III. El vapor «Neptuno»

El día amaneció sereno, apacible y diáfano; en el cielo azul purísimo, apenas flotaba una que otra nubecilla que doraban los rayos del sol naciente. El mar estaba todavía un poco agitado; pero las aguas iban recobrando su hermoso color verde, y las olas se rompían con un manso y acompasado ruido en blancas y espumosas cascadas; parvadas de flamencos y de gaviotas iban a reposar un momento sobre la superficie de las lagunas, mientras las aves de las selvas saltaban trinando en los árboles, ramas y flores todavía frescas y lozanas, como si fuese el principio de la primavera. Nada anunciaba que la noche anterior hubiese sido de aquellas que dejan una memoria eterna en el alma de los que presencian en las regiones equinocciales estos imponentes fenómenos de la naturaleza.

Apenas comenzaron a despuntar los primeros albores de la mañana, cuando dos o tres lanchas y un pequeño vapor que servía en el puerto para conducir a los paquetes ingleses la correspondencia y pasajeros salieron a la mar. La inquietud en Tampico era general, y casi ninguna de las lindas muchachas que asistieron al banquete pudo dormir, pensando en la suerte que habrían corrido los atrevidos jóvenes que en noche tan horrenda y borrascosa salieron a desafiar los peligros y la muerte.

El vapor, remolcando las lanchas, llegó en breve a la isla de Lobos; pero sin embargo, tardó más tiempo que la lancha de nuestros amigos que, arrebatada la noche anterior por la borrasca, corrió millas y millas con la velocidad del rayo.

—Es el Neptuno, lo conozco; viene por nosotros. A bordo; y no hay que pensar en las escenas de anoche: es esta la primera vez en mi vida que me he quedado callado, y eso porque esa maldita agua salada de la mar me tapó la boca. Vamos, señorita, no hay que tener ya miedo: la mar está todavía enojada; pero no hay cuidado. Apóyese usted en mi brazo, y de un salto estará dentro de esa lancha, sin cuyo auxilio hubiéramos ya sido pasto de las tintoreras.

Quien decía esto era Juan Bolao, uno de nuestros antiguos y alegres conocidos; el mismo que en unión del capitán Manuel, sostuvo una reñida campaña contra los ladrones en el camino de Veracruz.

—¿Y Rugiero? —preguntó tímidamente Arturo al oído del padre Anastasio.

—Lo vi hundirse en un abismo profundo, lleno de luz, de llamas fosfóricas y de fuego, a la vez que Teresa, sobrenadando tranquilamente en las aguas, envuelta en los pliegues flotantes de su vestidura blanca, se dirigía lentamente a la playa, conducida por el perro.

—Pues yo por el contrario —contestó Arturo—, vi hundirse a Teresa, mientras que se alzó sobre las ondas negras y espumosas la figura imponente, terrible y luminosa de Rugiero.

—Nada, absolutamente nada vi —murmuró entre dientes el inglés, poniéndose con mucha preocupación la mano en la boca e inclinando la cabeza.

—El miedo y el espectáculo aterrador de una tempestad, sin duda, nos trastornaron por un momento los sentidos —continuó el padre Anastasio—, lo único de que yo puedo acordarme perfectamente es, de que tenía yo en Dios una fe ciega y profunda, que me decía que todos los náufragos habían de salvarse.

—Y así sucedió en efecto —dijo Arturo—, porque hasta los marineros que se habían perdido, se encontraron sanos y salvos en el otro lado de la isla; pero en cuanto a Rugiero, eso es otra cosa; los dos lo hemos visto arrojarse al agua y luchar con Teresa para salvarla… o para precipitaría en el fondo del mar, eso es lo que yo todavía no podré decir.

—¿Y el capitán vio lo mismo que nosotros? —preguntó el padre.

—En verdad, no me he atrevido a hablarle de esto, porque su cabeza no me parece muy arreglada que digamos. A Teresa no puede decírsele tampoco ni una palabra, porque en el acto se estremece y se pone pálida como la muerte.

Entre tanto pasaba esta conversación, nuestros personajes se habían acercado al embarcadero, y el vapor Neptuno a la costa. Fue este un momento de esa alegría dolorosa que arranca lágrimas del fondo del corazón.

Los de a bordo gritaban hurras con toda la fuerza de sus pulmones y hacían ondear en el viento sus pañuelos: el vapor enarboló la vistosa bandera tricolor mexicana, y disparó un cañonazo con una pequeña carronada que traía en la proa. Los náufragos, que estaban en tierra, abrazaban con efusión sincera a los que los habían salvado la noche anterior, y entre sollozando y riendo, correspondían a las felicitaciones de los del vapor.

Mister Hardingson, que así se llamaba el inglés, estaba silencioso y preocupado, y murmuraba sin cesar entre dientes:

—Yo nada vi, absolutamente nada.

Arturo recobraba a toda prisa su humor alegre, ligero y variable; Teresa, triste y cabizbaja, venía apoyada en el brazo de Manuel, el que, más preocupado que todos, apenas comenzaba a volver en sí de lo que él creía que había sido un pesado y fatigoso sueño.

—Caballeros —dijo Juan Bolao—, no hay que detenerse: lo que Teresa desea es llegar a tierra y no volver a ver en toda su vida más agua que la que haya de beber en un vaso; por mi parte deseo lo mismo… Conque vamos, que un buen almuerzo y un buen sueño en seguida, nos repondrá de lo que hemos sufrido en esta maldecida noche.

Todos se embarcaron, ya en las lanchas, ya en el vapor, habiendo antes prometido a tío Bruno y a sus sobrinas recompensar generosamente sus cuidados y hospitalidad.

Poco antes de entrar a la barca divisaron una lancha, en la que bogaban ocho marineros, vestidos con camisa azul, pantalón blanco y sombrero negro barnizado; en el timón estaba un hombre de gallarda presencia, barba cerrada y ojos brillantes y vivos: tenía una chaquetilla encarnada con unas letras y marcas blancas, que denotaban que pertenecía a la marina sarda; un elegante sombrerillo de paja de Italia, adornado con un listón negro, cuyas extremidades flotaban con el viento, daba a su fisonomía severa y varonil, a la vez que amable, un aspecto muy interesante: era verdaderamente el tipo del marino sencillo y valiente. Con una maestría admirable gobernó hacia el costado del vapor, que traía una marcha de ocho millas por hora; y sin embarazarse por el oleaje que levantaban las ruedas, tomó un cabo que le arrojaron, y de un salto salvó la distancia de cerca de dos varas y puso un pie en la escalerilla, entregando con la otra mano, casi al mismo tiempo, el timón de la lancha al contramaestre.

—Señores, felices y muy felices días con un tiempo tan hermoso y muy diferente del de anoche —dijo, al saltar a bordo y quitándose con desembarazo el sombrerillo.

—¡Rugiero! —exclamaron todos.

—El mismo; y en verdad hay de qué asombrarse, porque el mar estaba muy bravo anoche y la tormenta muy deshecha.

Teresa quiso articular algunas palabras, pero no pudo: se dejó caer en un banco, y cubrió su rostro con el rebozo en que venía envuelta, y que le había prestado una de las sobrinas del tío Bruno.

—Yo recuerdo —exclamó en voz baja—, allá como si hubiera sido en una fecha muy remota, o en otro período de mi vida, que este hombre me salvó de un gran peligro; y sin embargo, no puedo verlo sin estremecerme.

—Por mi parte, Teresa —le contestó el capitán—, yo necesito olvidar enteramente lo que ha pasado, porque de lo contrario, me volvería loco. Vi cosas terribles, que a su solo recuerdo las fuerzas me abandonan, como si fuera un niño; y lo peor del caso es que yo mismo dudo de lo que pasó y de lo que vi; y tan pronto creo que es todavía un sueño, como temo que se vuelva a repetir.

El primero que se acercó a Rugiero fue Arturo: procuró dar a su semblante un aire risueño y sacar por fuerza de sus labios una sonrisa burlona; y tendiéndole la mano, le dijo:

—Vaya, Rugiero, todos los amigos celebramos mucho este encuentro: en verdad, creíamos que habíais perecido.

—¿Os alegráis? —contestó Rugiero clavando en Arturo sus ojos, de manera que le hizo bajar la vista y ponerse pálido.

—Posiblemente nos alegramos —contestó un poco cortado Arturo—, y particularmente yo, que vi que las olas os tragaron en compañía de Teresa; pero sin duda la voluntad de Dios ha sido más fuerte…

Al oír el nombre de Dios, Rugiero se estremeció, y sus ojos, que revolvía ferozmente como si fueran rayos, buscaban una persona a quien herir, hasta que se encontraron con los de Teresa. Ésta levantó su rostro pálido, y miró fijamente con sus ojos negros y húmedos a Rugiero; pero éste inmediatamente se repuso de su pasajera emoción, que no fue observada sino del inglés y de Arturo; y volviéndose a quitar el sombrero, saludó a Teresa con una perfecta amabilidad.

—Señorita —le dijo—, todos hemos cumplido con el deber de caballeros: unos hemos sido más afortunados que otros; pero el destino, árbitro del mundo, me proporciona el placer de ver a todos reunidos, navegando en un mar tranquilo y próximos a la tierra, a donde por el orden común de las cosas no deberíamos haber vuelto.

Teresa se inclinó como en señal de agradecimiento, y sonrió tristemente.

—Lo que no comprendo, Rugiero —dijo Arturo interrumpiéndole—, es, como en lugar de haber como nosotros salido a la playa de la isla, os vemos venir de Tampico con una tripulación tan elegante.

Todos formaron un grupo y rodearon a Rugiero para escuchar su respuesta.

—En los sucesos que salen de la esfera del orden común, todo lo que acontece es en efecto misterioso y sobrenatural; y es que hay una fuerza superior que nos manda, que nos domina, a pesar nuestro, y que ordena las cosas de tal manera, que no podemos resistir a su voluntad. Por el orden natural no debíamos haber salido del río con una tormenta tan deshecha, y una vez salidos todos, como yo os lo decía, deberíamos haber perecido: por el orden natural, esta joven tan bella debía haberse ahogado en el momento mismo en que se arrojó del barco a la mar; pero el peligro, el amor a la vida, o más bien dicho, esa voluntad superior a quien obedecemos, sin saberlo, le dio fuerzas y agilidad, y se sostenía en la cresta de las olas con una facilidad tal, que parecía que las aguas eran su elemento.

Arturo y el inglés escuchaban asombrados y abrían desmesuradamente los ojos.

—¿Pero vos —preguntó Arturo—, tratabais de salvarla?

—Seguramente —contestó Rugiero—, pero ella, por una alucinación que solamente es fácil de explicar por la lucha terrible que había emprendido con la muerte, cada vez que yo trataba de tomarle un brazo para sacarla a la playa, que estaba cercana, con una fuerza involuntaria y convulsiva trataba de sumergirme. Uno de los perros que teníamos a bordo de la lancha, llevado del instinto que tienen estos animales para salvar a las gentes, se arrojó al agua, y complicó nuestra situación, pues hacía esfuerzos para desviar a Teresa del rumbo a que yo quería llevarla.

—Nada vi, nada —dijo tristemente el inglés poniéndose cada vez más meditabundo.

—En cuanto a mi historia particular de la funesta noche que hemos pasado, se explica de una manera muy natural —continuó Rugiero con mucha calma—. La fuerza de las olas encontradas, nos separó repentinamente a Teresa y a mí: allá fue arrojada sana y salva a la playa, mientras yo por el lado opuesto tuve que nadar con dirección a la costa, guiándome por las luces y fuegos encendidos en las rancherías. Os lo había dicho; casi no hay nadador que pueda compararse conmigo: mis brazos, llenos de nervios, me sirven como de dos vigorosos remos y mis anchas espaldas hicieron las veces de una balsa. Así, boca arriba, y dejando pasar por encima las olas, y respirando fuerte cuando se retiran, puedo nadar sin fatiga horas enteras; pero en verdad no fue necesario ni aun emplear este método, que me ha surtido muy buen efecto otras ocasiones, porque las corrientes y la marejada me condujeron en momentos al norte de la boca del río. Allí tomé el primer bote que vi amarrado, y guiándolo yo mismo, pasé a la ciudad; me metí silenciosamente en casa, sin hacer escándalo ni ruido, y dormí tranquilo con la seguridad de que todos los de la expedición y los de la goleta estaban, como yo, sanos y buenos, aunque un poco maltratados por la fatiga y por el susto. Ya veis, todo esto es muy explicable, y por cierto que nada tiene de misterioso; y mucho menos que, queriendo daros los parabienes, haya yo mandado disponer la lancha y los muchachos de casa, para salir al encuentro de tan buenos amigos.

Todos admiraron la serenidad y el valor tranquilo de Rugiero, y dijeron en alta voz, que él era el único salvador de Teresa: sólo el inglés meneaba la cabeza con un aire de duda.

El padre Anastasio, a quien otros dirigían mil preguntas pidiéndole su opinión, respondía con un tono sincero:

—Todo lo debemos a la bondad de Dios: sus juicios son incomprensibles, y lo que nos ha pasado, es tan sobrenatural y maravilloso, que sólo puede explicarse por la intervención de la Providencia.

En cuanto a Arturo, como lo que deseaba era una explicación cualquiera, que disipara la triste impresión que le había hecho la escena diabólica y fantástica que presenció, o creyó presenciar, a bordo de la lancha, fácilmente se conformó por el pronto con las explicaciones de Rugiero, y fue a contarlas al capitán Manuel, prestándoles su creencia y apoyo.

Juan Bolao, luego que llegó a bordo del Neptuno, buscó algo que beber; se bajó a la pequeña cámara, y dos minutos después dormía profundamente.

Entre tanto esto pasaba, el vapor llegó a Tampico; pasó con facilidad la barra, y continuó subiendo el río: su llegada fue un momento de júbilo para los habitantes; no hubo gente que no saliera a recibir a los náufragos. Las mujeres lloraban de alegría; los hombres gritaban vivas, y casi en peso bajaron a tierra a nuestros jóvenes, y en particular a Rugiero, cuya fama, aumentada con la poesía de la imaginación del pueblo mexicano, que gusta siempre de presentar con grandes formas todas las acciones, ya buenas, ya malas, se había esparcido particularmente entre los marineros y cargadores.

La primera persona con quien se encontró Teresa fue la buena Mariana: la noche anterior la había pasado encendiendo una tras otra velas de cera, y rezando sin cesar a diversos santos; la fe y la sinceridad de su creencia la habían tranquilizado; y casi segura de que sus oraciones habían salvado a las gentes que amaba, salió muy de madrugada de la casa. Inquirió noticias; vio salir el vapor y las lanchas, y se fijó en la orilla del muelle del río, hasta saber el resultado de todo. Apenas vio a Teresa, cuando la reconoció; y separando violentamente a los que le estorbaban, se abrió paso, y corrió a abrazarla.

—¡Niña de mis ojos, bendita sea la Virgen del Carmen y Nuestra Señora de Guadalupe, que escuchó mis ruegos! Tanto que le pedía yo que ni mi amo el señor capitán, ni nadie… pero ¡calle!… ¿cómo es que la niña venía en esa goleta? y sin duda el capitán, que es tan guapo y tan cabal, la ha salvado… por la Virgen, yo quiero saber todo lo que ha pasado.

Teresa, en medio de la agitación y del aturdimiento, consiguiente a su situación, pudo reconocer a Mariana, y como por encanto se vino en el acto a su memoria el aseado cuartillo de la lavandera y su dulce y corta entrevista con Manuel. Esto, el placer de saltar en tierra y las palabras sencillas y afectuosas de Mariana, despertaron toda la sensibilidad de su corazón; y por un momento creyó que iba a ahogarse; pero las lágrimas vinieron en su auxilio, y desde este momento el letargo, el duelo y el silencio en que estaba sumergida, desaparecieron completamente.

Mariana, a pesar de su curiosidad, no le dio tiempo de responder; la besó con respeto, y casi en peso la sacó fuera del tumulto de gente que por interés y por curiosidad estaba reunido; y antes de que nadie pudiera impedirlo, la condujo a su casa. Allí hizo que se acostase a reposar, mientras fue por todo Tampico, donde ya le sobraban conocimientos, a buscar los mejores trajes y la ropa blanca más exquisita.

Manuel, por respeto al público que los observaba, y porque a su vez se veía cercado de Valentín y de numerosos amigos que lo agobiaban con preguntas y con interpelaciones de todo género, dejó ir a Teresa, considerando que nadie mejor que Mariana tendría cuidado de la que más amaba en el mundo, y que acababa de arrancar, por decirlo así, de los abismos profundos de la mar.

—Amigos —dijo el coronel Valentín—, los trabajos no se olvidan sino con los placeres. Puesto que no ha habido ninguna desgracia que lamentar, y que dentro de pocos días partirán nuestros huéspedes al interior, es necesario que esta noche haya un baile espléndido, que de seguro no acabará tan tristemente como el banquete.

—Mi espíritu —dijo Manuel a Valentín en voz baja—, está de tal manera turbado, que en vez de baile, lo que necesito es soledad, para ordenar mis ideas, y llamar a mi razón, que parece quiere huir de mi cerebro. Danos un cuarto a Arturo y a mí; déjanos ordenar nuestros asuntos, y nos darás más placer, que si gastaras en una noche en nuestro obsequio tu sueldo de un año. Te doy mi palabra de que en el momento que tenga tranquilidad, haré un viaje donde quiera que estés, y bailaremos juntos hasta rendir el aliento. Por otra parte, la posición de Teresa… Su salud debe haber sufrido mucho… ella estaba muy enferma… ya ves; estas son razones…

—Tienes razón, Manuel —contestó el coronel echando sinceramente el brazo al cuello de su amigo—. Haz tu voluntad, y manda en mi casa como si fuera tuya. Quedarás enteramente sólo con tu amigo en la habitación que he dispuesto, y yo estaré a tus órdenes para servirte… Ven, ven… que buena necesidad tendrás de descansar.

—Se me olvidaba… —exclamó Manuel—. ¿Dónde estará ese guapo muchacho que venía con Teresa en la goleta, y se llama Juan Bolao?

—¡Toma! ¿Es un joven vivaracho, parlanchín, y alegre, y muy simpático?

—El mismo —contestó Arturo.

—Pues no hay cuidado —respondió Valentín, lo he visto dirigirse a la casa de Zorrilla, en compañía de uno de los dependientes: allí tendrá buena mesa y mejor cama.

—Descansaremos, y lo dejaremos descansar, que él más que nosotros lo necesita; pero… ¿y Teresa?

—Comprendo —dijo Valentín—, no hay cuidado. Mariana la llevó a su casa, y seguramente allí estará mejor que entre hombres solos y militares.

—Cabal —exclamó Manuel, dándose una palmada en la frente…— bien te decía yo, mi razón se extravía y sobre todo se borra de mi memoria lo que acabo de ver… Este Rugiero me vuelve loco… Mira, Valentín, envía a preguntar si Teresa tiene alguna novedad… estaba muy enferma del pecho, y mucho temo… en fin…

—Vamos, vamos, entraremos a la casa —dijo Valentín interrumpiendo a Manuel, y tomando a los dos amigos del brazo—, y yo que soy la autoridad, cuidaré de todo.

Con efecto, nuestros personajes saludaron a algunos amigos que se conservaban a corta distancia; estrecharon la mano a otros, y se dirigieron a la casa de Valentín, donde fueron instalados en una cómoda y elegante habitación. Se lavaron del cieno y arena de que estaban cubiertos; se cambiaron vestidos, y se acostaron en sus catres; y cediendo a las necesidades de la naturaleza, no tardaron en dormirse profundamente.

Despertaron cuando el crepúsculo alumbraba con sus últimas claridades.

—Arturo.

—Manuel —contestó saltando del catre y encendiendo un habano.

—En primer lugar, háblame; acércate, dime, ¿hemos andado juntos? ¿No nos hemos separado? En seguida refiéreme lo que nos ha pasado en las últimas treinta horas, porque aunque estoy fresco, fuerte, alegre, como si nada me hubiera sucedido, no sé qué diablo de dudas y de ideas pasan por mí cabeza, que se equivocan con la realidad: una mitad me parece fantástica; y la otra real y positiva.

—Deja lo fantástico a un lado, y piensa en lo real y positivo; en que Teresa se ha salvado; en que Teresa está con nosotros; en que Teresa te ama, y que pronto serás feliz, uniéndote a ella para no separarte jamás.

—Es verdad, es verdad; pero la serie de aventuras y sucesos que nos han pasado, tocan ya en lo fabuloso Nada hay más sencillo que amar y casarse con una muchacha; y sin embargo, para mí no lo es: víctima siempre de intrigas y juguete de la suerte, hace años que vivo alimentado con esperanzas y proyectos, que quizá nunca se realizarán.

—Pero lo más singular es, que yo, que me quiero casar con todas, pero que decididamente no me fijo en ninguna, corro los mismos vientos que tú… y peores aún, Manuel —continuó Arturo tristemente, dejándose caer en el catre—, en poco tiempo he perdido a mi padre… a mi pobre madre… Si ella viviera, ¡con cuánto gusto le contaría mis aventuras, mis riesgos en la mar, mis amores! sí, mis amores, porque yo todo se lo contaba a mi madre… Por cierto que quería a Aurora como si ya fuese su hija… y a propósito, ¿recuerdas la visión, el sueño, el vértigo o la pesadilla de Jaumabe?

—Pues bien, al menos tú has sabido el desenlace, y aunque los pormenores han sido terribles, no tienes que temer; ¿pero yo?… creo que Aurora es ya monja, y que perderé para siempre esta dorada esperanza… En fin, quiero saber mi destino; mañana me pongo en camino, y no paro hasta llegar a México… Pero ¡qué!… estas son quimeras. ¿Qué va a hacer un hombre que no tiene un ochavo… a humillarse, a recibir desaires y desprecios?… No… no…

—Toda tu vida, Arturo, serás un canalla —le interrumpió Manuel algo incómodo—. ¿No tienes un ochavo, dices? ¿Y lo que yo tengo?… Verdad, que es bien poco para nuestro modo de vivir; pero si nos hacemos el ánimo de tener una vida económica, nos bastará lo que tenemos. Además, Teresa es rica; su capital pasa seguramente de un millón de pesos; y aunque el infame viejo se coja la mitad, siempre nos quedará sobrado para vivir. Teresa es de un carácter franco y desprendido hasta el abandono, y una vez que estemos ya unidos, me entregará todos sus bienes: seremos entonces tres de familia; trataremos de conservar y aumentar el capital, y nos pasaremos una excelente vida.

—Bien dicho, bien dicho, Manuel —contestó Arturo, recobrando la natural alegría—. ¡Casarse! ¿Para qué? ¡Oh no! la vida alegre y bulliciosa de soltero no tiene igual. Hoy en un lugar, mañana en otro… al fin la existencia depende de un grano de mostaza que se vaya al pulmón, de un viento helado que cause una fiebre… En cuanto a ti, es diverso, tienes compromisos anteriores; Teresa es un ángel, no tiene más apoyo en el mundo que su loco y calavera capitán, y tienes un deber sagrado que cumplir… y en el fondo te confieso que si yo me casara con Aurora, sería el más feliz de los hombres… pero ¿y Celeste? ¿Y la linda Celeste que parece una de esas apacibles vírgenes de Murillo? ¿Y la generosa Mariana?…

—¿Hasta con Mariana la lavandera te quieres casar? —interrumpió el capitán riendo.

—Lo que es casarme, no… pero un petit menage, como dicen en Francia… así… con una mujer de carácter tan franco, tan jovial, y además…

—Entonces la familia sería de cuatro personas, y es probable que Teresa no estuviera muy conforme…

—¡Bah! no sé lo que digo —replicó Arturo—, el caso es que a nuestra edad el corazón se sale del pecho, y es necesario que para no estar solo y aislado, busque el corazón amante, el de una mujer… ya ves, es necesario mudar de opinión, y en este momento mi propósito es ir a México, a buscar decididamente a Aurora y a Celeste, y a emprender de veras y con constancia mis amores.

—¿Con cuál?

—¡Toma! con las dos, que yo escogeré definitivamente la que más me quiera, y tenga mejores cualidades.

—Es decir, que en sustancia no amas a ninguna.

—Sí, a las dos con toda mi alma; esa teoría de que no cabe en el corazón más que un amor, es falsa, muy falsa; yo siento que tengo lugar muy amplio para una docena, se entiende, siendo tan hermosas y tan amables como Celeste y Aurora… pero… ¿te has quedado pensativo, y me dejas hablar como una cotorra, sin responderme?

—En medio de nuestra conversación ligera e insustancial —contestó el capitán—, he estado pensando, sin poderlo evitar, en Rugiero… no te lo quería decir… yo mismo he procurado borrar de mi pensamiento la memoria de ese hombre, pero ha sido imposible.

—¿Y qué piensas de él? dímelo sin embozo, quizá yo sea de tu misma opinión.

—No sé, no puedo explicarlo, el caso es que desearía no volverlo a ver jamás; su presencia me molesta, me embaraza, y sin embargo, cuando lo veo, mis nervios seguramente me llevan, y me guían hacia donde él está; no quiero hablarle y le hablo, no quiero escucharlo, y le escucho… ¡Es singular! y esta servidumbre me oprime, y me mata; además no hay camino, no hay aventura, no hay lance de los que nos suceden, en que Rugiero no tome parte, sin poder claramente percibir, si su intervención es favorable o funesta; esto es terrible, ¿no te parece, Arturo?

El capitán hablaba con convicción y con calor; se levantó gradualmente del catre, y Arturo, que lo escuchaba con atención, había reconcentrado su pensamiento, y su fisonomía había tomado una expresión de asombro y de tristeza.

—Es verdad, es verdad lo que dices Manuel; lo mismo me pasa a mí, y al hablar no has hecho más que expresar mi pensamiento; deseaba yo tener contigo una explicación respecto a Rugiero, pero la temía y evitaba al mismo tiempo, y por eso he estado charlando de tonterías y de cosas insustanciales.

—¿Y qué piensas —continuó Manuel concentrado en sus propias ideas, y sin escuchar lo que su amigo le había contestado—, del lance del naufragio? ¿Rugiero quería salvar a Teresa, o ahogarla? ¿Su intención era hacernos un servicio, o llevaba otras miras que no podemos fácilmente adivinar?

—En verdad —contestó Arturo—, las explicaciones que con tanta naturalidad dio a bordo del Neptuno, me tranquilizaron de pronto, pero después no he cesado de cavilar, y dudo mucho… la vista habrá podido engañarme, pero sin el auxilio y esfuerzos prodigiosos del perro, seguramente la pobre Teresa no existiría.

—En cuanto a mí —dijo el capitán con un acento entre colérico y sombrío—, dudo hasta de mi propia existencia; vi en esa mar, ahora tan tranquila y tan hermosa, visiones tan horrorosas y figuras tan incomprensibles, que en verdad me asustan todavía. Y luego, un capitán desmayándose como una doncella delante de los marineros y del intrépido inglés, es una cosa ridícula, y me tiene avergonzado, pero tú no puedes comprender lo que yo sufrí… vi abrirse un abismo negro y profundo, y de otro abismo encrespado y amenazante, que se iluminaba con la luz sulfurosa de los rayos, se desprendió una figura blanca, que volvió su rostro hacia mí, arrojó un grito lastimero que vino a herir dolorosamente mi corazón, y cayó en la oscura profundidad, donde monstruos colosales y de mil diversas y espantosas formas la devoraron… Entonces un velo cubrió mis ojos, sentí un frío mortal en mi corazón, y caí sin sentido. Yo comprendo bien que todo esto no fue más que un vértigo que se apoderó de mi cerebro, pero el dolor profundo que sentía me hacía pensar que aquella figura de mujer que se percibía a bordo de la goleta, no podía ser otra más que Teresa. Una mar irritada, el viento desencadenado, y un buque que naufraga sin esperanza de socorro, son espectáculos que conmueven profundamente; en Mazatlán había presenciado una escena semejante; vi perecer a una pobre francesa con dos niñas y a tres marineros, pero no experimenté las sensaciones de dolor y de terror que se apoderaron de mí desde que pasé la barra. Te lo confesaré de una vez… pero por Dios, jamás lo digas ni a tu sombra; tenía miedo, y tengo miedo a Rugiero; hubiera ya provocado a este hombre, lo hubiera obligado a aceptar un duelo, pero la energía y el ánimo me han faltado, y repito que tengo vergüenza de mí mismo, porque el hombre que sufre un yugo semejante, que se cree ofendido y humillado, y que sin embargo tiene miedo, debe mudarse el nombre, abandonar el país en que vive, y cambiar de sexo si fuera posible.

—Pues que tú me has confesado lo que sientes, debo ser contigo igualmente franco; yo tiro perfectamente la pistola, el florete y la espada, sé luchar con agilidad y tengo un puño fuerte y seguro, y sobre todo, a nuestra edad, ni se reflexiona en nada, ni a nada se le tiene miedo… y sin embargo, este diablo de aventurero me domina enteramente. Alguna vez el miedo mismo ha puesto una pistola en mi mano, y apenas mis ojos se han encontrado con los suyos, cuando mi mano, floja y vacilante ha soltado el arma. Como tú, me quiero alejar de él, y sin embargo lo sigo; su conversación me molesta, y por una inexplicable contradicción, encuentro en ella un poderoso atractivo; soy por educación y por carácter independiente y voluntarioso, y no obstante, sin quererlo, sigo sus inspiraciones y consejos… Es menester, pues, que tomemos una resolución enérgica, y que nos deshagamos de este hombre. Que siga su camino, que haga sus negocios buenos o malos, pero que no se mezcle en los nuestros; creo que nuestra pretensión es bien sencilla. No sé quién ha dicho, que el valor consiste en vencer el miedo; pues manos a la obra, hagámonos el ánimo de ser superiores a este hombre que nos domina, y quizá él concluirá por tenernos miedo.

—Mucho lo dudo —interrumpió el capitán meneando la cabeza—, pero de todas maneras es menester tomar una resolución. La primera vez que le vea, le pondré mal modo, le diré algunas palabras picantes, le provocaré, en fin, tendremos un duelo, y de esto resultará que, o seremos amigos francos y buenos, o…

—¡Oh, no, su amistad no! —dijo Arturo—, y ya que tomamos una resolución extrema, de una vez sacudamos para siempre esta influencia, que quizá es funesta para nuestra vida.

—¿Le has devuelto ya su fistol de brillantes?

—¡Frescos estamos! Tú sabes como yo la historia del fistol, ¿y me haces ahora tal pregunta?

—Es verdad —continuó el capitán algo pensativo, tú nada puedes hacer, porque faltarías a la decencia. Le eres deudor de una alhaja de gran valor, y realmente estás en su poder y a sus órdenes, mientras no se lo devuelvas, o se lo pagues, pero en cuanto a mí nada le debo, y puedo obrar con libertad.

—Pero vamos a los hechos; ¿tendrás resolución?

—Ya veremos.

—El fistol mismo servirá de un pretexto. Yo quiero saber a qué atenerme, y le exigiré que me diga su precio, y los términos en que quiera que yo se lo pague. De todas maneras conviene que esta cuenta esté clara. Conque estamos decididos, ¿no es verdad?

—Completamente, pero dejando esto para cuando la oportunidad se presente, por ahora es necesario pasar a saludar a Teresa. Tengo miedo de preguntarle por su salud; tú sabes que es muy delicada y ha de haber sufrido mucho.

—De acuerdo, vamos a ver a Teresa. Quizá el semblante risueño, alegre y simpático de Mariana disipará este mal humor… Conque vamos.

Los últimos rayos del sol teñían de encendida púrpura el horizonte, y esta luz se reflejaba en las grandes y lustrosas hojas de los plátanos y en las copas de las palmeras; un ligero viento tibio y perfumado agitaba las florecidas, y las luciérnagas y cucuyos comenzaban a volar y a ostentar entre el verde oscuro el brillo de su luz, como si alguien repentinamente arrojase al campo un pañuelo de esmeraldas y brillantes. Todo este cuadro magnífico que la naturaleza desplega diariamente en los climas tropicales, se retrataba en un grande espejo, delante del cual nuestros dos elegantes muchachos se componían el pelo, y arreglaban el vestido para salir a su proyectada visita; notaron que en el horizonte rojo y oro del cielo aparecía una gran figura muy luminosa, que tenía desplegadas unas grandes alas; apenas habían fijado su vista, y permanecían sin poderse ni acabar de anudar la corbata, cuando una nube morada ocultó esta visión, y del centro de la nube se desprendió otra figura humana, sombría y triste, que se fue aproximando.

—Arturo, ¿observas qué formas tan fantásticas y caprichosas toman las nubes en el horizonte?

—En verdad, he creído ver un grande y luminoso ángel con sus alas negras desplegadas, y en actitud de lanzarse sobre la tierra.

—Y después —continuó Manuel—, una nube ha cubierto esta visión, y una figura humana…

—Lo mismo vi yo… y no quería decirlo, pero no sé por qué en esa segunda figura creí ver algo que se parecía a Rugiero…

—Seguramente nuestra imaginación nos presenta a Rugiero en todas partes, pero yo también creí…

—Se ocupaban en hablar de mí, ¿no es verdad? —dijo una voz de timbre metálico.

Los dos muchachos voltearon la cara, y vieron a Rugiero, que entraba tranquilamente por el jardín. El crepúsculo había desaparecido, y el cielo no presentaba ya sino una masa confusa de nubes, que había aglomerado el soplo de la brisa.

—¡Rugiero! —exclamó Arturo estremeciéndose involuntariamente.

El capitán nada dijo; pero sintió que algunos de sus cabellos se erizaban en su cabeza.

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