LAS VELADAS DE LA QUINTA
VELADA OCTAVA
Mortal había sido la inquietud de Teresa y de las demás personas de la quinta. Las once, las doce, la una… nada; sustos y alarmas a cada instante; disparos de fusil, lejanos unas veces y más cerca otras; voces roncas como aguardientosas, cuyos ecos amenazadores llegaban hasta el mismo salón; tropel de caballos, y grupos de mujeres que pasaban cantando coplas obscenas. Todo esto, o pasaba realmente, o se les figuraba, o era abultado por la zozobra y el miedo.
Martín, cumplido, valiente y sin miedo al diablo desde que había hecho su confesión general, no descansaba. Tenía despiertos y con el fusil al hombro a los mozos y ordenanzas, y él con pistolas en el cinto y su espada en la mano, recorría la huerta, los patios, las azoteas, y habría salido a la calle a pelear con los que pasaban alborotando, a no impedirlo la autoridad de Teresa.
Manuel y Valentín, seguramente ocupados sin cesar en el servicio del general en jefe, no habían parecido por la quinta, ni aun mandado un ordenanza o un mozo. Esto tenía llena de disgusto y de temor a Teresa, a Mariana y a Carmela, y se figuraban que algo les había sucedido.
Bolao llegó por fin a cosa de las dos de la mañana. Uno de sus criados dio tres chiflidos, que era la señal convenida con Martín, y éste bajó inmediatamente a abrirle las puertas y a recibirlo. Quería Bolao entrar directamente a su recámara para evitar toda conversación con las señoras, pero le fue imposible, porque le salieron al encuentro.
Cuando entró al salón y lo miraron desfigurado, medio quemado el rostro y sus vestidos manchados de sangre, dieron un grito de susto y de horror creyéndolo herido, pero él las tranquilizó lo mejor que pudo, tratando de inventar en su imaginación fábulas y mentiras para no decirles la verdad. Vano empeño; nada le creían, y en su carácter no estaba tampoco el engañar. Logró, sin embargo, restablecer un tanto la calma, hablándoles de generalidades y asegurándoles, como era cierto, que Manuel y Valentín estaban al lado del general en jefe, buenos y sanos, pues no había habido hasta entonces más que tiroteos insignificantes en las garitas.
Apolonia, Celestina, Mariana y Carmela se retiraron aparentemente satisfechas, y Teresa permaneció en el salón muda y pensativa, mientras Bolao fue a cambiar de ropa y a asearse, pues estaba inconocible y literalmente cubierto de lodo y sangre.
Cuando volvió al salón después de acariciar a su Carmela y rogarle que se acostase a descansar y calmase su agitación, encontró a Teresa en la misma postura, y conoció lo mucho que sufría, pero temblaba con sólo la idea de revelarle las escenas de que había sido testigo.
Después de media hora de embarazoso silencio, Teresa le dijo:
—Vale más de una vez sufrir el dolor más grande, que no la incertidumbre. Lo que haya pasado lo quiero saber, y espero que usted, que jamás sabe mentir ni disimular, me dirá la verdad.
—A todo riesgo quise regresar a la quinta antes de amanecer —le contestó Bolao—, porque me figuraba la inquietud en que estarían usted y las demás, y por cierto que me costó trabajo, y poco faltó para que no llegase. En el camino, y poco antes de llegar a la garita, encontré una avanzada de caballería americana, y esos brutos, sin decir una palabra, descargaron sobre nosotros las pistolas, y nada faltó para que una bala me diese en la cabeza. Vea usted el sombrero traspasado de parte a parte. Otra bala se llevó la manga de la chaqueta de uno de los mozos y le rozó el brazo. Afortunadamente estaba yo cerca del oficial, le hablé en inglés, le presenté el salvoconducto de Rugiero que no pudo leer, me pidió mil excusas y me dejó pasar. En la garita, nuevos balazos, pero distantes; después el Quién Vive y el cabo cuarto con su escolta, y media hora para devolverme el salvoconducto y dejarme pasar. El oficial parece que estaba durmiendo. En las calles, nuevas dificultades con las patrullas y avanzadas, y en Palacio, hasta quisieron reducirme a prisión. Quise atravesar por la ciudad en vez de atravesar por los potreros, para saber de Manuel y de Valentín.
—Y bien, la verdad. ¿Qué ha sucedido? —le interrogó Teresa.
—Ya lo he dicho y es la verdad, lo juro; Manuel y Valentín buenos, pero como los enemigos están en las garitas y se teme un ataque a cualquiera hora, las órdenes del general en jefe son tan repetidas a cada instante, que los ayudantes apenas tienen tiempo de comunicarlas.
Teresa respiró y varió de la triste postura que había tenido más de una hora.
Juan Bolao continuó:
—Me había propuesto regresar al anochecer, pero fue imposible. Me encontré, sin querer, en el terrible combate del convento de Churubusco; después fui al hospital, el doctor me detuvo y vi lo que nunca hubiera querido ver.
—¡Ya me figuro, ya me figuro! —interrumpió Teresa con agitación, creyendo que Manuel, al comunicar alguna orden, había sido muerto y llevado al hospital.
La imaginación cuando está ocupada de una idea, fácilmente se forja historias a cual más funestas.
—¿Para qué andar con rodeos? No se trata de Manuel que repito está bueno, sino de Arturo y de Celeste.
—Nueva calaverada de Arturo en medio de la guerra —interrumpió Teresa.
—Ojalá y eso hubiera sido.
—¿Cómo entonces? ¿Qué pasó? ¡Por Dios, que se explique usted!
—Arturo y Celeste… muertos.
—¡Dios misericordioso! —dijo Teresa cayendo de rodillas—. ¡Dios misericordioso, dame fuerzas o quítame la vida! La muerte ha entrado ya en esta casa, y donde quiera hiere y se lleva a los nuestros.
Aunque ya se ha visto que Teresa era una mujer que no lloraba, ni se desmayaba, ni sufría ataques de nervios, ni era afecta a inspirar por esos medios cariño o compasión, había momentos en que su naturaleza tenía que sucumbir, y cuando supo que la muerte había acabado con Arturo, pensó que no dilataría en alcanzar a Manuel. Sin embargo, se consolaba; hallaba cierta seguridad en que Manuel, por no haberse casado, escaparía del riesgo en que constantemente se hallaba. Su preocupación supersticiosa le servía de lenitivo.
Cuando Teresa estuvo más serena, Bolao le refirió minuciosamente cuanto había pasado en el pequeño jacal del guarda milpas, y le añadió que Rugiero era el que había llegado en el carruaje, y antes que pudieran reflexionar e impedirlo se había llevado a Celeste y a Arturo, prometiendo entregarlos a la superiora de las Hermanas de la Caridad.
—Cuando Rugiero bajó de su coche tirado por su par de caballos negros —continuó diciendo Bolao—, y penetró en la cabaña, observé que una lágrima furtiva se desprendía de sus ojos, y con una voz que nunca olvidaré, pronunció estas solemnes palabras: «El infierno todo se conjurará en vano, y nada, nada podrá contra la caridad». Nos refirió que iba a México a procurar que de nuevo se entablasen las negociaciones de paz, aunque tenía pocas esperanzas de llegar a un resultado. Montó en su carruaje, y en algunos segundos desapareció entre las espesas tinieblas de la noche, dejándonos espantados y llenos de dolor. El doctor regresó a su hospital, seguido de las Hermanas, que derramaban silenciosas lágrimas; de los perros, cabizbajos y aullando, y de Macaria, lanzando imprecaciones e injurias contra los americanos, blandiendo un enorme cuchillo en la mano y prometiendo vengar a su querida hija, como le llamaba a Celeste. Fue menester que pensara yo en las obligaciones que tenía que cumplir en la quinta, para sacar fuerzas de flaqueza, montar a caballo y llegar, después de mil riesgos, a contar esta funesta historia.
Juan Bolao y Teresa permanecieron en silencio por algunos minutos. Habían hablado en voz alta y sin reserva alguna, creyéndose solos, pero no era así. Las demás, curiosas de suyo como son las mujeres, y disculpables en tales momentos, en vez de quedarse en sus cuartos salieron de puntillas y se pusieron a escuchar detrás de las puertas y vidrieras, y cuando Bolao acabó su narración fueron saliendo compungidas y llorosas a cercar a Teresa sin saber qué decirle.
Apolonia clavó los ojos en Teresa, con una expresión equívoca de ira o de burla, y comenzó a reír.
Teresa levantó la vista indignada. Si Apolonia había escuchado la narración de Juan Bolao, no era de aquellas que podían excitar a la risa, pero Apolonia reía, reía sin cesar, de una manera nerviosa, y pronto se echó de ver que era el dolor intenso, profundo, que la estaba matando. Había escuchado los dolorosos pormenores de la milagrosa operación, pero el casamiento en los momentos de la agonía de Arturo había acabado de hacer trizas su corazón ingenuo, que pocos días antes estaba henchido de esperanzas y de ilusiones.
—¡Cálmate, hija mía! —dijo Teresa levantándose y tomando en sus manos la cabeza de la muchacha y llenándola de caricias—, ¡llora, llora con nosotros a ese desgraciado Arturo, pero no rías así, porque destrozas mi corazón con esa risa!
Apolonia oía distintamente las palabras consoladoras que pronunciaba Teresa, haciendo un esfuerzo, pues ella misma necesitaba de consuelos, y trataba de contener la risa un minuto, pero estallaba más fuerte, y sus ojos, encendidos y sangrientos, de donde se desprendían dos hilos de lágrimas, formaban un horrible contraste con las carcajadas seguidas que no la dejaban respirar.
Mariana, Carmela, Celestina y la misma Teresa, olvidando por un momento sus propias penas, se ocupaban, afanosamente de aplicarle cuantos remedios les ocurrían, pero nada la aliviaba, y reía, y reía estrepitosamente, permaneciendo en pie, pues había sido imposible sentarla en un sillón, o conducirla a su recámara. Sus nervios, como de fierro, resistían a toda presión, y parece que las fuerzas de su juvenil naturaleza se habían concentrado para hacerla reír.
Bolao sufría un verdadero martirio; se paseaba a lo largo del salón, ayudaba otras veces a darle frotaciones en el cuello y en las mejillas, y se golpeaba la frente con las manos, mirando que no eran eficaces los remedios y que era imposible encontrar un médico a esas horas, aun cuando él mismo volviese a la ciudad.
Cerca de una hora duró este tormento, hasta que casi ahogada, con los ojos saliéndose de las órbitas, y el cabello en desorden y erizado, la pobre Apolonia se desplomó como una masa inerte en la alfombra del salón. Mariana y Celestina se apresuraron a tomarla en sus brazos, la acostaron en su lecho, la desnudaron y continuaron prodigándole los más tiernos cuidados.
Teresa se dejó caer en un sillón, rendida, descoyuntada, incapaz de moverse, como si hubiese hecho sin descansar un camino de veinte leguas. Carmela fue a refugiarse al lado de Bolao, el que también había perdido su energía y se le figuraba que lo que le había pasado en pocas horas no era más que un sueño espantoso.
La luz radiante del sol que entraba por las ventanas, el concierto de los pájaros que dormían en la copa de los fresnos, se escuchó como de costumbre, y los ecos lejanos de los toques de diana de los regimientos que guarnecían la ciudad, anunciaron que había terminado la tristísima velada que pareció una eternidad a los moradores de la célebre quinta de San Jacinto.