XXI. El último casamiento

La zozobra y la fatiga del espíritu habían vencido a las bellas damas de la quinta, y quedaron adormecidas en los sofás y reclinadas unas sobre otras. Carmela, sosteniendo en su seno el pálido busto de Teresa, y Celestina, como acariciando en su voluptuoso regazo, a la llorosa y afligida Apolonia. Mariana, siempre respetuosa, se había retirado de puntillas a recostar a una pieza inmediata. La calzada estaba relativamente tranquila. Algunos indios cargados con sacas de carbón trotaban más que de costumbre, procurando llegar lo más pronto posible a la capital, y los atajos de burros, tan lentos y tan arreados, parecían huir de algún peligro cercano, seguidos de sus dueños que no cesaban de menudearles palos en las ancas; varios soldados de caballería, a pie y sin armas, como que buscaban donde ocultarse. Juan Bolao, dio un vistazo desde el mirador, observó con el anteojo líneas azules de tropas americanas, y grupos numerosos de tropas vestidas de diversos colores, pero parecían confundidas unas con otras. Una que otra humareda indicaba el disparo de un fusil, pero la artillería callaba. ¿Se había hecho la paz o en ese momento se libraba una nueva batalla?

Como el día precedente, aprovechó el sueño de las señoras y salió a caballo seguido de sus criados, resuelto a hacer una exploración más prolija que la anterior, y decidido a buscar a Rugiero, que era el que mejor podía informarle del estado de las cosas.

A la confianza y alegría de los habitantes de México en los días anteriores, había sucedido el pavor y el pánico. Las calles estaban llenas de gentes despavoridas que corrían de un lado a otro sin saber qué hacer e indagando noticias que cada vez eran más funestas; mujeres con canastillas, acudían a las garitas y cuarteles a llevar algún alimento a sus deudos; otras llorando, corrían a informarse si habían sido matados sus hijos, o maridos; cargadores con muebles atravesaban las plazas, pues los que podían cambiaban de casa y pasaban a otro barrio que se figuraban no sería atacado; las tiendas se cerraban; a las panaderías acudía la gente en tropel, creyendo que el día siguiente o no se amasaría pan o no sería posible salir a comprarlo; las fruteras y recauderas se habían ocultado quién sabe dónde, y la plaza del mercado estaba desprovista y las cocineras de casas grandes pagando a peso de oro las pocas legumbres y frutas que quedaban. La derrota de Padierna, el cañoneo que se había escuchado, la entrada desordenada de los derrotados y la retirada de las fuerzas de San Ángel, cuya vanguardia despachada por Valentín había ya tomado sus cuarteles y ocupado el Palacio, habían llenado de consternación a los habitantes que esperaban por momentos ver ya en las calles a las legiones de aventureros entregándose al pillaje y a toda clase de excesos. Bolao dio vueltas por diversas calles; en todas, poco más o menos, observó con cierto dolor y miedo el triste espectáculo que presenta una población numerosa que va a ser tomada a sangre y fuego.

Antes de salir de la garita quiso tener noticias de Florinda y de su marido, y se dirigió a la casa. Dejó el caballo en el patio y sin quitarse las espuelas subió de dos en dos los escalones. Encontró a Florinda en la mayor aflicción, que trataba de disimular, haciéndose fuerte y superior a la fatal situación en que se encontraba. Luis su marido, estaba gravemente enfermo de pulmonía. El médico de la casa se había marchado a Toluca huyendo del peligro; la botica cercana cerrada, y los criados, que habían ido a buscar otro médico y un cáustico hacía como dos horas, aun no regresaban. Bolao entró al cuarto de Luis, que, presa de una alta calentura, apenas lo reconoció, ofreció a Florinda buscar y enviarle a un médico de los muchos que conocía, y al salir encontró a Elena y a Margarita que subían la escalera precipitadamente, llorando y seguidas de una criada. Las tres venían cargadas de bultos y petacas pequeñas.

La casa que habitaban las poblanas, estaba en la calle recta de la garita por donde les dijeron deberían entrar los enemigos, y en efecto, se habían hecho en la noche, por orden del cuartel maestre, fosos y fortificaciones, y una pieza de artillería estaba ya situada a poca distancia de la puerta de su casa. A toda prisa habían recogido sus alhajas y la ropa más indispensable, y dejado su habitación al cuidado de la costurera. No teniendo otra parte donde refugiarse, ni pudiendo marchar a Puebla, habían ido a dar a la casa de Florinda. Les habían dicho que Joaquín estaba herido de gravedad, y no sabían tampoco ni cómo, verlo, ni cómo auxiliarlo, y querían al mismo tiempo que Florinda las aconsejase lo que deberían hacer.

No obstante el cuidado que le llegaba al alma, pues adoraba a su marido, recibió con la sonrisa en los labios a sus amigas, procuró tranquilizarlas y las introdujo a un departamento de la casa donde podían descansar y acomodar la multitud de baratijas que traían, y corrió al lado de Luis, que tosía con el trabajo y dolores que acompañan a la traidora enfermedad del pulmón.

Bolao, sin despedirse, bajó, montó a caballo y en un galope estuvo en la botica del puente del Espíritu Santo, donde afortunadamente había una tertulia de ociosos y ricos que estaban comentando los sucesos, y haciendo conjeturas, sin manifestarse muy asustados ni interesados en la cuestión. Algunos opinaban que era mejor que Santa Anna fuese definitivamente derrotado y que se quitase de enmedio, para que se pudiese hacer la paz, sin disputar ya más por terrenos desiertos que para nada servían a México, y de los cuales ningún partido sacaría; en una palabra, la mayor parte de esos tertulianos eran ayancados, pero Bolao no se fijó, pues lo que en ese momento le importaba era encontrar un médico, y en vez de uno había cuatro o cinco en la botica. Habló con el que tenía más confianza, le contó el caso y lo comprometió a que en el acto fuese a la casa de Florinda, provisto de cáusticos y de las demás medicinas propias para la enfermedad de que adolecía Luis.

El doctor partió por un lado, y Bolao por el otro, y algunos minutos después, galopaba por la calzada de San Ángel, donde encontró al centro de la división, que más bien parece que corría que no que se retiraba. Manuel furioso y terrible, con espada en mano, contenía el desorden, y unido a los jefes de los cuerpos que hablaron enérgicamente a los soldados, lograron que la marcha fuese ordenada, y que se recogiesen algunos carros de parque que se dejaban abandonados obstruyendo la calzada.

Establecida con alguna regularidad la marcha de la brigada, Manuel y Bolao retrocedieron, con dirección a Coyoacán, donde debería hallarse el general Santa Anna, al que encontraron, en efecto, sereno, caminando despacio y resuelto a que con las tropas que había en la ciudad y los cinco mil hombres de su división, organizar la defensa en las garitas, en las calles, en las casas y no capitular ni hacer la paz con los infames yanquees, los cuales venían materialmente picándole la retaguardia y se escuchaba la fusilería de los mexicanos que estaban apostados en San Antonio y Zotepinco sosteniendo la retirada.

El general en jefe abrevió el paso de su buen caballo blanco que montaba, y en pocos minutos se halló en el pequeño y humilde pueblecillo de Churubusco.

El coronel Peñuñuri, que guarnecía la iglesia y torre de Coyoacán, donde había sido colocado en observación, se retiró temiendo ser cortado por el enemigo que estaba muy cerca, y el general Anaya, que había salido con una escolta a efectuar un reconocimiento, regresaba al centro de las pasajeras fortificaciones que se habían improvisado frente al convento.

El general Santa Anna, furioso, no pensaba más que en fusilar a Valencia, al que acusaba como único responsable de la horrorosa catástrofe de Padierna.

Los tiros de fusil se oían ya muy cercanos, y parvadas de indios, hombres, mujeres y muchachos, huían despavoridos por todas direcciones.

El general en jefe, de la manera más terminante y más formal, ordenó al general Anaya que defendiera el fuerte de Churubusco y contuviera al enemigo, aunque perecieran todos, con tal que acabase de efectuar su retirada el ejército, y entrase en la ciudad.

—Se hará así —contestó el general Anaya—, aunque no tenemos más que una pieza de a cuatro y muy escaso parque.

—Mi ayudante el general Valentín viene a la cabeza de la columna, y cuando pase por el puente, no tienen más que decirle una palabra.

El general Santa Anna siguió su marcha, paso a paso, y Manuel a su lado, y el general Anaya, con la misma calma, regresó a su fortificación, dio las órdenes convenientes y se dispuso a rechazar al enemigo, que ya estaba, como quien dice, a la vista.

Luego que Arturo y don Mariano el filósofo vieron a Bolao, que siguió al general Anaya, fueron a saludarlo y a inquirir noticias de la ciudad y de las personas que les interesaban, pero no hubo tiempo de decirles mucho, pues se oían disparos de fusilería y la retaguardia de la división mexicana se precipitaba en el puente y pasaba a la vista del convento.

—Sólo el diablo —dijo Arturo—, puede hacerlo peor que este Santa Anna. ¡Retirarse con cinco mil hombres que están pasando por nuestros bigotes, y dejarnos aquí aislados para que nos fusilen los yanquees, que en número de tres o cuatro mil hombres van a caer sobre 600 guardias nacionales, que apenas saben manejar el fusil! Parece más bien una venganza o una gran infamia, pero este general Anaya parece de cartón. Un sólo músculo no se altera de su cara de pambazo. Es un verdadero héroe, y por lo que a mí toca personalmente, lo mismo me da una cosa que otra —(era su refrán)—, pero hay aquí soldados cargados de familia, infelices que quizá en estos momentos no tienen sus hijos una taza de atole.

—Muy bien dicho —interrumpió don Mariano—; de la misma manera pienso yo. Creí que éste era un campamento pasajero como el del Peñón, y que se nos mandaría retirar, dejando aquí una corta guarnición de tropas de línea para que al acercarse el enemigo se dispersase en tiradores, y diese el aviso al grueso de las tropas que deben resistir en la garita y después en la ciudad, pero qué chasco me he llevado. No puedo abandonar mi cantina, ni el general me permite levantarla. Dice que todos los que estamos aquí hemos de perecer. ¡Qué injusticia! Señor Bolao. Si usted se empeñara, no sólo me salvaría a mí, a mi pobre mujer y esa criatura tan linda que no tiene más apoyo que nosotros.

Bolao le iba a contestar cualquiera cosa, o al menos a animarlo, porque el cuitado don Mariano estaba tan conmovido, que en el lado blanco de su cara se le veía el ojo húmedo y próxima a rodar una lágrima por su empolvada mejilla, pero no hubo tiempo de decirle, ni una palabra, porque Arturo gritó fuertemente:

—¡Valentín! ¡Valentín!

Y en efecto, Valentín, en su arrogante caballo, con su espada en la mano y su voz estridente, regularizaba la marcha de la brigada de retaguardia.

—¡Un momento por acá, Valentín! —repitió.

—¡Te necesitamos! —le gritó Bolao.

Valentín ordenó que siguiese la marcha de la tropa, y enderezó su caballo hacia donde divisó a sus amigos.

—¿Creían que pasaría por aquí sin detenerme? Imposible. ¿Cómo no había de saludar a los valientes que se sacrifican por nosotros?

—El general en jefe —le dijo Bolao—, ordenó que se te pidiera a ti artillería y parque.

—Y aunque no lo hubiera dicho —contestó Valentín—. Voy a dejarles una buena batería de artillería y un carro de parque. Ven conmigo, Juan, y tú mismo la conducirás aquí.

Valentín y Juan galoparon por entre las filas de los soldados que marchaban, y a poco regresó Bolao conduciendo cinco piezas de artillería con su dotación de artilleros, y un carro de parque con sus soldados trenistas, y tres camillas con tres practicantes y sus enfermeros. Fue recibido con vivas este refuerzo, y el general Anaya mandó situar las piezas en los puntos que juzgó convenientes. Valentín saludó con la espada a sus amigos del fuerte, y continuó dirigiendo la marcha de su tropa, cuya masa informe y abigarrada se perdió entre nubes de polvo que levantaba la infantería, la caballería, los indígenas que huían y la turba gritona de mujeres que seguían a la división, y a las que no se había dejado antes pasar.

Culebrita, con su guerrilla compuesta ya de cosa de veinte hombres, y acompañado como siempre de Pancha y sus amigas montadas en briosos caballos y luciendo sus jorongos y sus chaquetas de plata, cerraban la marcha.

Se oían de nuevo disparos lejanos. Eran los descarriados y fugitivos que quemaban su último cartucho, tiraban el arma, se quitaban el uniforme y corrían a ocultarse entre las milpas.

Una hora después, se descubre ya una brigada norteamericana que ataca el puente de Churubusco. El general Santa Anna, que no estaba aun lejos, vuelve con su Estado Mayor a galope, manda despejar el paso obstruido por dos carros de municiones abandonados, y resistir a la columna enemiga. Los restos de piquetes y regimientos de tropas de línea que se retiraban de San Antonio, mandados por el general Bravo, se reorganizan a la voz enérgica de su jefe, hacen resistencia y contiene la marcha rápida de la caballería enemiga, pero a pocos momentos se desbandan por diversos rumbos, y son perseguidos por los dragones que, montados en los altísimos caballos, los alcanzan y acuchillan. El general Santa Anna aprovecha esta confusión para seguir velozmente su camino y entrar en la ciudad. Los restos desordenados de la retaguardia, que en vano quiso organizar Valentín, llegan a la garita revueltos con soldados americanos que no habían podido contener sus caballos y son hechos prisioneros o muertos.

Libre ya el puente, la brigada americana, al mando del general Twiggs, se reorganizó, volvieron la mayor parte de los dragones ocupados de acuchillar a los fugitivos, y aquella masa compacta y decidida se dispuso a caer como una terrible máquina de fierro sobre el convento, decidida, al parecer, a destruirlo hasta sus cimientos.

Lentamente, lentamente, pero avanzaba en orden dividiéndose en dos columnas, una para atacar por el frente y otra por el flanco que no estaba fortificado.

El general Anaya, que con Arturo, a quien distinguía mucho, había estado en las bóvedas observando con el anteojo, descendió a la explanada y mandó tocar al corneta enemigo por el frente, y después un punto de atención.

Hubo un momento de silencio solemne. Los guardias nacionales, los piquetes, de los regimientos y las compañías de San Patricio con que había reforzado el punto el general Valentín por orden de su jefe, se colocaron con las armas cargadas y al hombro en los puestos que tenían ya designados, y esperaban las órdenes.

—¡Atención! —gritó con voz entera el general Anaya.

El silencio fue más completo. Los defensores no se atrevían a respirar.

—¡Atención! —volvió a decir.

El enemigo avanza lentamente, pero avanza. No pasará media hora sin que esté a tiro de fusil.

Los diablos nos llevarán; pero tenemos que estar aquí sin retroceder ni un pie, aquí hemos de morir o rechazar al enemigo. Ésa es la orden, y así se debe cumplir.

No hay que tirar ni que gastar la pólvora, que poca tenemos. Cuando el enemigo esté a veinte pasos, entonces fuego con la fusilería y con los cañones cargados con metralla. Entre tanto, quietos, aunque el enemigo rompa el fuego.

Don Mariano el filósofo, cuando oyó esta arenga dicha con voz decisiva e imperiosa, se fue deslizando para salir del recinto fortificado. El miedo se había apoderado de él. y decidido a abandonar su cantina, lo que quería era la libertad, el campo para correr y librarse de la muerte, y se imaginó que podría llegar a una milpa, o a la casa donde estaba el hospital de sangre, antes de que se rompiesen los fuegos, pero el general Anaya que lo observó, dijo:

—Nadie sale de la fortificación sin mi permiso, y antes bien prevengo a usted que esté a mi lado con cántaras de agua fresca y algunas botellas. Ya verá usted que habrá dentro de una hora mucho calor, y es menester que el soldado, y sobre todo los heridos, se refresquen la garganta. Conque a obedecer y pronto.

No hubo remedio. Don Mariano el cantinero, que se había colocado en un ángulo del convento, al abrigo, a su parecer, del peligro de las balas, volvió con unas cántaras llenas de agua fresca, algunas botellas y vasos, y se situó cerca del comandante de la fortaleza.

—Ese pícaro músico, que no ha sido toda su vida más que un cobarde sin vergüenza, ya se escapó —continuó diciendo el general Anaya que lo divisó.

Doña Venturita, que lo esperaba, fue observada también con su vestido azul celeste y su tápalo amarillo. Los dos entraron precipitadamente en una espesa milpa.

Juan Bolao había dejado sus caballos y criados en el patio del convento, y como estaba al lado del general Anaya, cuando pasó lo del cantinero y del músico, tuvo que quedarse y permanecer firme, antes que ponerse en ridículo.

Los americanos siguieron avanzando lentamente en columna cerrada, sin tirar un tiro. Arturo, por orden del general Anaya, subió con el anteojo a observar.

De llegar tenía el enemigo, y llegó sin disparar sus armas, creyendo que, dispersada la tropa mexicana y metida en la ciudad, el puñado aislado de defensores harían muy poca o ninguna resistencia.

Avanzaron a veinte pasos. Un oficial a caballo, con su escolta, se adelantaba hasta la fortificación como para recibirla.

Un estruendo terrible sé escuchó, y una nube de humo cubrió momentáneamente el fuerte y el campo.

Los mexicanos hicieron fuego con sus fusiles a quemaropa, y dos piezas cargadas con metralla, habían barrido con la columna enemiga. El humo se disipó, y durante diez minutos la estupefacción se apoderó de ambos combatientes. Los americanos no esperaban tan formidable descarga, y estaban en completa desorden, y los mexicanos, por su parte, no querían creer el efecto tan terrible que habían hecho en la columna enemiga.

La reacción no dilató; gritos feroces y lamentos de los heridos, fueron dominados con la voz de mando de los oficiales. La ambulancia recogió cuantos lastimados pudo, se organizaron dos columnas, y vigorosamente, aturdiendo el aire con hurras y juramentos, se lanzaron impetuosamente sobre el convento.

Los guardias nacionales y tropa habían tenido tiempo de cargar sus armas y las piezas de artillería, y recibieron con otras descargas a los soldados azules. Tres o cuatro veces se renovaron los asaltos por el frente y el flanco, y hubo prodigios de valor en ambas fuerzas, pero al fin los americanos se retiraron en desorden rumbo a San Antonio. Un grito unánime e incomprensible de victoria lanzado por los guardias nacionales, llegó hasta la modesta casita del hospital de sangre, e hizo estremecer el corazón de las Hermanas, y aun el mismo doctor Guijarro, tan indiferente y tan acostumbrado a estas peripecias, no dejó de afectarse.

El general Anaya, montado a caballo, había dirigido la acción. Notando que un pelotón de americanos volvía furioso para asaltar el parapeto, se bajó, apuntó y dio él mismo fuego a la pieza. Las chispas del estopín se comunicaron a un repuesto de parque, y un traquido horroroso llenó de pavor a los enemigos, que huyeron, y a los defensores, que no se daban cuenta de lo que había pasado.

Cuatro de los soldados que distribuían el parque, estaban tendidos muertos; el mismo general Anaya, quemado en un costado; Bolao, que se hallaba a más distancia, con salpiques de pólvora en la cara y en las manos, y don Mariano, que en ese momento servía un vaso de agua al comandante, resultó con la mitad blanca de su cara, completamente negra, y él, tirado en el suelo con sus vasos y cantimploras hechas trizas. Se retiraron a los soldados muertos; lo de Bolao no era cosa, y don Mariano, vuelto en sí del susto, fue llevado por su pie al interior del convento, donde los muchachos practicantes le hicieron la primera curación. El general Anaya fue curado en su mismo puesto, que no quiso abandonar, y continuó mandando en el frente.

La retirada de los enemigos no fue definitiva. El general Worth, el mas intrépido y decidido de los oficiales americanos, venía ya con su brigada en marcha. Descansa un momento, se reorganiza la del general Twiggs, y ambos generales emprenden su marcha decididos a asaltar y vencer a la fortaleza.

Los defensores se reorganizan también, retiran a los muertos, atienden en el interior del convento a los heridos, cargan sus piezas, distribuyen sus fuerzas, les dan la última dotación de parque que tenían y se deciden a quemar el último cartucho antes de rendirse.

Bolao, que recuerda los deberes que tenía que llenar cerca de Teresa, contento, aunque no era soldado, de haber servido de algo y de haber disparado sus pistolas contra los enemigos, aprovecha estos momentos de suspensión y en que los americanos están relativamente lejos, y se retira con permiso del general Anaya.

Como a un puerto de salvación, llegó a la modesta casa en cuya azotea flameaba con el viento la bandera blanca de la ambulancia. Las demás casas del pueblo estaban abiertas, abandonadas y vacías. Los moradores habían huido precipitadamente a la primera embestida de las tropas americanas. En aquel asilo de paz se encontraban Celeste y sus piadosas compañeras, el padre Anastasio, el doctor Guijarro y cuatro soldados de la ambulancia. El carro estaba abrigado al costado de la casa, y las mulas habían sido metidas en un corral, donde se encontró algún rastrojo y un poco de maíz.

Bolao se admiró de la tranquilidad y orden que reinaba en el pequeño hospital, y del nimio cuidado que se había tenido, hasta el punto de haber procurado forraje para los animales. El hospital había recibido algunas balas de fusil, ya de los americanos, ya de las malas punterías de los mexicanos que se defendían en la retirada, pero ninguna desgracia había ocurrido, y la bandera blanca de misericordia y de paz había sido respetada, tanto de las fuerzas mexicanas que se replegaban, como de los americanos que atacaban. El único peligro verdadero, era que una bala de cañón viniese a dar contra la casa, pues de seguro le hubiese hecho mucho daño, pero hasta aquel momento sólo habían oído de lejos la artillería americana, y muy cerca, pero sin correr peligro, la de los defensores del fuerte.

En el hospital había tres heridos de poco gravedad. La pérdida de la sangre los tenía acostados en unos petates, pues las pocas camas que había se reservaban para casos más graves. El doctor les había hecho su curación y respondía de su vida.

La ambulancia americana había recogido sus muertos y heridos, y los del fuerte los suyos.

El doctor Guijarro había aprovechado los instantes en que no había combate o cesaba, para dar sus vueltas por el fuerte, y proveerlo de medicinas y de lo más necesario para las curaciones.

De todo esto platicaba Bolao (que había encerrado sus mozos y caballos en el corral donde estaban las mulas de la ambulancia), con el doctor Guijarro y con las Hermanas, cuando oyeron una descarga cerrada y el disparo de las piezas de artillería que los hizo estremecer. Era la división del general Worth, que combatía furiosamente contra el fuerte, y las tropas del fuerte que le contestaban con una lluvia de balas y de metralla.

La columna azul, compacta y echando líneas de fuego a cada instante, se desorganizó un poco y cesó de avanzar y de disparar sus fusiles, pero un cuarto de hora bastó para que cubriese el claro que habían dejado en sus filas los heridos y muertos que habían caído en el campo, y organizada y resuelta siguiese avanzando y rompiese de nuevo el fuego de sus mortíferos rifles.

De las bóvedas de la iglesia, de la torre, del parapeto, de los costados y ángulos del convento, brotaron sin cesar incesantes fogonazos, y los cañones, a pesar de que los artilleros de línea habían sido heridos o muertos, continuaban arrojando metralla, servidos por los guardias nacionales. Tres horas y media duró este tremendo combate, que el doctor Guijarro y Bolao presenciaron desde la azotea del hospital.

Al estruendo de la fusilería y de la artillería sucedió repentinamente un silencio profundo; los fogones se apagaron, el humo se disipó por un viento tempestuoso que comenzaba a soplar, y ni en la torre ni en el parapeto se veía soldado alguno. Un silencio imponente y lúgubre como si todos hubiesen muerto.

Era que se había realmente quemado el último cartucho, y que no existía más que una caja de parque cuyas balas no venían a ninguno de los fusiles de la escasa guarnición.

El general Anaya mandó entrar la tropa al interior del convento.

Los americanos mandaron cesar también el fuego, pero creyendo que era una nueva celeda no se atrevían a avanzar.

Varios soldados de la guardia nacional que no quisieron caer prisioneros, gritaron viva México, y salieron con espada y pistola en mano tratando de abrirse paso y tirando y acuchillando a los enemigos. Fueron recibidos, naturalmente, por una descarga. Peñuñuri y Martínez de Castro cayeron heridos mortalmente. Arturo y tres o cuatro más pudieron escapar, y tomando a la izquierda se internaron en las espesas milpas, perseguidos siempre y tiroteados por los enemigos.

Después de esta gloriosa escaramuza, cesó totalmente el fuego y volvió a reinar el más lúgubre silencio.

Un valiente oficial, el capitán Smith, se adelanta solo montado en un arrogante caballo, y con una bandera blanca en la mano penetra en el fuerte, entra en el convento y vé a los soldados con su general a la cabeza, serenos y dignos, esperando su suerte.

Tan valiente como caballero, inmediatamente él mismo enarbola la bandera, contiene con un acento terrible y amenaza a la soldadesca que frenética se lanzaba a matar y a cometer excesos. No pudo impedir que se deslizasen los traidores bandidos que mandaba el contraguerrillero Domínguez, los que se arrojaron en el acto a la cantina de don Mariano, se repartieron las botellas y víveres que devoraban, y destruyeron trastes, vasijas, bancas, sillas y cuanto encontraron, con una furia de salvajes.

La bandera azul y encarnada de las estrellas se enarboló en el histórico convento de Churubusco, y un hurra estrepitoso, lanzado a un tiempo por los dos o tres mil soldados vencedores, hizo temblar los corazones de la caritativa gente que ocupaba el pequeño hospital de sangre.

El general Worth se presentó a pocos momentos a recibir la fortaleza, y no pudo menos, como valiente que era, de admirar y tributar un elogio del puñado de ciudadanos que le habían puesto fuera de combate más de seiscientos de sus soldados. Entregadas las piezas de artillería, los fusiles, sables y pistolas, y constituidos como prisioneros de guerra, los jefes y soldados que quedaron con vida, le ocurrió preguntar dónde estaba el repuesto de parque.

El general Anaya se acercó al intérprete que estaba al lado de Worth.

—Dígale usted que si hubiéramos tenido parque, no estaría él aquí.

Worth saludó al general Anaya y ordenó que él y los oficiales conservaran sus espadas.

* * *

—Por lo que es hoy, amigo don Juan, concluyó la función —dijo el doctor Guijarro—, y no ha de ser la última. Mañana tendremos otra en la garita de San Antonio o en la misma ciudad. Voy a dar una vuelta por el convento, para ver lo que se ofrece y si hay algo que cortar de urgencia. Los heridos graves los mandaré a México al hospital; los que no tengan peligro podrán quedar allí o venir aquí, según elijan.

Al mismo tiempo dio orden a los trenistas para que sacaran el carro de la ambulancia, pegaran las mulas y lo siguieran.

Celeste, que tenía la más viva inquietud y deseaba saber la suerte de Arturo, si es que había formado parte de la guarnición, se ofreció a acompañar al doctor.

—No; usted no irá, Hermana —le dijo—. Quedará usted encargada de este hospital durante mi ausencia, acompañada del amigo don Juan, si es que no tiene un quehacer urgente. El tiempo está amenazador, y no será posible levantar esta noche este hospital, y nos falta que hacer la mejor de nuestras excursiones.

—Con el mayor gusto, doctor. Vaya usted sin cuidado y lo esperaré hasta que vuelva —dijo Bolao—. En un galope estaré en casa, y de pronto creo que el camino estará libre, y si no, bien me sé ir por los potreros. La cuestión es saltar tres o cuatro zanjas.

El doctor partió para el convento, seguido del carro de la ambulancia, y Bolao quedó entre tanto platicando con las Hermanas, admirado cada vez más de la calma y tranquilidad con que cumplían su deber, especialmente Celeste, que parecía rodeada de una aureola de santidad.

El doctor no tardó en regresar acompañado de don Mariano el tendero, que tenía la cabeza y la mitad de la cara envuelta en algodón y tela. Su quemada no era grave. A la distancia en que estaba del polvorín, y estando agachado con la cantimplora en la mano, llenando una vaso de agua, los granos de pólvora regados se habían incendiado y saltádole a la cara. El caso no era grave, solamente que le quedaría la piel negra, lo que, en definitiva, no era tan malo, pues que valía más que fuese todo negro, pues así llamaba menos la atención que con la figura mitad blanca y la otra mitad negra. Le afectó de pronto, más que la quemada, el desastre de su cantina; fue tal la furia de los contraguerrilleros, que no encontró más que pequeñísimas astillas. De rabia no se quiso quedar en el convento, y rogó al doctor que lo trajese a su hospital.

Los médicos americanos habían recogido a sus heridos y a los heridos mexicanos, y en unión de los practicantes, habían hecho las primeras curaciones y atendido de una manera especial a Martínez de Castro y a Peñuñuri. El día siguiente deberían ser transportados a Tlalpan heridos y prisioneros, pues que todo esto estaba a cargo del capitán Ulises Grant.

Así conversaban el doctor, el padre Anastasio y Bolao, mientras don Mariano, a pesar del escozor de su quemada, aplacado con el bálsamo quita dolor que le aplicaron los americanos, no cesaba de observar al padre Anastasio y a Celeste, a los que concluyó por reconocer cuando fijó su atención y sus ojos se acostumbraron a la luz de la casa.

—¡Qué casualidad! —dijo—. El padrecito y la Hermana de la Caridad juntos. No desperdician ocasión. Así están desde Jaumabe.

Celeste, que tenía un oído finísimo, escuchó lo que en voz muy baja y como para sí había pronunciado el tendero, volvió la cara, lo miró con sus ojos azules, tranquilos y puros, y don Mariano sintió tal conmoción, que retrocedió y se sentó como descoyuntado en una de las malas y toscas sillas que había en el pequeño salón.

El viento tempestuoso arreció y empujó una masa de nubes que chocó con la que estaba formada por el Norte. No tardaron las descargas eléctricas y en caer aguaceros que se sucedían uno tras otro. La noche vino lóbrega y sombría a echar un gran manto negro en aquellos campos regados de sangre humana, y de vez en cuando brillaba, como una estrella filante, la luz colocada en la silenciosa torre del convento.

—Ahora comienza nuestro trabajo, amigo Bolao —dijo el doctor Guijarro—. En todas las acciones de guerra quedan muchos heridos sin socorro, y mueren por falta de él. El hombre, por instinto, trata de conservar la vida cuando se siente herido; si tiene fuerzas, huye y se aleja del peligro. Cuando ha perdido sangre, le acomete un vértigo y cae, pero a veces a mucha distancia del lugar de la acción, y cuando hay bosque, o yerbas crecidas, o milpas cerradas como aquí, siempre se encuentran heridos. Después de terminada una acción, he acostumbrado hacer mis reconocimientos, y siempre he podido salvar a algunos desgraciados que habrían perecido sin mi oportuno socorro. Para estar fuertes y por lo que pueda suceder, comeremos algo mientras cesa la lluvia, y por cierto que provisiones no nos faltan. Figúrese usted amigo Bolao, a un infeliz traspasado de una bala, o medio dividido el cráneo por un sablazo, lo que sentirá al volver en sí del vértigo y encontrarse solo en un bosque, sin esperar auxilio alguno y sin tener ni una gota de agua para calmar la sed ardiente que causan las heridas. Creo que muchos, si tienen una arma cerca, se suicidan de desesperación. No todos los médicos militares hacen eso, pero yo me he impuesto una obligación. Es una satisfacción para mí mismo, no para el gobierno, ni por desquitar mi paga que hace dos meses no recibo. Qué quiere usted, amigo, cada hombre tiene sus caprichos.

Bolao no pudo menos de aprobar la manera de obrar del doctor, y prometió acompañarlo si la expedición no tardaba mucho en salir.

—Un cuarto de hora será bastante para cenar, y estoy seguro que habrá pasado ya la tormenta. Hará usted bien de tomar algo, pues quién sabe a qué horas regresará a su casa. Tengo un vino legítimo y puro, como para enfermos.

El doctor sacó de un canasto de los venidos expresamente de París para el objeto y servicio de las ambulancias, una botella de vino, pan, queso, salchichón, jamón, sal, platos, tenedores, cuchillos, servilletas y cuanto era necesario, y él mismo, uniendo dos mesas pequeñas, improvisó un bufet tan escogido como el de una tertulia.

—Esto lo hace la edad y la experiencia, amigo Bolao. Los demás compañeros del cuerpo médico son menos precavidos que yo. Una copa de vino a tiempo, salva la vida de un herido. Acérquese usted, padre Anastasio, y no encontrará mal las provisiones.

Las Hermanas fueron invitadas también, pero modestas en extremo, y aunque no habían probado bocado en todo el día, no quisieron sentarse en la mesa. El doctor les distribuyó sus raciones, lo mismo que a los soldados y a los perros que estaban encerrados en la casa inmediata.

Pronto terminó la colación, el tiempo mejoró, y no obstante una llovizna menuda, se organizó la expedición. A don Mariano el filósofo, se le designó una cama, se le hizo una ligera curación y se le ordenó entrase a acostarse. El hospital quedó a cargo del cabo.

El doctor, el padre Anastasio y Juan Bolao, abrían la marcha, y seguidos de las Hermanas, de Macaria con los dos perros y de tres soldados que llevaban hilas, vendas, telas, vino, un pequeño botiquín, una parihuela y dos linternas sordas, salieron del hospital, y evitando pasar cerca del convento, se internaron silenciosamente en una vereda estrecha formada entre dos espesas milpas.

—Es necesario mucho silencio —dijo el doctor—, y poner cuidado si se escuchan quejidos o alguna voz que pida socorro. Los perros y Macaria harán lo demás.

Caminaron muy despacio como media hora, explorando, por un lado Macaria con sus inteligentes animales, y por el otro el doctor y los soldados sin haber encontrado más que dos caballos heridos y moribundos que el doctor, por compasión, acabó de matar.

—Debemos encontrar —dijo a Bolao—, cerca de aquí, muertos o heridos, a los que montaban estos caballos. El uno es caballo de americano, y el otro es de los nuestros.

A poco andar encontraron a un dragón americano con la cara y el pecho destrozados, y casi a su lado a un oficial mexicano que no pudieron reconocer, con el vientre casi vacío. Fácil era reconocer que había habido una terrible lucha personal, en la que habían perecido caballeros y caballos, una de esas luchas heroicas y gloriosas para ambos enemigos, pero que quedan ignoradas.

No habiendo nada que hacer con aquellos sangrientos cadáveres, que, alumbrados con la linterna sorda, parecían todavía más deformes, pasaron adelante hasta un punto donde cesaba la vereda y se ofrecía a la izquierda un sendero más ancho, limitado con una pequeña zanja que dividía sin duda la propiedad. Escucharon un quejido o ronquido, como de alguno que está ahogándose y pide socorro. Macaria, precedida de los perros que correspondieron con un ladrido al extraño rumor, corrieron hacia el lugar donde se había escuchado, y se detuvieron ante un enorme bulto, la mitad hundido en la angosta zanja limítrofe. Al llamado de Macaria, acudieron el doctor, Bolao y las Hermanas, y apenas alumbraron con la linterna, cuando el doctor reconoció al músico del serpentón.

—Por aquí debe estar su mujer —dijo el doctor—. Ella andaba, según me informaron unos dispersos, registrando a los soldados americanos muertos, para recoger el oro que traen, porque cada soldado tiene lo menos cuatro o cinco águilas de oro en la bolsa.

A cuatro o cinco varas de distancia encontraron entre el lodo a doña Venturita, que no era posible confundirla con otra, porque resaltaba entre las manchas de lodo el color amarillo de su tápalo de China.

El doctor, ayudado de los soldados, sacó al músico de la zanja, le reconoció cuidadosamente y no le encontró ninguna herida, pero estaba ya muerto, y al espirar fue cuando lanzó ese ronquido lúgubre en medio del profundo silencio de la oscura noche, que hizo estremecer al mismo doctor, acostumbrado a escenas de ése género.

Doña Venturita fue reconocida en seguida, teniendo que desenvolverla de su tápalo chino y que arrancarle una parte de su vestido de seda. Tampoco se le encontró ninguna herida, y sí quince o veinte monedas de oro. Su pulso y su corazón latían con cierta regularidad, y estaba viva, y bien viva. Se le dieron sales a oler y se le introdujo, abriéndole los dientes, una cucharada de un elixir. Entreabrió los ojos, quiso decir algunas palabras, pero volvió a su estado de norcatismo, que había disminuido mucho con lo fresco de la lluvia.

—El músico ha sido víctima de una congestión ocasionada por la bebida y por el miedo. La mujer, más fuerte y nada cobarde, ha rebasado, y es posible que escape. Ya le haremos algo eficaz en el hospital.

Ordenó, en consecuencia, que la pusiesen en la camilla y regresen al pueblo los soldados. Al ejecutar esta operación, tropezaron con el serpentón del músico y con varias botellas vacías. No es posible definir lo que sintió Celeste al enterarse y reconocer en esa repugnante figura, con los cabellos en desorden, la faz renegrida, las piernas flaquísimas con sus medias de la patente negras con el cieno, a doña Venturita, que tantos daños le había causado, y a la que no había vuelto a ver desde el último y desagradable lance que ya se ha referido.

Macaria se acercó al oído de Celeste.

Dios castiga sin palo ni cuarta —le dijo—; lo malo será que el doctor resucite a esta maldita víbora.

—Creo —dijo el doctor— que no encontraremos nada más esta noche, y yo me figuraba que debería haber gran número de muertos o heridos, porque por ese rumbo hubo mucha dispersión de los rezagados de San Ángel perseguidos por los americanos, y Culebrita y sus amigos dieron su vuelta por estas milpas, y se reconoce por tanta caña quebrada; en fin, saldremos al camino real y puede ser que en una u otra orilla encontremos algún desgraciado a quien podamos salvar.

Mientras los enfermeros con doña Venturita, todavía aletargada, tomaban la dirección del hospital, el doctor salía por un sendero estrecho al camino indicado. En efecto, de uno y otro lado encontraron caballos y soldados americanos y mexicanos tirados; las milpas limítrofes destrozadas, y huellas que los mismos aguaceros no habían podido borrar, como de cuerpos arrastrados y destrozados entre los pedruscos y baches del camino.

El doctor reconocía a su paso, con cuidado, a aquellos cuerpos inmóviles, y cerciorado de que estaban muertos, continuaba la marcha, resuelto a regresar al hospital y proporcionar descanso a las santas mujeres que habían estado en actividad desde las primeras horas del día, sin más alimento que unos pedazos de pan.

Los perros iban y venían, entraban a las milpas y salían, olfateaban en el borde de las pequeñas zanjas, y regresaban al lado de Macaria que les ayudaba en sus indagaciones.

Aquella noche tenebrosa, con su llovizna fría y sus ráfagas de viento, que con un rumor extraño circulaba entre las cañas de maíz; aquella luz única en la torre del convento, conquistado ya por los americanos; la figura espantosa del músico hinchado y ahogado por el licor; el espectro, vestido de colores, que en medio de las balas desgarraba los bolsillos de los muertos para recoger el oro ensangrentado; el silencio que de vez en cuando interrumpían los ladridos de los perros abandonados en los pueblos; la escena toda, por donde quiera pavorosa e imponente, afectó a todos los que formaban la piadosa caravana, sin exceptuar al doctor y a Macaria. Caminaron un buen rato en la dirección del hospital sin hablar una palabra, mojados por la llovizna que no cesaba y con el corazón lastimado de ver tanta desgracia y desolación en el hermoso valle de México.

Repentinamente los perros aullaron tristemente, corrieron al borde de una milpa al lado opuesto del camino real, rascaron la tierra y volvieron ladrando delante de Macaria como queriendo conducirla.

—Algo han olido estos animales, señor doctor —dijo Macaria—. Deben haber encontrado una persona herida o muerta que no les es desconocida.

—Es verdad; vamos al momento.

Y todos se dirigieron, conducidos por los perros, hasta un lugar donde había un pequeño jacal para el guarda milpas, y una percha con un espantajo para ahuyentar los pájaros. Los perros entraron al jacalito, y detrás el doctor, que abrió su linterna y alumbró a un guardia nacional tendido boca arriba y con la cara manchada de cieno. El techo del jacal le había preservado algo de la fuerte lluvia, sin que dejasen de estar mojados sus vestidos.

El doctor le pasó la linterna y lo reconoció con el mayor cuidado.

—Es uno de tantos jóvenes oficiales de la guardia nacional. No está muerto y podremos quizá salvarlo. No le veo ninguna herida en la cabeza, ni aparentemente en el cuerpo. Es necesario limpiarle un poco la cara y podremos saber quién es. Todos los muchachos de la guardia nacional son conocidos.

Macaria, que había quedado en la puerta de la choza, mojó en un charco la punta de su rebozo, limpió cuidádosamente el rostro de aquel, al parecer, cadáver, mientras el doctor le desabotonaba el uniforme y el chaleco. La camisa estaba manchada de sangre ya coagulada.

El doctor sacó su bolsa de instrumentos, cortó la camisa, limpió con el mismo rebozo húmedo de Macaria, y descubrió un agujerito pequeño cerca del corazón.

—Pues que no ha muerto, dentro debe estar la bala —dijo—. Que venga Sor María de las Nieves, y que traiga el botiquín.

Juan Bolao, que estaba cerca de la puerta, fue por Celeste, que con las otras Hermanas se habían detenido en la calzada, y a poco volvió con ella y con un soldado que cargaba el botiquín.

Los perros, inquietos desde el principio aullando de vez en cuando, aprovecharon la oportunidad de encontrar franca la puertecilla y se metieron arrojándose, a pesar de Macaria, sobre el moribundo. Uno le comenzó a lamer la cara y otro la herida.

El doctor les hizo una caricia y los dejó.

—Este joven —dijo—, debe de haber sido el dueño de los perros, o los ha tratado mucho. No hay cosa comparable a su instinto y fidelidad, ni nada tan suave y tan delicado como su lengua. Después vendrá el lavatorio de agua fresca.

Celeste y el padre Anastasio, y el soldado, llegaban a ese tiempo.

—Sor María —le dijo el doctor—, es necesario en este momento toda la energía y valor que Dios da a ustedes, buenas mujeres, en lances tan extremos como este. No me explico cómo ha podido ser herido este pobre joven, pero el caso es que la bala debe estar cerca del corazón. Si lo movemos siquiera, el peso solo del proyectil puede romper los tejidos, y la muerte es segura. Es necesario tratar de extraer la bala inmediatamente. Puede quedar en la operación, pero es necesario intentarla, no hay más remedio. Inclínese usted y tenga estas hilas empapadas en este bálsamo y esta tela. Inmediatamente que yo saque la bala, si es que la puedo sacar, aplica usted las hilas, a las heridas, las contiene con la mano y pone usted esta tela y estos lienzos, hasta que sea posible vendarlo. Un movimiento, por leve que sea, un grito, un temblor nervioso, le causará la muerte. Si no se encuentra usted capaz en este lance, llamaremos a otra Hermana, o al soldado.

El doctor, con una destreza y rapidez admirable, le dio ya preparada una plancha de hilas, unos lienzos y un frasco con el bálsamo, y llena al mismo tiempo una copa con vino generoso y un vaso con agua fresca.

—Usted, amigo Bolao, en el momento que yo le diga, humedecerá con agua una esponja y la pasará por los labios y la frente del herido. Si observa usted que traga algunas gotas, pásele entonces esta otra esponja ligeramente empapada en el vino. Yo le diré lo demás que tenga que hacer, pero no quiero distraerme con ningún pormenor al tiempo de operar. Valor y serenidad en todos; no sé de quién se trata todavía, pero sea quién fuere, es un valiente que se ha sacrificado por su patria, y aquí no somos más que sus hermanos y amigos, y usted, padre Anastasio, en el mismo momento en que yo haga la operación, bendígalo y perdónele sus pecados, que perdonados están con su martirio, que si él y yo vivimos, ya tendremos tiempo de confesarnos.

El doctor, al mismo tiempo que hablaba, preparaba lo necesario y lo entregaba a cada uno de los que tenían que ayudarle en la arriesgada operación que iba a practicar.

Celeste, por toda respuesta recibió la plancha de hilas, las vendas y el frasco del bálsamo, y se arrodilló al lado del herido.

Como el doctor manejaba como le convenía la linterna, sólo proyectaba la luz en el lugar donde estaba la herida; lo demás del cuerpo del paciente y la cabaña estaban en la sombra. Tampoco había tratado de reconocerlo, lo que quería era salvarlo y operarlo en el acto.

—Silencio y atención, y cada uno haga lo que tengo dicho —dijo el doctor, entregando la linterna al soldado; pero a este tiempo un paquete de rayos de luz iluminó momentáneamente la cara del herido.

Celeste reconoció a Arturo, se estremeció y dobló la otra rodilla, pero un acto de enérgica voluntad dominó esta terrible emoción.

El doctor amplió con un bisturí el agujero, introdujo las pinzas y sacó una bala pequeña. Fue esto en un abrir y cerrar de ojos. Brotó un chorro de sangre. El padre Anastasio bendijo al moribundo.

—Dejemos correr dos o tres segundos la sangre, Sor María. Bien… basta; las hilas y el bálsamo… ahora la mano… una presión muy ligera… la esponja con agua… así… la esponja con el vino… un poco más fuerte… la sangre corre mucho… así… así… esperemos cinco minutos.

El doctor sacó el reloj. Todos mudos, pálidos, hasta el soldado. Cadavéricos parecían con los rayos movibles e inciertos de la linterna, pero todos ejecutaron con precisión lo que el doctor había mandado.

A los cinco minutos, el doctor con aparente calma guardó su reloj, tomó el pulso al herido y le aplicó después el oído al corazón, que ligeramente oprimía siempre la mano de Celeste.

—¡Vive, vive! —dijo con satisfacción el doctor—, y se me ha quitado un peso del pecho. La operación salió bien. Esta herida es la más rara e inexplicable. La bala es de pistola y ha debido traspasar de parte a parte a otra persona, y herir después, ya sin fuerza, a este joven. En otra parte del cuerpo, esta herida habría sido insignificante, en el corazón, era de muerte. Tenemos que esperar todavía un cuarto de hora para poder hacerle la curación y vendarlo.

Los que estaban presentes no despegaban la vista del rostro cadavérico de Arturo, que alumbraba el doctor con la linterna, y Celeste, sin temblar, sin verter una lágrima, no quiso que la reemplazara otra de las Hermanas, y esperaba el momento en que su mano sintiese las palpitaciones del corazón que parecía paralizado para siempre. Estaba a punto de caer muerta sobre el cadáver frío y húmedo del que adoraba, pero fuerte como las santas que sufrían en Roma los más crueles martirios sin exhalar una queja, cumplía en ese momento la doble misión del amor puro y de la caridad cristiana.

Arturo entreabrió los ojos y los volvió a cerrar. Celeste sintió bajo la presión de su mano débiles latidos.

—¡Ah! —exclamó con un acento que revelaba lo que estaba pasando en su alma—. ¡Vive, sí; vive, doctor; he sentido latir su corazón!

El doctor, con un esmero singular, empapó las esponjas. Pasó la del agua varias veces por la frente de Arturo, y la de vino por sus labios.

Arturo volvió a abrir los ojos y respiró con alguna libertad.

—Eso es —dijo el doctor—; vuelve ya la regularidad de la circulación de la sangre. Bueno, bueno; vamos a ver si somos más fuertes que esa maldita bala.

Levantó suavemente la cabeza de Arturo, y procuró que fuese, gota a gota, bebiendo un elixir que había preparado.

—Amigo Bolao, téngame usted en la misma posición a este pobre Arturo, a quien debí haber reconocido sólo en lo esmerado de su traje y en la blancura de su piel, mientras le paso una venda.

Bolao sustituyó al doctor, y éste, con destreza y prontitud, lo vendó, y hasta ese momento no retiró Celeste la mano que tenía sobre la herida.

—Ahora una poca de agua.

Arturo bebió con avidez en un pequeño vaso, abrió los ojos y los fijó en Celeste, y con voz débil, pero clara y distinta, dijo:

—No sé qué visión extraña pasó por mis ojos al caer herido. Sentí como un golpe terrible en el corazón y que caía de una altura inmensa y me encontraba en brazos de Celeste… después nada… nada; oscuridad, y más oscuridad, y cayendo, cayendo siempre en un abismo sin fin…

Arturo paseó la vista por los que le rodeaban, y comenzó a reconocerlos:

—¡Juan!… ¡el padre!… ¡el doctor!… ¡y los perros… los perros!… ¡Macaria!…

Los perros estaban sentados frente de Arturo, y no le despegaban la vista.

—¡Celeste, sí, Celeste, es ella!… ¿Estaba cerca de mí cuando fui herido?…

Arturo se apoderó de la mano que inconscientemente le tendió la muchacha, y la estrechó amorosamente.

—Arturo, amigo mío —le dijo el padre Anastasio con una voz muy insinuante y cariñosa—, en el estado de debilidad en que estás, te harían mucho mal estas impresiones. Estás rodeado de tus amigos que no te abandonarán.

—¡Ah! en esta vez no se me escapará, padre Anastasio. Desde que la encontré desolada y errante en la calle de Vergara, debí haber hecho lo que hago ahora. Celeste me acompañará en esta vida o en la eternidad. La bendición, padre Anastasio, la bendición del sacerdote con el cariño de un buen amigo que no me negará este favor, que quizá será el último.

El padre Anastasio, sin poderlo remediar y como impulsado por una fuerza sobrenatural, bendijo esta unión que se celebraba en las puertas de la eternidad.

Celeste no pudo ya dominar su naturaleza, y cayó sin sentido junto al cadáver de Arturo.

—De nada sirvió la operación, que salió como yo no esperaba —dijo el doctor a Bolao—. Las pasiones, amigo mío, hacen más estragos que las balas. ¡Qué historia! ¿Quién había de pensarlo? ¡Si Sor María se queda en su convento!… yo tengo la culpa, yo la pedí… pero ¿quién había de pensar en estas cosas tan extrañas?… ¡Muertos, muertos!…

El padre Anastasio, de rodillas, rezaba en un rincón de la choza.

Macaria, abrazando el cuerpo de Celeste, apenas podía contener sus sollozos.

Los dos perros aullaban de cuando en cuando tristemente, y lamían el rostro de Arturo.

El doctor y el soldado guardaban maquinalmente sus drogas e instrumentos en el botiquín y en el estuche.

Bolao, aturdido, tenía los ojos fijos y saltones sin poderlos desviar del fúnebre cuadro.

El ruido hueco y las pisadas fuertes de caballos se escucharon, y a poco aparecieron las luces de los faroles de un carruaje que centelleaban en la oscuridad de la noche, como los ojos de un lobo colosal que se iba acercando a buscar y a devorar a los de la pequeña cabaña del guardamilpas de Churubusco.

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