijese a usted que conservase preso al capitán José, y que a la menor sospecha de traición (pues lo suponen hasta espía de los puros), lo mande usted fusilar.

—Sobre esto, dígale usted al general que no tenga cuidado. No me despego del capitán José, y soy su carcelero, y ya sabe él, pues se lo tengo dicho, al primer movimiento le vuelo la tapa de los sesos.

—Eso es, eso es, me gusta esa energía —contestó el jefe de día, tomando los estribos y acomodándose bien en la silla arredando su caballo—. Me voy tranquilo y lo que es este punto, si lo toman, les costará mucha sangre.

Arturo y Josesito, que había oído todo esto, tuvieron que taparse la boca para no soltar la carcajada, pero así que se alejó al galope el jefe de día, exclamaron los dos en coro:

—¡Qué bruto! —y se echaron a reír hasta dolerles el estómago. Josesito, que fungía de ayudante de Arturo, introdujo el refuerzo al cuartel, y Arturo subió a los claustros y a la torre para observar y dar algunas disposiciones, creyendo que debía participar a las reverendas madres que su santo convento sería atacado dentro de pocas horas.

En efecto, no había pasado una hora, cuando se escuchó el estampido de la artillería por diversos rumbos, lo que probaba que el jefe de día y el general en jefe estaban bien informados, y que comenzaban ya a ser batidos los cuarteles de los polkos. A poco, el fuego de fusilería se propagó por toda la línea desde San Cosme hasta el Palacio, y los soldados que guarnecían la bóveda comenzaron también a disparar balazos.

Las monjitas, que tenían noche con noche su guardia y sus escuchas, estaban ya en el coro iluminado con velas de cera, rezando y encomendando a Dios a sus defensores. No hubo necesidad de que nadie les avisase. Arturo, sin hacer ruido, asomó la cabeza por la puerta del coro, y Aurora, que parece que lo adivinó, volvió la cara en ese momento y una mirada se cruzó entre los dos amantes. Esto bastó para que Arturo, creyéndose en ese momento uno de esos castellanos de la Edad Media, jurase en su interior morir antes que entregar el convento y tomase a lo serio las órdenes del jefe de día, que le habían causado risa. Con una energía digna de mejor causa, mandó cesar el fuego inútil por aquel momento, distribuyó la fuerza en los ángulos más débiles que podían ser atacados, entró resueltamente al coro, diciendo a las reverendas madres que no tuvieran cuidado, pero que no salieran de sus celdas; bajó a los patios y puso guardia en todas las puertas, y con el resto de su fuerza formó una columna pronta a hacer una salida y se puso él a la cabeza. Josesito quedó encargado de la torre y de las bóvedas.

El resto de la noche fue agitadísima; el fuego no cesó de una a otra línea, siguieron los disparos de cañón; algunas granadas pasaron zumbando por cerca de la torre; una reventó en el aire, un casco lastimó a un soldado y Josesito tuvo que tenderse de plano en una bóveda para evitar el ser herido por otra que pasó muy cerca. Las cornetas, repitiendo el toque del corneta de órdenes del cuartel general, daban sus puntos a cada instante «enemigo a la derecha, enemigo a la izquierda»; por último, el corneta de la Concepción tocó enemigo al frente. Una columna cerrada se acercaba a paso redoblado, así le pareció al menos a Josesito. Los defensores comenzaron a hacer un nutrido fuego que iluminaba momentáneamente el sombrío edificio y lo sumergía después en la más profunda oscuridad. Arturo, resuelto a quedar bien, en vez de cerrar las puertas del cuerpo de guardia las abrió y salió con espada en mano a la cabeza de su columna, recorrió las cercanías, se avanzó hasta la segunda calle de San Lorenzo y regresó sin haber perdido ni un hombre, ni encontrado al enemigo. Sin embargo, ni los disparos ni la inquietud cesaron sino cuando acabó de salir la luz de la mañana. ¿El Gobierno intentó el asalto de los cuarteles de los polkos, y fue rechazado, o no intentó nada y todo fue invención del general en jefe para darse importancia? Parece que la verdadera causa de esta agitación fue la llegada del gobernador de México a la cabeza de sus temibles legiones que no pasaban de quinientos hombres. El caso es que al estruendo y tormenta de la noche siguió la más completa calma, y ese día entraron por las garitas del Oriente tal cantidad de frutas, de legumbres y de toda especie de comestibles, que en el rumbo de San Hipólito, y en las plazas de San Fernando y Villamil, parecía que había una feria.

Antes de mediodía don Mariano el filósofo había abastecido su cantina de cuanto podía imaginarse, y los nacionales, orgullosos con la victoria que obtuvieron de un enemigo imaginario y el valor que desplegó el comandante saliendo en medio de las tinieblas con su fuerte columna, determinaron hacer un banquete a escote. Muchos no tenían, pero entre los que tenían se juntaron al momento ochenta pesos que fueron entregados a don Mariano para que les diese lo mejor, y a esto se añadieron los obsequios de las monjitas, ya tranquilas y encantadas y agradecidas por le valor, y del celo que habían manifestado sus defensores rechazando el ataque que sufrió el cuartel, porque Josesito les hizo creer que una columna de dos mil hombres se había echado sobre el convento, pero que él a balazos desde la torre, y Arturo a la cabeza de la fuerza que quedaba disponible, los habían hecho huir a escape hasta el Palacio.

Aurora, que oía y que fácilmente creía cuanto se decía de Arturo, estaba en el quinto cielo. En la vida se acordaba haber sido tan completamente dichosa, y desde la noche que fundió su alma en la de Arturo en un amoroso y ardiente beso, vivía en una esfera celeste y no se podía dar cuenta de su existencia positiva y material.

En cuanto a Arturo, ni se diga. Olvidó completamente a Celeste, y Teresa, Florinda, Carmela y sus demás amigos de la quinta le eran como indiferentes, y sólo deseaba verlos para participarles su dicha y arreglar con ellos la manera de establecerse lo más pronto posible, para lo que contaba también con el eficaz apoyo del padre Martín. Este venerable eclesiástico sacaría del convento a Aurora, la restituiría a su casa, la pondría en posesión de sus cuantiosos bienes, los casaría, en fin. Después de años que contaba desde la memorable noche del baile, venían a colmarse sus votos, y él a unir su vida para siempre, no con una mujer de la tierra, sino con una vaporosa visión, de oro y crespón, que más bien pertenecía a la región etérea de los sueños que no a las tristes realidades de la tierra, donde en ese momento se disputaban los hombres a balazos un sillón ministerial. Le parecía mentira, pero no le cabía duda. Aurora estaba allí, la noche anterior, momentos antes del tiroteo y del ataque de los puros a la línea fortificada, la había visto entre los santos del coro y los cirios de cera, había escuchado su voz, había tragádose otra vez su alma en la amorosa mirada. Era un éxtasis, y decía en voz baja:

—¡Y luego dicen que no hay felicidad completa en este mundo! ¡Mentira! Yo soy completamente feliz.

—Pareces un imbécil, Arturo —le dijo Josesito—. Hace media hora que estás sentado sin hablar una palabra y con los ojos fijos como si estuvieses próximo a perder el juicio. Ya me figuro lo que te ocupa, pero es preciso no caer en las exageraciones. Yo idolatro a Celestina tanto como tú a Aurora, pero me doy tiempo para los asuntos, y me domino, y pienso en tanto como encierra esta cabeza que organizó una revolución en provecho de los mayordomos de monjas, teniendo por toda recompensa una sentencia de muerte de ese animal que se titula general en jefe… bien, aprende a mí, que se me da un pito de todo ello. Aurora no se te escapará en esta vez, y por lo mismo que eres feliz, y contando con que los puros nos dejarán descansar hoy después de la fatiga de la noche, levántate y ven a que organicemos nuestro banquete, que me cuesta diez pesos que le acabo de dar al cantinero en pago de unas botellas de Jerez que parece un topacio líquido.

Arturo se levantó muy animado y alegre, siguió a José, y pronto se encontraron delante de la cantina del filósofo de Jaumabe, que había traído vinos exquisitos y latas de conservas, sin contar que se había provisto de carne fresca. Los obsequios de las monjas llegaban en ese momento, y los soldados encontraron en la sacristía y en una bodega mesas y sillones, y en un abrir y cerrar de ojos estaba ya puesta una mesa espléndida, sin que le faltaran servilletas, ni manteles, ni cubiertos, unos de las monjas y otros del cantinero.

Arturo, que cuidaba del convento como si fuese su propia casa, puesto que allí habitaba su idolatrada Aurora, dispuso que dos pelotones avanzados se colocasen uno cerca de la calle de San Isabel, y otro en la de San Lorenzo, que la mitad de la guardia permaneciese formada y con las armas cargadas, y que el vigía y el corneta de la torre estuviesen listos y atentos registrando con la vista por todas direcciones por si venía una columna a sorprender el fuerte. Tranquilo con estas medidas de precaución, regresó al banquete donde tenía su asiento reservado y lo esperaban para comenzar. El fuego de fusilería era muy flojo, y a intervalos San Fernando y San Hipólito disparaban, y sólo en el cuartel del batallón Victoria, el más cercano a Palacio, se notaba por el humo y el eco lejano alguna actividad.

Los nacionales, sin gota de miedo, tranquilos, alegres y con un apetito devorador, se agruparon a la mesa y al cantinero, y unos sentados y otros en pie, comenzaron esta agradable batalla. Las botellas y los platos circularon con profusión, y ellos mismos eran amos y criados y se servían mejor.

Josesito, amigo siempre de organizar y de dominar en las reuniones y deseando al mismo tiempo adquirir un caudal de historias y de noticias para arreglarlas en su cabeza y llenar con una interesante novela la próxima velada, propuso que cuando se tomase el café con sus respectivas copitas de catalán, cada uno de los concurrentes refiriere, sin decir los nombres o sustituyéndolos con otros supuestos, sus buenas fortunas y los lances de amor y de honor que hubiese tenido en su vida. Un ¡hurra! se escuchó, que significaba el contento con que se recibía la indicación de Josesito, y Arturo fue el primero en aplaudir y excitar a Josesito a que, para dar el ejemplo, comenzase.

No se hizo de rogar, y cuando comenzaron a circular las tazas de un excelente café que había hecho el cantinero, Josesito comenzó su narración, pero como sus aventuras habían sido insignificantes, fue a dar necesariamente con el gran romance de su vida: el robo de Celestina, pero disfrazó no sólo el nombre, sino completamente los hechos.

—Yo tuve unos amorcillos con la sobrina del marqués de Siete Puertas, le llamaremos, porque todavía vive y ustedes todos lo conocen. Esa sobrina del marqués de Siete Puertas, la muchacha más hermosa de México, para qué he de hacer la descripción de que tenía ojos de azabache y labios de amapola, básteles saber que calzaba cinco puntos y con esto les digo todo, y conservo todavía en mi poder un zapatito de raso negro que les he de enseñar como una curiosidad, porque la muchacha era alta, más alta que yo con todo y sombrero, ya ustedes calcularán qué pie tan pequeño para su estatura, por eso conservo esa reliquia de antiguos amores.

—Pero bien, ¿en qué paró esa muchacha de tan precioso pie? —preguntó uno.

—Allá voy, y no sean tan violentos, ni tampoco supongan cosas que no pasaron. Estaba escondida esta perla en una casa, más bien una pequeña hacienda por el rumbo de la Merced de las Huertas, y en mis paseos a caballo, porque yo siempre he tenido buenos caballos, la descubrí, la enamoré, me correspondió, el tío se opuso a que nos casásemos y tuve que robármela. Escogimos, para no ser vistos ni perseguidos, la noche más lóbrega y más lluviosa; salimos de la casa, y aun yo tomé un coche de alquiler y lo situé cerca de la casa, pero como llovía fuerte, el cochero, se marchó a buscar gente apurada que en esos casos paga cualquier dinero. En una palabra, una vez fuera de la casa tuvimos que caminar a pie, y habíamos llegado con felicidad, aunque empapados, hasta la plazuela de la Santa Veracruz, donde hicimos alto para respirar, tal era la carrera que habíamos dado. No habían pasado cinco minutos cuando observé embebido en la fachada de la parroquia un bulto negro, después otro, después dos o tres que salieron del callejón. Estábamos rodeados de cosa de treinta hombres que o eran ladrones o gente que adrede había puesto el marqués para sorprendernos. No hubo más remedio que defenderme. Yo tenía en el cinto un par de pistolas de dos tiros y mi espada toledana, esta misma que tengo ceñida, que es mi compañera y me ha libertado de muchos peligros. Verdad es que nunca la he sacado sin razón.

—Ni la has envainado sin honor, a mí me consta, José —le dijo Arturo que escuchaba muy divertido las estupendas mentiras de su amigo.

—Como les decía —prosiguió Josesito sin hacer caso de Arturo—, saqué mi espada y al primero que se acercó pretendiendo apoderarse de mi muchacha… pif… con todas mis fuerzas; donde le alcanzó el machetazo no lo sé, pero cayó al suelo. En ese momento sentí como un frío mortal en la espalda. Era una puñalada que me había asestado otro de aquellos bandoleros; pero no fue por la respuesta a Roma; herido como estaba, me volví como un rayo y paf… hasta el pomo. Creo que lo pasé de parte a parte… el hombre cayó también al suelo. En ese momento tres enmascarados se apoderaron de la muchacha que gritaba desesperadamente a los serenos… ¡qué serenos! ni un farolillo en las esquinas, todo oscuro y solitario, ni una alma, y nosotros dos entregados a la furia de esos malvados. Yo me lancé en defensa de la muchacha y tuve la sangre fría necesaria para sacar una de mis pistolas, prepararla y tirar al grupo un balazo. Corrieron y yo tras ellos, pero a los veinte pasos caí sin conocimiento traspasado seguramente de veinte puñaladas y no volví a saber de mí, sino al cabo de una semana que me encontré en mi cama rodeado de mi familia y no les miento, aquí tengo todavía las señales de las heridas.

Josesito se aflojó la ropa y les enseñó dos o tres cicatrices que los cándidos nacionales miraron y aun tentaron para convercerse como Santo Tomás.

—¿Y qué sucedió con la muchacha?

—Hasta el momento en que nos hallamos no he vuelto a saber una palabra de ella ni del marqués —contestó Josesito atusándose el bigote y saboreando un trago de refino—, como si se los hubiese tragado la tierra. Seguramente el marqués supo que yo había sobrevivido a las heridas, me tuvo miedo y se largó de México, y fue lo mejor que pudo hacer, porque yo le habría pedido cuenta de su cobarde atentado.

—¡A la salud del capitán José! —gritaron varios de los concurrentes.

—¡A su salud! —repitieron todos bebiendo, ya catalán, ya vino, o lo primero que encontraban en la ya revuelta mesa.

Arturo, que pespunteaba en la guitarra que había encontrado en un rincón, fue también el primero en apresurarse a tomar una copa y se acercó a tocarla con la de José diciéndole en voz baja:

—¿De dónde diablos sacas tantas mentiras? en lo de adelante no te creeré ni el mismo Credo, aunque me lo reces de rodillas.

—Calla —le contestó José bebiendo hasta el último trago—, no vayan a oírte, y tú sabes que la historia en el fondo es verdadera.

—Que nos toque algo en la guitarra Miguelito —gritó uno de los nacionales—, para que haya un intermedio; rasga muy bien el instrumento, y como al mismo tiempo que hábil músico es hombre de aventuras, nos contará alguna de las suyas.

Miguelito no se hizo del rogar, tomó la guitarra y comenzó a torcer las clavijas para templarla.

Miguelito era uno de los nacionales que formaba parte del refuerzo que había ingresado en el fuerte la noche anterior, y no era otro sino nuestro antiguo conocido el maestro de música de Elena y de Margarita. Había prescindido, por no serle necesario, del nombre italianizado de Migueletti, y también del supuesto nombre francés de Saint Etienne, y recobrado su primitivo y verdadero de Miguel, pero por esa costumbre amable de los mexicanos, que es también una muestra de intimidad, le llamaban Miguelito. Dotado de un talento natural para la música, tocaba, no sólo el piano, sino un poco el violín, mejor el cornetín y diestramente la guitarra. Había permanecido en San Luis desde su aventura con Elena y Margarita, después se radicó en Guadalajara y finalmente regresó a la capital. Con su talento de músico y sus lecciones había podido mantenerse con decencia, y por el momento era como todos los jóvenes soldados de guardia nacional en uno de los batallones de polkos.

No se hizo de rogar y tocó muy bien y con gracia cuanto le pidieron. Fue muy aplaudido y lo obligaron a que refiriese algún lance de amor.

—Si fuese yo a contar a ustedes la mitad de lo que me ha pasado en la vida, tendríamos para tres días y no lo creerían. Los músicos tenemos muy buena fortuna con las mujeres, y ya que el capitán nos acaba de contar que se robó a una marquesa, yo también me robé a una muchacha que valía tanto como una marquesa. Al fin aquí todos somos hombres corridos, nadie se ha de escandalizar y las monjitas están lejos y no nos oyen. Dos muchachas de chuparse los dedos —continuó el músico tronando la lengua—; la madre rica, bonachona, y las hijas crédulas, sin malicia, esas son las que más fácilmente se dejan conquistar. La una se llamaba… pero como hemos convenido en no decir los nombres, los callaré para dejar que ustedes se calienten la cabeza y adivinen; son muchachas muy conocidas de Puebla, y creo que en este momento, huyendo de la revolución, se marcharon a su hacienda. El nombre de una de ellas comienza con M y el de la otra con E.

Arturo, con la manía de rascar la guitarra que había quitado de las manos del músico, no fijaba su atención en el cuento, pero uno de los nacionales, de figura redonda y llena, de espaldas cuadradas que estaba detrás de Arturo, todo se volvía ojos y orejas. Miguelito continúo:

—Pasan en México cosas increíbles, como por ejemplo, la revolución en que estamos. Nos estamos batiendo sin saber por qué, ni por quién.

—Por las monjas, por los clérigos y por los mayordomos —interrumpió otro—, nos han engañado como a los niños de la escuela con un pedazo de pan untado con dulce, pero vamos al cuento. ¿En qué consiste lo increíble?

—En que pude armar una cuadrilla de fingidos ladrones para que asaltaran el coche en que venía la familia de regreso de un día de campo en San Ángel, y aprovechar el lance para llevarme a las muchachas a un magueyal, y ya ustedes, que son hombres de mundo, se figurarán que no perdí el tiempo.

—¿Pero qué clase de ladrones eran esos? —preguntó uno.

—¿Qué ladrones habían de ser? ni por pienso; seis o siete de esos muchachos de a caballo de las mejores familias que andan con los vaqueros, en coleaderos y ajustando carreras, amigos alegres y aventuras de la juventud.

—Pero acabe usted la historia —le dijeron varios.

—Vamos —prosiguió el maestro de música—, me obligarán a que les refiera hasta lo mas íntimo.

—Todo, todo.

Miguelito refirió las escenas de sus amores con Elena y Margarita, el rapto en la calzada de San Ángel, y no dejó de alterar la verdad y cargar de sal y pimienta la narración de sus hazañas. Fue aplaudido estrepitosamente, las copas se chocaron y don Mariano, el cantinero, tuvo que destapar más botellas.

Arturo, sin que nadie lo advirtiera, llamó a Miguelito con pretexto de entregarle la guitarra.

—Las personas a quien usted se ha referido son de mi conocimiento y estimación, y usted un infame y un vil, que se ha jactado de una mala acción. Me hará usted favor de decirme dónde vive, y luego que termine la revolución lo buscaré para que me dé explicaciones de una conducta tan villana.

Arturo dio la vuelta y se reunió con el grupo alegre que nada percibió.

No se reponía el músico de esta inesperada reprimenda, cuando el guardia nacional de cuadradas y fuertes espaldas lo tomó del brazo, y sin decirle una palabra entró con él al patio interior, lo empujó fuertemente a un rincón, le echó mano a la corbata y comenzó a retorcérsela.

—¡Ah! pillo; tú eres ese Migueletti a quien yo he buscado años. Hice un viaje inútil a Milán, después te busqué en San Luis, en Guanajuato, en todas partes. Habías cambiado de nombre, te habías quitado la barba, eras una persona insignificante, no era posible que te encontrara, pero la justicia de Dios te ha puesto en mis manos y vas a pagar tu infamia con una familia a quien has hecho derramar muchas lágrimas.

El guardia nacional, con unas fuerzas de Hércules, retorcía la corbata con una mano y con la otra sujetaba las del músico que sacaba ya la lengua y su cara tenía el color amoratado de los ahogados. Cuando el guardia nacional, recreándose en el tormento con que castigaba al desvergonzado seductor, creyó haberlo maltratado lo bastante, pero sin intención de matarlo, lo dejó caer al suelo y con pasos tranquilos volvió al cuerpo de guardia.

La algazara había crecido, pues los nacionales estaban alegres, aunque no borrachos. Eran jóvenes, y el ensayo de soldados en campaña los había, como quien dice, sacado de sus casillas.

—El que debe tener muchos amores que contar es don Pancho el comisario, como hombre de mundo. Ha visitado toda la Europa, ha vivido en el interior del país y está relacionado con las principales familias y es guapo todavía, a pesar de que ya se va haciendo viejo y puede ser nuestro padre.

—¡Sí, don Pancho el comisario; que hable don Pancho el comisario! —gritaron en coro, y fueron por don Pancho el comisario, que medio tristón estaba fumando sentado en una silla junto al improvisado armero.

Don Pancho el comisario pertenecía al refuerzo que había introducido el jefe de día, y no era otro que nuestro antiguo conocido don Francisco. Era amigo íntimo de una especie de negrillón, muy relamido, muy fastidioso, que la echaba de diplomático y de conservador, y por sí y ante sí se había apoderado de la comisaría de los polkos pronunciados, y recogía los medios y reales lisos con que el clero pagaba la rebelión. Ese intruso comisario había nombrado subcomisario a su amigo, tan fatuo y pretencioso como él, y de esto provenía el que fuese conocido en el batallón Victoria por don Pancho el comisario. Arturo y Josesito ni lo conocían, ni aun lo habían oído mentar hasta aquel momento.

—¿Qué quieren que les cuente un viejo? —les contestó don Francisco arrimando su silla a la rueda—. Dicen muy bien, y muchos soldados hay aquí que no cuentan quince años, y bien podía ser yo hasta su abuelo. Les daré gusto: ¿qué quieren que les cuente?

—Lo que usted quiera, pero que no sea historia de robos de muchachas, pues ya van dos seguidos.

—Vaya, pues les contaré el lance que me proporcionó visitar esa famosa, esa admirable Europa, y desengáñense ustedes, el que no ha hecho el viaje a Europa, es un verdadero animal, un completo bárbaro, y por esta causa nos estamos dando de balazos como verdaderos salvajes.

—La historia, la historia —dijo uno.

—Comienzo por callar el nombre —dijo don Francisco—, pero la muchacha era una luna, qué digo, un sol, todavía mejor que eso, porque el sol quema y deslumbra, era la apacible, la poética, la encantadora aurora de la mañana.

Al oír este nombre Arturo, que todavía estaba afectado con la cínica narración del músico, le dio un vuelco el corazón y se acercó poco a poco a la rueda, disimulando cuanto le fue posible. Josesito, que estaba por allí cerca y que escuchó también ese nombre mágico, lo siguió y le dio con el codo.

—Imposible sería dar a ustedes ni siquiera la más imperfecta idea de la hermosura de esa muchacha. En el claro y apacible azul de sus ojos, se veían los cielos. Su cabello, con los reflejos del sol, eran hebras de oro pálido. Qué piel tan aterciopelada, qué seno tan elevado y perfecto, qué boca… provocaba a besarla, y lo confesaré, la besé cuantas veces pude.

Arturo, que se había sentado junto a Josesito, se levantó y se puso blanco como el papel.

—En esa época —continuó don Francisco—, era yo elegante y regular mozo, y lo que son las malvadas mujeres, después he sabido que esta preciosa muchacha me correspondió, porque diz que yo me parecía un poco a un mozalbete que fue su primer amor, y del cual, a mi regreso de Europa, he oído contar mil anécdotas curiosas. La que se me ha perdido es la muchacha, y por más diligencias que he hecho no he podido encontrarla; unos dicen que se fue al interior con una tal Florinda, viuda de un calaverón que dio qué decir en México más que yo; otros que se metió a monja y debe estar en alguno de los conventos que tenemos en nuestro poder.

»¡Ay amigos! —continuó suspirando—, qué noches aquellas en que yo me introducía por el balcón, pasadas las doce de la noche, y salía a las cuatro de la mañana. Una huerfanilla, muchachuelita con bastante malicia para su edad, se fingía la dormida, y de repente saltaba de la cama y se nos interponía cuando estábamos en lo mejor de nuestras conversaciones amorosas… me voy volviendo viejo, es verdad, pero con todo y eso, y sin que digan que soy vanidoso, si volviera a encontrar a esa encantadora muchacha a la primera palabra que yo le dijera salía del convento si no ha profesado, y entonces sí me casaba con ella, porque además de hermosa es riquísima. En el tiempo de los amores que les refiero, era yo muy joven, no tenía recursos, y un tío rico me dio unas cuantas talegas de pesos y me mandó a Europa para que se me quitara esa loca pasión de la cabeza.

Arturo cada vez se ponía más pálido, y un temblor nervioso interior lo hacía estremecer, pero se apoyaba en Josesito y trataba de dominarse para oír el fin de la historia de Francisco.

—Hasta ahora no son más que amores platónicos —dijo alguno de los que escuchaban—. Miguelito el músico y el capitán José fueron más atrevidos que usted, don Pancho, que sería usted ya entonces liebre corrida.

—Por partes, por partes, amigos míos. Al principio fueron amores platónicos como todos, y es menester comenzar por eso para que después caigan en el anzuelo las muchachas. Les decía que ganado el sereno de la calle y gratificados los de las esquinas cercanas, me prestaban la escalera; la muchacha me abría con tiento la vidriera del balcón, y a oscuras, solos, pues la camarista era mía enteramente y se hacía la dormida o se marchaba. Las primeras noches, para inspirarle confianza, ni la toqué, pero la última… —(Al decir esto don Francisco se puso en pie, los ojos le bailaban de alegría, paseaba su intencional mirada por los oyentes, y una risa maliciosa y significativa asomaba a sus labios)—. La última noche, amigos míos… la víspera de mi marcha a Europa…

Arturo avanzó dos pasos, levantó el brazo y le dio tan tremendo revés en la mitad de la cara, que habría caído de espaldas a no ser por el grupo que había detrás que lo sostuvo.

Dos chorros de sangre brotaron de las narices de don Francisco, que fueron a manchar los manteles de la mesa y a mezclarse con los restos de los manjares.

—¡Miserable, te voy a arrancar esa lengua maldita y no volverás a deshonrar más a otra mujer!

Arturo se lanzó sobre don Francisco, lo agarró con una fuerza hercúlea y lo azotó contra el suelo. Eso pasó en menos de dos minutos. Los guardias nacionales quedaron como petrificados.

El de las espaldas anchas sonó las manos.

—Así se castiga a los insolentes.

El cuartel de personas decentes y bien educadas se había convertido en una taberna.

—Está caído —dijeron algunos—: deja que se levante.

Arturo se retiró y otros ayudaron a levantarse a don Francisco que atarantado de la violencia de los golpes, no se daba cuenta de lo que había pasado.

—Es verdad, y esta cuestión no se debe terminar a porrazos como entre cargadores —dijo Arturo temblándole la barba y mirándose su mano ensangrentada—, sino como caballeros, con un duelo, pero un duelo a muerte.

—¡Sí, a muerte, a muerte! —gritó don Francisco llevándose las manos a su cara llena de sangre—. Abofetearme así delante de casi todo un batallón.

—Ahora mismo —dijo Arturo—, sabandija inmunda; te habría aplastado con mi bota.

—Yo seré vuestro testigo —dijo el nacional de espaldas anchas que no era otro más que ese desgraciado Joaquín, amante de Elena a quien todavía amaba.

—Y yo —se apresuró a decir Josesito—; es necesario acabar con este miserable.

Se disponían a buscar pistolas entre los muchos guardias nacionales y habían designado los testigos la huerta del convento para que se verificara el duelo, cuando se escuchó la voz del centinela avanzado:

—¡Cabo cuarto, fuerza armada!

Se aproximaba una fuerza.

—Es del cuartel general, sin duda —dijo Josesito—, y es necesario que no vean este desorden y que no sepan lo que ha pasado. Cuidado, muchachos, con decir una palabra, y ayuden a componer este desbarajuste.

Don Mariano, el cantinero, en momentos retiró el mantel manchado de sangre; don Francisco se limpió el rostro, y entre todos procuraron un poco de orden de modo que cuando entró el general en jefe, que venía a la cabeza de la fuerza, no pudo notar lo que había pasado.

—He dispuesto formar una columna, y atacar el Palacio mañana antes de amanecer, y antes he querido visitar personalmente los puntos de la línea y dejar en ellos la gente absolutamente necesaria, así no sólo me llevo el refuerzo, sino veinte hombres más que me dará usted, señor comandante.

—Como usted mande, mi general —respondió Arturo disimulando cuanto pudo el estado de trastorno de su espíritu—, y si usted gusta, me pondré a la cabeza de la fuerza y seré el primero en asaltar…

Arturo en esos momentos no veía más que sangre, y en su desesperación pensaba que lo mejor que podía venirle era una bala en la cabeza o en el corazón.

—No —dijo el general en jefe—; al contrario, conviene que esté usted aquí, y lo voy a nombrar comandante de la línea hasta San Hipólito. He quedado muy contento del comportamiento de usted anoche, y si no sale usted del cuartel con su columna, probablemente el gobernador del Estado de México se nos encaja con su fuerza. Sé también que José se ha portado muy bien defendiendo las alturas, y en vez de fusilarlo lo hago comandante de batallón, y cuando se halle establecido el gobierno, recibirá su despacho, con que vamos, que el tiempo urge, a nombrar la fuerza, a formar y en marcha.

Arturo nombró la fuerza que salió a la calle; el capitán que mandaba el refuerzo de la noche anterior formó a sus soldados, y pasó revista. Faltaba el músico Miguelito, y lo buscaron por todas partes y cuando ya lo daban por desertor lo encontró alguno tirado y sin conocimiento en un rincón del patio, pero todavía estaba caliente y respiraba. Lo recogieron, improvisaron con un capotón y dos fusiles una parihuela, y se lo llevaron al hospital que se había improvisado en San Hipólito. Convinieron en que era una congestión cerebral, producida por lo mucho que había almorzado.

El general en jefe, que era un hombre muy fino, un verdadero parisiense, se despidió con el mayor afecto de los oficiales y soldados que quedaban en el fuerte de la Concepción; la columna se puso en marcha a la sordina, y Arturo, cuando vio pasar a don Francisco que incorporado en las filas se escapaba de pronto a su venganza, le echó una mirada de rabia como diciéndole: no vivirás ya mucho tiempo en la tierra.

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