Rendidas de fatiga y lastimadas en su sistema nervioso, por las emociones de la noche anterior, las señoras que habitaban la quinta se retiraron a sus recámaras, y el sueño, bálsamo reparador de los más grandes pesares, vino en su auxilio, y les permitió que descansasen algunas horas.
Juan Bolao se aprovechó de esta momentánea tranquilidad; mandó ensillar su mejor caballo, y seguido de dos criados y con el salvoconducto de Rugiero en el bolsillo, se dirigió a la ciudad para enterarse de los importantes acontecimientos que habían pasado en pocas horas, y Juan se propuso aventurarse y hacer una visita a las líneas americanas.
En las calles encontró gentes curiosas y ávidas de noticias, que trataban de saber lo, que había pasado en las cercanías. El fuego de cañón se había escuchado a intervalos, traído por las ráfagas del viento del Norte. Desde la torre de la catedral muchos habían observado las humaredas de la fusilería y distinguido los disparos de la artillería. Evidentemente, que una o más batallas se habían librado entre mexicanos y americanos, pero ¿cómo había sido esto? ¿Quién era el vencedor? Nadie lo sabía de cierto, y mientras unos creían que, tanto el ejército del Norte, como la división del general Santa Anna, estaban completamente derrotadas y perdidas, otros afirmaban, como testigos, que se había obtenido un triunfo completo, entre San Ángel y Coyoacán.
Bolao no pudo averiguar nada en sustancia; pero los pelotones de infantería desarmados y piquetes de caballería con los caballos cubiertos de sudor y cierto espanto que se notaba en los semblantes de muchos oficiales, que transitaban también las calles, dirigiéndose al rumbo del Palacio, no le dieron los mejores indicios y se decidió a salir fuera de las garitas hasta encontrar alguna fuerza mexicana, y allí informarse con alguno de los oficiales o jefes que fuese su amigo o su conocido. El objeto principal de Bolao era saber la suerte que habían corrido los amigos de la quinta. Su tránsito por la calzada de San Antonio le inspiró las más vivas inquietudes. Carros con parque y víveres, caminaban tan rápidamente como podían, seguidos de una turba de Soldados desarmados y de mujeres que vociferaban injurias contra las generales, diciendo que los habían vendido y llevado al matadero; oficiales corriendo a galope en una y otra dirección; mulas con carga unas, y otras sin silla, y a todo esto, mezclada mucha plebe que había salido de la ciudad por mera curiosidad o con el propósito de desnudar a los muertos americanos o mexicanos. No encontró a ningún conocido que pudiera explicarle la causa de este desconcierto, y continuó su excursión encaminándose al convento de Churubusco, situado en la confluencia de los caminos de Tlalpan y Coyoacán, y cuyas torres, no muy altas divisaba entre los árboles.
Cerca ya, lo primero que llamó su atención fue una bandera blanca con una cruz roja que flotaba en una elevada asta, en la azotea de una casa de pobre apariencia. Era el hospital militar, o al menos una sección de ambulancia, situada en ese lugar para lo que pudiese ocurrir.
Se detuvo allí, pues encontró al doctor Guijarro en la puerta, sentado en un banco de piedra arreglando y limpiando sus instrumentos de cirugía. Eran amigos, y comenzaron naturalmente a platicar. El ejército del Norte, a las órdenes del general Valencia, había sido completamente derrotado en Padierna; los dispersos se desbandaban por las calzadas y pueblos cercanos, y él, con su sección, de practicantes y Hermanas de la Caridad, se salvaron, gracias a la posición que escogió para situar el hospital, que le permitió recoger y auxiliar a multitud de heridos, sin correr el riesgo de ser envueltos por los fugitivos y los enemigos vencedores. En esta vez había hecho lo mismo, estableciéndose en esa casuca de pobre apariencia, pero que tenía cinco o seis piezas, buena ventilación y además estaba provista de camas y colchones de los propietarios, que previendo los peligros que podían correr, la abandonaron desde el momento que se supo la derrota de la Padierna.
Juan Bolao entró al pequeño hospital, donde todo estaba en el mayor orden, y las Hermanas arreglando los paquetes de hilas y el botiquín, sin faltar lienzos, sábanas y mantas de diferentes dimensiones, y el carro de ambulancia con sus soldados enfermeros y sus caballos de remuda. Era aquello admirable, debido al especial cuidado del doctor Guijarro, y al eficaz concurso de las Hermanas de la Caridad.
Bolao elogió, como merecía, esta instalación, queriendo saludar y conocer a las heroicas mujeres que estaban con los ojos bajos y cubiertas con su amplio tocado blanco, se dirigió a ellas y se encontró naturalmente con Celeste.
—Hermana, querida hermana Celeste —le dijo tendiéndole la mano que ésta rehusó, pues no son permitidas a las Hermanas tales familiaridades—, ¿tú aquí corriendo estos peligros?
—¡Tome! —dijo el doctor Guijarro—, tiene más valor y serenidad que yo, y que el mismo general en jefe si se ofrece. Es una Hermana verdaderamente heróica, sin agravio de las demás que están presentes. Sor Micaela tiene organizado su batallón de caridad, mejor que nosotros los que forman el ejército.
Celeste, tranquila y con la misma naturalidad que si la víspera hubiese visto a su antiguo conocido Bolao, sonrió bondadosamente y correspondió su saludo.
—Y Teresa y las demás personas de nuestra amistad, ¿cómo están? —preguntó Celeste con cierta timidez para que no se trasluciera su íntimo sentimiento.
—Teresa en la quinta, con Mariana y Carmela, que ya es mi mujer, y las acompaña Celestina y la jalapeña, y Florinda en su casa. En cuanto a los hombres, por aquí deben andar, y precisamente voy a continuar mi camino hasta San Ángel para ver si logro hablarles. De paso entraré cinco minutos al convento de Churubusco.
Celeste suspiró involuntariamente. Estaba segura de que allí debería estar Arturo, pero no se atrevió a decir una palabra y continuó haciendo sus paquetes de hilas, cortando tiras de tela emplástica y arreglando unos frascos de medicinas.
Bolao se despidió de las Hermanas, estrechó la mano del doctor Guijarro, siguió su camino y en la fortificación de Churubusco se encontró con que todos eran amigos, o por lo menos conocidos.
El campamento del Peñón, por cuyo punto no atacó el enemigo, había sido trasladado al convento de Churubusco, reforzados los batallones de guardia nacional con algunos piquetes de tropas de línea, y las compañías llamadas de San Patricio formadas con los irlandeses desertores del ejército americano. Mandaba el punto el general Rincón, y a la cabeza de sus regimientos se encontraban el general Anaya y el esclarecido poeta don Manuel Eduardo Gorostiza, coronel del batallón de Bravos.
Ni susto, ni agitación, ni sombra de zozobra en aquellas gentes llenas de confianza y de patriotismo, que sin saber por qué, se les colocaba sin artillería ni parque bastante, en un lugar aislado de las cercanías de la ciudad, para que fuesen presa segura de las columnas vencedoras de Padierna, pero ellos ni pensaban en lo peligroso de su posición, ni discutían; estaban alegres, animados y seguros de rechazar al enemigo. Es necesario repetir que esto que parece fabuloso y acomodado para formar héroes de novela, era rigurosamente cierto.
Don Mariano había establecido su cantina inmediatamente, y estaba rodeado de soldados que se desayunaban con café o con pan, queso, sardinas y copas. Recogía monedas y monedas, aunque en menos abundancia que en el Peñón Viejo. La cantina estaba situada y como metida entre dos estribos del convento, y fuera de la fortificación pasajera que había podido hacerse en las pocas horas de la noche. Doña Venturita, con su marido el músico, con su enorme barriga y su trompetón, estaban sentados, desayunando copiosamente, en un montón de césped y piedras que habían arreglado. La viuda y Carmela segunda, según se informó Bolao, habían quedado cuidando la casa de la calle de San Lorenzo.
Arturo, que estaba en la torre registrando con un anteojo la campiña, bajó, desde que reconoció a Juan Bolao y a sus criados.
—Te aguardaba yo —le dijo tendiéndole la mano—. Era imposible que hubieses permanecido en la quinta sin procurar saber de nosotros. En dos palabras te daré las noticias, y tú sabrás cómo las cuentas a Teresa, que ha de estar en la mayor ansiedad, y es casi cierto que se nos volverá a enfermar del pecho. Hemos sido completamente derrotados en Padierna. Por unos oficiales dispersos que eran conocidos de Josesito, he sabido que fue hecho prisionero, y probablemente está en Tlalpan, donde tienen el cuartel general los americanos. Luis Cayetano, a consecuencia de la agitación, y sol de la mañana, y del torrente de agua que nos empapó en la noche, se retiró seguramente con pulmonía. Tan cabal y pundonoroso, quería venir con nosotros, pero ardía en calentura, y su jefe lo regañó y lo despachó a su casa. Manuel y Valentín continúan al lado del general Santa Anna. Valentín anda buscando al general Valencia para aprehenderlo y fusilarlo en el acto. Así se lo ha mandado el general en jefe. Estuvo aquí hace un momento con una escolta de caballería, y se marchó otra vez a San Ángel, no teniendo mucha voluntad de encontrar al insubordinado general que fue derrotado. Yo me vine por acá con mi compañía. Se me olvidaba decirte que el pícaro seductor a quien apretó el pescuezo Joaquín, murió ayer aquí repentinamente, y fue enterrado en un hoyo detrás de la iglesia. No hay más que contarte, y si te quedas aquí tres o cuatro horas más, ya verás lo que es fandango, pues estoy cierto que vamos a ser atacados, y nos defenderemos, pero tendremos que sucumbir tonta o heroicamente para que el general Santa Anna pueda regresar a la capital y salvar los restos que le quedan. Todo esto me importa poco a mí, y lo mismo me da una cosa que otra. Me sentí un poco animado con las gracias y el modo seductor de Apolonia, pero ya me conoces, he vuelto a mi estado normal. Aurora, y siempre Aurora, a todas horas del día y de la noche.
En esto se escucharon algunas detonaciones; la guarnición se puso sobre las armas; Arturo, sin despedirse, se subió a las bóvedas, y Bolao, desconsolado al observar el estado de agitación en que se hallaba su amigo levantó las riendas a su caballo y enderezó al rumbo de San Ángel. Las calzadas y potreros estaban llenos de mulas cargadas, de carros militares y carretones de artillería, custodiada por compañías de infantería en buena formación, seguida de piquetes de diversos cuerpos y de soldados sueltos y en desorden. Las lanzas, sables y cascos de la caballería, relucían a lo lejos, y toda esta muchedumbre, que parecía huir, se dirigía a las garitas de la ciudad, dejando aislados en su improvisado castillo de Churubusco a los guardias nacionales.
Bolao, que conocía bien esos senderos para no ver interrumpida su marcha, cortó por los potreros hasta la hacienda de Navarrete, y de allí, por la ancha calzada, en un galope llegó a la plaza del Carmen de San Ángel, donde encontró a Valentín echando ternos, con espada en mano, organizando la marcha de la vanguardia de la división, que había perdido el brío y la moral desde el fatal desenlace de Padierna.
—Este orgulloso y testarudo general Valencia ha sacrificado a los restos del brillante ejército del Norte —le dijo a Bolao—, y estamos perdidos. Los americanos vienen tras de nosotros, y si no se hace la retirada en orden para continuar la defensa en la capital, seremos batidos y destrozados dentro de dos o tres horas.
Valentín logró organizar su vanguardia, ponerla en camino en mediano orden, y regresó con Bolao a la plaza de San Jacinto, donde ya estaba montado el general Santa Anna y rodeado de sus ayudantes.
Manuel había sido enviado con un piquete de caballería, para observar los movimientos del enemigo. La brigada del centro comenzó a moverse, y Valentín volvió a la plaza del Carmen para disponer la marcha de las fuerzas que la formaban, y Bolao, después de haber visto y observado todo, dio a Valentín buenas noticias de la gente de la quinta, y despidiéndose, tomó de nuevo a galope la calzada que conduce a la capital, y cortando por los potreros sin pasar por las calles, llegó sin contratiempo alguno a la quinta, donde todo el mundo lo esperaba con impaciencia, y las señoras lo rodearon, haciéndole a la vez muchas preguntas.
—En lo general, buenas noticias —les dijo apeándose del caballo y quitándose las espuelas—, pero déjenme entrar y les contaré.
Rodeadas siempre y casi pegadas a él, entraron en grupo al salón.
—He visitado la ciudad, los cuarteles, los campamentos, y aventuré mi excursión hasta San Ángel.
—¿Y Manuel? —preguntó Teresa.
—¿Y Valentín? —se aventuró a decir Mariana.
—¿Y José? José, yo quiero saber de José, que quedó de escribirme con nuestro criado que lo acompañaba, y ni una letra, quizá habrá estado en esa batalla de Padierna donde murió tanta gente. Los inditos a quienes yo he preguntado sin que lo advirtiera Teresa, me han contado horrores.
—¿Y Arturo, Arturo, tan atrabancado, tan temerario? —dijo Apolonia—. ¿Dónde está? ¿Se encontró en la batalla de ese maldito Palierna?
—Padierna y no Palierna; no es un hombre, ni un general, ni siquiera un pueblo, es una barranca donde se fue a meter el general Valencia; pero vamos por partes y déjenme hablar.
A Valentín lo encontré en San Ángel organizando la marcha de la división que manda el Presidente. A Manuel no lo vi, porque en ese momento desempeñaba una comisión, pero están buenos y esta noche llegarán a México, y es seguro que podrán desprenderse cinco minutos del servicio y venir acá. Josesito, ligeramente herido en un pie pero salvo ya en San Agustín de las Cuevas.
—¿Cómo y qué hace en San Agustín?
—¿Qué ha de hacer? Conformarse con su suerte. Está prisionero en poder del enemigo.
—¡Lo van a matar, lo van a matar a mi pobre José, no lo volveré a ver más! ¡Qué idea de meterse a militar cuando gracias a Dios tenemos qué comer sin necesidad del Gobierno! —exclamó Celestina muy conmovida y con las lágrimas en los ojos—. Quiero verlo y que me lleve usted, Juan, y lo puede usted hacer con ese salvoconducto que le dio Rugiero.
—Tranquilícese usted, Celestina. Josesito, que es protegido visiblemente por la fortuna, ya escapó. Está muy bien tratado por el general Grant, que es jefe encargado de guardar a los prisioneros de guerra, y como él mismo ha sido herido y no puede entrar al servicio activo, está perfectamente en el gran edificio del hospicio de Tlalpan.
Celestina comprendió en el acto que la suerte de José no podía ser mejor, y se tranquilizó.
Apolonia guardó silencio y no hizo ninguna pregunta, lo que permitió a Bolao retirarse a sus piezas, a quitarse el polvo y cambiar de ropa.
Cada una de las interesadas procuró, sin que las otras lo advirtieses, hablar a solas con Bolao para adquirir noticias más detalladas.
Bolao no ocultó a Teresa que el ejército que había quedado venía más bien que en una retirada en completo desorden, y que los americanos le seguían de cerca, pero le aseguró que Manuel y Valentín no habían tenido el más leve contratiempo.
A Celestina le ocultó la manera cómo fue dejado en una barranca Josesito, pero le aseguró que sabía de cierto que los prisioneros y heridos de Padierna que habían caído en poder de los americanos, estaban muy bien tratados, y aun se aventuró a decirle que pensaría en la manera de llevarla a Tlalpan si los acontecimientos lo permitían.
Apolonia, con la simplicidad y buena fe de una muchacha sin experiencia y que decía lo que se le venía a la cabeza y le dictaba su corazón, esperó la oportunidad en que nadie la viese y entró a la recámara de Bolao, que se había echado en su cama para descansar y pensar lo que debería hacer en el curso de la noche.
—Juan, me va usted a referir la verdad —le dijo tomándole las dos manos.
—¡Qué hace usted, Apolonia, entrando así a mi cuarto! ¿Qué dirá Teresa y que pensará Carmela si nos encontraran en este momento? Salga usted al jardín, y le daré razón de lo que quiera saber.
Bolao se levantó, abrió la vidriera que daba al jardín y quiso salir con Apolonia, pero ésta se lo impidió y volvió a tomarle las manos.
—Estoy loca, loca —le dijo—, y voy a confesármelo a usted todo. Amo con una pasión profunda, ardiente a Arturo, y deseo que no me oculte usted la verdad. ¿Vive o ha muerto?
—Vive, vive, criatura desventurada —le contestó Bolao—, pero ¿cómo ha venido tan repentinamente esa pasión, que en efecto ha cambiado en horas hasta la fisonomía de usted? Era usted ayer una rosa y han bastado algunas horas para marchitarla.
—Qué quiere usted, así somos las mujeres y no es posible mandar en el corazón. Desde que vi en Jalapa a Arturo, lo adoré, créalo usted, y entre chanzas y veras se lo dije, aunque no es costumbre que eso hagan las mujeres; pero no lo pude remediar, y la lástima fue que no me hiciese caso… Después, qué quiere usted, lo olvidé un poco, y por desaliento, por pique, por coquetería, si usted quiere, le hice caso a ese don Francisco, pero le confesaré a usted la verdad como si me fuese a morir, cuando volví a ver Arturo, se encendió como una hoguera en mi corazón, no sé lo que me pasó, tuve miedo, y pasado el susto y la primera impresión parece que con la muerte de ese desgraciado, se me había quitado como una piedra pesada del corazón. Vea usted por qué me intereso por Arturo y por qué soy la mujer más desgraciada de haber venido a México en estos tiempos de guerra, en que pueden matar a lo que más amo, y me matarán a mi también, pues no sobreviviré a su pérdida.
Apolonia pronunció estas últimas palabras con un nudo en la garganta, y no pudiendo contenerse estalló derramando copiosas lágrimas. En esto vino Teresa que había vagado pensativa y preocupada por la oscuridad de los bosquecillos. Bolao, le refirió la escena que acababa de pasar.
—Había ya pensado en esto, y aun el doctor Martín lo observó también; pero no creía que tan a lo serio hubiese tomado Apolonia los cumplimientos y flores de Arturo. ¡Pobres mujeres! Víctimas siempre de nuestra debilidad, cualquiera nos puede engañar.
—No hay que afligirse, querida Apolonia —le dijo, acercándosele y acariciándole la frente—. Arturo está bueno, vendrá tal vez un momento esta noche. Juan es incapaz de engañarnos, y la prueba es que no ha ocultado a Celestina que su marido está prisionero.
La pobre Apolonia sollozaba silenciosamente, pero Bolao y Teresa continuaron diciéndole buenas palabras, la llevaron a dar un paseo por los bosquecillos de manzanos, donde encontraron a Carmela y a Mariana, de modo que cuando fueron a la mesa ya estaba más calmada y tomó parte en la conversación de conjeturas y de esperanzas, pues no podía ser otro el tema de los que habían quedado habitando la quinta.
La noche, clara al principio, se puso tenebrosa y sombría como la anterior. Bolao tomó sus precauciones de costumbre; las luces se apagaron; se cerraron las puertas, y las señoras ni por un momento pensaron en acostarse. Esperaban a Manuel, a Valentín y a Arturo.
Las once… ni una alma. Se escucharon lejanos estampidos de piezas gruesas de artillería. Volvió el silencio y la imponente soledad de la calzada. Los vecinos habían emigrado del rumbo y dejado abandonadas las casas. Únicamente la quinta estaba habitada.
Las doce, la una… nada. Seguramente ni Manuel ni Valentín habían podido desprenderse del lado del general en jefe, ¿pero qué significaban esos disparos de cañón? Acaso los yanquees habían atacado al general Santa Anna antes de salir de San Ángel… una mortal incertidumbre que no lograba calmar Bolao con cuantas observaciones le ocurrían.
Las dos de la mañana. Tiros de fusilería se oían más cercanos, y las espesas sombras de la noche se salpicaban de fugitivos fulgores rojos. Juan Bolao estaba en el mirador.
Mariana y Carmela entraron a sus piezas, encendieron velas de cera y comenzaron a rezar oraciones y novenas y a hacer promesas a los santos.
Teresa se paseaba agitada y nerviosa de uno a otro extremo del salón. Apolonia lloraba silenciosamente en un sillón, y Celestina, tranquila porque Josesito estaba completamente seguro, les daba esperanzas y procuraba consolarlas.
A cosa de las tres de la mañana, turbó el silencio de la calzada un tropel de gente a caballo que corría a escape en la dirección de la capital. Al cuarto de hora, algunos tiros de pistola y otro grupo corriendo en sentido contrario.
El terror se apoderó de las muchachas; temían por momentos una invasión, un asalto y un combate dentro de la misma casa.
Bolao, que subía al mirador y bajaba a darles razón de lo que pasaba, les daba cuantas seguridades podía de que no serían atacados, y caso que lo fuesen, no lograrían forzar las puertas de la quinta.
Tiros de fusil y pistola se escucharon muy cercanos. Dos soldados americanos descarriados, montados en sus enormes caballos, corrían disparando tiros, y eran perseguidos por un grupo de mexicanos con el lazo en la mano. En la puerta de la quinta, uno de los fugitivos fue lazado, derribado del caballo y arrastrado, dando gritos feroces en un idioma extraño. Toda aquella visión infernal pasó. Después, silencio absoluto, hasta que apareció la nueva luz de la mañana, que derramó el consuelo y la esperanza en las bellas muchachas que tanto habían sufrido en las últimas horas de la noche.