Teresa, triste, pensativa y devorando una sola idea, estaba sentada una serena y tibia tarde debajo de su fresno favorito. Declinando el sol rápidamente, los gorriones comenzaban a venir en bandadas a buscar gozosos su nido y su abrigo; las flores exhalaban sus perfumes, a medida que esa media luz y media oscuridad invadía los jardines, las luciérnagas se levantaban, y volando aquí y allá concluían por formar a Teresa una especie de aureola de santa, que hacía más interesante y más bella su dulce y pálida fisonomía.
La naturaleza, sin preocuparse de la guerra, sin tener en cuenta los que ya habían dejado de existir, ni las angustias y dolores de los que vivían, desplegaba, como en los días más felices, su espléndida pompa y continuaba formando en los cielos alfombras de vellones de oro, y en la tierra tapices de verde césped y de sedosas flores. Los arroyuelos, al correr por las tortuosas orillas cantaban su música inimitable, y sus ecos llegaban más bien al corazón que no a los oídos de la castellana. Los jardineros, que habían continuado sin interrupción sus trabajos en la huerta y en los jardines, se retiraban con sus instrumentos en el hombro, quitándose respetuosamente el sombrero ante la inmóvil y bella figura de su ama.
—Vamos, no hay que estar tan pensativa, Teresa. Tenemos no sólo probabilidades, sino certeza, de que ese suspirado casamiento se verificará, y de que usted y Manuel, que han sido arrebatados por la desgracia durante tanto tiempo, sean felices y logren vivir ya quietos y sin tener suspendida sobre la cabeza la espada de Damocles.
Teresa se estremeció, como sucede a las gentes nerviosas cuando se les habla de improviso o escuchan un ruido, pero repuesta, alzó la cara, y con una sonrisa benévola contestó:
—Me asusté, en verdad, señor Rugiero; no lo esperaba en este momento, pero sí lo deseaba para preguntarle…
Teresa le quería naturalmente preguntar por Celeste y Arturo. ¿Habían muerto como lo aseguró el doctor Guijarro, o las fuertes emociones que experimentaron les habían privado solamente del sentido? La agitación que producían los acontecimientos de la guerra, y la situación particular de los de la quinta, no había permitido hacer indagación cierta, y los criados habían vuelto sin poder hablar en el convento de las Hermanas a Sor Micaela, ni obtenido respuesta de las que habían encontrado en los patios o corredores.
Rugiero, que conoció qué clase de pregunta quería hacerle Teresa, desvió la conversación y siguió la serie de ideas con que había comenzado.
—Tendremos mañana un armisticio, y a esta suspensión de hostilidades seguirá seguramente la paz. Esta plausible noticia quise dar a mi buena amiga Teresa. Encontré la gran puerta abierta de par en par, y no he encontrado ni a criados ni a nadie. Los jardineros acaban de salir y no quise dirigirme a ellos, y como sé el lugar favorito, penetré hasta el copado fresno, teniendo el gusto de estrechar la mano de mi amiga, despidiéndome al mismo tiempo, pues si dilatara cinco minutos más, todo el trabajo para obtener la paz vendría por tierra.
Rugiero estrechó la mano de Teresa y desapareció. Teresa creyó ver un rastro de luz y círculos rojos y blancos, como cuando se vé el sol de lleno. Muy temprano entró en su alcoba y se recogió sin querer hablar con nadie. Toda la noche tuvo delante la figura de Rugiero y los círculos rojos y blancos, interrumpidos con los macetones de flores y los ramajes del jardín.
Los americanos, aunque victoriosos en las batallas habían perdido más de dos mil hombres; tenían muchos enfermos y heridos, y necesitaban descanso. Convinieron en un armisticio, y ambas fuerzas quedaron en sus posiciones. Los habitantes de la ciudad y de los pueblos cercanos respiraron, y muchos volvieron a sus casas y chozas que habían quedado abandonadas.
Las negociaciones de paz se entablaron, y fue entonces cuando los habitantes de la quinta creyeron que Rugiero efectivamente había tomado una parte activa en este asunto. Estaban acostumbrados a oír su lenguaje siempre equívoco y enigmático, y suponían que muchas de las conversaciones no tenían más objeto que atribuirse hazañas increíbles, y aparecer, para divertirlos o intimidarlos, con un carácter misterioso.
Como Manuel y Valentín nada tenían que hacer urgente en el Palacio, desde el momento en que se entablaron las negociaciones de paz entre el comisionado de los Estados Unidos y los plenipotenciarios mexicanos, obtuvieron fácilmente una licencia y se presentaron en la quinta cuando menos los esperaban.
Nada sabían de la catástrofe de Arturo. Pasó tal vez al cerrar la noche entre una especie de bosques de cañas de maíz, y no se supo en el Gobierno sino cuando el doctor Guijarro dio el parte circunstanciado de los acontecimientos de su hospital. Teresa y Juan Bolao les platicaron largamente, y no hay idea de la honda impresión que les causó especialmente a Manuel. Compañero de su vida y aventuras, ligados en intereses y en amores, amaba a Arturo más que si fuese un hermano, y no podía calcular cómo pasaría sin su compañía el resto de su vida. Le parecía imposible, y tenía fundadas esperanzas de que Celeste y su amigo viviesen. Habría sido un desmayo causado por la pérdida de la sangre y las fuertes impresiones del momento, lo que el doctor, preocupado, había calificado siniestramente. ¿Pero qué medio adoptar para saber la verdad? Naturalmente, discurrieron que lo primero que había que hacer era hablar con la superiora de las Hermanas de la Caridad, y Juan Bolao, que siempre se encargaba de estas comisiones, se ofreció a hacerlo inmediatamente, aprovechando también esta importante excursión para visitar a Florinda y a las poblanas y saber de la salud de Luis.
La pobre Apolonia no iba peor, pero estaba sujeta a sufrir lo menos dos o tres veces al día esas crisis nerviosas que se manifestaban con la terrible y fatigosa risa que resonaba constantemente en los oídos de Teresa. Cuando terminaba la crisis, caía Apolonia desconyuntada en el lecho, y terminaba después el fenómeno con un torrente de silenciosas lágrimas. Los médicos, que le recetaban calmantes, habían dicho que sólo el tiempo y los cariños amistosos podrían sanarla, o un nuevo amor, lo que por el momento era difícil, estando casi disuelta esa sociedad de amigos que los dañosos vientos de la guerra habían dispersado. Mariana y Carmela asistían y cuidaban amorosamente a la desgraciada muchacha.
Celestina abandonó sus ricos trajes de seda, sus elegantes peinadores y batas con que se levantaba en las mañanas para sorprender y tener vivas siempre las ilusiones de Josesito, y vistiendo sencilla y modesta ropa, como cuando era criada de confianza de la madre de Arturo, servía para todo. Suplía en la cocina y en la recámara, a falta de dos criadas que se habían enfermado con las desveladas y sustos; curaba a Apolonia y platicaba y distraía con sus ocurrencias las tristezas de la pobre Teresa, que era la que en realidad soportaba los pesares de todos. Celestina, en lo que tocaba de cerca, estaba contenta, pues consideraba a Josesito en perfecta seguridad.
En la tarde regresó de su expedición. La ciudad había recobrado aparentemente su tranquilidad; la mayor parte de la población tenía grandes esperanzas en que se concluirían felizmente en dos o tres días los tratados de paz, y el pueblo de Atzcapotzalco, muy cercano a México, donde se reunían a conferenciar los comisionados, era el lugar de paseo y de moda, como lo había sido pocos días antes el campamento del Peñón.
Luis había estado a dos dedos de la muerte, y Florinda, sin dormir ni un minuto y sin separarse de la cabecera de la cama, había literalmente envejecido en una semana tanto, que ya eran muy visibles las canas en su cabeza, y el rosado de sus aterciopeladas mejillas lo reemplazaban un color amarilloso manchado de sombras oscuras. Elena estaba sin consuelo, pues no sabía la suerte que había corrido su marido; la casa de Florinda, tipo de aseo y de elegancia, presentaba el aspecto más desolador. Los muebles en desorden; colchones, ropas de cama esparcidas por las alfombras; botellas y frascos de medicinas, llenando las consolas y rinconeras; lámparas encendidas que denotaban la velada de la noche, y Florinda y sus amigas con vestidos sórdidos, despeinadas, con el cansancio y la pena pintados en sus demacradas fisonomías.
—Ya ve usted, Juan —le dijo Florinda—, el estado de la casa y las aflicciones en que estamos; pero dígale usted a Teresa que creo va a correr riesgo en la quinta si la guerra continúa, que no vacile y venga aquí. Hay todavía recámaras donde no ha entrado este desorden y que podrá ocupar, y que reunidas, compartiremos las penas y los sustos, y podremos hacer frente a lo que todavía nos puede sobrevenir. Luis va un poco mejor y duerme en estos momentos, y por esta razón no invito a usted a que entre y lo salude.
Juan se retiró con el corazón comprimido.
En el colegio de las Hermanas de la Caridad había una verdadera consternación. Ninguna noticia de Celeste. Cuando el doctor, las otras Hermanas y Macaria regresaron con la ambulancia, quedaron sorprendidos de no encontrar allí a Celeste y a Arturo. Refirieron a la superiora lo que había pasado, y se perdían en conjeturas. Del colegio de las Hermanas, Bolao se dirigió a la Profesa, donde encontró al doctor Martín y al padre Anastasio afectados hasta un extremo increíble, y el segundo se disponía en ese mismo momento a salir y dirigirse al colegio de las Bonitas para acabarse de cerciorar de la suerte de Arturo y de Celeste. Las noticias que le dio Bolao lo llenaron de asombro, y los dos se preguntaban la causa por qué no impidieron a Rugiero que se llevara en su coche a los dos desgraciados ¿pero qué habían de hacer? Precisamente creyeron que en aquella noche tenebrosa, aislados en la pobre choza y rodeados de enemigos, el auxilio casual de Rugiero los había sacado de una posición difícil. El padre Anastasio resolvió salir, buscar al doctor Guijarro, imponerlo de lo que había pasado y no descansar hasta no saber si su protegida, a quien quería entrañablemente, estaba viva o había muerto. En cuanto a Arturo, opinaba que a pesar de que la operación había estado muy bien hecha, había sucumbido a consecuencia de la herida.
Celebrado el armisticio, se habían canjeado los prisioneros, pero el capitán Grant se había empeñado en que se quedara Josesito a su lado, porque sabía inglés y le servía de intérprete, y ya había confesado en San Ángel a los pobres irlandeses prisioneros de Churubusco, que fueron marcados en la frente con un fierro ardiendo como traidores, y después quintados y ahorcados.
En la comandancia general adquirió Bolao estas noticias, y recogió una carta abierta que Josesito le dirigía, suplicando fuese enviada a la quinta. Bolao leyó la carta que decía así:
Querido Juan:
Rodeado de enemigos en Padierna cuando iba a comunicar una orden del general Valencia, me defendí valientemente con mi espada y no sé cuántos cayeron a mis pies, pero una bala me hirió el pie izquierdo, el dolor me hizo caer del caballo y perdí el sentido.
Después me sentí arrebatado por un mexicano montado en un buen caballo que sospecho no debe ser otro más que Culebrita, que no pudiéndome llevar más, me dejó en una barranca poco profunda cuyos muros me ponían al abrigo de las balas y sin riesgo de ser machucado por la caballería y los fugitivos. ¡Qué rasgo de delicadeza! Mi padre no me habría tratado con más cariño.
Cuando los americanos levantaron el campo y recogieron sus muertos y heridos, me encontraron a mí, que, vuelto en sí con la frescura del agua que corría por la barranquita y bañaba mi cuerpo, procuraba tomar el camino de San Ángel. Aquí estoy al lado del capitán Grant, que me trata más bien como su compañero que no como un enemigo. Le sirvo de intérprete y me han asignado un sueldo y abundante ración.
Hazme el favor de poner en conocimiento de nuestros amigos mis aventuras, salúdalos muy cariñosamente, y diles que les aconsejo que se trasladen a San Ángel, donde estarán con toda seguridad, y yo podré verlos quizá todos los días. Si no quisieren, te ruego que me mandes a Celestina, que puede venir en un coche, acompañada de Martín, de Benito, o de las personas que tú dispongas, pero que venga sin falta y tome arrendada una de las muchas casas que están vacías. Si quieres mandar a Carmela y a Mariana harías muy bien.
Si se hace la paz, como me ha dicho Rugiero qué me ve los más días, tanto mejor, y si continúa la guerra, no habrá función de armas ni en este pueblo ni en San Ángel. Piensa bien en todo esto, y haz las reflexiones convenientes a Teresa y a Manuel, que bastante talento tienen para convenir en que mis consejos son de la más grande exactitud.
Ya te contaré cuando nos veamos que hice las veces de confesor con los pobres irlandeses que ahorcaron en San Ángel.
Recibe y da de mi parte un. apretón de manos a todos los de la quinta, y que venga Celestina. Tuyo
José.
Postdata.—Se me olvidaba decirte que el marido de Elena está aquí herido y muy grave. Rugiero no me ha dado muy buenas noticias de Arturo, y estoy con cuidado.
Bolao acabó de dar cuenta de su expedición, diciendo que al regresar cabizbajo y despacio, había sido detenido por Macaria, que iba muy agitada seguida de los perros, la que le dijo que había sabido que Arturo y Celeste habían sido llevados por Rugiero a la casa de Olivia, la modista francesa, pero que ya no vivía donde antes, porque era rica y tenía un gran almacén, pero que no sabía dónde estaba ese almacén e iba a indagarlo, y ella misma vendría a la quinta a dar razón —y diciendo esto, continuó Bolao—, se marchó Macaria muy de prisa sin querer decir más, y recomendándome guardase el secreto porque iba su vida de por medio.
La carta de Josesito les produjo la más penosa incertidumbre.
—Las reflexiones de José —dijo Manuel—, son muy fundadas, y es necesario discutir el partido que debemos adoptar aprovechando estos momentos de calma.
—Mi resolución está tomada de antemano —contestó Teresa—. Yo no me muevo de la quinta. Si nos marchamos a San Ángel, quedaré ya entre los invasores, y no me será posible saber de ti. La campaña, si la guerra continúa, debe ser en las garitas y calles de México, y sea que tú puedas venir un momento, o que Juan Bolao, Benito o Martín den su vuelta por la ciudad, estoy cierta de que sabré lo que te pasa. Si me voy a San Ángel, hasta la eternidad no sabré quizás de ti… no, no, de ninguna manera; pues que no puedo acompañarte y estar a tu lado, siquiera estaré cerca, y tú tendrás siempre la oportunidad de enviar aquí una fuerza para defender la casa, o defenderla tú mismo si es atacada.
Cuantas reflexiones hicieron Manuel y Bolao a Teresa fueron inútiles. Persistió en quedarse, y no hubo ya más que hablar sobre este particular.
—Lo que sí me parece oportuno es que Carmela y Mariana se vayan a San Ángel y se lleven a Apolonia, la que quizá con la variación de clima y de objetos mejorará en su salud. Para cualquier ocurrencia, Bolao y yo estaremos más expeditos, y Martín quedará encargado de la quinta. Cerrada y en silencio, nadie vendrá a dar por acá, y en último caso y cuando ya no se pueda otra cosa, me decidiré por la casa de Florinda. Es grande, no le serviremos de incomodidad y está situada lejos del Palacio, y poca cosa debe haber por ese rumbo, aun en caso de una defensa en las calles.
Este nuevo plan dio lugar a una larga discusión, en la que tomó parte Valentín, que se había encerrado en su cuarto a escribir. Entregó a Bolao un pliego cerrado, que debería abrir en caso de que le sucediese alguna desgracia, y ejecutar su última voluntad. Este incidente echó un frío y un disgusto visible entre los interlocutores. Se llamó a Mariana y a Carmela, para consultarles su opinión.
Mariana dijo que no tenía más voluntad que la de Valentín, y Carmela añadió que haría lo que determinara Juan Bolao.
Volvió a entablarse la discusión, y al fin, después de vacilar, de fijarse en una resolución, y pocos minutos después proponer otra, quedó resuelta la separación y dispersión de la que podremos llamar la familia de la quinta. Bolao debería conducir al día siguiente, en uno de los carruajes, a Celestina, Carmela, Apolonia y Mariana al pueblo de San Ángel; buscarles a cualquier precio una casa y dejarlas instaladas allí con los recursos necesarios, avisando de esto a Josesito, por medio de una carta abierta que se le dirigiría al capitán Grant, y volviendo inmediatamente a hacerse cargo de la dirección de la quinta, tomando cuantas precauciones eran posibles para la seguridad de Teresa.
Manuel y Valentín continuaron en una relativa tranquilidad y descanso, hasta que fuesen llamados al servicio.
En estas y otras conversaciones, a cual más íntimas e importantes, se pasó la noche, y la tristísima velada terminó con un ataque de la siniestra risa de Apolonia, que duró más de media hora.
Mientras Teresa, fatigada, se retiró a su alcoba, Bolao, que no quiso perder tiempo, mandó poner el carruaje, y ahorrando una penosa despedida marchó a San Ángel con las desoladas personas, que se les figuró que al abandonar aquel pintoresco asilo, donde habían pasado momentos de felicidad suprema, abandonaban para siempre su propia vida. Si Bolao hubiese tenido su buen humor habitual, se habría reído y divertido mucho en el camino, que parecía una romería. Unas gentes iban y otras venían, según las noticias falsas o verdaderas que circulaban, cambiándose a cada momento.
Los ricos particularmente, que no se tentaban en esos momentos el corazón para quitar el dinero con tal de escapar y ponerse a salvo de los peligros, apenas sabían que los americanos acometerían la ciudad cuando mandaban poner sus carruajes, y seguidos de sus criados y equipajes se trasladaban a San Ángel, y una mala habitación la pagaban a peso de oro. Otros, que sabían que de un momento a otro debería quedar abandonado por las tropas de línea americanas y a merced de los voluntarios y contraguerrilleros, levantaban precipitadamente sus casas y regresaban a la ciudad, donde suponían que entraría el general Scott, guardando toda especie de consideraciones a los aristocráticos señores.
Bolao encontró y saludó a varios conocidos que iban y venían en sentido inverso, y él mismo vaciló y aun intentó regresar a la quinta, pero por fin cedió a las sugestiones de Celestina, que no quería otra cosa más que ver a Josesito, y continuó su camino, y llegó con felicidad, instalando a sus compañeras en la antigua casa solariega que el licenciado Zea acababa de abandonar temiendo a los contraguerrilleros, que sin saber por qué habían prometido robarlo y asesinarlo. Todo eran cuentos sugeridos por el terror, pero en esos instantes se creían como Evangelios.
Bolao en la noche misma regresó a México.