Dos batallones y escuadrones del ejército norteamericano, vestidos todos de azul claro, apenas triunfaron en Cerro Gordo, cuando se pusieron en marcha con sus pesadas piezas de artillería de grueso calibre, sus pesados morteros, sus enormes bombas y sus pesados carros tirados por diez y quince mulas, repletos de municiones de guerra y de víveres, y licores para alimentar los grandes estómagos de esos soldados aventureros, de figuras extrañas y siniestras que se habían reunido en la República hermana del Norte para destrozar la República hermana del Sur. Lentamente caminaba envuelto entre el polvo de nuestras calzadas todo este pesado tren; pero en fin, penetró en el valle de México y estableció sus campamentos en los pueblos y haciendas que circundan a la capital. Rugiero venía con ellos; era muy amigo del general Worth, e íntimo del capitán Grant.
Los habitantes de la quinta tuvieron la noticia a las primeras horas de la mañana. El criado de Luis, que estaba muy bien aleccionado, se presentó en la puerta de la quinta, al amanecer; esperó que se abriese la puerta, y entregó a Luis un paquete de cartas y otro de periódicos.
Como debe suponerse, causó inquietud y produjo emoción entre nuestros amigos, pero las señoras principalmente convinieron en que era preciso abreviar las cosas y salir cuanto antes con dirección a México. En efecto, a las ocho de la mañana la quinta estaba desierta, sólo se quedaron los criados y Martín, que era el general en jefe de ese castillo.
Los hombres se dirigieron al palacio, las señoras a sus casas para arreglar sus negocios, y Teresa, Carmela y Mariana a la catedral, a donde dieron cita a todos para las diez en punto. El padre Anastasio marchó a la Profesa, prometiendo volver acompañado del padre Martín.
Teresa hizo una corta oración ante el altar del Divino Sacramento, y salió después con Carmela a dar una vuelta por las cercanías de la Catedral.
La plaza estaba llena de gente que se acumulaba particularmente delante del Palacio y de la Diputación. Coches pesados de camino atravesaban rápidamente llenos de gente que, huyendo del peligro próximo, salía a las haciendas y pueblos cercanos, o se retiraba al interior; cargadores con muebles y trastes se tropezaban; los traviesos chicuelos, que de cualquier cosa sacan un motivo de diversión, gritaban y seguían a los piquetes de tropa que salían y entraban al Palacio; ayudantes, con sus uniformes de gala, corrían a galope, haciendo resonar sus espadas; patrullas de caballería, pasaban lentamente y se internaban en las calles que se comunican con la Plaza Mayor; los balcones de los portales de las Flores y Mercaderes estaban llenos de gente. Se escuchó un rumor, y un hermoso batallón de guardia nacional de más de 500 plazas con su bandera tricolor flotando al viento y su música a la cabeza, tocando una marcha guerrera, salió de Palacio, y tomó la calle de la Moneda con dirección a San Lázaro. Este batallón marchaba acompañado de los amigos, las madres, esposas, queridas o hermanas de los soldados. De las mujeres, unas vestidas con esmero como para un día de campo, caminaban alegres platicando con los nacionales, otras mustias y cabizbajas seguían maquinalmente la columna, y otras sollozaban y llevaban a los ojos sus pañuelos. Los hombres, muy animados, hablaban a un tiempo, y de vez en cuando un viva a México lanzado al acaso se prolongaba por las filas del batallón y producía una conmoción eléctrica en la multitud.
Teresa no quiso prolongar más su excursión, y conmovida y con los nervios afectados sin saber si por el temor o por el entusiasmo, regresó a la Catedral.
El servicio divino había terminado; los canónigos anticiparon sus rezos de costumbre, y en las sillas antiguas del coro estaban sentados dormitando dos viejos capellanes, que no se separaban nunca del coro; aun se percibía el olor de las velas y cirios de cera que acababa de apagar el sacristán, y en el altar del Perdón salían silenciosos y metódicos como siempre, cada media hora, los padres a decir la misa como si nada pasara. Había unos cuantos fieles rezando, hincados de rodillas, algunas viejecitas junto a los pedestales de las columnas y el sacristán con su plato de plata pidiendo la limosna. La mayor parte de la gente, al oír las músicas y los toques militares de la guardia de Palacio, había salido al atrio a indagar lo que pasaba.
Esta tranquilidad en el santo templo, la frescura de su atmósfera, esa seguridad simple de las cosas divinas, calmó la agitación de Teresa, que pensaba que los acontecimientos quizá impedirían la celebración de las ceremonias nupciales, pero no sucedió así. Fueron llegando sucesivamente, y pasaron al sagrario donde de acuerdo con el cura, todo lo tenían ya dispuesto el doctor Martín y el padre Anastasio. Las pocas gentes que habían quedado en el Sagrario estaban asombradas de que en aquellos momentos de agitación y de guerra hubiese personas que pensasen en casarse. De todo hay en el mundo, y Carmela y Juan Bolao, y Elena y Joaquín, quedaron casados, y Teresa y Manuel se acercaron y estuvieron a punto de presentarse para dar las manos ante el padre Anastasio que los esperaba inmóvil y tranquilo; se acercaron, pero el sombrío presentimiento que los dos tenían, los alejó, se miraron tristemente, y disimulando su emoción se confundieron entre sus amigos y entraron en la sacristía.
—Tenemos únicamente permiso por algunas horas —dijo Valentín—, apenas el tiempo necesario para volver a la quinta y ensillar nuestros caballos. Los americanos se acercan, y según la relación de los espías que los vienen siguiendo y han entrado a la ciudad, atacarán por el Norte y se está formando en estos momentos un campamento en el Peñón Viejo, compuesto de los batallones Victoria, Hidalgo e Independencia. El general en jefe debe pasarles revista esta tarde, y tenemos que estar a su lado.
—¿Y en qué queda la comida con que yo y Josesito debemos obsequiar a los recién casados? —preguntó Teresa.
—Determinarán ustedes lo que gusten —dijo Manuel—. Nosotros no podemos prescindir del servicio, y quizá hasta la noche no se nos permitirá salir de Palacio.
—¿A qué horas podrán desprenderse un rato del servicio? —preguntó Florinda a Valentín.
—Quizá a las seis de la tarde —contestó Valentín.
—Propongo entonces una cosa —dijo Florinda—. Iremos todos a casa, allí les improvisaré un almuerzo ligero; Valentín nos instruirá de la hora en que deba pasarse la revista, asistiremos a ella, y después, reunidos, nos iremos a la quinta a celebrar a los novios. El general en jefe no será tan inhumano, y permitirá a sus ayudantes que siquiera coman en compañía de sus familias.
—Si no estamos de guardia, de seguro que podemos dormir fuera de Palacio, pero quién sabe cuáles serán las órdenes del general.
—El plan de Florinda —dijo Luis—, me parece de pronto muy bien, y yo además quiero tener el gusto de que mi casa, debido a esta casualidad, quede honrada con la presencia de mis amigos, y allí también tendré el gusto de presentarles a mi padre y de imponerles del estado que guardan sus negocios. No he perdido el tiempo, y gracias a nuestro excelente amigo el señor Doctor Martín, están a poco más o menos terminados.
De acuerdo completamente en el plan, salieron de la sacristía despedidos afectuosamente por el cura y los dos virtuosos eclesiásticos, que prometieron acompañarlos a comer si sus ocupaciones y las circunstancias de la ciudad lo permitían Manuel, Valentín y Bolao marcharon a la quinta a cambiarse ropa y regresar a caballo al Palacio. Josesito fue a su casa a revestir su brillante uniforme azul y encarnado de comandante de batallón, y Arturo a su cuartel.
Luego que llegaron a la casa de Florinda, que les presentó al padre de Luis, que salía en esos momentos, se despojaron de sus velos y mantillas, comenzaron a platicar con la mayor volubilidad, a examinar las curiosidades que contenía la casa de Florinda, ya más grande, pues Luis había tomado la vivienda limítrofe y abierto una puerta de comunicación, y pretendieron que las criadas descansarían y ellas pondrían la mesa y sazonarían el almuerzo. Hasta Apolonia, callada y un poco triste todavía, recobró su buen humor y su jovialidad jalapeña. Florinda les dejó hacer cuanto quisieron, y así pasaron un rato muy agradable y comieron poco, pero con buen apetito y del mejor humor.
Poco después de las dos de la tarde volvió Juan Bolao a caballo, seguido de sus dos rancheros de la hacienda de la Florida, que no lo abandonaban nunca, y subió a dar cuenta a la reunión de lo que ocurría.
—Los coches están en la puerta, y es necesario que no pierdan la ocasión de ver lo que nunca se volverá a repetir, y para que no crean que exagero es preciso que ustedes se convenzan personalmente. Además, Manuel, Valentín, Arturo, Luis y José estarán allí.
—¿Dónde, dónde? —preguntaron con ansiedad las muchachas.
—Pues ya lo saben, en el campamento del Peñón Viejo. Los enemigos están a la vista sin necesidad de anteojo. Si les diese la gana de atacar, ya tendríamos algo caliente. Se los anticipo, y haya lo que hubiere, no hay que asustarse. Si tienen miedo, lo mejor es no ir y volverse a la quinta. Yo estoy a las órdenes de ustedes y no me despegaré de la portezuela del coche.
—¡Miedo! —dijeron a un tiempo Florinda y Teresa—, ¿y por qué? —continuó Teresa—, si las personas a quienes amamos están allí, ¿por qué hemos de tener miedo? Tanto mejor, correremos una misma suerte, y si nos fuese permitido, como a las pobres mujeres de los soldados, acompañarlos a la guerra, allí estaría yo. Por mi parte estoy dispuesta, y ya es hora, porque el Peñón Viejo no está muy cerca. Iremos, iremos todas. Con mucho gusto y sin miedo alguno. Tenemos a Dios que nos defiende, y sobra con esto. Del Peñón nos volveremos a la quinta a celebrar con una alegre velada a los recién casados, y mañana Dios dirá. ¡Quién sabe lo que nos sucederá —añadió tristemente—, y si los que hoy estamos juntos nos volveremos a ver!
—Supongo que estará Joaquín también —preguntó Elena.
—Por supuesto —le contestó Bolao—, ningún guardia nacional faltará hoy a su puesto; no han tenido los cabos de citas mucho que hacer, y todos han ido a los cuarteles y a la formación por su propia voluntad. Conque muchachas, no hay que perder tiempo y al coche. Yo las alcanzaré en el camino.
Bolao, que ni las espuelas se había quitado, bajó las escaleras, y las muchachas, arregladas lo mejor que pudieron con el auxilio del surtido y variado guardarropa de Florinda, que había vuelto a sus costumbres de aseo y de elegancia, descendieron, y encontrando los coches listos bajo la dirección de Benito, el antiguo cochero de Aurora, que tan pronto servía en Palacio como en la quinta, montaron en ellos, y a trote largo en instantes habían pasado la garita de San Lázaro.
La calzada, de ordinario tan sola, tan árida y como si fuese un gran puente echado al través de las lagunas fangosas, estaba en esos momentos animada y hasta risueña. Lucidos equipajes, de dos y cuatro caballos o mulas; coches de alquiler caminando lenta y trabajosamente; gente de a caballo en grupos; indias con fruta; dulceros; mujeres del pueblo; un mundo curioso, entusiasmado, como si fuese a una romería, se movía con el objeto de ver el campamento de los guardias nacionales, y de abrazar a sus deudos y amigos antes que comenzase la terrible embestida de las tropas enemigas.