XII. Las veladas de la Quinta.—Velada tercera

LAS VELADAS DE LA QUINTA

VELADA TERCERA

—¿Murió por fin?

—Sí, Teresa, murió impenitente: es una alma que si el Señor no ha tenido piedad de ella, está y estará eternamente en las garras de Satanás. El público dice que don Pedro tuvo la muerte del justo. ¡Qué error! Se habría usted horrorizado de la lucha terrible que sostenía en su agonía, de los dolores que lo atormentaban y de las contorsiones que le ocasionaban los remordimientos de su conciencia. Hice cuanto pude para salvar su alma, quizá fui bastante severo, juzgando que un rasgo de energía podría dominar y ablandar esa alma empedernida para traerla después al arrepentimiento, pero todo fue en vano; Rugiero, ese buen amigo que estuvo a visitar a don Pedro en los momentos de su gravedad, que lo conocía mejor que yo y que tiene más mundo y más experiencia, me dijo: «Don Pedro es capaz quizá de dar todo lo que es suyo, y no devolverá un solo peso de lo ajeno, es el tipo acabado del avaro; una vez que tiene el oro en su poder, abandonará la vida con tal de que no le quiten el seductor metal, y así sucedió».

Al acabar de pronunciar estas palabras, el padre Martín, con una voz triste y cavernosa, inclinó la cabeza con aire de profundo desconsuelo.

—En fin —dijo después de un momento de reflexión—, no hay que desconfiar de la misericordia de Dios. Mis últimas palabras fueron las que deben salir de los labios de un sacerdote, dulces y consoladoras.

—¿Hizo testamento? —preguntó Teresa.

—Imposible de convencerlo de que era necesario que pusiese orden en sus negocios, que expresase su última voluntad, y dijese dónde estaba oculto o depositado el dinero de Aurora, de usted y de las otras personas cuyos negocios había manejado. A todo se negó.

—Creo que usted lo sabe bien —dijo Teresa—, que nunca me he ocupado de intereses. Mi madre platicaba frecuentemente conmigo y me nombraba las haciendas y casas que teníamos, pero sea por mi poca edad o sea porque nada me faltaba, no fijaba mi atención más que en la hacienda de «La Florida», donde vivíamos y que me parecía y me parece todavía deliciosa. Después tuve la desgracia de caer en manos de ese hombre, que deseo de corazón que Dios le haya perdonado, y en realidad ahora mismo no sé lo que tengo. Con tal de que los acreedores me dejen la hacienda de «La Florida» y en paz, quedaré completamente satisfecha, así por mera curiosidad, podría usted decirnos, si lo sabe, si en poder de don Pedro había algunos fondos de mi pertenencia.

—Y como que sí, Teresa —le contestó el padre Martín—, y precisamente por instruir a usted de esté y de otros asuntos importantes, consentí en abandonar mi celda por una noche, y venir a pasarla aquí con el padre Anastasio. Es una persona de tal finura y amabilidad, que es imposible negarle nada. Además, por un deber de conciencia, tenía que platicar con usted, pues acaso involuntariamente le había causado daño, y si es así quiero repararlo en cuanto me sea posible.

—¿Daño a mí? ni por pienso —le contestó Teresa—, y antes bien me considero honrada con que una persona como usted acepte la hospitalidad de mi casa. Ya me había hablado de esto nuestro buen amigo el padre Anastasio, y tiene usted su pieza arreglada y fuera del paso y bullicio de la gente. Creo que no extrañará usted su celda.

El padre Martín inclinó la cabeza para dar gracias a Teresa, y con la voz menos lenta y menos áspera prosiguió:

—Ya verá usted… casualidades… para qué lo hemos de negar… la mano de Dios que dispone las cosas. Don Pedro luchó cuatro o cinco días con la muerte, al fin… la revolución había ya estallado; balazos, cañonazos, trincheras por todas partes, imposible ni de asomar las narices. El cuerpo permaneció dos días, y los criados no hallaban qué hacer. El portero, a las horas del armisticio, llamó a uno de los médicos que vive cerca de la casa y trabajo le costó llevarlo.

El mal olor se había propagado hasta las escaleras y el patio. Ordenó el doctor que a toda costa se le enterrase inmediatamente, se fumigase la casa y se lavasen los colchones y ropa de cama, y si era posible se quemasen. En vez de un entierro suntuoso, como fueron sus sacramentos, a los que asistió medio México y las músicas de los regimientos, en un mal cajón de madera de pino cuatro cargadores lo llevaron a Santiago, hicieron un agujero y lo tiraron allí. Don Juan Alonso Quintanilla, su amigo íntimo, que por cierto no puso los pies durante su enfermedad, se empeña en exhumar el cadáver y que se le hagan unas honras magníficas, y ya veremos si lo permiten las circunstancias. Los balazos continuaron, y en la imposibilidad de quemar la ropa y de sacarla fuera para lavarla, María Asunción, que es la ama de llaves, y que hace más de quince años que sirve en la casa, dispuso bajar al segundo patio la ropa y los colchones, y comisionaron para esta operación a un mudo que don Pedro recogió por caridad desde niño, pues los criados tuvieron asco y miedo de contagiarse. El mudo, por señas dio a entender que le agradaba mucho el trabajo, tomó de la mano a María Asunción, bajaron al segundo patio y delante de ella comenzó a descoser y sacar la lana del colchón, y a sacudirla, hasta que encontró el papel que voy a enseñar a usted y que entregó a la ama de llaves, con muestras de contento.

El padre Martín sacó de la bolsa un sobre de papel grueso, donde estaba escrito de puño y letra de don Pedro lo siguiente:

Examen de conciencia. Cualquiera que encuentre esta carta, la entregará a María Asunción, y ésta la pondrá inmediatamente en manos de mi amigo el padre Martín, único que queda autorizado para abrirla; si cae en otras manos, ruego que sin averiguar el contenido sea quemada, pues a nadie pueden interesar las faltas de un humilde pecador.

—¡Qué capricho! ¡Qué cosa tan rara y extravagante! —dijo Teresa examinando la carta que le había entregado el padre Martín—. En efecto, es su letra, no cabe duda —añadió al devolvérsela.

—Ahora —prosiguió el padre Martín—, vea usted lo que contiene.

—¡Ah! no —dijo Teresa—, ¿para qué he de saber los pecados de don Pedro?

—No haya cuidado, lea usted, que la letra está bastante clara.

Teresa tomó un cuarterón de papel grueso, florete español, que doblado en cuatro había sacado del sobre el padre Martín y leyó:


El dinero de Aurora lo tiene don Juan Alonso Quintanilla, y no lo entregará sino al que se presente, lo salude, le estreche la mano y le diga al oído: Jesús María y José.

Doscientos cincuenta mil pesos pertenecen a mi pupila Teresa, como producto, hasta la fecha, de sus casas y haciendas. Nada deben sus bienes y no hay más que ver al Escribano don Simón N., que tiene los recibos y escrituras, y no será necesario más que tildar algunos gravámenes. Las donaciones hechas a establecimientos de beneficencia, a huérfanas y a monjas, tienen una cláusula secreta y serán válidas si reciben la aprobación de Teresa. Este dinero está en la casa de Fernández y Compañía, ganando un rédito de 3 por 100 anual. Tiene obligación de entregarlo un mes después de haberle notificado que se va a retirar de su poder, pero no lo hará sino entregándole el fragmento de papel incluso, del cual tiene la otra mitad. Precauciones necesarias desde que fue asaltada mi casa por los ladrones.

Con el padre de Arturo tuve varios negocios, y según mis cuentas resulta que le soy deudor de una suma aproximadamente de cincuenta y cinco mil pesos. Si el joven se casa con la muchacha Celeste, con la que parece ha tenido relaciones ilícitas, encargo al padre Martín que se los entregue en el acto, pidiéndolos en la casa inglesa de Mac-Farlane, donde tengo mi caudal, que consiste en seiscientos mil pesos, parte en oro, y lo demás en el Banco de Londres.

Encargo al padre Martín que queme cuatro paquetes de cartas de mujeres que están en el secreto interior de mi escritorio, y que entregue a Celestina los papeles que puedan comprometerla en materia de dinero. Le dejo a la misma Celestina la casa de San Cosme y cincuenta mil pesos en dinero. Confieso mi debilidad: es la mujer que más ilusión me ha hecho de cuantas he tratado.

Del resto de mi caudal podrá disponer el padre Martín de la manera que lo crea mejor para obras de caridad y provecho de mi alma.

La repentina aparición de Teresa, cuando yo la creía positivamente muerta, pues así me lo escribieron de la hacienda de «La Florida», me ha causado tal impresión, que he resuelto cambiar de conducta, hacer una confesión general y reconciliarme con esas personas que he perseguido a causa de la pasión loca que tuve por Teresa desde que creció y la vi tan hermosa, y cuya pasión fue disminuyendo desde que conocí a Aurora y a Celestina.

Preparo mi confesión general; por lo que tenemos de mortales hago estos apuntes que serán la base de mi testamento.
 

Teresa se quedó abismada al concluir la lectura de tan extraño documento, y temblándole la mano, como si tuviese en ella una carta escrita en el otro mundo, se la devolvió al padre Martín.

—Lo que llama mucho mi atención —dijo el padre Martín colocando en el sobre el papel— es por qué fue a esconder en una basta del colchón tan interesante documento, y sin duda, desconfiando hasta de la antigua ama de llaves, se valió del mudo que nada podía revelar. Comprendo ahora por qué se removía tanto en el lecho y la causa de sus horrorosas contorsiones. Él quería indicarme el lugar donde se encontraban escritas y resueltas las preguntas que yo le hacía y su conciencia y su religión se lo ordenaban, pero la avaricia, unida con la esperanza de recobrar la salud, se lo impedían. Se figuraba que decirme su secreto y morir, todo era uno, y por el contrario, si lo callaba y no hacía testamento, tendría todavía larga vida. Ésta es por lo común la preocupación de la mayor parte de los ricos que enferman gravemente, y habrá usted sabido de muchos que han muerto sin hacer testamento y sin confesión.

—¿Y qué hay qué hacer ahora, padre? —le preguntó Teresa.

—Lo más urgente y lo que primero era necesario, ya lo hice. Fui a ver a Quintanilla, que por su puesto sabía el fallecimiento de don Pedro, le estreché la mano, le dije las palabras sacramentales, y el dinero de Aurora está a mi disposición, y por lo que pudiera suceder, lo he trasladado en calidad de depósito a la casa de O…

A la casa de Fernández y Compañía avisé (aunque sin permiso de la dueña), que necesitábamos del dinero, y está conforme en entregarlo, y cuando lo haga se le dará el fragmento de papel que entre tanto guardaré cuidadosamente.

Fui también a la casa de Mac-Farlane y está conforme, pero no hará ninguna entrega de dinero ni papeles sin orden judicial, en lo que creo tiene mucha razón; así no hay que perder tiempo, pues el horizonte está muy oscuro y no sabemos si en la misma capital tendremos otros días de balazos. He mantenido en secreto todo esto, y por ahora no lo deben saber más que los interesados. Lo que importa es denunciar el intestado, que ustedes pongan sus negocios en manos de un buen abogado, y obrando con actividad se aprovechará el tiempo.

—Luis, el marido de Florinda, es mi apoderado —le contestó Teresa—, y no tardará en venir. Cada vez que es posible, se reúnen los amigos en esta quinta y pasamos el rato platicando, y a esto llamamos una velada, pero esta noche está dedicada a usted. El padre Anastasio asiste y nos alegra con su buen humor, pero las más veces se escapa a su recámara a rezar. ¡Extraño que no haya venido!

—Es hombre muy delicado y querría dejarme en toda libertad para hablar con usted. En cuanto a lo del abogado, es negocio de ustedes. Me parece bien el que han elegido, y aunque poco lo he tratado, lo juzgo hombre de juicio. Para lo que se ofrezca puede buscarme a cualquiera hora en la Profesa.

El padre Martín se levantó del asiento, dio unos paseos a lo largo del salón, y con un aire de embarazo y vacilación concluyó por volverse a sentar, queriendo comenzar otra conversación distinta, pues el asunto que había tratado parecía por entonces terminado.

Teresa, aprovechando la oportunidad, quería también hablar, pero no hallaba términos bastante expresivos para significar su reconocimiento al virtuoso eclesiástico.

El doctor Martín, que quizá lo adivinó, encontró la manera de reanudar la conversación.

—No, no hay que pensar en darme las gracias —dijo con voz decisiva—; no es necesario, pues es el simple relato de un asunto y el cumplimiento de un deber. En el mundo, y a pesar del retiro en que vivo, vienen negocios repentinamente y no se puede prescindir de darles alguna solución. Fui el confesor de la madre de Aurora, soy el confesor de ella, fui amigo o conocido de don Pedro, y de esto me han venido estos pesares, pues para mí, Teresa, más son pesares que negocios.

—Lo comprendo perfectamente, y eso mismo iba a decir a usted, pero no hallaba de pronto palabras bastante significativas…

—No, no es necesario, hija mía… ya propósito, ¿dónde está el joven que fue el comandante de la Concepción?

—¿Arturo?

—Cabalmente, Arturo —respondió el padre.

—Está aquí, pero no sé lo que ha pasado. El mismo día que con la venida del general Santa Anna terminó la revolución, y llegó a la quinta, y desde que lo vi, me dio un vuelco el corazón. En su semblante se reconocía el sufrimiento y se me figuró que hasta la desesperación. Se ha encerrado en sus piezas y ni yo ni sus amigos hemos podido sacarle una palabra, o si ellos saben algo, me lo ocultan. Dice que está cansado y enfermo, y ruega que lo dejen en completa quietud.

—Va usted a saberlo. Teresa, y este es otro de los asuntos que me ha traído aquí, bastante triste y desagradable por cierto.

Teresa, curiosa y alarmada, acercó su sillón al del padre Martín.

—Tan luego como cesó el fuego y se estableció un mediano orden en la ciudad, lo primero que hice, y aun antes de pensar en buscar a don Alonso y a Fernández y Compañía fue dirigirme al convento de la Concepción, que se me dijo había sido el que más fuertemente atacaron las tropas del Palacio. Tengo varias hijas de confesión, y sobre todo Aurora, a quien deseaba hablar para restituirla inmediatamente a su casa o a la de su amiga Florinda. Llegué precisamente en momentos supremos. Vea usted lo que pasó. Los nacionales se habían retirado desde muy temprano y no encontré más que a un cantinero y a unos cargadores que recogían botellas, trastos y armazones y sillas, de que estaba lleno el local que eligieron para el cuartel.

Las torneras, muy contentas, contando lo bien que habían sido tratadas por el joven comandante y por los nacionales, y comprando fruta y provisiones, pues todo el rumbo estaba lleno de vendedoras.

La mayor parte de las monjas acababan de oír en el coro bajo la misa del capellán y de rezar sus oraciones y se retiraban a sus celdas, cuando una madre tornera subió con una carta en la mano para Aurora, diciendo que era de la quinta de San Jacinto, y de parte de usted.

—Yo no he escrito ninguna carta a Aurora —dijo Teresa interrumpiendo sin querer al padre.

—La superiora tomó la carta, pero como sabía por la misma Aurora las relaciones de amistad que la unían con usted, y también por las especiales recomendaciones que yo le había hecho en favor de la joven, en vez de abrirla y leerla se la entregó.

Aurora, pagada a su vez de esta atención, rompió el sello de la carta, la abrió, pasó los ojos por ella y cayó al suelo como herida por un rayo. Las religiosas, curiosas y asustadas, socorrieron a Aurora, comenzaron a dar voces y tomaron la carta que Aurora tenía estrujada en una mano. La superiora les impuso silencio, recogió la carta, las envió a sus celdas, designando dos o tres para que levantasen a la que creían muerta, pues estaba morada y apenas daba señales de vida, y la llevasen a su celda, y a otras ordenó que corriesen a la portería para que encargasen a alguno que buscara un médico y me avisaran a mí. No obstante mi edad y la debilidad de mis piernas, que no me sostienen ya bien, subí de dos en dos los escalones y me encontré ya en la celda a la desventurada joven, que había sido colocada en su lecho por las religiosas. El médico del convento, que llegaba en ese instante a saber si había ocurrido alguna novedad en los días de la revolución, se encontró con la enferma. A poco llegaron dos médicos más, y opinaron de conformidad que un golpe de sangre a la cabeza, producido por una violenta emoción, ponía en peligro la vida de Aurora, y que si lograba escapar quedaría o loca, o imbécil, o baldada. Le aplicaron inmediatamente las medicinas necesarias, y cuando yo me retiré lleno de consternación, se había logrado que abriese los ojos, pero no me conoció ni pudo hablar. La dejé muy recomendada a la superiora y ordené a los médicos que no se despegasen de la cabecera de la cama, turnándose para conciliar el que pudiesen hacer sus visitas. Debe usted pensar, Teresa, que no soy insensible, y muchas veces la aspereza y severidad de mi lenguaje disimula sentimientos tan tiernos que no cuadran bien ni a mi edad, ni a mi carácter de eclesiástico. En toda la noche no pude pegar los ojos y tuve delante la cara renegrida de Aurora y sus ojos azules fijos que se clavaban en mí y que me querían decir algo y no podían. Apenas amaneció, cuando estaba yo en la puerta del convento, y siglos me parecieron los minutos que me hicieron esperar antes de abrirme la puerta. Encontré a la pobrecita de Aurora un poco aliviada, me conoció, me miró con cierta expresión, en fin, los médicos no responden de su vida, pero dan muchas esperanzas.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Teresa—. He estado en una verdadera agonía mientras usted me ha referido esta inmensa desgracia. Creí que el aliento me iba a faltar ¡Gracias a Dios! Vivirá, sí, vivirá la pobre muchacha, tan generosa, tan buena. No amaría yo más a una hermana si la tuviera. ¿Y la carta que ha estado a punto de matar a esa infeliz criatura?

—Aquí está. Léala usted —le contestó el padre Martín entregándole un papel ordinario medio sucio y estrujado.

—De Arturo —dijo Teresa desdoblando el papel y recorriéndolo precipitadamente—. Ya lo había pensado. Una locura de este muchacho que tiene un carácter tan susceptible…

—Lea usted.

Teresa leyó:


Don Francisco ha contado en el cuerpo de guardia tu escandalosa historia. Eres una vil y miserable mujer. Mi primer movimiento después de haber castigado al insolente, fue entrar al convento y hacerte pedazos delante de las religiosas, pero reflexioné que la única arma con que debía herirte era el desprecio. En cuanto al afortunado amante, poca me parecerá toda su sangre. ¡Ah! querías un marido para que cubriera tu falta. Has esperado verme arruinado para comprarme con tu dinero. ¡Miserable!

Arturo.
 

—¡Qué horror! —dijo Teresa tirando la carta al suelo como si hubiese tenido en la mano un animal ponzoñoso—. ¿Será verdad que ese malvado… y que Aurora alucinada, engañada tal vez?…

—Pura y limpia como la nieve —dijo el padre Martín levantando la vista y enclavijando las manos—. Pura y limpia como la nieve, Dios lo sabe.

—¡Pobre Aurora! —exclamó Teresa—; y yo sospechaba también. Con razón la ha matado esa carta, pero por Dios, padre Martín, es necesario que Arturo no sepa nada de esto, su estado me parece tan delicado, que si no pierde el juicio es posible que se suicide y nos dé un pesar de que no nos consolaremos jamás. Lo llamaremos antes de que vengan los amigos que faltan, trataremos de persuadirle que ese don Francisco no es más que un calumniador, que Aurora es la misma mujer, buena, sincera y leal que ha conocido, y si Dios quiere que vuelva a la salud, casándose con ella la curará radicalmente y reparará el mal que le ha hecho. Usted me ayudará en esto, ¿no es verdad?

—Y como que sí, Teresa, con todo mi influjo. Mis ideas se han modificado mucho, e increíble le parecerá a usted, es un hombre común del pueblo, un soldado que tienen ustedes aquí, que es en el fondo un hombre de bien y que ama a ustedes como si fueran su Dios, ha operado esta transformación. Muchas veces el niño que pretende vaciar el mar con una Conchita, da lecciones a los doctores de la ciencia. ¿Pero cuál es su idea de usted?

—Que hablemos con Arturo. Él nos contará a su manera lo que ha pasado, y entonces usted lo persuadirá de que nada hay que manche la honra de Aurora, que son calumnias, en fin, ya veremos. Comenzará por negarse a una reconciliación, pero poco a poco irá entrando en razón, y lo mismo hará usted con esa desgraciada. La esperanza será más eficaz que todas las medicinas. Los dos se calmarán. Las mujeres conocemos más que ustedes estas cosas. Voy personalmente por Arturo, porque si lo mando llamar con un criado, es seguro que no saldrá de su recámara.

El padre Martín, severo, inflexible, se hallaba, sin pensarlo, mezclado en aventuras amorosas. Se levantó de la silla, y mientras Teresa fue en busca de Arturo, se quedó tristemente paseando a lo largo del salón.

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