XIV. Las veladas de la Quinta.—Velada cuarta

LAS VELADAS DE LA QUINTA

VELADA CUARTA

Venga esa mano, Valentín, que quiero estrecharla y felicitar a usted por su regreso sano y salvo. Ya se convencerá que somos víctimas de preocupaciones y de funestas ideas. Estaba usted seguro que lo matarían en la primera acción en que se hallase, y nada le ha sucedido. Figúrese usted, Valentín, lo que yo habré sufrido desde que ustedes salieron de México, y mucho más con las fatales noticias que se divulgaron y que desgraciadamente han salido ciertas. Las mujeres no nos mezclamos en la política ni en la guerra, pero cuando personas tan allegadas toman una parte tan activa, es imposible permanecer indiferentes. ¿Cómo impedir que Manuel y usted acompañasen al general a la campaña? ¿Cómo persuadirlos que teniendo, como dicen los pobres, un pedazo de pan que llevar a la boca, no necesitan de empleos ni de grados, ni de condecoraciones y podían haber permanecido quietos en esta quinta como quien ve llover y no se moja? Hace tiempo que Manuel solicitó su licencia absoluta, pero en los momentos en que México está en peligro, en vez de dársela lo ascendieron a coronel y a usted le dieron el grado de general. Por más que ha sido terrible para mí esto, he tenido que disimular, y ni una palabra me he atrevido a decirle a Manuel, y en secreto he devorado mis angustias y mi inquietud, pero ya gracias a Dios están aquí buenos y sanos, y yo al menos en este momento tranquila, y lo que pasó, pasó ya, y no hay que acordarse de ello. Manuel no tardará en volver. Fue a informarse de la salud de Aurora, porque Arturo está muy inquieto. ¡Si usted viera cuánto ha sufrido y qué grave se nos vio! Josesito, que es excelente muchacho, pero que tiene el defecto de no callar nada, concluyó por revelar a Arturo la gravedad de Aurora y el terrible efecto que le hizo su imprudente carta, y me lo tiene usted otra vez enfermo y con la idea fija de que es el autor de un crimen, tanto más cuanto que el padre Martín logró convencerlo de que la muchacha está pura y limpia como el día en que nació. Naturalmente, le ha vuelto la pasión más fuerte, y al mismo tiempo el remordimiento, pero veo que está usted inquieto, Valentín, y voy a tranquilizarlo y a traerle a Mariana y a Carmela, y tendré gusto en que delante de mí se den un estrecho abrazo. Carmela, sin decirle nada, ha convenido en que ustedes son sus padres, y lo que yo decía, sin esfuerzo ha venido el cariño y el apego verdadero. Juan Bolao sólo esperaba el regreso de usted para casarse. Tiene de precisión que ir a las haciendas, y no quiere hacerlo sin estar en gracia de Dios, como él dice.

Teresa estrechó entre las suyas las manos del general Valentín, y salió en busca de Mariana y de Carmela, que ignoraban la llegada de los valientes campeones.

Uno tras otro fueron llegando los amigos; Manuel regresó con noticias muy favorables en todos sentidos. Aurora estaba muy aliviada, pero los médicos habían ordenado que no se le entregasen cartas ni se le diesen recados, que el reposo fuese absoluto, porque de lo contrario estaba expuesta a una recaída de la que no escaparía. Dos religiosas la acompañaban constantemente, y el padre Martín se había limitado a informarse de su salud sin querer subir a verla. En cuanto a la guerra y a la política, las cosas no andaban tan mal. La ciudad, repuesta del estupor que le causó la derrota del ejército mexicano en Cerro Gordo, había vuelto a su diario bullicio y a su habitual alegría.

Josesito fungía de ayudante en el Palacio, y no traía las mismas noticias sino muy tristes y contrarias.

—Lo primero que se necesita para la guerra —dijo—, es dinero, y dinero no lo hay, ni de donde sacarlo; el general Anaya, sin embargo de ser hombre de una calma inalterable, está muy apurado y deseando que acabe de llegar Santa Anna para entregarle el mando.

»Además —continuó diciendo Josesito—, he sabido con mucha reserva por un comerciante que llegó de Veracruz, que Rugiero viene de comisario con los americanos, repartiendo el oro como si fuesen granos de maíz, y conquistando con esto los pueblecillos y rancherías, de modo que cuando llegan las tropas enemigas se encuentran con harina, con carneros y toros para matarlos y comer raciones como para gigantes.

»Además —prosiguió—, en armas somos muy inferiores. Esos rifleros del Mississipi, son peor que el mismo demonio. Traen unos rifles que se cargan no sé cómo, pero mientras nuestros soldados tiran un balazo, ellos disparan diez, y donde ponen el ojo, allí ponen la bala. Las granadas son del tamaño de un cántaro, y las bombas del tamaño de un chochocol, de esos de nuestros aguadores. Tamaños hombrotes, muy fuertes, comiendo cuatro o seis libras de carne casi cruda en el almuerzo y otras tantas en la comida, y bebiendo wiskey y aguardiente como si fuese agua. ¿Qué va a quedar de nuestros inditos con esos grandes y pesados fusiles descompuestos en su mayor parte, que apenas pueden manejar, y reducidos a comer arroz y tortilla o a no comer nada en veinticuatro horas? No hay que hacerse ilusiones, la gente está alarmada, y detrás del general Santa Anna vendrán los americanos, y ya verán que no me equivoco, pronto los tendremos aquí. Ya les di mis noticias tal como las he oído… y además, se me olvidaba… y esto sí es evidente, porque a mí me han convidado con mucha reserva y me han encargado que les hable a ustedes. Los puros por un lado, y los conservadores por el otro, se mueven, y unos y otros están conformes en no dejar que Santa Anna ocupe la Presidencia, ya hablan algo de traición, y lo menos que dicen es que sabe tanto de militar como de obispo, que como le sucedió en la Angostura y sucede siempre en México, la primera acción se gana, pero la batalla se pierde al fin.

—Ya preveía estas cosas el general —dijo Valentín—, y por eso nos envió en comisión y con instrucciones amplias. Contamos con el partido moderado y no se atreverán contra el general Anaya, porque los haría pedazos. Las tropas dispersas que se han reunido estarán muy cerca de aquí, mañana en la madrugada Manuel y yo saldremos a encontrarlas y a comunicar al general en jefe el resultado de nuestra comisión. Por ese lado creo que podemos estar tranquilos.

—Eso no sabía yo —dijo Josesito—, y me alegro, porque en este momento, suceda lo que sucediere, yo no tengo más partido que el de la patria y el gobierno. Pero ya que la velada la dedicamos a la guerra, pues que por ahora no tenemos más que guerra por todas partes, hagan el favor de referirnos cómo diablos se fue a perder esa batalla de Cerro Gordo en las posiciones tan ventajosas que ustedes habían escogido.

—Eso te parece a ti —dijo Manuel—, y a los que no conocen esos lugares. Las posiciones no podían ser peores, y por eso hemos perdido, y también porque el general cuando está al frente del enemigo, no escucha observaciones ni admite consejos. Su valor personal y la fortuna que lo ha acompañado en la mayor parte de sus campañas, le inspiran un desprecio absoluto del enemigo, y aborrece tanto a los yankees desde que le derrotaron y lo tuvieron preso en San Jacinto, que quisiera hacerlos pedazos a todos, y esto le parece muy fácil. Figúrense ustedes una espesa e intrincada serranía, con estrechas veredas para ir de un punto a otro. Allí la caballería, en vez de servir estorbaba. ¿Qué carga podían dar soldados que iban uno detrás de otro y que eran cazados como venados por los rifleros americanos? Una batería en un cerro, otra en el de más allá, sin fortificaciones concluidas y sin enlace y pronta comunicación unas fuerzas con otras, de modo que perdida una batería servía al enemigo para emplearla contra nosotros; la caballería, como era consiguiente, se hizo remolino, logró escapar por una vereda, y cuando se vio en terreno más amplio se retiró tan aprisa que hasta Puebla vino a parar esparciendo la noticia de nuestra derrota. Luego que hablamos con el coronel Robles, nos persuadimos que íbamos a perder redondo. El enemigo volteó la posición, y ya todo fue confusión y desorden. Valentín, que tiene más confianza con el general, se atrevió a hacerle alguna observación en los momentos que recorríamos a caballo la línea. El general se detuvo, se lo quedó mirando con esos ojos de águila que tiene.

—Si no hubiera yo visto a usted, Valentín —le dijo—, cómo se portó en Tolome, diría que tiene miedo.

—Mi general —respondió Valentín—, mándeme usted ahora mismo donde haya mayor peligro y verá que soy el mismo que tenía usted a su órdenes en Tolome.

—No hay necesidad, aquí todos corremos peligro; oiga usted las balas cómo silban cerca de nuestras orejas; pero no hay cuidado, estamos… (era su ritornelo favorito) vamos a triunfar.

Un cuarto de hora después, el cerro del Telégrafo era atacado furiosamente; unas líneas de azul oscuro que por el color del uniforme formaban los soldados americanos en las montañas, se iban desdoblando como los pliegues de una serpiente, y avanzando y haciendo fuego a pesar de la metralla de nuestras baterías. La resistencia de algunas posiciones fue heroica, en otras ni entraron en acción los regimientos. Los yankees avanzaban y la voz corrió de que estábamos cortados, y era verdad, pues a la retaguardia de nuestro campo apareció haciendo fuego una fuerza enemiga. Robles lo había previsto.

El general en jefe, hecho una fiera, se lanzaba a lo más reñido del combate y alentaba a los soldados unas veces, y otras los llamaba cobardes y les daba de fuetazos; pero todo era inútil: la confusión creció y cada cual trató de huir sin hacer caso ni de los toques del clarín, ni de las voces de mando, ni de las amenazas. Valentín y yo, casi a fuerza, sacamos de aquel infierno al general, porque realmente era un infierno. El calor abrasador del sol, el fuego del cañón y de fusilería, el incendio de un bosque y el humo denso que cubría la serranía, pues no soplaba ni el más leve viento, hacían aquel paraje inhabitable, y si la acción dura dos horas más, mexicanos y yankees hubiésemos perecido de sed y de insolación. Me costaba trabajo hablar, pues tenía la garganta ardiente y la lengua pegada al paladar. Si me hubiesen pedido diez mil pesos por un vaso de agua, hubiera dado sin vacilar una orden, aunque fuese con lápiz, a Teresa, para que los pagase.

—Y veinte mil que hubieran sido —dijo Teresa, que no quitaba los ojos de Manuel escuchando con vivo interés lo que decía.

—El que en mi juicio contribuyó mucho a la dispersión y al desorden —dijo Valentín—, fue don Francisco, y no sé si le viste y fijaste tu atención en sus palabras. Un cantinero que tiene la mitad de la cara negra y que nos cobró cuatro pesos por cada copa de Jerez, fue uno de los que también gritaba: estamos cortados, no hay por donde escapar. El general le aplicó un buen fuetazo en las espaldas y me ordenó que lo pasara con mi espada.

—¡Pero qué demonios tenía que hacer el cantinero y el cobarde bribón de don Francisco en Cerro Gordo? —dijo Arturo con exaltación luego que oyó semejantes nombres.

—Creí que ya te lo había contado —le contestó Valentín.

—Ni una palabra de ello; me dijiste cómo escapaste milagrosamente de caer prisionero al comunicar una orden, saltando un ancho barranco que sólo pueden saltar los caballos de «La Florida» educados y enseñados por Juan Bolao.

—Calla; eso no se cuenta en la velada, se queda para nosotros solos —le contestó Valentín en voz baja y dándole con el codo.

—Bien, sácame pronto de la duda. ¿Qué hacía ese cobarde e infame don Francisco que se escondió por no batirse conmigo?

—Después de todo, no dejó de darme lástima; el sargento Pinillos se encarnizó mucho con él —dijo Manuel—; pero cuenta ese episodio que hasta cierto punto nos interesa, puesto que se trata de un enemigo de Arturo.

—Castigado suficientemente. Van ustedes a ver. El comisario de los polkos era protector decidido del tal don Francisco, y lo había ya logrado colocar en una legación como agregado, con una corta gratificación para que con este título pudiese casarse con una muchacha rica.

—Con Apolonia, sin duda —dijo Teresa.

—Ésa, ésa sin duda —continuó Valentín—; pues este animal, por no llamarle otra cosa, en vez de portarse bien y granjear a su amigo el comisario, le hizo perdedizos unos botones de brillantes, y últimamente se había robado cosa de diez mil pesos de la comisaría, correspondiendo así la confianza que se había hecho de él nombrándolo pagador auxiliar. El comisario ocurrió inmediatamente a la comandancia militar a quejarse, y le echaron mano al mismo tiempo que venía a pedir su pasaporte para Jalapa. Protestó y dijo que eran calumnias, que entregaría sus cuentas. No hubo compasión. Se le amenazó con fusilarlo si no entregaba el dinero, el que tenía ya cambiado en libranzas, que entregó con tal de que se le perdonara. Así que el comandante tuvo las libranzas en su mano, lo mandó con un ordenanza bien recomendado a uno de los regimientos de infantería, donde lo filiaron, lo raparon y le dieron su fusil, un uniforme de munición y unos cuantos varazos en la espalda. Comunicando la víspera de la acción general diversas órdenes a los jefes de los puntos, me encontré con el tal don Francisco, que me rogó, casi con lágrimas en los ojos, que lo mandase retirar de las filas, protestándome que prestaría sus servicios donde yo lo mandase; pero no tenía facultades para esto, y el coronel del cuerpo no lo habría tampoco permitido. Cuando don Francisco perdió la esperanza echó mil maldiciones y dijo que les había de pesar el haberlo tratado tan bárbaramente y que se vengaría.

—No puse cuidado —respondió Manuel—, pues estaba observando el movimiento de la línea enemiga y fui además a darte la orden de que buscaras al coronel Cano.

—Pues bien —continuó Valentín—, don Francisco quedó echando ternos, y aunque le prometí hablarle al general en jefe no lo hice. ¿Quién había de ocuparse en esos momentos de salvar a un bribón, y bastante tenía que hacer en estos momentos? Encontré a Cano a poca distancia, y los dos volvimos al lado del general en jefe. El enemigo atacaba de frente al batallón en que estaba don Francisco, y el batallón mexicano, firme, haciendo regularmente un fuego nutrido que aclaraba las filas de los de uniforme azul. Repentinamente una voz seguida de otras gritaron: estamos cortados, estamos envueltos, se nos ha vendido, y al mismo tiempo se desprendió corriendo una compañía entera a cuya cabeza estaba don Francisco. El general en jefe, que observó este desorden, picó su caballo, y nosotros tras él. Indignado y furioso tropezó su vista con un sargento viejo a quien personalmente conocía, como nos contó después, por haber sido su asistente cuando era coronel.

—¡Pinillos! —le gritó colérico—; ¡corra usted a dar de balazos a esos cobardes que comprometen la acción en estos momentos!

—El sargento Pinillos, con unos quince o veinte soldados corrió tras de los dispersos, disparándoles de balazos. Unos volvieron inmediatamente a las filas, y otros cayeron heridos o siguieron corriendo desaforadamente. Don Francisco tropezó y rodó entre las piedras del cerro; y allí lo alcanzó el sargento; con la culata del fusil le abrió la cabeza, se encarnizó con él y le dio tantas heridas por todas partes, que lo hizo un sangriento picadillo. Yo llegué tarde, conduje con el sargento Pinillos multitud de dispersos a las filas, y el batallón comenzó a retirarse en orden haciendo fuego, y nos libertó de caer prisioneros, pues, en efecto, estábamos rodeados y apenas pudimos ganar una estrecha y peligrosa vereda a la orilla de un barranco profundo. El cantinero, que también gritó que estábamos cortados, abandonó los restos de sus provisiones, que esperaba vender a precio de oro; corrió como si tuviera alas en los pies, y no sé si escaparía o quedaría muerto en la refriega que siguió, pues el enemigo llegó precisamente cuando nosotros, seguidos de una turba de dispersos, descendíamos a una barranca profunda, y hasta ahora no puedo ni imaginar por qué milagro no caímos en el horrible precipicio. Los americanos no nos siguieron de pronto, y creyendo que el general se había ya metido en su coche, lo rodearon, y desengañados de que no estaba allí, destrozaron el carruaje a balazos, y Benito, el cochero que había sido de Aurora y que se acomodó en palacio para esta expedición, escapó detrás de una mula que recibió los tiros, y arrastrándose unas veces y fingiéndose muerto otras, llegó a la vereda, y en la noche se nos presentó. Perdió el general todo su equipaje y nosotros los nuestros, pues se apoderaron del carro en que iba el dinero y nuestros baúles. Derrota completa.

—Te interrumpiré un instante —dijo Josesito—; don Mariano, el filósofo tendero, está bueno y sano en su casa y con mucho dinero. Perdió botellas, vasos y barriles y carretón; pero ganó oro. Como Benito el cochero, se hizo el muerto, y para mayor seguridad se cubrió con tres o cuatro muertos, y no sabe él mismo cómo desnudó a un soldado americano y se vistió de azul; y así en la confusión y revoltura, fue caminando con precaución hasta llegar a Jalapa. Allí volvió a vestir su traje mexicano, y con unos arrieros, que salían de la ciudad para evitar que les embargasen las mulas, llegó a Puebla, y de allí a esta ciudad en la diligencia. Corrió tantos peligros, que todavía tiembla sólo de acordarse; pero se consuela con las onzas que trajo. La viuda es una buena mujer, no fea, y ha tenido un gran consuelo cuando le referí en compendio las aventuras de Carmela. La hija, muy linda y muy bien educada. La viuda, como lo sabe bien Valentín, es de buena familia; recibió buena educación y se dedicó a la enseñanza de niñas y tuvo un colegio muy acreditado en la calle de la Acequia. No se sabe cómo fue a dar a la tienda del Sol Mexicano, a enamorarse de don Mariano el filósofo y hacer compañía con él, y continuar en esa peligrosa casa de empeño que se quemó al fin. Prosigue ahora tu narración y cuéntanos cómo escaparon de tantos peligros.

—Y como que los corrimos más que en la misma batalla. El general, con la herida de la pierna, abierta, sangrando y sangrando también su corazón de rabia y de despecho por haber perdido la batalla, subió con trabajo otra vereda difícil y resbaladiza que nos condujo en el lado opuesto de la barranca; pero, como el enemigo seguía nuestros pasos y lo teníamos a la vista, tomamos el camino para la hacienda del Lencero, lugar para mí memorable, pues allí me encontré con Arturo hace años y nada faltó para que lo matase. Tenía gana de volver a esa casa y descansar, pues a pesar de mi fuerte naturaleza, el calor y el polvo calizo me habían ocasionado un mal de garganta al punto de no poder articular una palabra.

—Allí descansarían por fin y estarían al abrigo de ser perseguidos por los vencedores —dijo Teresa.

—Precisamente nada faltó para que cayésemos en sus manos. Los yankees no perdieron tiempo. Del campo de Cerro Gordo marcharon inmediatamente a Jalapa, y casi al mismo tiempo que nosotros, llegaba una columna de soldados azules con dos piezas de campaña. Dimos la vuelta, nos alejamos y la noche nos sorprendió entre barrancas y precipicios, ríos y riachuelos, y sin rumbo fijo ni saber a dónde iríamos a parar, vagamos hasta que a las dos de la mañana llegamos a la hacienda de Tuzamapa. Creímos por aquel momento terminada nuestra rápida peregrinación, y rendidos de fatiga y hambrientos, nos pareció que del cielo habían bajado unas tazas de leche y de café y unas tortas de pan que nos dio el administrador, y nos habíamos reclinado en los sofás del salón, cuando escuchamos unos tiros de fusil. Un mozo que el dueño de la hacienda tenía apostado, llegó diciendo que el enemigo había sin duda descubierto nuestra pista y se acercaba. En el acto montamos a caballo, y nos lanzamos en medio de una noche tenebrosa por veredas y senderos desconocidos y escabrosos de esa intricada serranía que está entre Jalapa y Orizaba, a donde no llegamos sino al segundo día, teniendo que pasar ríos crecidos, que cargar al general, que por su mutilación no podía montar ni apearse del caballo, y alimentándonos con tortillas duras que con trabajo se conseguían en los ranchos donde hacíamos alto algunos momentos. Esta marcha fue tan penosa, que en mi vida militar no había hecho otra peor, y me recordaba la que me había hecho hacer el pícaro administrador de «La Florida» por cañadas, puertos y barrancas que me parecían hasta de otro país. El general, desde que nos separamos del sangriento campo de batalla, enmudeció completamente y se limitaba a contestarnos con la cabeza o con monosílabos las preguntas que indispensablemente teníamos que hacerle. En cuanto llegamos a Orizaba, nos ordenó que con la velocidad posible siguiéramos a la capital para informar al Gobierno de lo ocurrido y prevenir una conjuración, pues suponía, y con razón, que sus enemigos no perderían esta oportunidad para lanzarlo del poder.

Llegar y desempeñar mi comisión, entrar en esta quinta, que es el paraíso, ver a Teresa, estrechar la mano de mis amigos, tomar un baño y dormir unas cuantas horas, y concluir el cansancio, y olvidar los padecimientos, todo ha sido uno. Estoy como si nada hubiese pasado, como si no me hubiese movido de aquí. Así es el hombre, olvida el dolor y la enfermedad en cuanto sana. No se acuerda del peligro cuando se ha escapado de él y queda el placer de contarlo a los amigos. Mi pobre y valiente caballo sufrió más que yo, pero estoy seguro que me salvó la vida y ha sido recompensado con un abrazo muy apretado en el cuello de la benéfica maga dueña de esta quinta, a quien lo he regalado, y de hoy en adelante ella lo cuidará y no saldrá de su cómoda caballeriza sino para dar un paseo por la calzada. He concluido la historia y me parece que no ha carecido de interés la velada.

—Más dichosa que las anteriores —dijo Teresa—, porque después de cortos días de ausencia, pero que me han parecido siglos, estamos ya reunidos.

—No puedo explicar lo que he sentido —dijo Arturo—, al oír la narración de la muerte de don Francisco. Habría preferido matarlo en un duelo, o tal vez mirándolo de rodillas, arrepentido, lo habría perdonado, pero ese es el destino de los cobardes. Huyendo de un peligro caen en otro mayor. Se figuró que en el desorden y confusión consiguiente de la guerra no habría quien le pidiese cuentas y podría escapar impunemente con el dinero, marchar a Jalapa, casarse allí o aquí en México con Apolonia y después dirigirse a París y pasar allí por un rico y noble americano. El miedo lo hizo correr y desertar. Si se está firme y no abandona el batallón, quizá hubiese escapado como tantos otros, pero él se ha buscado su muerte.

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