El tumulto y la lucha y asesinatos en las calles cesaron porque, como dijo Rugiero, el parque se acabó a los mexicanos que defendieron palmo a palmo su ciudad. Santa Anna se alejó rumbo a Puebla, y el general Herrera, con los restos del ejército, tomó el camino de Querétaro. Sin esperanza ya los guardias nacionales que tan valientemente lucharon, no les quedó más arbitrio que esconder sus armas que nunca rindieron, y evitar la venganza del enemigo. Las tropas de línea ocuparon ya definitivamente la capital y se estableció el orden y la disciplina, a lo que contribuyó mucho el Ayuntamiento, pero los voluntarios eran incorregibles, y la autoridad y prestigio de que gozaban Mein-Reid y Lane, no eran bastantes a sujetarlos. Estaban derramados por todas las afueras de la capital, ocupando calzadas y ranchos y casas, donde se metían arrojando por la fuerza a los dueños, y talando y apoderándose de lo que encontraban y les convenía. En las casas vacías y abandonadas del rumbo de San Jacinto, no encontraban comodidades ni víveres, y les ocurrió trasladarse a la quinta, donde observaron que había gente.
Hacia la media noche del día 16 de Septiembre de 1847, en que pasaron en México los acontecimientos que acabamos de referir, un grupo de quince o veinte salvajes se dirigieron del campamento donde estaban a la reja de fierro que precedía a la puerta grande de la quinta, y que era todo lo que constituía la fachada por el frente lisa y sin ventanas ni balcones. Era la primera muralla, según se ha explicado ya.
Ni su vocerío ni sus golpes recibieron contestación. Martín sabía bien que sólo con artillería podrían romper la reja, las puertas y las paredes, y se propuso a encerrarse como en una fortaleza, no contestar ni hacer caso, y defenderse en las azoteas y en el interior en caso de un asalto. Contaba con dos mozos, cuatro ordenanzas inválidos, pues el que no era tuerto le faltaba un brazo o una pierna. Las criadas y los jardineros, asustados en cuanto vieron salir a Teresa y a Bolao en el coche, se marcharon a buscar un refugio en la ermita de los Remedios; sólo había quedado una india que hacía tortillas, lo que bastaba para alimentar a la guarnición.
Los voluntarios, mirando que no se les abría, ni cedía la reja, comenzaron a tirar balazos contra el edificio, y buscaron y encontraron unos trozos de viga para palanquear y torcer los fierros, pero todo en vano. Su furia crecía a medida que el obstáculo que les impedía la entrada. Lograron retorcer los fierros y arrojar por entre ellos tizones ardiendo a la puerta de madera que comenzó a quemarse, pero lentamente. Los bramidos y juramentos en lenguas guturales, atrajeron a otros voluntarios que estaban más lejos, y a las dos horas había una chusma encarnizada que sitiaba la quinta y buscaba la manera de entrar.
Dieron al fin con la ventana del costado, por cuya reja había subido Rugiero. Unos de tantos fornidos gigantes subió; pero tropezó con la cornisa saliente, y en vez de ser auxiliado tirándolo de una mano, como lo fue Rugiero, recibió un golpe en la cabeza que le asestó Martín con la culata de un fusil; y cayó al suelo con el cráneo hecho pedazos. Un grito horrendo se escuchó, y un rocío de balas fue dirigido a la azotea. Otro voluntario intentó el asalto y le sucedió lo mismo. Martín no se quitaba de la cornisa; y las balas no le habían hecho daño ni a él ni a sus soldados.
Los voluntarios resolvieron hacer escalas con vigas arrancadas de otras casas y ramas de árbol. La operación fue larga, difícil, laboriosa e imperfecta; pero al fin volvieron a la carga con aparatos que les sirvieron para subir a la azotea por diversas partes. Cayeron heridos uno, dos y tres; pero el cuarto logró poner el pie en la azotea y tras él los demás.
Martín y los inválidos dispararon sus fusiles; pero no tuvieron tiempo de cargarlos de nuevo. Los vigorosos gigantes se apoderaron de ellos, y, como si fuesen de cartón, los cogieron por los pies y los lanzaron a la calle. Martín, más valiente, más fuerte que los débiles viejos que estaban a sus órdenes, resistió repartiendo golpes con la culata de su fusil, hasta que fue asido por las espaldas por uno de los asaltantes. Entonces se trabó una lucha en la azotea. Martín pudo voltearse y abrazarse con su enemigo que ya lo ahogaba. Así fueron forcejeando, y avanzando y retrocediendo a la orilla de la azotea, hasta que cayeron al jardín y se estrellaron en las lozas, a poca distancia del copado fresno bajo cuya sombra acostumbraba sentarse Teresa.
La victoria fue ya completa. Los voluntarios descendieron por la escalera del mirador, abrieron las puertas, y una avalancha se precipitó a pie y a caballo a los patios y jardines, gritando desaforadamente:
—¡¡Hurra, Hurra!! Indiana for ever.
En un momento encendieron las lámparas y arbortantes del salón y recámaras; forzaron las puertas y roperos y armarios, esparciendo por el suelo los trajes de seda, los pañolones bordadas de China, los encajes de Bruselas, los abanicos y peinados, las chucherías y dijes de Teresa, de Carmela y de Mariana, y guardándose en la bolsa de sus sangrientas blusas las alhajas de oro, plata y piedras que encontraron. Los uniformes de Manuel y de Valentín los destrozaron con rabia con sus cuchillos de monte. Dieron con la puerta de la capilla y la abrieron a balazos; derribaron las imágenes de Cristo y de la Virgen, que eran de la magnífica escultura de Guatemala, las hicieron trizas con los clavos de sus pesadas botas y se revistieron con las casullas y albas guardadas en una cómoda de la pequeña sacristía, y así ataviados, unos con estos ornamentos sacerdotales y otros con chales y pañolones de mujer, recorrieron los corredores riendo y haciendo un simulacro de una grotesca mogiganga. Acertaron en su sacrílega procesión a pasar por la cocina y la despensa, y su alegría feroz no tuvo límites. Abarcaron en sus brazos llenos de pelo como osos, con las botellas de vino y licor; con los jamones y conservas, con lo más exquisito que había reunido Teresa para el caso de un sitio, y en las vajillas de porcelana y plata vaciaron sardinas y salmón, aceitunas, frutas en conserva y frutas secas, y haciendo una mezcla de todo ello con grandes mordiscos de galleta, devoraron y bebieron, rompiendo el gollete a las botellas, toda clase de vinos hasta ponerse beodos.
Como en la madrugada refrescó el tiempo, con las achas de la cocina hicieron rajas de los sillones dorados de brocatel y de las cómodas incrustadas de concha, y formaron una lumbrada en el atrio que precedía al comedor, y se pusieron a calentar y a beber todavía. A sus grandes caballos los soltaron en los jardines, y como estaban hambrientos, en instantes devoraron el pasto verde y las flores exquisitas, corriendo, dando saltos y cabriolas, como si también estuvieran ebrios, y acabando en momentos con plantas, arbustos y sembrados, como si hubiesen sido los caballos de Atila.
Caballos enormes y salvajes voluntarios cayeron, hartos los unos y ebrios los otros, y el silencio reemplazó en la desolada quinta a los hurras, a los juramentos y a la algarabía brutal de lenguas extrañas.
La aurora apacible fue alumbrando aquella desolación; el aire puro disipaba los miasmas del sudor, de la sangre y de la borrachera; algunas azucenas tímidas se levantaban por entre los costados de los grandes caballos que dormían. El cielo estaba azul y puro, y el sol, espléndido y risueño, bañaba con su alegre luz de oro las caras abotagadas y los cabellos rojizos de los voluntarios de Indiana, tirados y revueltos como si fuesen unos grandes boas. Fueron sucesivamente despertando, y levantándose, y mirando asombrados las bellezas del jardín que acababan de destruir, pero su instinto les hizo dirigirse de nuevo a la despensa a buscar licores, y de nuevo comenzaron a beber hasta que cayeron de nuevo en los sofás de los salones, en el lecho virginal de Teresa, en el catre de Valentín y en el cuarto de Manuel, donde destrozaron el tocador para aprovechar las piezas de plata.
Fue el toque de una corneta y la voz terrible del capitán Mein-Reid que los hizo volver en sí, y concluyendo rápidamente su saqueo abandonaron la quinta.
Los cantores pajarillos, que habitaban la copa de los fresnos, ahuyentados con los tiros, el ruido y la pólvora de la noche, volvían y revolaban indecisos, y cuando sus ojillos perspicaces veían los jardines destruidos y los extraños hombres y caballos tendidos en el césped, regresaban rápidos a la espesura de la sierra verde y tranquila, donde no había penetrado todavía esa terrible fiera que se llama hombre.