XIX. La ambulancia militar

Buena estuvo la función de ayer, Sor Micaela. Verdadera función de la Preciosa Sangre; arroyos de sangre, como dicen las ancianas cuando hablan de la guerra. Ese pobre general Blanco, que le entró la bala por un carrillo y le salió por el otro, y vea usted, Sor Micaela, el milagro que hace Dios con las balas. Creí que le había llevado la lengua, que si sanaba quedaría mudo. Pues nada, la lengua inflamada, pero intacta; lo acabo de ver, no sigue mal, aunque no respondo de su vida. Quien escapó en una tabla fue el poeta, su favorito de usted, el poeta Prieto, que le ha regalado a usted los bonitos versos a San Vicente de Paul. Cercado por todas partes de los azules, y en medio de un granizo de balas, no sé cómo no lo hicieron trizas. Don Agustín Reyna y Culebrita se lo sacaron en ancas. Qué diablo de gente esa; por donde quiera se les veía ayudando a los jefes mexicanos. Josesito corrió mala suerte, ya lo conoce usted, Josesito el ayudante del general Anaya. No sé qué le pasó por la cabeza, el caso es que ya me lo encontré de ayudante del general Valencia, la vanidad y el deseo de figurar. Creyó que el general Valencia iba a ganar, y se figuró que sin riesgo iba él también a participar de la victoria, y ahí tiene usted que le salió mal el cálculo. Lo mandó el general a comunicar una orden, y en el tránsito una bala de rebote le dio en una taba. Bajó del caballo dando de gritos y cayó al suelo. El caballo, luego que se vio libre, se escapó. A la hora de la derrota, pasó cerca el Ahualulco, Josesito gritó como un desesperado, el guerrillero lo levantó y se lo echó en ancas, pero a poco, viéndose cercado en una vereda, largó al pobre José en una barranca y se abrió paso con su machete en la mano. Josesito fue hecho prisionero y llevado a San Agustín de las Cuevas. Ya le cuento a usted de los conocidos, Sor Micaela, ahora dígame cuántos heridos tiene aquí.

—Aquí ninguno, doctor; todos están en el hospital de San Andrés o en San Pablo.

—Crea usted, Sor Micaela, que ya me cansaba ayer —continuó diciendo el doctor—, de cortar brazos. Vea usted qué puntería la de los rifleros americanos. Todos los tiros son del pecho para arriba; así es que hemos tenido relativamente más muertos que heridos. Una sola pierna tuve que amputar.

—¡Qué manía la de ustedes! —respondió Sor Micaela—, apenas ven un herido, cortan y dejan a las pobres gentes inválidas. Eso no se hace en España.

—Eso se hace en todas partes, Sor Micaela, pues que en los campamentos y sucediéndose las batallas unas a otras, no se puede cuidar a los heridos con tanto esmero, y si no se corta el miembro lastimado viene la gangrena y la muerte; pero no tenemos mucho tiempo para platicar, Sor Micaela, y vengo a ver lo que disponemos para mañana, que tendremos mucho fandango, como dicen los yankees. No deje usted de nombrar a Sor María de las Nieves; es una muchacha intrépida como no he visto otra; pasan las balas silbando junto de ella, y ni pestañea; también es necesario que vayan los perros, que nos sirven para descubrir a los heridos que a veces están sin sentido entre escombros, y carretones, y caballos muertos… ¡Ah! se me olvidaba. Macaria debe haber recogido una de mis bolsas de instrumentos, que dejé al hacer la última curación.

—La bolsa aquí está —le contestó Sor Micaela—. Macaria me la entregó y voy a devolvérsela a usted. En cuanto a nosotras, estamos listas a lo que se nos mande, y al general en jefe es a quien tiene usted que pedir sus órdenes, o al cuartel maestre, o a quienes ustedes obedezcan en estos casos.

—Ya se entiende, Sor Micaela —contestó el doctor—, y gracias por haberme guardado mi bolsa; pero quería antes saber con cuántas hermanas podía contar.

—Si a usted le parece que basta con cuatro o seis, están ya listas, y hoy me tocará ir a su cabeza.

—Nada, Sor Micaela, eso no —le dijo el doctor—; usted debe quedar aquí donde hace más falta para dirigir. Deme usted a Sor María de las Nieves, con Macaria y cuatro hermanas más, y ya verá usted qué bien me compongo.

Platicaban en la sala de recibir del colegio de las Bonitas, de la manera que acabamos de indicar, el doctor Juan Guijarro, jefe de una sección del cuerpo médico militar, y Sor Micaela Ayans, superiora de las Hermanas de la Caridad.

El convento de las Hermanas presentaba ese día un aspecto de calma y de tranquilidad igual al de los interlocutores, y que formaba un contraste con la agitación y los siniestros rumores de la calle. El general Valencia se había situado en un punto que después se supo que se llamaba Padierna, y mal colocado allí, porque los estrechos senderos, las barrancas y el contrafuerte accidentado de la sierra, hacían difíciles las maniobras, y la retirada imposible, fue derrotado por los norteamericanos, que penetraron por el Pedregal, flanquearon la posición, e introducido el desorden, cada cual se salvó como pudo, y los regimientos que permanecieron firmes fueron acribillados por las balas, pereciendo muchos soldados y resultando un número considerable de heridos.

El general Santa Anna, con una fuerte división, permaneció en San Ángel, sin querer prestar auxilio a Valencia. La rivalidad y el odio de los dos generales estaba delante del enemigo, y el enemigo se aprovechó de la buena oportunidad.

El doctor Guijarro tenía fama entre la tropa, por la delicadeza y prontitud con que hacía las operaciones, y por su sangre fría sin igual; de modo que se portaba en el campo de batalla como si estuviese en el hospital dando las lecciones a los practicantes, y de un buen humor inalterable y chanceando siempre. Su único defecto era ser muy afecto a cortar brazos y piernas, porque, según decía, era mejor quitar el miembro dañado, que no exponer al herido a la gangrena y a la muerte.

Sor Micaela era una robusta catalana de cosa de cuarenta años de edad, de buen parecer, maneras un poco bruscas y naturales, pero la mujer más caritativa y más santa para cumplir su misión, y sobre todo de un talento especial para la dirección de los hospitales. El doctor, aunque algo descreído y de costumbres ligeras, era entusiasta admirador de las Hermanas de la Caridad, y las estimaba, pues era testigo de su admirable abnegación y de su intachable conducta en el servicio de los hospitales. Sor Micaela estimaba también mucho al doctor por su carácter franco y su habilidad especial en la cirugía.

Esta mutua simpatía y buenas relaciones, eran causa de que en toda especie de servicios el médico y las hermanas caminasen en un perfecto acuerdo, y precisamente por esto se explica la visita del doctor al convento antes de recibir las órdenes del jefe del cuerpo médico.

—Eh, Sor Micaela, me marcho —dijo el doctor, guardando en el bolsillo su estuche de instrumentos que la superiora le entregó—. Voy a tomar las órdenes y no dilatará en venir un coche de la ambulancia. Supongo que tendremos buena provisión de hilas, vendas y los demás cachivaches que son necesarios. Ya usted conoce el oficio mejor que yo.

—Nada faltará, doctor; descuide usted.

—Ya me cuidaré de elegir un buen sitio para el hospital militar. Si nos metemos ayer en ese agujero de Padierna, esté usted segura, Sor Micaela, que ni yo ni las pobres hermanas hubiéramos escapado con vida. Bueno es que el hospital esté a la mano para atender inmediatamente a los heridos, pero no de manera que pueda ser envuelto y arrollado. Se lo estuvieron diciendo al general, don Agustín Reyna, Culebrita y los muchachos, que conocen ese terreno como si fuera su casa; pero nada, encastillado en que él conocía el Pedregal, y Ansaldo, y las barrancas más que ellos, así le fue. Eh, adiós, Sor Micaela. ¡Quién sabe dónde será hoy la función!

El doctor partió como un rayo, y la superiora hizo venir a las hermanas para darles sus instrucciones.

El convento estaba limpio y arreglado, como si esperasen la pacífica visita del arzobispo. Una quietud y un silencio solemne reinaban en aquel vasto edificio; grupos de muchachitas desde cuatro a diez años, vigiladas por dos hermanas, vagaban alegres y descuidadas por los patios y corredores, y los rezos y servicio religioso, las faenas interiores, la enseñanza de las niñas y todo se hacía con la misma regularidad y calma ordinarias, y como si nada de extraordinario ni de grave pasase en las cercanías de la ciudad.

—Se ha empeñado el doctor en que salgáis hoy también —dijo la superiora a Sor María de las Nieves.

—Lo deseaba yo —respondió Sor María mirando expresivamente a la superiora—, pero haré lo que se me ordene. No tengo más voluntad que la vuestra.

—Ya sabéis, Sor María, que Dios nos guarda y nos defiende y también El señala el término de nuestra vida… pero calle; sin duda no habéis advertido que estáis llena de sangre.

Sor María de las Nieves, que así se le llamaba entre las Hermanas a Celeste, se puso encarnada y se miró de arriba abajo, se quitó su toca blanca y se convenció de que la superiora tenía razón.

—Fue un pobre soldado de guardia nacional, a quien tuve que levantar un poco para que el doctor pudiera reconocerlo —contestó Celeste—. El pobre murió en mis brazos. ¿Habrá tiempo para cambiar la ropa?

—Creo que sí. El doctor ha quedado de mandar un carro de la ambulancia, y él os conducirá al lugar donde se establezca el hospital.

Celeste, nuestra antigua y buena amiga, había permanecido en el convento de las Hermanas de la Caridad olvidada de todo el mundo. Arturo, preocupado, casi loco por Aurora, y divagado y entretenido con Apolonia, no le había consagrado ni un solo pensamiento, ni aun en las horas de meditación y de reposo. Josesito, entregado a la política, a la guerra y enajenado con las ardientes caricias de Celestina, no volvió a ocuparse de Celeste, y Manuel, absorbido con sus funestos presentimientos y en la horrible vacilación en que vivía pensando casarse con Teresa, y una hora después aplazando su unión, ni tiempo había tenido para informarse de su antigua amiga de Jaumabe; sólo Teresa, cumplida, sensible y buena con todo el mundo, no había dejado de escribir cada semana a Celeste cuatro renglones amables, informándose de su salud, recibiendo una respuesta afectuosa sin preguntar ni indirectamente por Arturo ni por ninguna otra de las personas que componían la tertulia de la quinta. No hay necesidad de decir que el padre Anastasio no abandonaba ni un instante a su antigua protegida. Diariamente se informaba de su salud, y el sábado de cada semana la saludaba y hablaba con ella cinco minutos. Algunas veces lo acompañaba el doctor Martín, que sabía una parte de la historia. Los perros, los fieles perros que en Jaumabe, en Tampico y aun en la capital eran tan acariciados por sus amos y por cuantos los visitaban, habían sido relegados también al olvido, y meses y meses pasaron sin que nadie recordase que habían existido.

La sociedad que se reunía en la quinta, y que en lo general era compuesta de personas de excelente corazón, tenía, como la mayor parte de los humanos, sus tendencias a la ingratitud y el egoísmo.

Celeste, huérfana, sola en el mundo, que no tenía amor terrestre ninguno, que se veía completamente relegada, no sólo al olvido, sino al desprecio del único hombre que amaba, que sufría la amargura de considerarse tal vez odiada de Aurora y abandonada de la mayor parte de sus amigos, se encargó de los pobres y fieles anímales que tenían tan mala suerte como ella. El padre Anastasio, a quien comunicó su idea, los recogió y entregó a Macaria, pasándole una pensión mensual para que los mantuviese y pagase el arrendamiento de su casita de la calzada de Santa María, a pesar de hallarse al servicio de las Hermanas. Diariamente sacaba Macaria a pasear a sus perros, como ella les llamaba ya, y hacía que fuesen a hacerle fiestas a su antigua ama. Sor Micaela, apenas consentía un par de gatos en el colegio, y por una decidida afección por Celeste, que era tan cumplida y tan buena, permitía que Macaria llevase un sólo momento y sin que pasasen del primer patio, a los animales, ya un poco viejos, pero fuertes y expeditos con la buena asistencia que tenían.

El padre Anastasio se presentó delante de la superiora.

—No debemos tardar —le dijo—, parece que las tropas americanas se comienzan a mover de sus posiciones y vienen sobre las garitas. Los regimientos atraviesan la ciudad; parece que el general Santa Anna se mueve también de San Ángel y les impedirá la marcha en las calzadas… qué sé yo; va a pasar algo terrible, habrá muchos heridos y moribundos, y yo, teniendo que cumplir con mi deber, he escogido el hospital que está a cargo del doctor Guijarro, que es amigo mío. Él me manda con el coche de la ambulancia que marche con las Hermanas por el rumbo de Churubusco, donde él nos esperará con sus enfermeros para situar el hospital en el punto más conveniente en vista de los sucesos que ocurran.

—Las Hermanas están listas —contestó Sor Micaela—, y muy contenta estoy de que acompañe usted a Sor María de las Nieves. Los dos van a hacer prodigios. Así será la voluntad de Dios.

Celeste se presentó en ese momento con sus hábitos limpios y su tocado blanquísimo.

Ella, cuatro Hermanas, el padre Anastasio y Macaria con los dos perros, montaron en el coche de la ambulancia, pintada en el rostro de todos una dulce serenidad, y más contentas que Elena y Margarita cuando fueron a San Ángel al fatal día de campo que tantos pesares les ocasionó.

El coche, o más bien el carro de la ambulancia, tirado por cuatro buenas millas, atravesó con estrépito los empedrados de la ciudad, y a poco desapareció entre una nube de polvo en la calzada del Niño Perdido.

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