XVIII. Las veladas de la quinta.—Velada séptima

LAS VELADAS DE LA QUINTA

VELADA SÉPTIMA

La comitiva regresó al anochecer a la quinta. Estaban ya allí el padre Anastasio y el doctor Martín, que, esclavos de su palabra, habían hecho un verdadero sacrificio en salir de su retiro de la Profesa y felicitar a sus amigos.

Era tal la alegría y la algazara, especialmente de las mujeres, que los dos eclesiásticos quedaron sorprendidos.

Manuel y Teresa al entrar a la quinta se dijeron a un tiempo inspirados por un mismo pensamiento: ¡¡¡Nos hubiéramos casado esta mañana!!!

La conversación de Rugiero había tranquilizado completamente a todos; ni sombra de duda, y por consiguiente, ni sombra de tristeza.

—Nadie dispone las cosas esta noche más que yo —dijo Teresa—. Voy a la cocina y al comedor, y Mariana y Josesito me ayudarán. Jamás habrán comido como esta noche lo van a hacer, y ésta será la más alegre de nuestras veladas. Refieran a los padres, sin mentar personas y bajo el sigilo de la confesión, lo que ha pasado y el motivo por que estamos llenos de placer. Vuelvo al instante.

La supuesta viuda y mujer de don Mariano el filósofo, y su hija, la que llamaremos Carmela segunda, llegaron a poco después y fueron muy bien recibidas, y Mariana, que salió al instante a satisfacer su curiosidad, quedó admirada de la semejanza de su hija con la de la mentada viuda. La muchachuela, por su parte, tenía la misma voz insinuante, la misma amabilidad de Carmela, aunque de maneras menos finas. Juan Bolao, que nada podía disimular, llamó la atención de la concurrencia y puso a las dos muchachas juntas.

—Parecen vaciadas en un mismo molde; se diría que son gemelas, ¿no es verdad?

Todos convinieron en que en efecto Juan Bolao tenía razón, y tanto Mariana como la viuda comprendieron el enigma, pero, por supuesto, lo callaron y disimularon, y por lo demás, ninguna de las dos, salvo el amor propio, tenía ya ningún cargo que hacer al enamorado y valiente coronel, padre de las dos frescas y lindas Carmelas. Juan Bolao se propuso hablar en la primera oportunidad con Valentín y descubrir el misterio.

Pasado este incidente y las bromas que necesariamente le siguieron, el padre Anastasio quiso saber el motivo porque toda la tertulia de la quinta, estaba tan de buen humor, e hizo sus preguntas a los dos oficiales.

—En vez de guerra, y de batallas y sangre —le contestó Manuel—, antes de tres o cuatro días estará hecha la paz.

—¿No es una chanza? —dijo el padre Martín.

—No podíamos permitirnos con ustedes una chanza semejante —respondió Manuel—; es noticia que yo tengo por muy segura, atendida la persona que nos la dio esta tarde en el campamento. Si reservamos su nombre es porque así nos lo encargó. Nadie en México, estoy seguro, sabe esto más que nosotros.

—¡Bendito sea Dios! —dijo el padre Martín—. ¡Tanto infeliz que muere en la guerra! ¡Tantas familias en la orfandad! ¡Esos pobres soldados, sacados de su casa violentamente y llevados al matadero! ¡Qué horror! Mucha razón tienen para estar contentos, y los felicito de todo corazón.

Celestina, las muchachas poblanas, la jalapeña misma, estaban como locas de júbilo. Se les quitaba una pesadilla de encima. La mujer del cantinero únicamente no participaba de ese general bienestar. En Cerro Gordo y en el campamento del Peñón don Mariano había hecho un verdadero capital. Copa de anisado de Mallorca, una peseta. Tortilla compuesta, un real. Botella de malísima cerveza, cuatro reales. Vino de tapalarga, con palo de Campeche, dos pesos. Rebanada de carne fría y una rebanada de queso, cuatro reales. Botella de aguardiente catalán, tres pesos. Una media lata de sardinas, un peso. Cajetilla de cigarros, dos reales. Un puro habanero, cuatro reales, y por ese estilo; así la llamada viuda quedó callada y un poco triste; además de suyo era rara de carácter y algo tonta, y esto influyó también para que Valentín terminase sus relaciones y prefiriese a Mariana, tan inteligente y cariñosa.

Arturo había salido de su tristeza y de su mutismo, y entre chanzas y veras, se inclinaba ya a la voluble jalapeña y no cesaban de hablar y de hacerse gestos expresivos, hasta el punto de llamar la atención del padre Martín.

Bolao, que no podía resistir su curiosidad, platicaba en voz baja con Valentín, seguramente para aclarar el misterio de la semejanza de las dos Carmelas.

Joaquín y Luis, muy formales, platicaban de asuntos graves, porque el primero le había confiado sus negocios y los de Elena y Margarita, las que estaban en importante conversación sobre telas, vestidos y modas, prometiéndose que tan luego como se hiciese la paz y entrasen a la capital las mercancías que estaban detenidas en Veracruz, serían las primeras en comprar lo más exquisito.

Las dos Carmelas habían corrido al bosquesillo de manzanos y a cortar flores para adornar la mesa, para lo que les favorecía la claridad de la noche. Allá en el horizonte había algunas nubes, pero los bellos jardines de la quinta estaban alumbrados con la claridad de la estrellas y las mil luciérnagas que volaban, y además, Carmela primera sabía dónde estaban los claveles, las rosas, las anémonas y las azucenas. En momentos hicieron sus ramos, los colocaron en la mesa en floreros de colores, y volvieron a anunciar, antes que lo hiciese Martín, que la mesa estaba servida.

Teresa y Manuel ocuparon sus asientos habituales; a los eclesiásticos se les dio el lugar de honor, y cada mitad encontró su otra mitad para estar juntos. Apolonia y Arturo no se separaban, y aun arrimaron sus sillas un poco más de lo necesario.

El padre Martín observaba con enojo a esta voluble pareja.

En ninguna parte de México ni de Europa se hubiese servido una mesa mejor que la que presentó Teresa a sus huéspedes. Lo selecto de las provisiones que había comprado días antes para el caso de un sitio, sirvió para esa noche; los vinos más exquisitos comprados para surtir la quinta por Josesito y Manuel, se sirvieron a los convidados, y los postres y el champaña encantaron a los convidados, cuya hambre se había despertado con sólo la noticia de la próxima paz, y hasta los dos eclesiásticos no pudieron evitarse de tocar con los labios la espuma del preferido néctar de los mundanos. Concluidos los brindis por la felicidad de los recién casados, el café se sirvió, según la costumbre, en el salón, y como eran cerca de las diez de la noche, hora en que precisamente debían regresar a Palacio Valentín y Manuel, y los demás guardias nacionales a sus puestos y cuarteles, la concurrencia comenzó a disolverse.

Mientras se alistaban los carruajes y se ensillaban los caballos, el padre Martín habló aparte con Teresa.

—Es necesario que usted, que es la guía y el ángel bueno de ese atolondrado muchacho que se llama Arturo, y que me es tan simpático a pesar de su carácter tan extravagante y voluble, sepa que Aurora, ya bastante restablecida, ha sido trasladada al convento de Balvanera. Me dijo que si continuaba en la Concepción estaba segura de volverse loca, y además, ese lugar es muy aislado y no será extraño que se vuelva a convertir en un castillo, pero lo esencial no es eso, sino la resolución que ha tomado y de la que creo que no volverá atrás. Ha cumplido, y con mucho, el año de noviciado, y está decidida a profesar.

—Eso no es posible, padre Martín —le dijo Teresa con mucha viveza e interés—. ¿Y este pobre muchacho, cómo queda?

—No puede usted tener idea de las reflexiones de todo género, religiosas, y aun mundanas, que le he hecho, y ningún argumento ha podido convencerla. Dice que ella, en el fondo, nunca perdonará a Arturo la ofensa que le ha hecho, y que una mujer que conserve aunque sea el más ligero recuerdo de un agravio, no puede ser feliz. Teme que casada, en el curso de la vida íntima alguna vez pueda Arturo echarle en cara su ligereza y sus entrevistas con don Francisco, pero su razón y argumento principal es que Arturo no la ama, que es un joven de un carácter ligero y voluble, y que su pasión verdadera es por la jovencita que está de Hermana de la Caridad. En esto le sobra la razón —añadió el doctor—, porque Arturo es capaz de matarse hoy por una mujer, y de reír y olvidarla con otra el día siguiente. Sin ir más lejos, esta noche misma lo he observado en la mejor inteligencia con esa niña de Jalapa, y parecían dos recién casados, y estoy seguro que en este momento no se acuerda ya ni de la monja de la Concepción, ni de la Hermana de la Caridad. ¿Quiere usted que yo apoye y procure un matrimonio entre esa infortunada muchacha y este joven que no tiene sustancia ni ideas fijas? Serían muy desgraciados. En fin, en nada me mezclaré, pues son ya asuntos de responsabilidad y de conciencia. Aurora quedará en entera libertad de disponer de su persona; su dinero y sus demás bienes están en poder de don Luis, y él y yo velaremos por ella, le serviremos en cuanto se le ofrezca, y ustedes, que son sus buenas amigas, no la abandonarán. Si, como ustedes creen, no hay combates en la ciudad o sus cercanías y se hace la paz, el sábado de la próxima semana será la solemne profesión; si continúa la guerra, no hay que pensar en ceremonias religiosas ni en otra cosa más que en escapar el pellejo… entonces Dios dirá y si sus amigas la inclinan a cambiar su resolución, yo me lavo las manos.

Teresa iba a discutir con el padre Martín y a comunicarle su intención de hablar con Aurora, si posible era, la mañana siguiente, cuando Manuel y Valentín se presentaron ataviados con su vistoso traje militar y sus espadas ceñidas. Josesito, Arturo y Joaquín los seguían. Venían a despedirse, pues cada cual tenía que dormir en la ciudad.

Florinda, Luis y las poblanas, se dispusieron también a partir. La despedida fue cordial y sencilla: un apretón de mano los hombres, y sus besos en las mejillas las señoras, y «hasta mañana», eso fue todo.

Don Mariano el filósofo no pudo ocurrir a tiempo para tomar el café, como había prometido a Josesito, y llegaba en ese momento en un carretón a recoger a su familia.

* * *

A las once de la noche, la quinta había entrado en un completo silencio, el comedor despejado, los muebles puestos en su lugar, las luces apagadas.

Bolao, que quedó encargado del cuidado de ese castillo, cumplió al pie de la letra las instrucciones de Manuel. De los carruajes que volvieron de la ciudad, después de haber dejado a las visitas en sus casas sin accidente alguno, quedó listo uno. Se ensillaron tres caballos, y la guarnición de ordenanzas, algunos inválidos y estropeados, se distribuyó con sus armas cargadas entre la huerta y las azoteas, se cerraron bien las puertas con llaves y dobles trancas, y organizado ya este aparato de defensa, Bolao vino a dar cuenta a su ama y señora.

Cuando Teresa observó la quietud y el silencio de la quinta, donde poco antes reinaba la alegría y el bullicio, se le fue, sin saber por qué, cerrando el corazón, y lo mismo pasó a Celestina, a Carmela y a la jalapeña. Cuando Bolao entró, después de recorrer los patios, jardines y azoteas, las encontró sentadas, silenciosas y con las fisonomías, tristes, alumbradas por dos velas que servían para proyectar sombras en los muebles y cortinajes del espacioso salón.

La noche, que había sido tibia y clara, comenzó a oscurecer, y los relámpagos en el horizonte daban testimonio que la atmósfera estaba cargada de electricidad y que no tardaría en caer una de esas tormentas repentinas tan frecuentes en México.

—Todo está cerrado y seguro —dijo Bolao—; los centinelas colocados en la huerta y azotea, y un carruaje y tres caballos listos para lo que pueda ofrecerse, así lo ordenó Manuel y así está hecho. Pueden ustedes retirarse a dormir con toda tranquilidad, que lo que es por esta noche, ni aquí, ni en la ciudad puede haber peligro alguno. Los americanos andan vagando en los pueblos cercanos sin saber cómo atacar, ni fijarse por qué garita deben entrar.

—No tengo motivo de inquietud, y por lo menos esta noche no hay peligro, pero no sé qué me pasa; no podría dormir —dijo Teresa.

—Ni nosotras —exclamaron a una voz las muchachas—. Acabaremos la velada despiertas, y cuando salga la luz nos reclinaremos un poco, mientras alguno de los nuestros viene de la ciudad, o cuando menos el mozo de Luis, que nos prometió enviar con los periódicos.

—En ese caso, si les parece, subiremos al mirador. Desde allí se descubren todas las calzadas —dijo Bolao—. Estando a oscuras nadie nos verá, y al mismo tiempo tendremos un aire fresco. Con la buena cena, el champaña y la fatiga, me abraso de calor.

Aceptada la proposición, el amplio mirador de cristales fue ocupado, y las muchachas instintivamente se estrecharon unas contra otras, como si temiesen un peligro cercano.

Efectivamente, la escena tenía cierta majestad aterradora. Las calzadas estaban solas; a lo lejos, como que chispeaban las luces de la ciudad, reluciendo un momento y oscureciéndose después por una nube que descendía rápida; el viento arreciaba, sacudía y resonaba entrando y saliendo en la copa de los dos grandes fresnos, y de cuando en cuando se escuchaba el eco lejano de los centinelas de los puestos avanzados.

O exhalaciones luminosas, o disparos tal vez, pasaban por entre las nubes que no tardaron en amontonarse y descargar con furia especialmente por el rumbo del Peñón Viejo, que Juan Bolao les indicaba.

—¿Si estará Arturo en ese cerro? —decía Apolonia—. Pobrecito, estará en este momento empapado, y nosotras aquí muy tranquilas, sin que nos caiga una gota de agua.

—Si mi pobre José —interrumpía Celestina—, habrá tenido que comunicar alguna orden.

—Si papá Valentín —añadía Carmela—, estará corriendo a caballo por esa calzada tan triste del Peñón.

Teresa pensaba en Manuel, pero nada decía.

Bolao las tranquilizaba diciéndoles que las personas a quienes se referían, estaría durmiendo muy cómodamente en el Palacio o en sus cuarteles, pero que pensaba que los batallones de Victoria e Independencia estarían que se les podría exprimir, y que Luís, aunque muy precavido, seguramente estaría en el Peñón sufriendo la tormenta.

En estas y otras conjeturas pasó el tiempo; la lluvia cesó, pero quedó el cielo cubierto, encapotado y negro; las damas, soñolientas y más sosegadas, resolvieron descender a sus recámaras y acostarse. Bolao prometió quedar en vela y cuidarlas.

Como a las dos de la mañana, Bolao, que después de hacer su ronda había vuelto al mirador y fumaba con tranquilidad su puro habano, creyó oír las pisadas de un tropel de caballos. Descendió precipitadamente del mirador, subió a la azotea que dominaba la primera muralla o pared de la quinta y se puso a observar. De la oscuridad del camino fueron saliendo como una aparición extraña unos grupos de caballos enormes, montados por una especie de gigantes de siniestras figuras. A la cabeza, y a cierta distancia, venía el jefe montado también en un hermoso caballo negro, pero de menos alzada que los de los soldados. Bolao conocía en el interior caballos tejanos de dos varas de alzada, y en la hacienda de «La Florida» había raza fina americana; pero jamás había visto caballos de tal tamaño, que se engrosaba con las preocupaciones de su imaginación y las sombras de la noche oscura.

La cabalgada hizo alto en la puerta de la quinta. Bolao sacó su pistola que tenía ceñida en la cintura, y con voz entera y fuerte dio el ¡Quién vive!

—Gente de paz —le contestó una voz que no le era desconocida.

—¿Se puede saber con qué fin ha hecho alto esa patrulla en la puerta de esta quinta?

—Y como que sí, amigo Juan, siempre que nos dé usted permiso para entrar y tomar una copa. Ya sabemos que usted es el jefe de este castillo, y de ninguna manera se trata de atacarlo.

—¡¡Rugiero!! —exclamó Bolao sin poder disimular su sorpresa.

—El mismo, amigo mío.

—Voy al momento a abrir —contestó Bolao.

—No es necesario. Tiene usted llaves, y cerrojos, y dobles trancas muy difíciles de quitar, y vamos a alarmar a esos débiles inválidos que tiene usted de centinelas. Por la reja de una de las ventanas del costado, puedo fácilmente subir si usted me da la mano para salvar la cornisa saliente, y con este motivo haré notar a usted que ese lado es el débil de la casa, y mientras los centinelas vigilan en el lado opuesto por el Sur, se pueden subir por el Norte cuantos hombres quieran, por poco diestros que sean, y una vez tomadas las azoteas el castillo tiene que rendirse.

Rugiero se apeó y dio las riendas de su caballo al negrito que vestía un traje como su cara, y ordenó a la patrulla que en silencio esperase en el costado opuesto, que era un callejón estrecho que separaba la quinta de las casas inmediatas, que estaban medio arruinadas y vacías.

Juan Bolao pasó al sitio indicado. Rugiero subió por la reja, tomó la mano que Bolao le tendía y saltó con facilidad la cornisa saliente. Cinco minutos después, nuestros dos personajes estaban en el salón, a donde fueron apareciendo despavoridas y asustadas Teresa y sus compañeras, que habían oído el tropel de los caballos, la voz y los pasos de Bolao.

Rugiero mismo avivó la luz moribunda de las lámparas, y comenzó con la mayor naturalidad a platicar y a tranquilizar a las damas, que atraídas por una fuerza desconocida, hicieron estrado a su derredor. Bolao mismo volvió con una botella de coñac y una copa.

—A la salud de las hermosas damas presentes, y de los valientes guardias nacionales, y militares ausentes.

Las muchachas, haciendo un gesto de repugnancia, apenas tocaron con sus labios el borde de las copas.

—No puedo prescindir de hacer una visita a la quinta, aunque no he sido invitado a las famosas veladas. Si hubiese encontrado todo en silencio, habría pasado de largo, pero el amigo Juan me dio el ¡Quién vive! que es la palabra de guerra más tonta que he visto en mi vida, trabamos conversación, me invitó a entrar y ya estoy aquí. Lo hemos hecho todo con el mayor silencio, pero la zozobra y la inquietud no dejan lugar al sueño, y esto me ha proporcionado el placer de saludar a mis antiguas y buenas amigas.

—¡Pero con mil diablos!… —exclamó Bolao.

—Con uno solo —le interrumpió Rugiero sonriendo.

—Sí, repito —continuó Bolao—; ¿cómo andáis a estas horas, con esta noche tan lóbrega y seguido de una patrulla de americanos? porque supongo que esos hombres montados en caballos del tamaño de elefantes, son de la caballería norteamericana.

—Ya veréis. Os dije esta tarde que se andaba en negociaciones de paz. No he podido resistir a las insinuaciones del capitán Grant y del general Worth, que están muy interesados porque termine la guerra antes de que comiencen de nuevo las batallas; pero como es necesario el mayor secreto, se convino en una junta en la casa de Alfaro, en la calzada de San Cosme, que tendría lugar a las tres o cuatro de la mañana de hoy. El general en jefe asistirá y hablará con el comisionado del Gobierno de los Estados Unidos. Yo voy a arreglar tan importante entrevista, y tengo un salvo conducto para mí y una escolta de cincuenta hombres, y además sabía que por este rumbo no encontraría alma viviente. A propósito, y antes de que se me olvide: quiero dejaros también un salvo conducto del cuartel maestre americano. Con él podréis pasar a pie, en coche o a caballo por las líneas americanas, seguido hasta de tres mozos; puede seros muy útil para tantos lances como deben ocurrir.

—¿Cree usted, señor Rugiero —se aventuró a decir tímidamente Teresa—, que al fin no se hará la paz?

—Mucho me lo temo, porque yo no he visto hombres tan preocupados y pagados de sí mismo como los mexicanos. Sólo los españoles son peores.

—¡Cómo! es una ofensa lo que estáis profiriendo —le interrumpió Bolao—, y eso en casa de buenos amigos, vos que sois el tipo del hombre de mundo y de esmerada educación.

—Ya lo véis; vuestra respuesta no hace más que confirmar la verdad de lo que acabo de decir. No os ofendáis, pues lo que digo, bien mirado, honra el carácter mexicano, y da prueba evidente del orgullo tradicional y de la hidalguía de la raza española, pero tened en cuenta que los americanos vienen derramando otra cosa mejor que las águilas de la libertad: las águilas de oro, y vosotros no tenéis un peso partido por la mitad.

Los americanos tienen unas formidables armas de repetición que se cargan por la culata, y mientras los soldados mexicanos disparan un tiro y cargan a once voces, los rifleros americanos disparan diez tiros certeros.

La artillería mexicana alcanza trescientos metros, la americana más de mil.

Vuestros soldados almuerzan un poco de arroz y una tortilla, mientras cada americano se come dos libras de carne y dos o tres cuartillos de cerveza, o una buena ración de wiskey.

Los Estados Unidos tienen veintidós millones de habitantes, y vosotros apenas sois dos millones de gente blanca, pensadora, apta y capaz, con cinco millones de indios excelentes para cultivar el maíz y para batirse con una especie de frialdad e indiferencia, pero nulos para todo lo demás.

—Es que los indios también son… Morelos descendía de indio, y los indios hicieron la independencia y…

—No entablemos una cuestión histórica y fisiológica respecto a los indios en estos momentos —le contestó Rugiero—. Confesad que hay muchos puntos de inferioridad en estos momentos, entrando en una comparación con los americanos, y sobre todo, vosotros perdéis vuestros hijos, vuestros hermanos, vuestros amigos; los americanos nada pierden de su propia familia. Sus soldados son los aventureros de todas las naciones. Entre los soldados que traigo de escolta, hay dos alemanes, tres irlandeses, un francés, un ruso, un croata, dos griegos, qué sé yo… el caso es que ninguno es nacido en los Estados Unidos, y no creáis que la paz que voy a proponer es humillante, ni de balde. Se saludará al pabellón tricolor; se desocupará Veracruz; se fijará un límite desde las orillas del Río Bravo hasta la California, y se dará a México, además, mucho oro, inmensa cantidad de oro. Traigo en los bolsillos millones de águilas de oro puro; no se necesita más que un par de firmas, y las casas más fuertes de México vaciarán sus cajas a la primera palabra que yo les diga… Con todo y esto, no habrá paz —añadió Rugiero con una profunda convicción—, y quién sabe si muchos de nuestros amigos no volverán a comer y beber champaña juntos en las famosas veladas a que no he sido convidado.

Las damas se pusieron pálidas, y un frío corrió por su cuerpo como si se les hubiese vertido por la espalda un vaso de agua helada.

—No hay que asustarse ni que formar siniestras conjeturas —añadió Rugiero queriendo reparar el mal efecto que habían hecho sus palabras—; voy a trabajar con el empeño de un verdadero diablo, pero cuidado con revelar este secreto, ni aun mi visita a esta quinta. Si se sabe en México que Santa Anna está dispuesto a hacer la paz, se le llamará traidor y no durará dos días en el poder. El general Valencia no desea más que un pretexto; subirá al poder y continuará la guerra. Es valiente y su mismo valor lo ciega. Cree que puede con un soplo hacer desaparecer el ejército norte-americano; nadie le quita esa idea de la cabeza. Pronto veremos el resultado. La entrevista que voy a tener no la sabrá nadie, nadie, más que Dios y el diablo, si se pregunta a los jefes de ambas fuerzas, la negarán. La historia nada sabrá de esto, nada dirá, y será necesario que alguno que tenga tratos y una cierta amistad con el diablo, la refiera con pretexto de un capítulo de novela, para que, pasados los años, llegue a saberse, y aun así no la creerán…

Se acerca la hora, y quiero llegar a la casa de Alfaro cuando la manecilla de mi reloj apunte las tres y media.

Rugiero se levantó del sillón, se despidió con mucha amabilidad de las señoras, les dio la mano que encontraron excesivamente caliente y áspera, a pesar de la aparente suavidad del cutis, y se dirigieron a las ventanas para verlo pasar, pues Bolao insistió en quitar las trancas y cerrojos, y abrir la puerta principal, y hacerlo salir por ella. En efecto, montó en su caballo prieto, y la escolta salió del escondite.

Teresa, Celestina y Apolonia, abriendo tantos ojos, llenas de un terror desconocido, vieron alejarse y perderse en las tinieblas a su misterioso amigo, seguido de sus soldados montados en sus colosales caballos, cuyas fuertes pisadas turbaban el profundo silencio de esta negra y tempestuosa noche.

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