LAS VELADAS DE LA QUINTA
VELADA SEXTA
Al sobresalto e indecisión que se observaba en la población de México, en los momentos en que Teresa hizo su excursión en los alrededores de la suntuosa catedral, había sucedido repentinamente no sólo la más completa seguridad sino hasta el entusiasmo y la alegría. Al ver la decisión de los batallones de guardia nacional, entre los que se contaba lo más rico, noble y granado de la ciudad; al observar que los que pocos días antes se insultaban y se tiraban de balazos, estaban unidos y formados delante del enemigo; al escuchar las bandas de música militar, y confundirse con la multitud que seguía a las tropas de línea bien vestidas y con aire decidido y marcial, se creía en el triunfo seguro, en la retirada de los americanos y en un próximo tratado de paz que agenciaba quizá con el apoyo indirecto de su gobierno, una poderosa casa inglesa.
La calzada, como se ha dicho, estaba llena de gente de a pie y de a caballo, de coches, de carretones de alquiler y de carruajes particulares, y caminaba esa muchedumbre alegre y presurosa, como si se tratase de la Pascua de San Agustín de las Cuevas.
¡Qué cosa tan curiosa la gente de México! Parece cuento, pero así es.
Cuando Teresa llegó a la casi derrumbada venta de Pepe Elías Fagoaga, habitualmente tan fúnebre y desierta, se quedó asombrada del cambio mágico que se había efectuado. Flecos verdes y amarillosos de tule, entretejidos con amapolas y chícharos, colgaban de los portales y servían como de pabellón a una grande cantina surtida y vistosa, con las botellas de licor y vinos de diversos colores, con las latas de conservas y resplandecientes, con naranjas, queso y aceitunas negras, pan y bizcochos, colocados con arte y simetría en el mostrador. Un hombre con media cara negra y la otra media blanca, despachaba, y ayudaban al incesante tráfago, una mujer ya de edad pero con restos todavía de hermosura, y una muchachuela tan parecida a Carmela, que desde luego Teresa lo notó y fijó su atención en ella. El propietario de la cantina era don Mariano, el célebre y sabio filósofo de Jaumabe, acompañado por su familia, que le ayudaba.
A los diez minutos se presentó Bolao, muy contento, en su caballo retinto favorito, e hizo que siguiesen los carruajes. En lo alto de este extraño cerro, que parece pintado con sangre, estaba acampado el batallón Victoria, y había plantado su bandera, que ondeaba graciosamente, y en las suaves lomas inmediatas había materialmente una feria. Vendedores de frescas frutas de colores incitantes; mesitas con sus manteles muy limpios con cuartos de pollo asado; cantinas más modestas y pequeñas que las de don Mariano, con sus botellas de licores y sus vasos ordenados en fila; dulceros con sus cajoncitos copados de calabazates y merengues; otros con canastillos de bizcochos, muchachos con cántaros de agua fresca y mercilleros con peines, espejitos y barajas, y por la calle que habían formado estos comercios, circulaba una concurrencia, a pie y a caballo, alegre y bulliciosa, comiendo golosinas, bebiendo copas, contemplando el magnífico panorama de los altos y nevados volcanes que resplandecían con fuegos de rosa y oro, en esa tarde radiante y pura en que hasta la Mujer Blanca quería levantarse de su alta montaña para saludar y bendecir a los valientes defensores de México.
Teresa y las bellas muchachas sus compañeras, descendieron de los carruajes y pasearon largo rato por aquélla concurrida calle, donde encontraron a diversas personas conocidas, pues medio México tenía deudos o amigos entre las tropas nacionales, y parece que se habían dado cita para visitarles. No había semblantes tristes, ni funestos presagios: todos estaban alegres y de buen humor. El enemigo estaba al frente; desde el lugar en que ondeaba la bandera del batallón Victoria se podían distinguir con la vista natural los batallones azules norteamericanos, y sin embargo aquello era una fiesta.
Aunque los asuntos de la guerra absorbían la atención pública, ya se sabía en ciertos círculos los casamientos que se habían verificado en los últimos días y en la mañana misma. Los muchos amigos y amigas que tenía Bolao, y que se hallaban allí presentes, lo felicitaron por su enlace y elogiaron la gracia y gentileza de Carmela, y trataron de indagar y conocer a los otros afortunados pares. Joaquín, que reconociendo los carruajes, había descendido del Cerro para saludar a sus amigos y dar un apretón de manos a Elena, fue objeto también de cumplimientos y plácemes de parte de sus conocidos, y Teresa, a quien igualmente colmaron de elogios, le repitieron que debía estar orgullosa de haber dado su mano a un oficial tan bien parecido y tan valiente como Manuel, que se había portado como un héroe en Cerro Gordo, y salvado la vida del general Santa Anna.
Teresa, por la primera vez de su vida, tuvo que mentir y recibir, sin dar a conocer su emoción, las felicitaciones por su enlace con el capitán. Un grupo de oficiales resplandeciente, con sus uniformes azules y encarnados, con galones de plata y oro, sus sables de acero y sus sombreros con plumas y la cocarda tricolor, a cuya cabeza venía el general Santa Anna, llamaron la atención de los que rodeaban a Teresa; cesaron los elogios, las preguntas y las indagaciones, y casi sin despedida se dispersaron y perdieron entre la multitud. Al lado del general Santa Anna estaban don Antonio Haro y Tamariz, el venerable general Herrera, y Manuel y Valentín, que saludaron con la espada y desaparecieron al instante entre una nube de polvo.
Santa Anna, con su comitiva que se aumentaba cada vez más, recorrió la línea, pasó revista a los batallones, les dijo algunas palabras y fue vitoreado con entusiasmo.
Bolao propuso a las señoras que volviesen a la cantina de don Mariano, donde encontrarían hasta sillas en que sentarse, y donde no dejarían de concurrir Manuel, Arturo y Valentín, desde el momento que pudieran darse una escapada. Lo hicieron en efecto así; el cantinero improvisó un estrado con sillas de tule y petates limpios, y se formó allí la tertulia. La viuda y su hija dejaron por un momento el activo despacho, pues no cesaba la cantina de vender al precio que pedía los licores, el pan y cuanto tenía, y se acercaron para hacer la corte y cumplimentar a las ricas damas. No tardaron en llegar Manuel y Valentín, que se habían apartado del jefe mientras hablaba con los generales Tornel y Herrera, y en seguida Arturo y Joaquín, que habían reconocido el carruaje.
Jamás nuestros amigos de la quinta habían tenido reunión más alegre. La tarde continuaba clara, y el calor se había modificado con un viento fresco y saturado de humedad que venía de los lagos, y el filósofo de Jaumabe, muy obsequioso, hizo circular unas copitas de un licor aromático, propio para abrir el apetito. Teresa estaba como nunca de contenta. El haber tenido valor de afrontar la crítica de sus mismos amigos al no casarse como pudo haberlo hecho en la mañana con Manuel, la tranquilizaba. Había cumplido con un deber salvándole la vida y aseguraba su futura felicidad, aplazando su unión para tiempos más tranquilos y quizá no lejanos. Manuel estaba también afable y contento, porque tenía las mismas ideas y creía también que con haber sido en la mañana bastante enérgico para rehusar la mano de Teresa, con que le brindaba modestamente con los ojos el padre Anastasio, había cumplido con un deber salvando a Teresa de una desgracia próxima, y esperando firmemente que, pasada la tormenta, tendrían tiempo para gozar sin zozobra de una felicidad tras la cual, como una sombra mágica, habían corrido tantos años sin poderla alcanzar.
Cuando Manuel descendió del caballo y se acercó a Teresa, que se había levantado de su silla para recibirlo, cambiaron una mirada y se comprendieron sin más explicación.
—Fíjate —le dijo Teresa a Manuel—, en la hija de la viuda, que es hoy mujer del cantinero, y es idéntica a Carmela, aunque me parece de más edad.
—Pues que has hecho el descubrimiento, te diré el secreto. Esa muchacha es también hija de Valentín.
—¡Qué hombres! —exclamó Teresa algo indignada—. No hay que fiar del mejor de ustedes. Tú quizás eres una excepción —añadió para no disgustar a Manuel.
—Te iba ya a reñir —le dijo Manuel cariñosamente—. Es un secreto que me confió Valentín. Su testamento lo hizo en borrador Luis, y yo y él fuimos testigos ante el escribano. Tuvo relaciones con la que se ha dicho viuda y antigua maestra de escuela. Todo es falso, y así ha pasado y así lo hemos creído cuantos hemos sabido las extrañas aventuras que han ocurrido después. Valentín tuvo mucho tiempo amores con esa persona, pero cuando vio a Mariana perdió la chaveta. Historias de militares que andamos hoy aquí y mañana allá, y en todas partes hay comadres y amigas y muchachas que se salen de misa por ver el uniforme encarnado. Valentín era joven, alegre, rico, pues la carrera de las armas la sigue por inclinación. Es dueño de una magnífica hacienda en Río Verde y de la casa en que te alojaste en Tampico. Ya te contaré despacio la historia; de pronto es menester que sepas que sí Valentín tiene una desgracia te encarga en su última voluntad que recojas a su hija, pues no quiere dejarla más viviendo con don Mariano, que es un hombre descreído y en verdad repugnante y ordinario.
—¿Y Mariana, sabe algo de esto? —preguntó Teresa.
—Ni una palabra. Con el tiempo Juan Bolao, a quien será necesario confiar el secreto más adelante, se encargará de hacer saber a Carmela que tiene una hermana, y a Mariana que tuvo una antecesora.
Como la revista militar había terminado y el general Santa Anna estaba en gran conversación y contando, como de costumbre, sus campañas en medio de un círculo de generales y coroneles, se mandó tocar a dispersión, quedando sólo una gran guardia sobre las armas; los soldados nacionales y algunos de línea y los músicos comenzaron a bajar del cerro, acudiendo en tropel a la cantina de don Mariano a tomar refrescos. Esto interrumpió el diálogo entre Teresa y Manuel.
Se presentó abriéndose paso con garbo una mujer de alguna edad, pero con chapas de color pintadas en sus enjutas mejillas, un vestido de seda azul claro y un tápalo de china amarillo, bordado de verde. Se colgaba del brazo de un músico de extraordinaria panza, que cargaba con trabajo un enorme serpentón de latón con tamaña boca abierta pintada de encarnado.
—Vaya, don Marianito, mi alma —dijo acercándose al cantinero—; nos hará usted favor de una botella de cerveza.
—Supongo, doña Ventura, que ahora me las pagará usted todas juntas. Van quince botellas.
—Y como que sí, mi alma —contestó nuestra antigua conocida doña Venturita—, mi marido, como es de la música del batallón Victoria, y desde el coronel hasta el último soldado son ricos, le pagan muy bien, que cuando estaba con los de Morelia nos mataban de hambre.
El músico, en efecto, metió la mano a la bolsa, hizo sonar muchos pesos y pagó las quince botellas que debía a don Mariano.
Un grupo de esa gente de a caballo con sus sombreros y sillas llenas de plata, su reata en los tientos y sus pistolas en la anquera, se acercó poco a poco y en orden. Montaban buenos y ligeros caballos, y estaban seguidos por algunas mujeres con sus pañuelos de seda encarnados en el cuello, su rebozo atravesado y sus anchos y lujosos sombreros jaranos. Pidieron pan, queso y refino, y se pusieron ladeados en la silla de sus caballos, a comer y beber muy contentos, sirviendo a las mujeres con mucha atención y preguntándoles si querían alguna cosa más de las muchas que había en la cantina.
—Te me habías perdido ya, Culebrita —dijo don Mariano al que parecía ser el capitán de esos rancheros—. ¿Qué te había sucedido? No sé cuantos meses hacía que no asomabas las narices por México.
—¿Qué quiere, amigo don Mariano? teníamos un poco de quehacer en el monte, y ahora mucho más con la venida de estos gringos; pero no nos ha ido mal.
Culebrita metió mano al bolsillo y sacó un puñado de águilas de oro americanas.
—El demonio que un día u otro ha de cargar contigo cuando te falte la fortuna. En un día ganas tú más que yo en un año quebrándome el espinazo con este maldito negocio de la cantina. ¿Cómo te has habilitado de ese oro?
—Pus allá el amo don Rafael, el gobernador de Puebla, nos metió el hombro. Somos soldados del capitán don Eulalio, pero nos fingimos que éramos de la contraguerrilla de ese C… de traidor Domínguez, y nos hemos venido con ellos, y ya al llegar al valle nos apartamos diz que para buscar forrajes para la caballería, y así como así, nos hicimos de una taleguilla de estas amarillas que traía en una mula un pagador. ¿Qué quiere don Mariano? es menester buscarnos la vida como Dios manda, y al último vale más que nos pague el yanquee que no el general que no tiene ni para él, pero deme otro par de botellas del refino, que el Ahualulco, el Diablo y las muchachas tienen mucha sed.
—¿Cómo? —dijo don Mariano dándole las botellas—, ¿aquí están también Pancha la Amapola y Rita y los demás?
—Toditos juntos, ya lo sabe don Mariano; siempre compas hasta el joyo; sólo ese tonto de Juan el Atrevido se metió a caviloso, y ya se acuerda, tuve que abujerarlo, y de veras que me pesa todavía, porque era cabal como nadie. Ya tendrían mucho que hacer con él estos gringos.
Pancha y Rita se aceicarón a pedir un vaso de agua fresca que don Mariano tenía en una olla de barro de Guadalajara, y que vendía con un terrón de azúcar a real el vaso. Estaban renegridas con el sol y el polvo, pues habían andado en la campaña con sus amigos y les habían ayudado entreteniendo con zalamerías al pagador yanqui, mientras habían espantado la mula al monte, y en un abrir y cerrar de ojos habían vaciado la valija de cuero y ganado por las barrancas, descendiendo al valle, tres horas antes que el ejército enemigo.
Manuel y Teresa, recargados y medio ocultos en un pilaron del portal, escuchaban con interés esta conversación.
Gritos chillones, acompañados de un diluvio de desvergüenza, llamaron la atención de Teresa y de la demás concurrencia. Era doña Venturita, a quien le había dado un colazo en los ojos el caballo de Culebrita, y tirado un vaso de limonada que tenía en la mano. El músico barrigón quiso tomar la defensa, pero recibió un buen cuartazo, y mal lo hubieran pasado sin la intervención de Manuel, que fue reconocido desde luego por Ojo de Pájaro que venía entre los guerrilleros. Se apeó de un brinco y se arrojó a los brazos de Manuel, que no rehusó esta franca aunque poco respetuosa muestra de cariño.
—¡Mi capitán! Bendito Dios y la Virgen que lo veo, pos me dijeron… vaya me dijeron que lo habían matado en Cerro Gordo por salvar al general —y Ojo de Pájaro estrechó otra vez a Manuel—. ¡Muchachos acá! —gritó dirigiéndose a sus compañeros—, vengan a saludar a mi capitán, ya les he dicho quién es, completo como no hay otro en la tierra.
Los guerrilleros saltaron del caballo, se quitaron los sombreros, besaron la mano de Manuel, y después la tomaron entre sus dos manotas callosas y de gruesos dedos, y se la sacudieron.
Teresa estaba como loca de gusto de ver esta escena, toda de sinceridad y de cariño, de esa gente ruda que daba y recibía la muerte con la más completa frialdad e indiferencia. Manuel, les dijo algo que les llegó al corazón, se retiraron limpiándose los ojos con las mangas de sus cotonas de gamuza y volvieron a montar en sus ligeros y lustrosos caballos.
Apenas había pasado esta escena, cuando se divisó por la calzada un caballero montado en un grande y soberbio alazán que abría sus narices arrojando humo y volvía con garbo la cabeza de uno y otro lado mirando el campamento, y las fruterías, y las cantinas, y la tumultuosa concurrencia, como si fuese un ser racional. El caballero vestía una sencilla blusa azul, pantalón blanco de casimir ajustado, bota fuerte y una cachucha encarnada con dos galones angostos de oro. La silla era inglesa; por toda arma traía en la mano derecha un primoroso fuete de seda y plata. Pálido con grandes ojos chispeantes y barba muy cuidadosamente cortada, su aspecto llamaba la atención, causaba respeto y tal vez miedo.
—¡Lo dije, lo dije, ya lo sabían! —gritó Josesito levantándose de un brinco de un banquillo donde había estado comiendo un sandwich que él mismo había confeccionado—. Ya les había dicho que Rugiero andaba entre los americanos.
Y Rugiero llegó al mismo tiempo quitándose la cachucha y saludando graciosamente a sus amigos.
—Sabía que los había de encontrar aquí. El capitán es más bien un trozo de un imán que atrae a cuantos le rodean. Venga esa mano, Arturo, y no hay que apurarse por la monjita. Está ya buena, perfectamente buena, y lo que es necesario es conquistarla de nuevo, pero me parece más difícil esta conquista que la que quieren hacer de México estos salvajes yanquees; y usted, Teresa, mi buena y respetable Teresa, qué bella, qué lozana encuentro a usted desde que Lucifer cargó con ese santo de don Pedro; ¿y qué digo de la simpática jalapeña que tal vez no se acordará ya de mí? la veo más fresca desde que don Francisco hizo el gran viaje; ¿y mis buenas amigas Elena y Margarita, y la sin par Florinda?… vaya, si los yanquees viniesen a esta vieja venta que está bamboleándose como su dueño Pepe Elías, tendría que tirar al suelo los rifles del Mississipi e hincarse de rodillas ante las primeras bellezas del suelo mexicano.
Y Rugiero, seductor, haciendo expresivas y naturales genuflexiones, sonreía a todos y estrechaba delicadamente las suaves y blancas manos que le tendían inconscientemente las muchachas.
—No he olvidado ni a José, ni a la seductora Celestina, de quien siempre he estado perdidamente enamorado, pero Josesito no se encelará, porque el diablo es una pobre y ridícula persona que no puede tener amores. Su misión eterna es pelear con San Miguel.
Rugiero estrechó tanto la mano de Josesito, que no pudo ya aguantar, levantó un pie y dio un quejido. Rugiero sonrió y continuó hablando sin que nadie se atreviese a interrumpirle. Los guerrilleros, que se habían quedado como pasmados desde el momento que llegó el caballero del soberbio alazán, como que recobraron sus movimientos, se acomodaron en sus plateadas sillas y se retiraron lentamente por la calzada. Un negrillo vestido de encarnado, y que montaba un caballo pequeñito, tenía por la brida el caballo de Rugiero, que se había apeado sin que nadie supiese cómo ni lo advirtiese, sino cuando correspondían a sus apretones de manos.
—Estoy seguro —continuó Rugiero—, que mis amigos aquí presentes, incluyendo a las hermosas damas, creen dos cosas: primera, que yo soy el diablo, y segunda, que vengo como decidido partidario de los norteamericanos.
Los circunstantes se quedaron callados; efectivamente, eso pensaban, pero no se atrevieron a confesarlo.
—Veo que no quieren decir lo que sienten y lo agradezco, porque esa es una muestra de su finísima educación, y por esta misma razón debo explicarme. Soy amigo íntimo del general Worth y del capitán Grant. Los conocí en el colegio de West Point. A Scott no lo quiero, es un viejo testarudo y orgulloso, y ya verá lo que le va a suceder. Grant es excelente, y desde que ha pisado México, le ha encantado el país. Como supe oportunamente la llegada de la escuadra y que venían mis dos amigos, fui a recibirlos. Traté de impedir el bombardeo, pero no hubo remedio, el viejo Scott se empeñó en hacer la guerra a los edificios. Ya ven ustedes que nada tiene esto de extraordinario. Desde que despaché a mi pobre don Pedro, he andado en viajes en Jalapa, donde supe que Apolonia estaba para casarse; en Orizaba, donde vi al general Santa Anna abatido y derrotado, y después me vine acompañando a Worth, y como está decidido a hacer una guerra terrible a los mexicanos, pero muy inclinado a hacer la paz, he querido hacer un servicio valiéndome de la amistad que tengo con el general Santa Anna desde que contribuí a sacarlo de su cautividad en San Jacinto. Con que ven ustedes que no soy ni el diablo ni el aliado de los enemigos de México.
Habló Rugiero con tal sencillez y con tal acento de verdad, que todos desecharon sus siniestros pensamientos y dudas, y espontáneamente volvieron a estrechar la mano de Rugiero, y entre chanzas y generalidades se pasó otro rato.
—Bien, muy bien —dijo Rugiero montando sin tomar el estribo, su alto alazán—, he tenido un momento de expansión con mis amigos, y sigo con el negocio que ya saben. No sería malo reservarlo, pero estoy casi seguro que no se disparará un balazo. Voy a Palacio antes que llegue el general en jefe, para lograr hablarle a solas. Hasta más ver. (Rugiero nunca decía Adiós.)
Y levantando el fuete, el alazán voló, y en seguida el negrillo en su diminuto caballo, y una nube de polvo envolvió las dos singulares y extrañas figuras.