XXIV. La fuga

Un día, cuando Teresa, Manuel, Valentín y Bolao estaban almorzando de mala gana, imbuidos siempre en cierta tristeza, pero con esperanzas en la próxima paz, se escuchó distinta y terrible la campana mayor de la Catedral, que tocaba a rebato, y a poco un ayudante de plaza, a todo correr y con el caballo cubierto de sudor y de espuma, se detuvo en la puerta de la quinta. Bolao se levantó de la mesa y lo introdujo.

—Mi general —dijo a Valentín—, las negociaciones de paz se han roto, y dentro de pocas horas el enemigo avanzará para apoderarse de la ciudad. El comandante de la plaza ordena que en el acto se presenten ustedes, pues van a mandar una columna para contener al enemigo, entre tanto se organiza la defensa de las garitas. Si ustedes no mandan otra cosa, me retiro, pues tengo todavía muchas órdenes que comunicar.

El ayudante de plaza se retiró, y Valentín y Manuel mandaron ensillar sus caballos, se vistieron con sus más ricos uniformes y partieron a galope, sin quererse despedir de Teresa.

Bolao no tardó en seguirlos; dijo a Teresa que quería cerciorarse de lo que pasaba, y que volvería inmediatamente. Martín quedó encargado del cuidado de la quinta, y con todo y ser de día se cerraron las puertas con dobles cerrojos.

La ciudad entera, que confiaba, con la ligereza propia del carácter mexicano, en que la paz estaba concluida, y que la dilación de los comisionados consistía en el arreglo de detalles poco importantes, despertó sobresaltada al lúgubre toque de la campana mayor, y lo que otros días había sido alegría, ánimo de combatir y esperanza en el triunfo, fue entonces pavor, confusión y desaliento.

El pánico había hecho salir a la mayor parte de las gentes de su casa, que corrían desatentadas procurando informarse de lo que realmente ocurría, y tratando de averiguar cuáles serían las disposiciones del gobierno.

Unos maldecían al general Santa Anna, acusándolo de ser la causa de las infinitas desgracias de la nación, y de que los americanos hubiesen venido hasta las puertas de la capital; otros clamaban porque se hiciese la paz a toda costa, y los ricos egoístas que creían sus fortunas comprometidas, protestaban que no darían ni un solo peso para prolongar una guerra insensata, en la que tenían que ser inevitablemente derrotados los soldados mexicanos; grupos amenazadores de pueblo ocupaban las esquinas y plazas gritando injurias contra los yanquees, y pidiendo armas para combatir. Las gentes abandonaban sus casas y discurrían por la ciudad, y las más se dirigían para la villa de Guadalupe, cuyo rumbo estaba libre, pues las tropas enemigas habían establecido su cuartel general en Tacubaya, y trataban de embestir a la ciudad por el rumbo del Oriente.

El gobierno, por su parte, resolvió continuar la lucha y no sólo esperar al enemigo en la ciudad, sino salir a presentarle batalla en las cercanías; con este motivo, los batallones se movían y cambiaban de una parte a otra; los puntos fuertes, como los conventos e iglesias, se guarnecían y reforzaban, y se hacían con presteza fortificaciones pasajeras. A cabo de una o dos horas se cambiaba de resolución, los ayudantes corrían por las calles, y el batallón que había marchado por un rumbo, se situaba en otro, y todo esto acompañado de gentes del pueblo furiosas y resueltas a no dejarse humillar de los yanquees, y de personas tímidas que no sabían qué hacerse ni qué fin tendrían estos movimientos diversos de las tropas.

Valentín había salido a la cabeza de una columna de dos mil hombres, marchando con dirección a la garita del Niño Perdido, y apenas había llegado, cuando se le mandó retirar y esperar órdenes, arma al hombro, en el paseo de Bucareli.

Manuel estaba a la cabeza de quinientos caballos, y se le mandaba recorrer las calzadas del Oriente, hasta descubrir al enemigo, sin comprometer acción. El mismo general Santa Anna salió de Palacio seguido de un numeroso Estado Mayor, recorría diversas calles, llegaba a las garitas de Belén y San Cosme, y volvía a la Plaza Mayor, donde se reunía multitud de gente curiosa indagando noticias y refiriendo con exageración lo que se sabía por los indios que entraban, de los horrores que los americanos hacían en los pueblos cercanos.

Según los reconocimientos hechos por Manuel, las noticias de los ayudantes que tenía a sus órdenes y las de los vecinos y gente que encontraba en las calzadas, los americanos se decidieron atacar el Molino del Rey, donde suponían que existía un gran repuesto de pólvora y parque, y el general Scott dio la orden a su segundo, el general Worth, para que atacase la casamata, destruyese el material de guerra y regresase al cuartel general de Tacubaya. Santa Anna creyó a su vez que por la naturaleza del terreno desigual y quebrado, era la mejor oportunidad para atacar a los americanos y obtener una victoria. En consecuencia dispuso que las lomas de Tacubaya y Molino del Rey fuesen ocupadas por diversos regimientos y la artillería suficiente, y se atacase al enemigo impidiéndole la operación que quería hacer, y tenía por seguro su derrota, contando con que la caballería del general Álvarez, que estaba cerca, caería a la hora oportuna sobre la retaguardia y los acabaría de aniquilar. ¡Vana esperanza! El combate fue reñido, la posición de la casamata disputada con igual denuedo por ambas partes, pero la caballería mexicana por la naturaleza del terreno, no pudo obrar, y el valor y muerte del general León, de Balderas y el Gelaty no impidieron la completa derrota, y los restos del ejército del Molino se replegaron al castillo de Chapultepec, guarnecido por los muchachos, así, muchachos, pues el mayor no contaba veinte años, que estudiaban en el colegio militar situado en el Palacio.

Los mexicanos, como sus padres los españoles, son incansables en la guerra. Los derrotan hoy, y al día siguiente aparecen luchando otra vez como si nada les hubiese sucedido.

El enemigo situó a la conveniente distancia sus morteros, y las bombas comenzaron a caer y a estallar haciendo destrozos en las piezas del edificio e hiriendo y matando a sus defensores, pero los jóvenes, como si fuesen viejos militares acostumbrados al fuego, no cedían ni un ápice y disparaban contra las columnas que se avanzaban al abrigo de su artillería para penetrar al bosque. El general Bravo, impasible, fumando su puro, como lo tenía de costumbre en los mayores peligros, alentaba a aquellos imberbes y les decía tranquilamente:

—Pues que no hay otro remedio, nos sepultaremos en las ruinas de este castillo. En alguna parte hemos de morir, y vale más aquí defendiendo a la patria.

Pero el castillo sucumbió; el general Xicotencatl, con casi todo su batallón, pereció en el bosque. Los enemigos entraron por las cercas y potreros, y como fieras subían por las breñas y rampas a posesionarse del castillo. Cuando se enteraron de que tan heroica resistencia se la habían hecho casi unos niños de la escuela, no lo querían creer y buscaban en vano a la tropa de línea de que se figuraban estaba guarnecida la fortaleza.

Los mexicanos no se dieron todavía por vencidos, y resolvieron defenderse en las calzadas y en las garitas. Se replegaron a la casa de Alfaro (situada en la calzada de Chapultepec), y en las garitas de San Cosme y de Belén, quedando en la ciudadela una columna de reserva para disputarles el paso de las calles. Desde su llegada al valle de México, los americanos no habían cesado de pelear, y cuando creían haber terminado con la derrota de una fuerza, aparecía otra más adelante para disputarles el paso y procurar alcanzar una victoria. Los generales y jefes americanos acusaban al general Scott de haber, por sus malas disposiciones, sacrificado inútilmente cerca de dos mil hombres.

Juan Bolao regresó a la quinta, afectado como nunca de la situación.

—Las cosas se precipitan de una manera espantosa —dijo Bolao—: Valentín muerto, no me cabe duda, destrozado, hecho pedazos por una bala de cañón de a 16, que dispararon los americanos desde la puerta del castillo de Chapultepec. El general Santa Anna, que estaba en la garita de Belén, mandó a Manuel que fuese a retirar la fuerza que guarnecía la casa de Alfaro y clavase una pieza de artillería. Manuel estaba en ese momento desmontado componiendo la montura. Valentín se apresuró.

—Yo estoy montado ya, y cumpliré con la orden —le dijo al general.

—Bien, pero pronto, porque la columna enemiga avanza y caerá prisionera la guarnición.

—Valentín picó con los acicates a su caballo, y voló… voló a la muerte, Teresa. Una bala enorme le dio en la frente al caballo, e hizo pedazos al pobre Valentín a la vista casi de Manuel, que sin permiso del general voló a su socorro… ¡Qué… fragmentos informes de carne y sangre! Otro cañonazo…

—¡Jesús! ¡Dios mío! —exclamó Teresa llena de horror—, ¡por piedad, Juan!…

—Nada… una nube de polvo y de piedras, pues la puntería fue muy baja, y Manuel, bueno, sin un rasguño, regresó paso a paso al lado del general en jefe que le tendió y le estrechó la mano.

—¿Es la verdad? —preguntó Teresa con ansiedad.

—Como estar nosotros aquí. Son momentos críticos, y no hay que engañarnos. El general, con Manuel y su Estado Mayor, se han retirado a la ciudadela, donde va a celebrarse una junta de guerra para determinar el que continúe la defensa de la ciudad, calle por calle, y casa por casa.

La naturaleza humana es de suyo egoísta y tiende inconscientemente a su conservación. Sintiendo Teresa, la santa, la buena Teresa, en el fondo de su alma la muerte de Valentín, casi estuvo a punto de alegrarse, pues que Manuel se había salvado.

—El destino de las criaturas —dijo Bolao después de un rato de meditación y de silencio.

—Estoy segura —contestó Teresa volviendo a sus sentimientos de bondad—, que Valentín ha salvado a Manuel. Observaría el peligro que corría al comunicar la orden, y él quiso arrostrarlo.

—Así lo creo yo…

Bolao se acordó del pliego cerrado que Valentín le había entregado, fue a su cuarto a buscarlo y volvió con él abierto al salón.

—Adivinó su muerte y hasta la manera como había de morir, Teresa —dijo Bolao leyendo:


Como no pasarán tres días sin que sea yo matado por una bala de cañón, quiero hacer mis últimas disposiciones y entregar en reserva a mi amigo Bolao este pliego. Si se supiera esto, se creería que tengo miedo, y juro por Dios que jamás he tenido miedo en campaña, y que la muerte más gloriosa y más pronta para un soldado es cuando le toca en la cabeza una bala de cañón.

Dejo mi hacienda llamada La Jordana en el distrito de Río Verde, y mi casa de Tampico, por partes iguales, a mi buena y querida Mariana y a mis dos hijas Carmelas. Un rancho que está pegado a la hacienda y que se llama el Chapopote, se lo dejó a don Mariano el tendero, pues al fin ha cuidado con esmero y adora a Carmela como si fuese su propia hija. A la madre de Carmela, nada… y yo tengo mis motivos para obrar así.

El dinero en oro, que está en el escritorio de la recámara que he ocupado en la quinta, se repartirá entre Martín y los demás criados. A mis amigos de la quinta, como son ricos, les dejo mis espadas, mis uniformes, mis medallas y lo que es más, mi corazón.

Mi testamento en regla y conforme a la ley, está en la escribanía de Orihuela, y nombrados albaceas en primer lugar, Manuel; en segundo, Juan Bolao, y en tercero, y a falta de los dos, Josesito, que me ha sido siempre muy simpático, y a quien le dejo un solitario y un reloj de oro que se encontrarán también en un cajón del escritorio.

Adiós, Juan muy querido. Adiós, buena y adorable Teresa. Adiós, amigos todos. Muchos consuelos a mi pobre Mariana, y muchas caricias a mis queridas hijas.
 

En otras circunstancias, las últimas palabras del escrito de Valentín y su fin trágico habrían hecho derramar lágrimas al mismo Bolao, que jamás las había vertido en su vida, pero en aquel momento los llenó de pavor. La muerte se cernía sobre aquellos prados llenos de flores; rozaba con sus alas negras y emponzoñadas las copas verdes de los fresnos; los arroyos parleros y claros iban a secarse.

Teresa, a medida que Bolao leía, palidecía más, hasta ponerse cadavérica. Bolao se levantó también vacilando del sillón, y trajo a Teresa un vaso de agua y una copa de vino.

—Lástima es que haya usted insistido, Teresa, en quedarse en la quinta. La creo muy expuesta. Estamos precisamente en el ángulo de lo más encarnizado de la guerra. Los americanos atacarán por las calzadas de San Cosme y Belén, y para penetrar en la ciudad vendrán también por San Jacinto y quedamos completamente aislados. Marchar a San Ángel es ya imposible. Entrar en la ciudad lo mismo, y además si la ciudad es bombardeada, y si al tomarla hay saqueos y matanzas ¡qué va a ser de nosotros!

No obstante el profundo sentimiento que causó a Teresa y Bolao la desaparición de Arturo y de Celeste, la muerte del generoso Valentín y los funestos presentimientos y conjeturas que hacían, la noche se pasó sin incidente alguno; Teresa durmió un par de horas, y Bolao, sin abandonar la vigilancia usual, descansó y durmió a intervalos en el mirador. Al día siguiente muy de madrugada, después de recorrer con el anteojo los alrededores y la ciudad, montó a caballo y salió a hacer su exploración acostumbrada, persuadido que los enemigos estaban ya en posesión de la ciudad.

En efecto, era así. En la Junta de Guerra de la Ciudadela nada se resolvió en sustancia; las tropas, que habían quedado fatigadas y diezmadas por los combates de los días anteriores, se encontraron sin jefe, pues el general Santa Anna se había marchado a la villa de Guadalupe, dejando a Manuel y a otros jefes de su Estado Mayor encargados de continuar la lucha o salvar lo que se pudiera, encaminar las tropas y observar los movimientos del enemigo y darle parte. Los nacionales no quisieron disolverse ni entregar sus armas, y conservaron las fuertes posiciones que tenían en Santa Isabel y otras iglesias, encaprichados en seguir resistiendo en las calles. Entre tanto el general americano Quitman ocupó la garita de Belén, y el general Worth penetró por San Cosme hasta San Hipólito y Plaza de San Juan de Dios, y empezó a disparar cañonazos y arrojar bombas al centro de la ciudad. Las calles, oscuras, pues no había podido encenderse el alumbrado, presentaban en algunos puntos una espantosa soledad, y en otros una vertiginosa agitación de soldados en desorden, que buscaban las garitas libres para escaparse; de carros de parque; de piezas de artillería abandonadas en las plazuelas. De parte de unos, el terror y la fuga; de parte de otros, la ira, el despecho y el ardor para continuar el combate, y entre tanto las familias desoladas abrían un momento el balcón de las casas para observar lo que pasaba, y al estruendo de la artillería o al estallido de una bomba, los volvían a cerrar, o huían espantadas si habían salido a la calle en busca de un hermano, de un hijo, o de un esposo. Confusión completa y horror en su último grado, en esas horas de la noche terrible del 15 de Septiembre de 1847.

Manuel procuró organizar alguna defensa, salvar al menos la artillería gruesa, el repuesto de parque que abundaba en la Ciudadela, pero sus esfuerzos eran inútiles, nadie lo obedecía y no escuchaba más que maldiciones y recriminaciones contra el general Santa Anna, pues decían que había comprometido a la ciudad para abandonarla después. Desesperado, tomó después de la media noche el rumbo de la calzada de Guadalupe, y fue a dar cuenta de lo que pasaba. El general Santa Anna estaba por su parte furioso, llamando cobardes a oficiales y generales, y a uno de ellos le había cruzado la cara con el fuete. El mismo no sabía si volvería a acometer a la ciudad, o se retiraría al interior. Las tropas iban tomando, en medio del estruendo de los cañonazos de los americanos, el rumbo de Guadalupe, con la artillería y parque que habían podido sacar de la Ciudadela.

Cosa de las dos de la mañana el Ayuntamiento se reunió en cabildo, consideró que la ciudad quedaba entregada a la furia del vencedor y que dentro de pocas horas la matanza, la sangre y el incendio aniquilarían inútilmente la más bella de las capitales del Nuevo Mundo. Se resolvió enviar una comisión a pedir garantías al general vencedor.

Tales fueron las noticias que adquirió Bolao, y quien se las dio con más pormenores que los que se han referido, fue Rugiero, a quien encontró en las cercanías de la Ciudadela montado tranquilamente en su gran caballo prieto, seguido de su lacayo negro, cabalgando en su pequeñísimo potrillo.

—No hubo paz por más que hice, amigo Bolao —le dijo Rugiero—, y la conquista de la capital está consumada; no dilatará el general Quitman en ocupar estas fortificaciones, y yo me marcho a buscar al general Scott para acompañarlo en su entrada solemne y triunfal.

—¿Y Arturo; Arturo y Celeste? —le preguntó con ansia Bolao, tratando de obtener una repuesta para dársela a Teresa.

—Arturo y Celeste están en mejor lugar que ese viejo maligno de don Pedro, pero es largo de contar y ya tendremos tiempo; por el momento, tengo mil cosas urgentes que hacer.

Rugiero estrechó la mano de Bolao y partió a galope con dirección a Tacubaya, donde estaba el cuartel general americano.

Bolao continuó su exploración por la ciudad, sola en esos momentos; las casas cerradas, una que otra panadería abierta, y piquetes de nacionales, todavía en las torres y azoteas pretendiendo hacer resistencia. Se encaminó por el rumbo de Nuevo México a la casa de Florinda, y no pudo pasar porque se lo impidieron tropas americanas que estaban en ese rumbo y que rehusaron aun mirar su salvoconducto.

Volvió por el centro y se detuvo en una boca calle al tiempo que pasaba por la avenida principal el general Scott. Era un grande viejo, de fisonomía imponente y severa, con un elevado vientre cubierto con una banda azul claro sobre el uniforme azul oscuro, y una cachucha con galón de oro. Montaba un arrogante caballo alazán, que parecía de seda, con unos ojos inteligentes que miraban con curiosidad a la ciudad y a las gentes que no estaba acostumbrado a ver. Seguía al general en jefe americano un escuadrón de la magnífica caballería de rifleros de Kentuky. Los caballos, todos de color rojizo dorado, lustrosos, gordos, expeditos lo mismo que los soldados, como si acabaran de salir del cuartel en su propio país. Seguían a esta escolta los batallones de infantería completamente vestidos de azul, empolvados y con sus banderas desgarradas y hechas trizas por las balas mexicanas. Rugiero venía al lado del capitán americano que mandaba esta brillante escolta, que por la corpulencia y belleza de caballos y jinetes apenas podría compararse a los guardias de la Reina Victoria.

El general vencedor y la escogida columna que lo seguía, hizo alto en la Plaza Mayor, y a los diez minutos la bandera tricolor mexicana fue arriada en el Palacio y enarbolado el pabellón de las estrellas.

Un hurra de alegría se escuchó en las filas americanas, a lo que respondió con un rugido de venganza el pueblo, que en grupos, a cierta distancia, había seguido a las tropas americanas.

Bolao, cabizbajo, triste hasta el fondo del alma, dejó ir paso a paso a su caballo, que voluntariamente tomó la dirección de la quinta.

—Concluido todo, absolutamente concluido —dijo Bolao a Teresa cuando llegó a la quinta—. El ejército americano posesionado de la ciudad, y la bandera de las estrellas flameando en el Palacio.

—¿Y Manuel, Manuel? —le preguntó Teresa que en esos instantes de incertidumbre le importaba poco que todo hubiese acabado y perecido con tal de que su amante se hubiese salvado—; ¿qué es de Manuel? ¿Por qué tiene usted la crueldad de hablarme de las banderas y de los soldados americanos? ¿Qué me importa todo esto?

—Manuel, bueno, en completa seguridad. Está al lado del general Santa Anna que se ha situado en Tlalnepantla y probablemente habrá seguido ya para el interior o para el rumbo de Puebla.

—¡Gracias, gracias, Dios mío, que me vas preservando de la fatal desgracia!

—Espero que no tendremos otra que lamentar, Teresa, y que por ahora, una vez que las tropas vencedoras están en la capital y no piensan perseguir a los restos del ejército mexicano, no habrá nada que temer y podremos pensar esta noche misma si marcharnos a San Ángel, o en traer aquí a nuestros amigos. José será puesto en libertad; ese pobre de Luis estará quizá en convalecencia y lo pasará mejor en el campo. Buscaré a Rugiero, y él nos dará noticias de Arturo y de Celeste, que es seguro que viven y que tendremos la dicha de abrazarlos. Ocultaremos a Mariana y a Carmela la muerte de Valentín, y veremos de recoger a la otra Carmela y hacer algo con don Mariano el filósofo.

Por este estilo Teresa y Bolao discurrieron largo tiempo, fabricando castillos en el aire y tratando de consolarse.

Bolao dio sin embargo sus disposiciones, sea para un caso de ataque nocturno y para la marcha a San Ángel; al día siguiente, y confiado y también casi sin fuerzas ni aliento, dejó a Martín el cuidado de la casa, y después de más de una semana de velar, se desnudó y se metió en la cama.

Cerca de las tres de la mañana y al volverse del otro lado, Bolao creyó escuchar un rumor insólito, que no acertaba a reconocer de donde venía, y a poco ecos lejanos de fusilería, y en seguida el estampido del cañón. Vistióse con precipitación, subió al mirador y observó la ciudad como en fuego. En la oscuridad de la noche se distinguían las llamas de un incendio y se veían los relámpagos rojos que formaban los tiros de los fusiles, y rumores siniestros, gritos feroces llegaban, aunque debilitados, a sus oídos. Bolao pensó que el general Santa Anna, habiendo podido reorganizar sus tropas, había vuelto del camino y penetraba en la ciudad, o que el pueblo y los guardias nacionales se habían reunido y atacaban en la misma ciudad a los que habían entrado como vencedores. Precisamente esto último había sucedido. Los guardias nacionales, conservando sus armas y provistos de un surtido de parque, se habían dispersado, y unos entrando en sus propias casas y otros en las esquinas de las calles y en las bóvedas de los templos, hacían fuego a los soldados americanos, que, ya en patrullas, ya aisladamente transitaban por la ciudad. El general Scott notificó al Ayuntamiento que, considerando que era una traición este ataque, después de que había otorgado garantías a la ciudad, se saldría de ella y la bombardearía desde las garitas permitiendo a sus soldados que la saqueasen y matasen a cuantos encontraran haciendo fuego. El Ayuntamiento hacía esfuerzos porque cesara este combate y se restableciera el orden, pero no tenía medios de hacerse obedecer, y los guardias nacionales, unidos con el pueblo y alentados por un escuadrón de caballería que penetró por las calles lanceando a cuantos encontraba, llevaban muchas horas de lucha y habían matado buen número de enemigos.

Los americanos, furiosos a su vez, recorrían la ciudad con sus cuchillos de monte en la mano y con sus armas de repetición, tirando tiros, allanando las casas y subiendo a las azoteas a apoderarse de los que les tiraban. Las fuerzas americanas situadas en las garitas de Belén y San Antonio, disparaban de cuando en cuando sus cañones cargados de metralla para despejar una sucesión de calles rectas que quedaban por un momento desiertas para volverse, a pocos minutos, a llenar de un pueblo furioso que mataba a palos y a pedradas a los soldados descarriados que trataban de refugiarse en sus cuarteles.

Bolao pasó en la más grande inquietud dos o tres horas, y en cuanto amaneció, previno a Benito tuviese el carruaje listo con las mulas más mansas y acostumbradas al fuego; a Martín, que organizase su defensa, y montando a caballo, sin despertar a Teresa, partió a galope a explorar la ciudad y enterarse de lo que pasaba.

La calzada de Chapultepec la encontró ocupada por fuerzas de caballería americana que marchaba en dirección a la ciudad. Retrocedió, y por un potrero vino a salir a los Arcos de San Cosme. Bandadas desorganizadas de hombres a pie y a caballo llenaban el camino y los potreros. Había visto las tropas arregladas de línea, pero el aspecto de esa turba rabiosa, lo llenó de terror. Ebrios, blandiendo espadas y largos cuchillos, con grandes pistolas ceñidas en la cintura, jurando y gritando en lenguas ásperas y extrañas, con las caras encendidas, las cabelleras y barbas rojas y flotando en desorden, pesadas botas hasta los muslos, y blusas encarnadas se creería que eran los descendientes de los cimbrios y vándalos que invadieron a Roma en otros siglos. Eran los voluntarios de Indiana al mando del capitán Meinreid, y los Rangers texanos del general Lane, todos gente bárbara de todas las regiones del mundo, que con el cebo de una alta paga y la esperanza del robo, habían venido a ponerse al servicio de los Estados Unidos.

Bolao, confundido por más de media hora y caminando y haciendo alto con esa turba cuya furia crecía a medida que se acercaba a la ciudad, logró al fin descubrir y acercarse al que parecía ser el jefe que los conducía. Se encontró con un joven que no tendría más de veinticinco años, de simpática y gallarda fisonomía, vestido correctamente con su uniforme azul oscuro, y montando un caballo negro como el azabache, muy parecido a uno de los de Rugiero.

Juan saludó y le presentó su salvoconducto. Apenas lo vio el capitán cuando le tendió la mano, le hizo muchos agasajos y sacando del bolsillo un largo lápiz de oro y una cartera, le arrancó una hoja y escribió en ella con letras enormes: Mein-Reid.

—Con el salvoconducto y este papel —dijo a Bolao—, podrá usted atravesar por entre los voluntarios de Indiana y de Texas y por donde quiera que haya tropas de los Estados Unidos, sin ser molestados.

Juan vio el cielo abierto, dio calurosamente las gracias al oficial, le estrechó la mano y siguió sin dificultad a la ciudad, donde penetró encontrándola en el estado más horroroso, pues no cesaba el fuego de las azoteas y balcones, y los combates parciales entre los soldados americanos y el pueblo, igualmente encarnizados y embriagados con el licor y la sangre. Avanzó, no sin riesgo, con mucha precaución hasta que logró penetrar en calles absolutamente solas y quietas, cercanas a la casa de Florinda, a donde pensaba dirigirse para adquirir noticias y saber como la pasaban.

—Ni intente usted detenerse, amigo Bolao —le dijo Rugiero que desembocaba por una esquina montado en su fantástico caballo y seguido de su diminuto lacayo—, ya ve usted las consecuencias de la obstinación en no firmar la paz; pero esto durará poco, porque los guardias nacionales han agotado su parque. Si está en la quinta esa buena y desgraciada Teresa, sáquela usted en el acto, porque de quedarse allí perecerá, aunque no fuese más que de terror. Los voluntarios texanos parece que han salido del mismo infierno.

Rugiero siguió rápidamente su camino, y Bolao quedó como desvanecido, pero en el acto volvió en sí, y aprovechando el consejo ganó sin dificultad por esas mismas calles la garita de Belén, donde encontró la masa infernal de voluntarios, contenidos por la autoridad del capitán Mein-Reid.

Sus dos salvoconductos le sirvieron para no ser molestado y llegó a la quinta en momentos en que masas de hombres furiosos se desbordaban por todas direcciones cercando completamente la casa.

—No tenemos un instante que perder; si nos quedamos aquí esta noche seremos sin duda víctimas de estos bárbaros —dijo a Teresa que muy inquieta lo esperaba.

Sin replicar, tomó su pañolón, un cofrecito de alhajas y algún dinero, y montó con Bolao en el carruaje que ya tenía listo Benito, dejando encomendado el hermoso castillo de las alegres veladas al cuidado del fiel y esforzado Martín.

El papel con el nombre de Mein-Reid era un talismán. Lo llevaba Bolao abierto en la mano y lo enseñaba por la portezuela cuando había alguna dificultad para transitar.

Así llegaron a la garita, penetraron por las calles de la ciudad donde no había fuego y se dirigían ya creyéndose a salvo en la casa de Florinda, cuando vino a caer sobre el carruaje un tropel de contraguerrilleros traidores, con sus cintas rojas en sus sombreros jaranos, gritando: «Muera México», acompañado con atroces insolencias y disparando balazos con sus escopetas y pistolas. Una bala hirió a Benito, que cayó del pescante, y las mulas, aunque mansas y acostumbradas al ruido y a los tiros, partieron espantadas, pero poco anduvieron. Dos de los contraguerrilleros les echaron un lazo, amarraron a cabeza de silla y las contuvieron, aunque causando un fuerte sacudimiento al carruaje.

Uno de los contraguerrilleros abrió la portezuela y puso una pistola al pecho de Bolao, mientras otro por el otro lado quiso apoderarse de Teresa. Bolao tenía un puñal en la mano y podía haberlo hundido en el pecho del bandido, pero con la velocidad del relámpago pensó que era perderse y perder a Teresa, y trató con serenidad de entenderse con el agresor y ofrecerle una cantidad de oro que sacó de la bolsa, pero una gritería feroz una descarga de mosquetones y un ruido insólito de armas blancas que se chocaban, cambió la escena. «¡Viva México; traidores, hijos de… malditos; aquí está Culebrita para beberles la sangre y arrancarles… el corazón!» y con estos gritos del guerrillero mexicano y de los suyos, cayeron a cuchilladas y balazos y caballazos sobre los contraguerrilleros. Teresa, como loca, salió por la portezuela abierta, tropezó con el cadáver del bandido que la quería robar, empapó sus pies en su sangre y casi cayó sobre él pero el instinto de conservar la vida le dio fuerzas, se levantó y echó a correr por las calles con dirección a la casa de Florinda. Bolao la quiso seguir, pero un caballo herido y trastabillando vino a caer sobre él. Culebrita lo levantó, lo montó en otro caballo cuyo jinete había caído, y corrió con él y los suyos a escape, pues una compañía de rifleros venía en auxilio de los traidores.

Teresa, con el cabello suelto, el vestido despedazado y los pies rojos de sangre, continuó su carrera loca, hasta que fue detenida por los brazos nervudos de un voluntario, un gigante de barba color de fuego, feroces ojos azules y blandiendo en un brazo de Hércules un enorme cuchillo de monte. Comenzó por arrancarle violentamente el relicario de oro y diamantes con el retrato de Manuel, desgarrarle las orejas para quitarle los pendientes de oro, y concluyó por cogerla en brazos como si fuese una niña. Los esfuerzos desesperados y gritos de Teresa eran inútiles. Otros voluntarios, igualmente espantosos que el raptor que estaban cerca, reían estrepitosamente y trataban de matar con sus carabinas a las mulas que doblemente azoradas corrían con el carruaje ya roto y vacío.

En una esquina, el gigante monstruoso cayó como una masa pesada y Teresa encima de él. Una bala disparada desde un balcón le había destrozado el cerebro.

Teresa, loca, sangrienta, se levantó y siguió corriendo hasta la casa de Florinda, subió la escalera de dos en dos, con los ojos saltándosele de pavor, sin respiración, casi desnuda, con los cabellos que ella misma se había arrancado en sus manos crispadas. El portón estaba abierto, y los gritos dolorosos de Florinda, de Elena y de Margarita se escuchaban hasta la calle; las criadas se retorcían las manos en los corredores.

Elena acaba de recibir de manos de un oficial americano cuatro letras de su marido, en que se despedía de ella antes de morir. Luis, que había recaído, agonizaba, Manuel, herido y conteniendo la sangre con sus manos, había tenido el esfuerzo de llegar a la casa y caer exánime en el propio lecho de Florinda.

Teresa recorrió sin hablar a nadie las recámaras hasta que fue a caer sobre el cuerpo blanco y casi desnudo de Manuel, que manchaba un hilo de sangre que brotaba del costado derecho.

La aparición repentina de este espectro sangriento, la mirada aterradora de loca perseguida, helaron la sangre de Florinda, de Elena y de Margarita, y quedaron suspensas y cuajadas en sus mejillas las lágrimas calientes y cristalinas que estaban derramando en su desolación.

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