LAS VELADAS DE LA QUINTA
VELADA TERCERA
Continúa
Antes de diez minutos regresó Teresa a la sala.
—Me ha costado trabajo, pero consiente en venir a hablar con usted. No tardará.
En ese momento se presentó Josesito muy agitado.
—Celestina no ha podido, venir esta noche. Las emociones de estos días, el riesgo que he corrido en tan inútil y ridícula campaña, y más que todo el último lance que tuvo Arturo en el convento con uno de esos pillastres aventureros que abundan en México, le ha puesto tan nerviosa, que tiene los dedos de los pies y de las manos contraídos, y no puede ni vestirse ni dar un paso. Como tengo noticias de sumo interés que comunicar a ustedes, me ha permitido que venga a pasar la noche a la quinta, me encarga que la disculpe y prometa a nuestra buena y amable Teresa que no faltará a la siguiente velada.
—Josesito había dicho esto sofocándose, esforzando la voz, quitándose y poniéndose el sombrero y sin reparar en el padre Martín, que se había apartado y estaba medio oculto entre las cortinas de una de las diversas ventanas.
—¡Qué desatento, por no decir qué mal educado soy! ¿No es verdad, señor doctor? —prosiguió dirigiéndose al padre—. Entré sin saludar… perdóneme usted, tenía tanto qué decir a Teresa…
El padre Martín inclinó la cabeza y le tendió la mano, que Josesito estrechó con respeto, respiró y tomó asiento.
—Nada sabemos de lo que ha pasado —dijo Teresa—, y Florinda y yo hemos estado como prisioneras e incomunicadas en esta quinta.
—¿Y el capitán y Valentín y Bolao? —preguntó Josesito.
—Manuel y Valentín, en el momento que estalló el pronunciamiento se presentaron en Palacio, pues dijeron que como militares ese era su deber —contestó Teresa—. Parece que no confiaron mucho en ellos, y no les dieron mando ninguno, de lo que mucho me alegré, pero les previnieron que permaneciesen en la Comandancia para ocuparlos en cuanto se ofreciese la ocasión. Como tienen amigos en todas partes, no sólo han estado perfectamente, sino que tuvieron ocasión de enviarme un piquete de caballería que con el pretexto de cuidar la calzada ha cuidado esta casa, y no hace dos horas que se ha retirado. Esta tarde, Valentín y Manuel han sido llamados por el general Santa Anna.
—¿Y Bolao? —preguntó Josesito.
—No se ha separado de aquí —le contestó Teresa—, en todos estos días, sino uno que otro momento para indagar lo que pasaba y darme razón. Me contentaba con saber que nada había sucedido a los amigos; sin embargo no ha cesado mi inquietud sino cuando terminó esta guerra.
—De Luis ni les pregunto, porque lo veía los más días haciendo su servicio en el batallón Victoria.
—Arturo es el que me tiene con mucho cuidado; desde que volvió se ha encerrado en su cuarto, y trabajo ha costado que coma algo. Por más que he hecho, no he podido sacarle una palabra —dijo Teresa—, y antes de que salga a hablar con el padre Martín, sería bueno que nos contase usted qué es lo que ha pasado.
Josesito refirió con alguna exageración el espléndido banquete de los guardias nacionales en el cuartel de la Concepción; la escandalosa historia que contó sin disfrazar siquiera el nombre de Aurora, ni omitir la más insignificante circunstancia, y el merecido castigo que Arturo había infligido al vil calumniador, a reserva de matarlo más adelante.
—Ya se explica —interrumpió Teresa muy alarmada—, la situación de Arturo. ¿Conque hay pendiente un duelo a muerte? Ese desafío salvaje no se verificará ¿no es verdad, señor doctor, lo impediremos y usted me ayudará?
—Y como que sí —contestó el padre Martín—; lo impediré, aunque debiera costarme a mí la vida.
—No tendrán ustedes ningún paso que dar, porque el duelo no se verificará, y voy a explicarles.
—Respiro —dijo Teresa—; ya me figuraba que Josesito se había de anticipar a mis ideas.
—Nada he puesto de mi parte, ya verán ustedes. Un cierto Miguelito, que es cabo de la 4.ª compañía del batallón de Mina, y que por cierto toca admirablemente la guitarra, cuando yo acabé de contar el terrible lance que me iba a costar la vida en la plazuela de la Santa Veracruz, tomó la palabra, y aunque pretendió disfrazar los nombres, no hizo más que revelar el de las muchachas de que se trataba, de manera que los que las conocían se daban de codo. Se trataba de Elena y de Margarita. Las desacreditó a no poder más, al grado que Arturo, ya molesto, lo llamó aparte, le reconvino y lo desafió, pero lo mejor fue que Joaquín Bandera, que estuvo para casarse con Elena, se hallaba allí y escuchó todo. Había buscado al músico por el mar y por la tierra, sin poderlo encontrar, porque cambiaba de nombre y se disfrazaba, y la ocasión se lo presentó. Muy disimuladamente llamó aparte al atrevido calumniador, se lo llevó a un rincón del convento, le dio una golpiza de padre y muy señor mío, le apretó el pescuezo y lo dejó medio muerto.
—¡Qué escándalos! —dijo el padre Martín—; y si así se portan los que defienden la religión, ¿qué se puede esperar de los puros que no la tienen?
—Son historias de cuartel, señor doctor —continuó Josesito—. Personas virtuosas y retiradas como usted, no conocen esas alegrías; pero nosotros, hombres de mundo, pasamos el rato, y qué quiere usted que haga el soldado cuando está en campaña. No apruebo el que se quite el crédito a nadie, y yo jamás lo hago, pero ya ha visto usted que los calumniadores no quedan sin castigo. Ese músico, que cuando Arturo lo conoció se había puesto un nombre casi italiano y se dejaba llamar Migueletti, puede que haya muerto, se lo llevaron en una camilla improvisada, y los médicos han dicho que es una congestión cerebral. Qué congestión debía de ser; Joaquín, que es amigo mío, me lo contó todo, se ofreció a ser el padrino en el duelo, y yo, deben de suponer que no podía en este lance abandonar a Arturo, que es como mi hermano. Como saben ustedes, vino el general Santa Anna, de San Luis, y con su llegada a la hacienda del Salto, donde lo recibieron los Mosso, y después a la villa de Guadalupe, donde los canónigos lo traen en las palmas de las manos, terminaron los balazos, la guardia nacional volvió a sus cuarteles, y los puros se quedaron con un palmo de narices.
Luego que lo permitió el servicio, Joaquín y yo nos echamos a buscar al mentado don Francisco, que encontramos por fin agregado al batallón Victoria, pues es un arrancado fachendoso que le gusta figurar entre la aristocracia. Me dio un gusto cuando lo vi; tenía todavía las narices como un tomate de la soberbia bofetada que le dio Arturo. Los dos jóvenes Adalid se prestaron a servirle de testigos y arreglamos el duelo a diez pasos, y tirar hasta que uno de los dos, o los dos, cayesen muertos.
—¡Pero esto es un crimen, un horror! —exclamó Teresa.
—¡Qué quiere usted, Teresita! —prosiguió con mucho aplomo Josesito atusándose el bigote—, así se venga entre caballeros el honor ultrajado. ¿Qué juez puede volver la reputación y el aprecio de esa desgraciada Aurora, ni qué castigo sería bastante para el que la ofendió? Una bala, una bala en la chapa del alma —continuó diciendo Josesito con entusiasmo—. Una bala, no hay otro remedio, aunque eso nunca podrá ser de la opinión del señor doctor, ni de Teresa.
—Jamás, jamás; esas son barbaridades —respondieron en coro el padre Martín y Teresa.
—El desenlace es de lo más original —continuó diciendo Josesito—. Quedamos Joaquín y yo en reunirnos a las cuatro de la tarde con los testigos en la fuente grande de la alameda para elegir el terreno y fijar la hora, y cual fue nuestro asombro cuando nos entregaron una carta que les había dirigido don Francisco. Aquí la tengo, voy a leerla y ustedes juzgarán lo que es ese miserable bribón.
Muy señores míos:
Mucho les agradezco el servicio que me han hecho, prestándose a servirme de testigos en el proyectado duelo con ese mequetrefe de Arturo que desprecio y no es digno de batirse con un caballero como yo. La manera infame y traidora con que me acometió y el haberme cogido las manos los compañeros, me impidieron vengarme y hacerlo pedazos en el cuartel, pero tendré tiempo para ello y mi venganza ha de ser pública como la afrenta.
He cambiado de opinión, no me bato sino con un igual a mí, y en este momento soy el conde de San Juan de Granada, pues justamente acabo de recibir cartas de España. Mi tío ha fallecido y me ha dejado su título y su caudal, y marcho mañana a Europa.
En cuanto a Aurora, estoy dispuesto a devolverle su honra y le haré el favor de darle mi nombre y de hacerla condesa de Granada, y como es de una figurilla regular, un poco blanca y simpática, hará su regular papel entre la aristocracia de Madrid.
Si ese Arturo pretende continuar haciendo el papel de don Quijote, puede escribirme a Madrid, donde tendré la satisfacción de darle un puntapié, en la Puerta del Sol.
—No me morí de la rabia cuando acabé de leer esta carta —dijo Josesito—, porque Dios es grande. Indignados los cuatro que habíamos recibido esta sangrienta burla, resolvimos buscar al vil y menguado don Francisco y matarlo a bofetadas. Trabajo inútil, como si lo hubiera tragado la tierra. Lo que supimos es que se ha levantado con los fondos de los clérigos que le confió el mentecato negrillo diplomático que fungía de comisario, y se ha escondido y se marchará a Europa, no a heredar el condado de San Juan de Granada, sino a disfrutar del dinero que se ha robado, y dicen que la cantidad es muy regular y que la tenía en onzas de oro. Esto me explica por qué se cerró la comisaría de los polkos el mismo día que llegó el general Santa Anna, y no ha sido posible el dar con el comisario para que me pagase cosa de diez días de sueldo que me debía.
—Qué infamia y qué maldad —exclamó el padre Martín indignado—. Apenas pueden creerse estas cosas, y el mal que han causado.
—La conducta de ese hombre se le puede llamar negra —dijo Teresa—. Se conoce que ese personaje, aunque vista como caballero, no es más que un ordinario de la peor especie, capaz de dar una puñalada en la espalda a Arturo, y que no tiene valor para atacarlo de frente, pero sea como fuere, de pronto me alegro, porque no se verificará el duelo, y temblaba yo pensando que no habría modo de disuadir a ustedes si el don Francisco hubiese aceptado.
—Lo que hemos hecho es dar parte a la comandancia y al gobierno del distrito, acusando al don Francisco de haberse alzado con los fondos de dos batallones. El mismo comisario lo ha acusado también, y quizá caerá en Puebla, donde debe estar a estas horas, o en Veracruz al embarcarse. Con qué gusto lo vería yo con una cadena al pie sacando lodo de las atarjeas.
—No hay que decirle nada a Arturo del estado en que se encuentra Aurora, ni enseñarle la carta de ese villano. Veremos cómo lo calmamos, y José nos lo traerá al salón, pues ya ha tardado más tiempo del necesario para hacer su tocador.
—¿Pues qué ha pasado con Aurora? —preguntó Josesito.
Teresa le impuso brevemente de lo ocurrido, tratando de disminuir la graveddad en que estaba Aurora.
—¡Dios eterno! qué desgracia tan grande ha caído sobre Arturo y sobre todos nosotros. Yo no sé, pero si encontrase yo a ese don Francisco, poco me parecería para comérmelo vivo, y en el fondo, todo es una mentira, una jactancia. Aurora es una señorita, en la extensión de la palabra, y demasiado orgullosa para sucumbir a un ordinario semejante. Pura vanidad y jactancia, nada más.
—Bastante lo sé —dijo el padre Martín—, y si no fuese por…
En esto Arturo se presentó en el salón, andando lenta, solemnemente, como la sombra de Hamlet. Su fisonomía, pálida y descompuesta, sus cabellos que se erizaban en su cabeza, su mirada tristísima, daban miedo y compasión. Algunas horas habían bastado para marchitar su lozana juventud. Sus espaldas cargaban años y años como si fuese un viejo, y su corazón, de donde tuvo que arrojar el alma ardiente de Aurora, que había entrado la noche del supremo beso delante de la estatua del bienhechor del convento, quedó seco y marchito, muerto.
Teresa y el padre Martín se lo quedaron mirando tristemente.
—¡Los destrozos que hacen las pasiones! —dijo en voz baja el padre Martín.
—¿Está todo arreglado? —le preguntó Arturo a Josesito sin saludar al padre.
—Ya te diré —le contestó José fingiéndose el alegre—, pero dame la mano, saluda al padre Martín, nuestro bueno, nuestro sincero amigo ¡qué diablos! no hay que dejarse abatir y todo tiene remedio en esta vida. Siéntate y hablaremos.
Arturo se dejó caer en un sillón. Nadie se atrevía a comenzar la conversación ni era fácil, hasta que Teresa rompió un embarazoso silencio que había durado más de diez minutos.
—Josesito nos lo ha contado ya todo; el miserable hombre que tan villanamente calumnió a Aurora se ha escondido, ha huido, estará ya en camino para Veracruz; tú no podrás batirte con él, Arturo, ni es necesario, pues bastante castigado está. Un hombre que recibe en público una bofetada y no repara su ofensa en el acto mismo, no es un caballero, sino un ser despreciable que no merece más que un puntapié; así es asunto concluido, el día que lo encuentres, y no lo encontrarás fácilmente, tienes derecho de escupirle la cara, o llevarlo a una prisión por delito de robo, pues parece que se ha apropiado algo que no es suyo.
—José los ha engañado, y se lo agradezco. Ha querido evitarte un pesar, Teresa, y que impidieras se verificase un duelo que es absolutamente necesario. Pues que ese malvado ha destruido mi felicidad y me ha matado, los pocos alientos de vida que me quedan quiero emplearlos en matarlo, no, no en matarlo, en aniquilarlo, en hacerlo trizas, en triturarlo en un mortero, de modo que su carne y sus huesos corrompidos sean una masa informe y asquerosa —y al decir esto se levantó del sillón crispando los puños; su mirada, abatida y lánguida, se encendió con el fuego siniestro de la venganza; su rostro pálido se tiñó de púrpura, y su cuerpo, flojo y como descoyuntado, tomó un vigor y una dureza repentina, como si su estatura hubiese aumentado algunas pulgadas, y como si la fuerza de Hércules hubiese empapado sus músculos y sus nervios—. ¡Matarme él a mí! ¡Oh! no, imposible; el que tiene miedo y el que ha cometido un crimen como un asqueroso reptil, muere y no mata. A tres pasos de distancia no me haría daño su bala, y le he dispensado el honor de batirme con él por no parecerme a él y ser un asesino. De otra manera lo habría matado en el cuerpo de guardia, y todos los soldados juntos no habrían podido arrancarlo de mis garras.
Arturo se paseaba agitado, crispaba y abría y entreabría las manos figurándose que sus dedos eran las uñas formidables del león, y de sus labios ardiendo con la fiebre, se desprendía una leve y sanguinolenta espuma. Era un frenesí, un delirio contenido y reconcentrado algunas horas dentro del cuerpo de Arturo, y que salía y se desbordaba a la primera palabra que le había dirigido Teresa.
El padre Martín estaba aterrorizado. En su larga pero sosegada vida, no había visto una explosión igual ni más espontánea de un corazón devorado por la venganza y por los celos.
Josesito quería acercarse, acariciar, decir algo a Arturo, pero éste, con una mirada terrible, lo alejaba.
Agitado, cerniéndose sin poder contener sus nervios, con los dientes cerrados y los dedos contraídos, dio dos o tres vueltas al salón, y después, como si un soplo fresco y bienhechor hubiese calmado un momento la ardiente fiebre, volvió hacia donde estaba Teresa, le tomó la cabeza con las dos manos y la colocó sobre su corazón.
—¿Para qué te había de decir todo esto, Teresa? ¿Para qué afligirte a ti, mi buena amiga, mi hermana, mi madre idolatrada? porque tú has reemplazado a mi madre; ¿para qué darte a ti, Teresa, otro pesar, cuando los pesares no caben ya en tu corazón?
—Sí, Arturo —le dijo Teresa—, eres mi hijo, y si tu buena madre te amó, créelo, te amo yo como ella. Desahógate, sí, echa de tu corazón este veneno que lo devora y que te hará perder la razón. Tus amigos se interesan en tus penas y las aliviarán.
El padre Martín, que tenía la evidencia que Aurora, ligera, voluble, alegre, frívola, al parecer, era sin embargo el tipo acabado de la mujer casta y honesta, sufría verdaderos tormentos al estar presenciando los efectos que habían producido en Arturo las emponzoñadas palabras de un calumniador. La podre muchacha, inerte y casi moribunda en el lecho de una celda, y el amante, con una especie de locura furiosa; tal era la obra del prostituido aventurero que ya antes se había vendido a don Pedro por unos cuantos pesos. No pudo contenerse ya y tomó la palabra.
—Arturo —le dijo—; el lamentable estado de vuestra alma me afecta profundamente. Cuanto la experiencia de un viejo y la religión de un sacerdote puedan, tanto así haré para aliviar ese profundo y terrible mal que os está devorando. Aurora, esa Aurora que está en el convento y que…
El padre Martín quizá para calmarlo había creído conveniente hacerle saber la enfermedad de Aurora, pero Arturo no lo dejó continuar, y apenas oyó el nombre de su amada, cuando abandonó a Teresa que le suplicaba con los ojos y le estrechaba las manos.
—Aurora —exclamó Arturo con la misma exaltación y vigor que al principio—, estaba aquí, padre Martín, aquí encerrada en este corazón donde tenía un trono; pero he arrojado para siempre a la pérfida, a la impura, a la miserable mujer, digna sólo de las caricias de seres tan viles como ella.
—Arturo, es menester reflexionar y escucharme.
—He reflexionado toda la noche —le interrumpió Arturo con un aire de ironía diabólica—. Me ensuciaría las manos con la sangre de esa mujer. La pude haber matado en el convento, nadie me lo hubiera podido impedir, y podía haberme fugado o suicidado, tampoco me lo podía impedir nadie; pero no, quise vivir para matar a ese aventurero, para vengarme del que ha tomado las primicias de la que era mi encanto, mi vida, mi Dios; para ella el desprecio, el desprecio en el grado más exagerado; con el pie la rechazaría yo si tuviese la desgracia de encontrarla.
—Arturo, Arturo, ¿qué estás diciendo? —exclamó Teresa con los ojos ya húmedos—, ¿cómo estás tratando a esa pobre muchacha?… Tendrás que arrepentirte toda tu vida de lo que has hecho con una mujer inocente. Arturo, son blasfemias las que están saliendo de tu boca. Desde que te conozco, jamás habías tenido un delirio semejante. Cálmate por la memoria de tu madre.
Arturo sonrió desdeñosamente, y volviéndose a José le dijo:
—Supongo que no has hecho más que una farsa al contar que ese don Francisco se ha escondido, y que todo está dispuesto para mañana a las cinco. Me he entretenido en limpiar y arreglar mi caja de pistolas de Manton, y está lista. Qué bala le voy a encajar en la mitad de la frente a ese bribón —y Arturo, pasando del furor a la alegría bailaba y se restregaba las manos y repetía—: Mis pistolas de Manton, qué bala le voy a encajar en la mitad de la frente.
Decididamente el muchacho había perdido el juicio.
Josesito, que vio que era imposible contrariarlo, y que contarle con verdad lo que había pasado no habría surtido más efecto que exaltarlo, le contestó:
—Todo está arreglado para mañana a las síes.
—Para las seis, bien, para las seis; no voy a dormir de gusto. Volveré a limpiar mis pistolas inglesas de Manton. Qué bala, qué bala le voy a poner en medio de la frente.
Diciendo esto se echó en el sillón, un sudor frío comenzó a correr por su frente, inclinó la cabeza sobre el pecho y perdió el conocimiento.
—No hay que alarmarse, Teresa —dijo Josesito acudiendo a sostener a Arturo—. Es una terrible crisis nerviosa; el golpe ha sido tremendo; en momentos se derribó el castillo de felicidad que Arturo forjó en su imaginación, pero ya pasará y ya compondremos estos amores que no creo rotos para siempre. Si logramos que duerma esta noche, mañana verá usted cómo han cambiado sus ideas.
Martín, el soldado, que a pesar de su confesión general seguramente escuchaba en la puerta, se presentó en el salón, y sin que nadie se lo ordenase tomó delicadamente a Arturo en sus robustos brazos y lo llevó a su recámara: Teresa y José le siguieron.
El padre Martín estaba también a punto de perder el juicio. Lo que le había pasado desde la agonía de don Pedro, hasta el momento en que estaba en la dolorosa velada de la quinta, era inaudito. Jamás había tenido en su metódica vida escenas semejantes.
Teresa regresó al salón un cuarto de hora después.
—Parece que está más tranquilo y que duerme —le dijo al padre Martín—. Martín y Josesito han quedado a la cabecera; Martín no se despegará, estoy segura de ello, y lo cuidará con más esmero que cualquiera mujer. Ese soldado es el modelo de la fidelidad, y tiene un apego a todos nosotros, que más bien parece nuestro padre que no un pobre soldado que está a nuestro servicio.
—Y tiene otra cosa mejor todavía, Teresa. Dice la verdad, y hay tan pocos en el mundo que la digan, que… y antes que se olvide. Tengo una casuca vieja, una verdadera bicoca frente al Canal de la Viga. Esta casa la he dedicado a Martín; le prometí algo, y cumplo, es todo… aquí traigo el borrador de una escritura que don Luis se encargará de hacer extender al escribano; si Martín no sabe firmar, el capitán o el mismo don Luis la firmarán…
—Y como que sabe firmar —dijo Teresa—, pero no hay necesidad, señor doctor. En casa vive como de la familia, nada le falta y no lo hemos de abandonar, y como según usted mismo sabe tenemos algo por beneficio de Dios, Manuel y yo cuidaremos…
—No hay que disputarme sobre esto, Teresa —respondió el padre Martín—. Yo no necesito más que 80 a 100 pesetas cada mes para vivir; no me quite usted el placer de hacer una dádiva a ese soldado, más benemérito que muchos de esos coroneles que se han estado disputando a balazos el poder. Después, ustedes le podrán dar lo que quieran. Ya me figuro a Martín retirado, viviendo en su casita, ordeñando una vaca, criando unas gallinas y pasando feliz y tranquilo los últimos años de su vida… ¿qué quiere usted? es una ilusión de viejo, sí de viejo, que no tiene ya, bendito sea el cielo, esas desastrosas pasiones que han conducido a las orillas de la muerte a dos jóvenes en la plenitud de la vida. Vamos, Teresa, tenga usted el papel, prométame darlo a don Luis, y sea usted dócil.
Teresa, conmovida con la sencillez y bondad de este hombre tan áspero en la apariencia, tomó el papel y besó respetuosamente la mano del doctor.
El ruido del carruaje de la quinta que había ido a México a traer a los amigos, interrumpió el diálogo. Teresa se levantó y los fue a recibir a la puerta.
Florinda se arrojó a sus brazos y le dio los besos de costumbre entre amigas que se quieren. El padre Anastasio y Bolao venían detrás platicando de los acontecimientos.
—¿A que no adivinas quién ha estado en casa?
—Pero saluda al señor doctor, mujer —le contestó Teresa procurando, para no disgustar a sus amigos, disimular las emociones que le habían causado las escenas que acabamos de referir.
—Ya sabía que el señor doctor nos honraba esta noche. El padre Anastasio me lo había dicho luego que subió al coche, pues fuimos a la Profesa a buscarlo, como le encargaste al cochero.
Florinda se acercó al padre Martín, lo saludó con la sonrisa en los labios, le tomó la mano y se la besó inclinándose con el mayor respeto.
—Bien, ahora di quiénes han estado en tu casa.
—Juan Bolao estaba allí, y con todo y que está de novio, no le disgustó cierto bigotito… ¿no es verdad, Juan? —continuó dirigiéndose a Bolao que entraba en ese momento del brazo del padre Anastasio.
—¿A quién no le han de gustar las cosas buenas? —contestó Bolao—; y aunque novio, no he perdido todavía el gusto, ni tengo el deber de ser estricto, severo y reservado como nuestros buenos amigos el señor doctor, que me dará su mano a besar, y el padre Anastasio, que me ha hecho el honor de darme el brazo.
Pasados los saludos y cumplimientos que fueron cortésmente devueltos por los dos eclesiásticos, Florinda, que ansiaba por dar noticias que tanto interesan a las mujeres, volvió a tomar la palabra.
—¿Para qué he de hacer que caviles, Teresa? Las que estuvieron de visita en casa, y por eso nos hemos dilatado un poco, eran nada menos que Elena y Margarita, acompañadas de Apolonia, la jalapeña tan bonita que concurría a la casa de Aurora; no pasa día por ella, y si tú quieres, con la edad se ha puesto más hermosa. ¡Qué muchacha, una manzana no es tan fresca ni tan encarnada como ella!… Verás, me contaron que el marido de Margarita murió repentinamente a consecuencia de una enfermedad interior que no le conocieron los médicos, sin duda se le reventó alguna vena; el caso es que el pobre hombre, que creo hacía un papel bien triste en la familia, falleció en Puebla, y desde entonces se retiraron a su hacienda con la mamá, doña Beatriz, que se ha puesto muy gorda. Como se suena mucho que los norteamericanos ya comenzaron a desembarcar en Veracruz y marcharán a Jalapa y Puebla, y tienen naturalmente miedo de permanecer aisladas y sin más compañía que el administrador, se han venido a refugiar a esta capital. La tía de Apolonia murió también en Jalapa, y la dejó de heredera de todos sus bienes, de manera que además de muy linda, es riquilla, no tanto como tú y como Aurora y como yo era, pero en fin, no le faltará. La mitad de las casitas del Paseo de los Berros le pertenecen, lo mismo que la casa en que vive en la calle Real. Por miedo también a los americanos, se fue a la hacienda con sus amigas, y ellas la han traído aquí. Es muchacha sola, independiente, rica y preciosa. Se va a casar con un hombre muy distinguido, que ha viajado por la Europa, muy elegante, de muchos amigos e influjo en el gobierno. El caso es que la muchacha está loca por su Francisco, que estuvo en Jalapa muchos meses cuando regresó de París, y que ahora se encuentra por acá diz que corriendo las diligencias para el matrimonio.
—¿Don Francisco dices que se llama el novio de Apolonia?
—Creo que así lo mentaron, pero no estoy segura de ello, porque como hacía tiempo que no nos veíamos, hablaban todas a un tiempo y me contaban tantas cosas que estoy todavía medio aturdida. Elena me dijo también que por una inesperada casualidad se había reconciliado con Joaquín, un guapo muchacho que fue su novio, y que quebró por celos de un tal Migueletti, su maestro de piano, pero todo se ha aclarado y es probable que se casen. Parece que están muy bien de intereses, pues en cuanto llegaron a México compraron un magnífico coche y un par de caballos ingleses que son muy raros, y se establecieron en una gran casa en la calle de Plateros. Como nosotros, se han estado encerradas durante la revolución, y ahora no piensan más que en su casamiento y en comprar cuanto encuentran en las tiendas de ropa. Alegres, amables y buenas como siempre, me han divertido mucho, y las hubiera detenido más, pero estaba inquieta por venir, y tenía que dejar antes a mi hijo en su colegio, para que no pierda más tiempo del que ha perdido y no le venga la idea de ser guardia nacional como a Luis, que bastante tiempo le quita el batallón Victoria. Lo esperé, no llegó a tiempo, pero ya lo sabe, tomará un coche y no dilatará en estar aquí.
Florinda tenía tanto deseo de poner en conocimiento de Teresa tan interesantes noticias, que habló sin descanso, y Teresa, de intento, no la había querido interrumpir. El buen humor de Florinda y de Bolao disiparon un poco la tristeza que habían impreso en el salón las conversaciones anteriores.
—Te dejé acabar, Florinda, y tus noticias nos han servido para mitigar la tristeza y el pesar que teníamos, y además pueden muy bien evitar una desgracia eterna a la preciosa jalapeña.
—¿Cómo? ¿Ha sucedido algo en la quinta mientras yo he estado ausente?
—Ya te contaré, vuelvo al momento —le respondió Teresa, y entró de puntillas al cuarto de Arturo, a informarse de su estado. Josesito dormía en un sillón; Martín de pie en la puerta como si hubiese estado haciendo su cuarto de centinela, y listo para escuchar algo de lo que se platicaba en la sala. Arturo, al parecer, tenía un sueño tranquilo. Teresa regresó al salón más contenta y refirió a Florinda y a Bolao lo que acababa de pasar.
Florinda, que era todo corazón y franqueza, se indignó hasta ponerse como una escarlata, e interrumpir con violentas exclamaciones la relación de Teresa.
—Es necesario impedir a toda costa ese matrimonio. Ese infame de don Francisco, como ha sabido que Apolonia heredó, lo que quiere es su dinero, y aunque no fuera eso, ¿qué suerte tan infausta se le espera a esa muchacha con un pillo semejante? Mañana me acompañarás, iremos a ver a la familia Olivares, informaremos a doña Beatriz, a Elena y a Margarita de la casta de pájaro que tiene por novio Apolonia, y ellas le abrirán los ojos e influirán en hacerla desistir del intento, y además, creo que maldito el amor que le tiene, ni hay razón para ello, no lo ha tratado lo bastante, pero las muchachas, tratándose de casamiento, cierran los ojos y no hay remedio. De cuántos pesares no me habría ahorrado yo, si reflexiono más antes de casarme con Argentón, que acabó con mi dinero y me llenó de pesares. No me quiero ni acordar… en fin, Dios ha recompensado mis penas dándome a Luis Cayetano. Cada día soy más feliz, y quiere a mi hijo como si fuera suyo.
Teresa aprobó los razonamientos de su amiga y quedaron en ir a visitar a Elena y a Margarita después del almuerzo, y pasar también a informarse al convento de la Concepción de la salud de Aurora.
Las pisadas de los caballos anunciaron que el capitán Manuel y el coronel Valentín habían llegado.
Manuel, como era su costumbre, antes de saludar a nadie se dirigió a Teresa, le tomó suavemente la cabeza entre sus manos y le dio un beso en la frente. Teresa le pagaba con una mirada, y esto era todo. Se amaban mucho, y naturalmente eran castos, y les bastaban los legítimos placeres del alma.
Valentín bajó la cabeza, saludó en general con mucha amabilidad y corrió en busca de Mariana y de Carmela, que estaban en su favorito bosquecillo de manzanos, y al oír el ruido que hicieron los caballos y la voz de Martín, venían a encontrarlo. Carmela no sabía todavía quiénes eran sus padres, pero se había establecido una intimidad tan grande entre ella, Mariana y Valentín, que el día que supiese que ellos eran, ni le había de coger de nuevo y los había de querer como si desde que nació la hubieran tenido a su lado. Teresa, seria, enemiga de escenas de teatro, había conducido así las cosas, y hacía que Mariana no se despegase de Carmela.
Juan Bolao, como al descuido, salió también a la huerta para saludar a su futura y darle cualquier chuchería, pues cuando volvía de la ciudad nunca venía con las manos vacías.
Valentín y Manuel, que habían pasado a su cuarto a quitarse el polvo, volvieron al salón. Estaban, no sólo satisfechos, sino un poco orgullosos. El general Santa Anna los había recibido muy bien, les había platicado de sus campañas desde el año de 1818, que estaba en la frontera de Texas. A Manuel lo había ascendido a teniente coronel, y dado a Valentín el grado de general de brigada, agregándolos a su Estado Mayor. El general Santa Anna había sido informado del brillante comportamiento de Josesito en la defensa del fuerte de la Concepción, y lo nombraba comandante de batallón del ejército permanente. Del pobre de Arturo, ni una palabra, como si no hubiese estado en el convento. También había sido informado de que un cierto mequetrefe llamado don Francisco, y que decía que era secretario de la Legación mexicana en París, había armado un escándalo en el convento, pretendiendo sacarse una monja, y además se había sumido con una fuerte suma de dinero perteneciente a la comisaría de los polkos, dejando a los batallones sin el haber correspondiente. Ya había dictado sus órdenes para que se buscase, y encontrado, se le filiase en un regimiento y marchase como soldado raso a la campaña. Con todo esto, Manuel y Valentín estaban encantados, pero la sucinta narración que se vio precisada a hacerles Teresa de la última aventura de Arturo, los desazonó completamente.
—¡Qué perra vida! —exclamó Manuel, dando una patada en el suelo—, nunca hemos de estar en paz, si no es una cosa es otra.
—Vamos —le dijo Teresa—, no hay que perder la calma ni ponerme de mal humor. Cuando te veo contento, gozo; así no turbes ese placer tan inocente. Arturo descansa en este momento, y ya habrá tiempo de que le hablen. Pasará la crisis nerviosa, y pensaremos la manera de componer sus negocios. Lo que importa también es que Aurora, esa tan querida amiga nuestra, recobre la salud y no vaya a perder el juicio. La carta de Arturo fue cruel, y se conoce que estaba fuera de sí, porque un caballero y un hombre bien educado jamás se permite escribir cosas semejantes. Tendré que regañarlo muy duramente cuando le haya pasado la crisis.
Josesito, que despertó del profundo sueño que lo había sorprendido en el sillón, oyó la voz del capitán y de Valentín y salió a hablarles, y desde luego le dieron la noticia de su ascenso a comandante de batallón, y de los elogios que había hecho el Presidente; añadiendo que le habían asegurado que no sólo era valiente, sino temerario, y que contaría con él para colocarlo en los lugares de más peligro.
De pronto Josesito se mostró muy complacido y se paseó a lo largo del salón, pavoneándose, sonriendo y contestando con monosílabos a los amigos, pero reflexionó sin duda en la posición comprometida a que lo podría conducir su elevada graduación militar, y se detuvo, inclinó la cabeza, se puso un dedo en la boca y permaneció inmóvil como una estatua.
Manuel y Valentín se echaron a reír.
—Bien pensado… yo agradezco mucho al Presidente la distinción y el honor que me ha hecho, pero valía más que me hubiese dejado a mi entera libertad. Tú, Manuel, que eres soldado de veras, formarás tu juicio y verás con cuanta justicia se me ha dado esta recompensa. Te contaré cómo estuvo el formidable ataque y la heroica defensa que hice del convento de la Concepción.
Valentín se había separado con Teresa a un rincón de la sala, y hablaban en voz baja.
—Voy, a hacer a usted, Teresa, que es la depositaria de nuestras penas y la buena consejera en nuestros conflictos, una confesión de la que se reirían Manuel y el mismo Josesito. Tengo el presentimiento de que en la primera acción en que tome parte, he de morir, y quisiera dejar arreglados mis asuntos, hacer en debida forma mi matrimonio y legalizar el nacimiento de Carmela. No es miedo, los soldados tenemos el deber de dar nuestra vida en el momento que se nos pida, y si de morir tenemos, vale más sea honrosamente en un campo de batalla; es una corazonada, y ya lo vé usted, estoy alegre, nada me importa lo que me suceda, y mi cuidado es por los que quedan en el mundo. Así, Teresa, mañana muy temprano nos vamos al Sagrario, Manuel, usted, Mariana y yo. Se verifica mi casamiento modestamente, y en el curso del día hago mi testamento, y dispongo de lo poco que tengo en Tampico, y doy los pasos convenientes para legitimar a Carmela. El favor de que gozo en el gobierno, me da muchas facilidades para concluirlo todo antes de entrar en campaña.
Teresa procuró tranquilizar a Valentín y de quitarle tan tristes ideas de la cabeza, pero el coronel insistió, y Teresa tuvo que prometerle que le ayudaría.
Martín anunció que la mesa estaba puesta, y la familia entera, porque le llamaremos familia a esta escogida reunión de amigos, ocupó sus asientos. Nada de champaña, ni de vivas, ni de brindis, ni de locuras. Aunque los acontecimientos habían sido, en lo general favorables, cada uno tenía un motivo de preocupación personal, y todos sentían también el desgraciado acontecimiento que tenía postrados, como se dice, en el lecho del dolor al simpático Arturo y a la hermosísima Aurora.
Luis, ocupado del día a la noche en mil asuntos, llegó cuando comenzaban a servir la cena.
La velada fue triste; Josesito mismo, preocupado con su nombramiento de comandante de batallón del ejército de línea, apenas habló dos palabras. Antes de las once, cada uno estaba en su recámara, y el padre Anastasio insistió en acompañar a Arturo toda la noche.
En la mañana siguiente, muy temprano, los carruajes de la quinta estaban listos. Manuel, Teresa, Valentín y Mariana, se dirigieron al Sagrario, donde el cura instruido de antemano, casó a Valentín y a Mariana.
Otro carruaje condujo a los dos eclesiásticos a la Profesa, y a Florinda a su casa, donde preparó un buen almuerzo a Teresa, para que en seguida hicieran a Margarita y Elena la importante visita, de cuyo resultado dependía la suerte futura de la bella jalapeña.