LAS VELADAS DE LA QUINTA
VELADA QUINTA
Es de tal manera singular y extraordinario el carácter de los mexicanos, que cualquiera cosa que se cuente de ellos, por rara que sea, no está lejos de la verdad.
Al asombro y temores que causaron en el público las exageraciones sobre el tamaño de las bombas americanas, el tiro certero de los rifleros del Mississipi, la ferocidad y fuerza hercúlea de los invasores, y al pánico que se apoderó de la ciudad entera por la derrota de Cerro Gordo, sucedió, no sólo la conformidad, sino la alegría, de modo que cuando se tuvo la noticia segura de que los norteamericanos habían salido de Jalapa y caminaban lenta pero seguramente sobre Puebla y México, la ciudad se movía y agitaba activamente como esperando una espléndida y desconocida festividad, en vez de un sitio con todos sus horrores o de una serie de batallas con toda su sangre y sus desastres.
Nada en aquel momento de rostros pálidos, ni de gentes aturdidas queriéndose esconder, ni de llantos y gemidos; por el contrario, curiosidad, confianza, deseo de que cuanto antes comenzase la lucha, en la que los medio salvajes voluntarios deberían recibir el castigo merecido a los que injustamente invadían el territorio. La ciudad, que pocos días antes estaba desguarnecida, repentinamente presentó el aspecto de una gran ciudadela, y parecía que de la tierra habían brotado nuevos soldados; los guardias nacionales que se habían dado de balazos en las calles, volvían a sus cuarteles reconciliados y amigos como si nada hubiese pasado, y el general derrotado en las ardientes serranías de Veracruz, se presentaba de nuevo en la capital más decidido que nunca a seguir la lucha y triunfando con su sola presencia en la capital, de las asechanzas de los conspiradores. Todo esto se había conseguido con los activos trabajos de Valentín y del capitán Manuel que, siguiendo las instrucciones del general en jefe y las del general Anaya que ocupaba la presidencia, no descansaban en todo el día, hablando a los generales y jefes de los cuerpos, a los diputados y ministros, exagerando unas veces, mintiendo otras, e intrigando, y amenazando, y consiguiendo, en fin, poner desconcierto a los conspiradores, levantando los ánimos y dando tiempo a que llegase el general Santa Anna. Josesito, sin ser el depositario de todos los secretos, ayudaba mucho, y Teresa sola era la que recibía las confidencias y sabía lo que realmente pasaba.
Tal era el estado que presentaba la sociedad mexicana en los memorables días del mes de Agosto de 1847. Sea por un motivo, sea por otro, las gentes estaban en una constante agitación, y cada uno, según su familia, negocios e intereses, pensando la manera mejor de hacer frente a eso terrible y desconocido que se acercaba, y que la ligereza del carácter mexicano calificaba de pronto como una fiesta.
Valentín, Manuel, Arturo y Bolao habían salido muy de madrugada. Teresa almorzó ligeramente con Carmela, mandó poner el coche y las dos se dirigieron a la ciudad a hacer algunas visitas y proveerse de vinos, conservas, semillas y cuanto era necesario para pasar una larga temporada en la quinta sin necesidad de venir diariamente a la ciudad, que no dilataría en estar sitiada. Había dentro de la quinta, vacas, carneros, y gallinas y fuentes de agua pura que venía del desierto, y nada podría faltar. A todo riesgo y sin consultar a nadie, había resuelto Teresa esperar la tormenta en su casa, rodeada, si era posible, de sus buenos amigos.
Al caer la tarde, Teresa y Carmela regresaron a la quinta. Mariana, que había reasumido el gobierno de la casa, que había cambiado su traje característico por el vestido correcto de una señora, salió a recibirlas. A Carmela la trataba de hija, y Carmela, entre cariñosa y chancera, le contestaba:
—Pues que mi mamá Aurora está en el convento, y mi mamá Teresa me va perdiendo el cariño, fuerza es que tenga yo una madre, y ¿quién mejor que tú, Mariana?
Y Carmela al decir esto abrazaba a Teresa y le besaba las mejillas, y miraba a Mariana amorosamente, como queriéndole decir, lo mismo haré contigo cuando estemos solas.
—Tú eres una picaruela —le decía Teresa—, y quieres sacar con tus mimos la verdad, sin atreverte a preguntar directamente, pues bien, ya lo sabes, Mariana te quiere como a una hija, y así cuenta que es lo mismo que si fuese tu madre. Abrázala delante de mí, pues que lo haces cuando crees que no te veo…
Carmela reía, abrazaba a Mariana y salía corriendo del salón echando antes una mirada de inteligencia a las dos mamás. De este modo, nunca llegó el caso del golpe de teatro y de las lágrimas y gritos fingidos de las comedias que tanto repugnaban a Teresa. El mismo procedimiento seguían Mariana y Teresa para dar a entender a Carmela que Valentín era su padre, sin entrar en un género de explicaciones que Bolao cuando llevase algunos meses de ser su marido le haría en una oportunidad favorable. Así, sin violencia, vendría a conocer su historia sin tener que ruborizarse y sin las bruscas transiciones que hubiesen influido en alterar su carácter angélico. Teresa les había diestramente dedicado un departamento donde vivían en familia. Carmela, sin embargo, no podía olvidar a Aurora, no había día que no preguntase por ella y pidiese que la llevaran a visitarla al convento, pero habían convenido todos en ocultarle los últimos acontecimientos, y Bolao terminaba estas cuestiones prometiéndole que un día antes de que se celebrase su matrimonio irían a la reja a pedirle su bendición, y la bendición de un ángel tan hermoso, añadía Bolao, no dejará de aprovecharnos y hacernos muy felices.
Cuando Carmela, después de chancear, hacer preguntas y caricias y charlar como una cotorra, entró a su habitación a cambiar de traje, Mariana aprovechó la oportunidad.
—Ahora que estamos solas, niña Teresita, quiero imponer a usted de una cosa que me tiene con mucho cuidado y lo mismo a Martín.
—Ya te lo he dicho varias veces —le interrumpió Teresa—, que no me trates como si fuese tu ama. Eres la esposa nada menos que de un general, has adquirido las maneras de una señora, sabes llevar la ropa y te portas como la mejor madre de familia. Llámame Teresa como todo el mundo, y por otra parte así me gusta más. Ya no soy niña, al contrario, mira como se me conocen ya las canas.
—Los pesares y no los años —le contestó Mariana—, y por lo demás que ha dicho usted, primero me moriría que poderme igualar. El señor capitán y usted serán siempre, además de mis bienhechores, mis amos, y los trataré con mucho cariño, sí, pero con respeto. Delante de Valentín y de Carmela ya veremos como me compongo, no tenga usted cuidado.
—Pues dejemos eso, entonces; y haz lo que te sea menos molesto. ¿Qué me querías contar cuando te interrumpí?
—Martín —le respondió Mariana—, llamó mi atención, yo de verdad no lo había advertido. Desde el día en que acabó la guerra en la ciudad y Arturo volvió del cuartel, estaba ¿cómo lo diré?… estaba borracho de caerse. Qué lástima que en su edad y con las esperanzas y dinero que tiene, según me dijo también Martín, vaya a quedarse con ese vicio.
—¿De veras, Mariana?
—No he perdido un momento de observarlo, y cuando no bebe en la calle, lo hace en su cuarto. En su ropero tiene encerradas botellas de coñac y aguardiente.
—Muy bien has hecho de decírmelo y no continuará así. Yo le hablaré como lo podría hacer su madre, y te aseguro que me escuchará, pero… ha llegado un coche, ve quién es, porque Manuel y los demás salieron a caballo desde la mañana.
Mariana salió hasta el primer patio y volvió a poco acompañada de Arturo, el que se acercaba a pasos lentos, y sombrío y taciturno.
—No hagas hoy lo de siempre —le dijo Teresa con una voz muy cariñosa—. Apenas llegas, hablas cuatro palabras, te encierras en tu cuarto y nadie te vuelve a ver hasta el día siguiente. Estoy sola y me tienes que acompañar hasta que vayan llegando los de la casa y las visitas. Esta noche tendremos una interesante velada. Con lo que está pasando en la ciudad basta y sobra. Tú quedarás, y platicarás y te divertirás como los demás.
—Tienes tal influencia en mí, Teresa, que no puedo resistir, y tus insinuaciones son órdenes que no puedo dejar de cumplir —le contestó Arturo.
—Me alegro y sentémonos a tomar el aire fresco delante de esta ventana, y desde aquí veremos llegar a nuestras gentes, que no tardarán.
Teresa y Arturo se sentaron cómodamente en una de las grandes ventanas que daban a la huerta. La noche había ya cerrado, un viento fresco traía los aromas de tanta flor, las luciérnagas se levantaban de los prados, y las aguas que habían soltado los jardineros para regar se oían correr por los arroyuelos. Arturo sintió que esta escena sencilla y tranquila, en vez de aliviarlo, le cerraba el corazón. Los recuerdos de su vida desde que fue enviado a Inglaterra se agolparon en su mente. Recordaba también el ardiente beso de Aurora.
—Al fin el miserable murió aplastado como una serpiente; ¿para qué he de pensar en ello? —dijo recio.
—¿Decías?… —le preguntó Teresa.
—No me siento bien aquí —le contestó—. Si te parece, mejor estaremos dentro.
—Como quieras —le dijo Teresa.
Retiraron las sillas y vinieron a sentarse en los sofás del interior del salón. Martín entró con las luces.
—No hay tiempo que perder, y ya vendrán las visitas que he invitado para la velada de esta noche. Te voy por primera vez a regañar muy severamente, y es necesario, no sólo que me escuches con paciencia, sino que te enmiendes. Tú bebes, Arturo.
—Sí, es verdad, y mucho —contestó resueltamente.
—¿Y te parece eso una friolera? A tu edad, cuando eres ya un hombre, cuando vas a recobrar, merced a ese santo hombre que llamamos el padre Martín y la buena dirección de Luis, tu fortuna independiente, cuando tienes un porvenir.
—Sí, dices bien, un porvenir de horror, de sombras, de penas eternas. Se conoce, Teresa, que tú tienes tu corazón lleno y satisfecho, pero supón por un momento que Manuel te traicionara, que concibieses solamente una sospecha, y la sospecha es como una víbora que se introduce en el corazón, y por más que quiere uno echarla fuera, más se introduce y roe sin cesar día y noche y destroza el pecho. El sueño es un descanso, y el licor produce el sueño, el olvido, el descanso. Ya sabes la causa, por eso bebo. Es la verdad.
—Eres un insensato y un mal caballero, Arturo —le contestó Teresa con un acento un poco duro e irritado—. De personas como Aurora y como yo, no se sospecha. Niñas sencillas e inexpertas, pueden acaso ser víctimas de una sorpresa como Elena y Margarita, pero mujeres educadas por nuestras madres con los principios religiosos de una fuerza inquebrantable, pueden estar horas enteras platicando a solas con un hombre, sin que caiga sobre ellas ni la mancha más pequeña. No me vuelvas a decir esto. Aurora es una mujer toda orgullo y honradez, y eso la salvó, y la salvó también Carmela; ya te he repetido la historia, y por otra parte, tú lo decías hablando a solas: ese desgraciado tuvo una muerte desastrosa, y no hay que pensar en esto.
—Cuatro palabras tuyas me reaniman y me vuelven la vida, Teresa. No beberé más, te lo prometo.
—Bien, Arturo, bien, te lo agradezco como si fuera tu madre —le dijo Teresa estrechándole las manos—. El caso es que tengas carácter firme para cumplirlo. Sufres, ¿no es verdad? Un amor de años, una esperanza de años, una ilusión de años, ¿no es verdad? ¿Y todo perdido en minutos? Y el ídolo de tu corazón, sufriendo en un pobre lecho, en la soledad de un convento. Es para volverse loco y buscar el olvido en el vicio, como tú lo has hecho. Ya estuve la otra mañana largo rato en el convento platicando con la abadesa, y Aurora va bien, muy bien. El padre Martín ha encargado a las monjas que la asisten, que de cuando en cuando le digan que tú, Manuel, Carmela y yo, venimos dos veces al día a preguntar por ella al convento. Esto sólo la alivia, va bien, muy bien… y piensas que tú sólo sufres, ¿no tienes compasión de mí? ¿No se fija tu atención en mi mala estrella? Qué cosa más sencilla en la vida que casarse, y más fácil cuando se cuenta con los elementos del dinero, de la juventud y del mutuo cariño; ¿lo he podido yo hacer? ¿No parece una trama imaginada para escribir una novela y acumular en muchas páginas todo género de dificultades, hasta la amenaza de muerte en un caserón lóbrego y aislado? pero digo lo que tú. «Al fin el miserable murió de una manera desastrosa, y no hay que pensar en don Pedro.»
—No veo la razón ni el motivo para que hoy estés sufriendo inútilmente —le respondió Arturo—. ¿Por qué no te casas? ¿No lo ha hecho ya Valentín? ¿No lo va a hacer mañana Juan Bolao?
—¡Qué quieres! —le dijo Teresa con un profundo desconsuelo—, la sospecha es una víbora que roe el corazón; el presentimiento es un gusano que lo enferma; y eso que se llama presentimiento no es siempre cierto, pero no por eso deja de turbar completamente la serenidad de la vida. Tengo la idea fija de que si me caso con Manuel lo matarán en la primera campaña. Valentín tenía para él idéntico presentimiento y no salió cierto. Volvió de la batalla de Cerro Gordo sano y salvo, y hasta más grueso, como si los peligros y trabajos hubiesen contribuido a darle salud; pues no obstante ese ejemplo práctico, yo estoy cavilando día y noche con esa idea que no me he atrevido a indicársela a Manuel, y me he valido de diversos pretextos para diferir de un día a otro nuestra unión. El día que casamos a Mariana pudimos haberlo hecho también. Si por desgracia saliese cierto lo que yo pienso, ¿no tendría yo un remordimiento eterno? Por otra parte, ¿podría yo aconsejar a Manuel qué abandonase en estos momentos supremos sus deberes militares? No; no lo haría ni podría hacerlo aunque quisiese. No hay que pensar tampoco en esto, y lo que únicamente queda es resignarse y referirlo todo a la voluntad de Dios, que es quien tiene señalado el término de nuestra vida. Mis inquietudes, mis presentimientos y mis pesares quedarán aquí guardados dentro de mi corazón, y seré, si me es posible, la mujer fuerte de la Escritura, que triunfa de su débil organización.
Estos razonamientos, dichos con una completa calma y una profunda resignación, hicieron un efecto visible hasta en la fisonomía de Arturo, y como que descargaron su frente del peso de plomo que la oprimía.
—Vergüenza sería que un hombre fuese más débil y más pusilánime que una mujer —le contestó Arturo—, y desde este momento te juro que no haré sino tu voluntad, y si Manuel por sus compromisos militares tiene que arrostrar con los peligros de una lucha desigual, yo tengo los deberes de mexicano y haré lo que todos.
Fue interrumpida esta conversación con la llegada sucesiva de los personajes que ya conocemos, y con la de Elena, Margarita, Joaquín y Apolonia la jalapeña. Como si no hubiese guerra e invasión; como si el porvenir no estuviese preñado de desastres, aquellas gentes, ligeras y descuidadas de su suerte, se volvían locas de alegría de verse reunidas después de una larga ausencia, y todo se volvió chanzas, risas, preguntas, conjeturas y pronósticos. El padre Anastasio mismo y Luis Cayetano, tan graves y reservados, reían y estaban contentos, y aseguraban que el triunfo de los mexicanos era seguro, que los americanos, después de morder el polvo y recibir el castigo merecido a los que se atrevían a hollar con su inmunda planta la capital de Moctezuma, regresarían a Veracruz, se haría una paz honrosa y todas las cosas volverían a su estado habitual.
Josesito, que se apoderaba de la casa apenas llegaba, y Martín el soldado que lo secundaba, destaparon champaña y sacaron bandejas de pastelería, mientras Mariana, que no abandonaba el gobierno y dirección de la cocina, disponía un verdadero banquete.
No tardó en presentarse Martín y anunciar, con el respeto de costumbre, que la mesa estaba servida, y los concurrentes, sin ceremonias ni cumplimientos, se precipitaron al comedor. Teresa y Florinda colmaban de atenciones a sus amigas las poblanas, recordando las suntuosas tertulias de la casa de Aurora, y Apolonia, franca y sencilla, pues así era su carácter, tomó del brazo a Arturo, recordándole que habían sido novios en Jalapa, y que debían entablar de nuevo sus relaciones. La conversación fue animada, mejor dicho, insustancial e incomprensible, pues todos hablaban a un tiempo y se atravesaban las conversaciones de uno y otro extremo de la mesa.
Servido el café y los licores en el salón, Josesito, que era el maestro de ceremonias, dio la voz de mando, y los convidados abandonaron la mesa y entraron en el mismo desorden y más contentos después de haber gustado los buenos manjares preparados bajo la dirección de Mariana.
—Es necesario que cese este desorden —dijo con voz fuerte Josesito—, porque tenemos muchas cosas serias en que ocuparnos, pues precisamente estamos en el cráter de un volcán.
A esta intimación de José todos callaron, pensando que tendría que contarles algunas de sus historias, que nunca le faltaban.
—No deja de tener razón José, porque, según todas mis noticias, y ya saben de qué casa inglesa las tengo, son que los americanos reúnen sus fuerzas y artillería —dijo Luis—, y no tardaremos mucho en desengañarnos de cerca qué clase de gentes son.
—Eso, eso, cabalmente —replicó Josesito—. Bien lo saben Manuel, Valentín y yo que estamos en los secretos, pero la ordenanza militar no nos permite revelar las operaciones de guerra.
Todos, menos Celestina, rieron de la importancia que quería darse Josesito, pero él no se desconcertó.
—Ya he dicho y lo saben ustedes, que las novelas y comedias acaban con un casamiento, o con que se envenena la novia o el novio, pero como entre nosotros hay muchos casamientos pendientes y ninguno se ha de envenenar, es preciso no perder tiempo y que esta noche quede definitivamente convenido cuándo se han de celebrar esos enlaces. Aquí se halla mi buen amigo Joaquín, que, transformado por la gimnasia en un atleta, y transformado también su corazón, que era un poco débil e inconstante, se ha resuelto a unir su suerte con la bella Elena.
—Con el alma y con la vida —dijo Elena—, ese ha sido mi sueño dorado, ¿por qué no lo he de confesar delante de personas de confianza?
—Todo está listo y arreglado —dijo Joaquín—, y aun las donas. A pesar de las circunstancias, he comprado cualquier cosa, pero Elena sabe que el mejor regalo es un amante corazón.
—Pues mañana, mañana se pondrán en gracia de Dios —dijo Josesito.
—Si Florinda y el capitán Manuel tienen la bondad de apadrinarnos —dijo Joaquín.
—Con el mayor gusto —contestaron.
—Arreglado —dijo Josesito—. Vamos a otra cosa. Juan Bolao y Carmela son dos tórtolas.
—Calla hombre, no dispares —le interrumpió Bolao—; no me conviertas en tórtola.
—Como quieras, lo mismo es tórtola que pichón, y vamos al asunto. ¿Por qué no se casan también mañana?
—Digo lo mismo que el amigo Joaquín. Todo está arreglado, y compradas las donas. Si Teresa y Josesito tienen la bondad de apadrinarme.
—Con el mayor gusto —contestaron a un tiempo Teresa y José.
Carmela, más modesta que Elena, se puso encarnada y bajó los ojos.
—No hay que ruborizarse, muchacha —le dijo Bolao—. Pasado mañana serás toda una señora casada y con obligación de esperar a tu marido, de atenderlo, de revisar su ropa; vaya, no vas a tener lugar ni de cortar flores, ni de hacer tus meriendas debajo del manzano, pues yo seré un marido terrible.
Carmela se puso más encarnada y sonrió, echando una amorosa mirada a Juan Bolao, que en efecto era un guapo mozo, vestido sin exagerar la moda, con una propiedad y limpieza que daba gusto el verlo, y cautivaba por su naturalidad en el hablar y su franqueza. Era el verdadero tipo simpático del andaluz bien educado.
—Casamientos, y en seguida almuerzo y baile, y velada en la quinta —dijo Josesito.
—Lo iba a decir —añadió Teresa—, pero José dispone de esta casa y hace muy bien. Iremos a buena hora a la parroquia del Sagrario. Se convidará al doctor Martín, el padre Anastasio dará la bendición a los novios y volveremos juntos a pasar el día, autorizando a Josesito para que convide a esa buena doña Pepa que comenzó la educación de Carmela, y a su hija.
—Pero a don Mariano el cantinero no —dijo Arturo—. Es hombre fastidioso y no tiene otra conversación más que la de Voltaire y sus demás autores favoritos. No se le olvida la manía, y en tratándose de religión y de literatura francesa, es el mismo hombre que encontramos Manuel y yo en Jaumabe.
—No haya cuidado —dijo Josesito—. Yo traeré a la viuda y a su hija, y don Mariano, que está muy afanoso preparando una cantina para los guardias nacionales que van a salir a campaña, vendrá únicamente a recoger a su familia.
—Siendo así no hay inconveniente —contestó Arturo—. Mariana tiene naturalmente muchos deseos de conocerlas.
Alguno tocó a la puerta. Era el criado de Luis que venía con cartas y periódicos de la ciudad.
Luis salió a recibirlo, recogió la correspondencia, le dio sus instrucciones, lo despachó y regresó al salón. Había cartas del interior para Manuel y para Bolao, de Tampico para Valentín, y de diversos puntos para Luis. Las comunicaciones públicas entre Veracruz y Puebla se habían ya interrumpido, y el gobierno, sólo por medio de sus agentes secretos y de sus correos que venían por el centro de los montes, sabía lo que pasaba.
Los hombres abrieron sus cartas y las señoras se apoderaron y se repartieron un paquete de periódicos.
Apolonia tomó al acaso uno de ellos, lo recorrió, lo volteó y lo volvió a doblar, se fijo por fin, y comenzó a leer.
Repentinamente se escuchó un lastimoso grito.
—¡Dios mío! ¡Matado, y matado de una manera horrorosa!
Apolonia soltó el papel, se puso momentáneamente en pie como queriendo correr y salir del salón, dio dos o tres pasos, se puso blanca como una muerta, y cayó desmayada en la alfombra.
Teresa, Florinda y Celestina, y Elena y Margarita, se apresuraron a socorrerla y levantarla, mientras Manuel recogía el periódico. Era la noticia, con todos sus horrorosos detalles, de la muerte de don Francisco. Seguían muchos otros episodios de la batalla de Cerro Gordo, como la fuga de la caballería, el arrojo de Valentín y Manuel que salvaron al general en jefe cuando estuvo a punto de caer preso al llegar al Lencero, y muchas otras noticias de política y de la guerra, entre otras, la llegada de la vanguardia del ejército norteamericano al monte de Río Frío.
Martín, como siempre, se presentó oportunamente. Tomó entre sus nervudos brazos el bello y descoyuntado cuerpo de la jalapeña, y la condujo a una recámara donde le siguieron las señoras, quedando los hombres leyendo y registrando los diversos periódicos, y haciendo comentarios sobre lo que acababa de pasar.
—Espero que no será cosa grave —dijo Valentín—. La emoción y la sorpresa muy naturales para una muchacha. Estar próxima a casarse y saber de repente la muerte del novio, no es cosa para reír.
—Yo creo —dijo Arturo—, que Apolonia no estaba enamorada de ese pícaro; se casaba por casarse, y nada más; pero sea como fuese, ya está libre del riesgo. Se le harán las reflexiones convenientes y se calmará. Los periódicos evitaron a Florinda y a Teresa la mortificación de imponerla de la clase de personaje que era su futuro marido.
—Lo que dicen los periódicos y lo que nosotros sabemos —dijo Manuel—, nos indica que dentro de un par de días nos habremos ya comenzado a batir con los americanos, y es necesario aprovechar la ausencia de las señoras para formar nuestro plan.
—Creo que será un desmayo pasajero —dijo el padre Anastasio—, pero voy a ver si sirvo de algo, y al mismo tiempo los dejaré en libertad para que hablen. No quiero servirles de estorbo.
—¿Estorbarnos?, ¡qué idea! —dijo Manuel—, cuando usted ha sido siempre nuestro consejero. Nos traerá usted noticias de la pobre enferma, y nos dará sus consejos.
El padre Anastasio entró a las piezas interiores, y volvió a poco diciendo que Apolonia estaba mejor, y que Florinda y Elena comenzaban precisamente a imponerla del peligro que había corrido de unir su suerte y entregar su fortuna a un personaje equívoco, a un verdadero aventurero sin conciencia, que por sus mismas imprudencias y conducta desordenada, se había proporcionado un fin desgraciado.
El padre Anastasio tomó asiento, y los amigos comenzaron la sesión.
—En primer lugar, y como amigos íntimos y de confianza, les voy a hacer una confesión, que les suplico reserven, porque si se supiese por otras personas, me pondría en el más completo ridículo.
—¿Piensas que alguno de nosotros —le dijo Arturo—, sería capaz de revelar lo que nos confiares?
—Ni por pienso, pero hay veces que se platican sin querer cosas que al menos de pronto deben quedar en familia —contestó el capitán.
—Tiene razón el capitán —dijo el padre Anastasio—, y ha hecho bien de hacer esa advertencia.
—Quisiera yo mañana estrechar en la Iglesia la mano de Teresa y quedar casado. Las circunstancias actuales, impiden tal vez que el público se fije en nuestra manera de vivir, y para unos cuantos días, como quien dice, puede pasar, pero esta situación no puede prolongarse sin que la intachable reputación de Teresa se ponga cuando menos en duda, y ustedes comprenderán que esto me ha tenido y me tiene preocupado, pero tengo clavada en la cabeza una idea que yo mismo reconozco que es absurda, pero me ha sido imposible quitarme de ella, por más que he reflexionado seriamente. Si me caso con Teresa mañana, tengo por seguro que no cumpliré con mi deber y que me matarán. La primera bala de los rifles americanos será para mí. Por el contrario si no me caso, cumpliré con lo que debe un oficial a su patria y a sí propio, nada me sucederá, y terminada la campaña me uniré a Teresa, y sea aquí o en «La Florida», tendremos una vida deliciosa y exenta de cuidados y de sobresaltos. No hay que darle vueltas, ni que disimular nada. Es la confesión de un cobarde la que hago a ustedes, y por eso les he suplicado que guarden reserva.
Arturo, que había escuchado las confidencias de Teresa en el mismo sentido, comenzaba a hablar, pero reflexionó que no debía saberlas Manuel y dio otro giro a la conversación.
—Pues yo no tengo preocupación ni en un sentido ni en otro. Estoy tan aburrido de la vida, mi juventud se ha pasado entre esperanzas y decepciones, y mi porvenir es tan incierto, especialmente después del fatal lance con don Francisco, que me es del todo indiferente que me maten o no; tal día hará un año. Aurora recobrará completamente la salud. ¿Si la recobra olvidará la carta, ella tan altiva y orgullosa? ¿Se reconciliará conmigo, y aun suponiendo que me perdone, querrá casarse? Todo esto está en problema, así es que si no fuese por los consejos de Teresa y por la sincera amistad que me liga con ustedes, yo habría evitado a los americanos el trabajo de meterme una bala en la cabeza. Estaré en el punto en que la suerte me depare. Procuraré, sí, estar cerca de ustedes, y haré lo que todos hagan, y no seré menos que otro a la hora del peligro.
—Tenía yo la misma preocupación que tú —dijo Valentín dirigiéndose a Manuel—, y estaba seguro de que no volvía de Cerro Gordo, y ya lo ves, estamos aquí sanos y sin un rasguño, y por cierto que las balas pasaron muy cerca de nosotros. Es menester no hacer caso, echar al diablo esas ideas, y pasarse buena vida, y reír hasta el momento del combate, y allí portarse como nos hemos portado nosotros. Nuestra hoja de servicios está limpia, sin una falta, sin una nota.
—Fácil es decir que se deben desechar esas ideas de la cabeza, pero no se puede. Desde que me hicieron comandante de batallón del ejército de línea, se fijaron en mi cabeza ideas todavía peores que las de Manuel, y no me puedo quitar de ellas. Les aseguro que diera no sé qué porque se hubiese concluido la campaña en Cerro Gordo y no viniese a nuestra misma capital esa invasión de bárbaros. Yo he hecho mi testamento en toda forma, arreglado mis papeles y dispuesto las cosas como si nunca hubiese de volver a casa. Si escapo es una verdadera lotería. —Josesito inclinó la cabeza.
—Gracias a Dios que yo no tengo semejantes pensamientos —dijo Bolao—. Quizá también porque no soy militar ni siquiera guardia nacional y no tengo obligación de defender punto alguno. Eso no quiere decir que no haga yo lo que pueda como mexicano, y acompañe a ustedes como voluntario, pero en definitiva, yo tengo también obligaciones que cumplir. Mi general en jefe es Teresa. Soy su administrador, no me debo separar de su lado y estaré mucho mejor una vez casado y haré lo que ella me mande, sin pensar en otra cosa.
—Bien, muy bien hecho —dijo Manuel—, y pensaba recomendarte que obrases así, pero veo que no hay necesidad. Lo que quiero saber es la opinión de nuestro buen amigo el padre Anastasio, y a él le toca hablar.
—Cada uno tiene sus ideas —contestó el padre Anastasio—, y quizá las mías son contrarias a las de ustedes, pero voy a hablar tal como lo siento. Hay veces que lo que se llama una corazonada, sale cierto al cabo de cierto tiempo, y otras se piensa en una próxima desgracia y nada sucede. Yo no creo, ni en el acaso ni en el destino, sino en la voluntad de Dios. El hombre debe andar por el camino recto y cumplir con su deber, si en ese camino le sorprende la muerte, Dios sabe por qué. Ni buscar el peligro, ni dejar de llenar un deber. Si yo fuese militar no haría otra cosa.
—El consejo que yo deseo de mi amigo el padre Anastasio es este: ¿Me caso mañana con Teresa, o no?
—Aunque he dicho que no creo en los presentimientos, basta que haya esa preocupación para turbar completamente al ánimo y hacerse esclavo y víctima de una idea y perder absolutamente la libertad de acción. Quizá víctima de ese funesto pensamiento haría usted inconscientemente algo que le ocasionase la muerte, lo que no sucederá si usted tiene el ánimo libre. Las demás consideraciones se caen de su peso en estos momentos, cada uno se ocupa de sus propios negocios y no de los ajenos. En pocos días debe haber un desenlace en la capital o sus cercanías, y según el giro que tomen las cosas, así podrán Teresa y usted arreglar los asuntos sin inquietud ninguna y quizá podrán marchar a la hacienda. Son estas reflexiones generales, pero en cuanto a una opinión terminante, no me atrevo a darla. En cualquiera sentido es de mucha gravedad, y si algo siniestro pasara, sería para mí un motivo de remordimiento y de profunda tristeza, y bien saben mis queridos amigos que harto he sufrido para que quiera ponerme en peligro de sufrir otro nuevo pesar. Es quizá un poco de egoísmo, pero es necesario que me lo dispensen y que cada uno obre según sus inspiraciones.
—Es bastante, mi excelente amigo —le dijo el capitán—. Comprendo bien la dificultad en que lo he puesto, pero con lo que ha dicho me basta. Obraré según mis inspiraciones, y así las cosas saldrán mejor. No hay que volver a tocar esta cuestión, y hagan de cuenta que nada se ha dicho. A otra cosa. Por un momento soy aquí el general en jefe y van a oír lo que dispongo: Valentín y yo haremos lo que el Presidente nos mande, sin vacilar. Sin jactancia y sin miedo cumpliremos nuestro deber como soldados. Juan Bolao cumplirá también con su deber, quedándose con su nueva familia cuidando esta casa y a Teresa. Es su administrador, y en momentos de peligro debe estar al lado de la que le ha dispensado su confianza. Yo mandaré mañana mismo unos ordenanzas de caballería con sus armas, que estarán bajo el mando de Martín, no para resistir un ataque, sino para hacer respetar la casa y evitar un asalto en las noches en que este rumbo quedará sin patrullas ni policía y más solo que de ordinario.
—Aprobado —dijo Juan Bolao—, y yo no haré más que lo que Teresa y Manuel manden.
—Tendréis siempre ensillados los caballos, listos los mozos y puesto el coche, por si en un lance, que no sabemos si acontecerá, puedas sacarte a Teresa y llevarla a una hacienda inmediata, a Toluca, a cualquiera otro lugar más seguro. Ya le había propuesto que mientras pasa esta tempestad se fuese a vivir a Toluca y no ha querido, por más que le he rogado, separarse de la quinta. Aquí, dice, tenemos que correr una misma suerte. Ésa es su inspiración, dejémosla, siguiendo el consejo del padre Anastasio.
—Sin que digas más, sé lo que tengo que hacer —contestó Juan Bolao.
—En cuanto a Josesito, es ayudante del general Anaya, y como nosotros, no tiene más sino cumplir con su deber.
—Y como que lo haré. Repito, siento que en estos momentos me hayan hecho oficial permanente, bien que lo he sido de la comisaría de guerra, pero pues que ya ha sucedido, pecho al agua y a correr la suerte que nos depare Dios.
—Supongo —le dijo Manuel—, que no tendrás inconveniente en dejar a Celestina en la quinta, para que acompañe a Teresa, que a su vez la cuidará bien.
—Ya lo había pensado sin que me lo dijeras —le interrumpió Josesito—. Mañana arreglaré lo de nuestra casa, quedará muy bien cuidada con la hermana de la portera que tenemos, y Celestina traerá su ropa y lo que necesite para una larga temporada.
—Respecto de Arturo, yo querría que viniese a mi lado y conseguiría que el general en jefe lo hiciese también su ayudante.
—Donde quiera estoy bien —respondió Arturo—. No tengo presentimiento ninguno, y si me matan, no me importa gran cosa, tal día hará un año; pero me parece en el orden que me presente a mi batallón de guardia nacional y siga su suerte.
—Muy bien pensado —dijo Valentín—. Cada uno en su puesto, y de esa manera ni se huye, ni se busca el peligro. Es mi regla, cuando se escoge, se corre el riesgo de escoger mal.
—Nuestro amigo Luis, dirá si acepta la hospitalidad en compañía de Florinda y del jovencito que tendrá que salir del colegio.
—Sabe usted, capitán, que mi amistad y mi estimación es tanta, que cuento a ustedes como si fueran de mi familia, pero digo lo que el coronel Valentín. Cada uno en su puesto. No pienso abandonar mi casa, suceda lo que sucediere, y además tengo que recoger a mi padre y sacar del colegio a mi hijo, y presentarme a mi batallón. Si el coronel, por consideración a tanto negocio que tengo y de los cuales depende la fortuna de muchas personas, entre otras la de ustedes, me permite quedar en mi casa, lo haré, pero si me manda atacar el primero a los enemigos, lo haré, aunque tenga que morir, y por si sucediere he hecho mi testamento y arreglado los negocios pendientes.
—Bien, muy bien, no insisto, a nadie quiero violentar. Son indicaciones y no órdenes.
—Comprendemos —dijeron todos a la vez—, y lo que deseamos es complacer al capitán y a Teresa.
—¿Y qué piensa mi padre Anastasio, nos acompañará en la quinta?
—Es muy posible que tenga yo también deberes que cumplir, tan sagrados como los de ustedes. Déjenme en completa libertad, que yo daré mis vueltas por aquí, aunque sea en medio de las balas.
—Convenido —dijo Manuel—, eso es lo mejor. Creo que no hay otra cosa que arreglar. Teresa ha cuidado ya de surtir la despensa, y habrá víveres hasta para resistir el sitio de un año.
Después de haber dado estas disposiciones, Manuel respiró fuerte y como quitándose un peso que tenía encima se sentó tranquilamente en un sofá.
Las señoras salieron de las piezas interiores, conduciendo a Apolonia, que estaba todavía un poco pálida y un poco triste.
—Son cosas que dispone Dios —dijo Teresa dirigiéndose al padre Anastasio—, ya se lo hemos repetido a Apolonia. Afortunadamente es una muchacha dócil y de un excelente corazón, y nos ha escuchado. La noticia repentina debió hacerle impresión, pero va pasando. Ha aceptado mi invitación y se quedará conmigo una temporada en la quinta acompañándome, y consolándola yo por mi parte. Elena y Margarita consienten.
—Vaya, Apolonia —le dijo Arturo, a quien vino una especie de relámpago de alegría al mirar a la jalapeña tan linda y más linda aun con su semblante resignado y apenas teñido con una leve tinta de carmín—, vaya, Apolonia, aunque no es oportuno hablar en este momento de amores, ya arreglaremos nuestras bodas así que pase esta tormenta. Si usted ha tenido un pesar, yo tengo otro que no sale de aquí. Valor, criatura; acuérdese usted de Jalapa y de lo que me dijo y hasta me prometió.
Apolonia sonrió tristemente, pero ya más calmada comenzó a platicar con Florinda, y escuchó después con atención las disposiciones que había dado Manuel, que fueron aprobadas.
En todo esto había adelantado la noche, y eran muy pasadas las doce. Josesito hizo que sirvieran unas tazas de té, y a la media hora cada uno se fue retirando a su alcoba lleno de dudas, de un sobresalto desconocido y de vagas y doradas esperanzas que se desvanecían entre las sombras negras del porvenir.