Rugiero con la mayor tranquilidad tendió la mano a los dos jóvenes; arrimó una silla de bejuco; encendió un puro en un cerillo, y se sentó en la puerta que daba al jardín.
—La tarde ha estado deliciosa, y en la noche tendremos una brisa fresca.
Arturo y Manuel permanecieron como petrificados en el mismo lugar, sin poder articular una palabra.
—¿No os sentáis? —continuó Rugiero—, ¿no os llama la atención la frescura de este jardín, ni la belleza de ese horizonte?
Arturo y Manuel volvieron la cara, y creyeron ver la misma visión rara y fantástica que habían observado; pero reflexionando un poco, se convencieron de que eran solamente las figuras caprichosas que formaban las nubes impelidas por el viento; mas ya fuese obra de la preocupación que tenían, o ya de la casualidad, lo cierto es, que les parecía que jamás habían visto en los cielos un fenómeno semejante.
—En verdad, amigos míos, que no os conozco; jamás os he visto tan tristes y pensativos; y cualquiera que no os hubiese tratado como yo, se atrevería a creer que no sois, ni muy amables, ni muy corteses.
Esto diciendo, Rugiero arrimó dos sillas, y tomando del brazo suavemente a Arturo, lo sentó en una de ellas e iba a hacer lo mismo con el capitán, pero éste hizo un esfuerzo supremo; apretó los puños, y evitó el contacto de Rugiero.
—En verdad, capitán, repito que no os conozco —dijo Rugiero—, ni alcanzo el motivo por qué, ahora que estáis en plena y pacífica posesión de vuestra querida…
—No, caballero, Teresa no es mi querida —interrumpió bruscamente el capitán—, es una señorita honrada, que será próximamente mi esposa; pero que no ha sido jamás, ni será mi querida.
—¿Y quién dice lo contrario? —contestó con calma Rugiero—: Si me he servido de la palabra querida, es solamente en el sentido de una mujer a quien se ama… pero veo que estáis de mal humor, y que esta noche no nos hemos de entender.
—Al contrario —dijo el capitán—, quizá esta noche nos entenderemos mejor que nunca; y aunque el diablo me lleve, estoy resuelto a tener una explicación…
—Y yo también —añadió Arturo, haciendo un esfuerzo visible—: aunque el diablo me lleve, tendré una explicación.
Apenas dijeron estas palabras, cuando observaron que el fistol de ópalo de Rugiero, que siempre llevaba prendido en la pechera, despedía una llamita roja, como si fuera oro fundido; las luciérnagas y cucuyos del jardín se agitaron repentinamente, e invadieron la habitación, formando como una aureola al derredor del misterioso personaje, e iluminando siniestramente con una luz azulada y blanca su hermosa e imponente figura.
—¿Queréis tener explicaciones, aunque os lleve el diablo?, pues es capricho singular —contestó Rugiero soltando una carcajada.
Un calofrío recorrió el cuerpo de los jóvenes; pero dieron fuertemente con el pie en el suelo, como queriéndose sobreponer a la fascinación desconocida y extraña a que estaban sujetos.
—Estos animalitos, han invadido el salón, y aunque es verdad que reemplazan bien las bujías, que no se han encendido, quizá os deslumbrarán sus luces movedizas y fosfóricas: vamos a que despejen.
Rugiero sacó un pañuelo, y apenas lo agitó dos o tres veces en el aire, cuando se alejaron los muchos cucuyos que habían entrado: la llamita roja del fistol de ópalo se apagó, y todo quedó en la más completa oscuridad.
—Ahora sentaos, amigos míos, y tendremos cuantas explicaciones sean necesarias… y por cierto no serán del todo inútiles.
—Si me permitís encenderé las velas —dijo el capitán.
—Como os agrade.
Manuel buscó y encontró con trabajo, una caja de cerillas, y medio temblándole la mano de cólera o de miedo o quizá de las dos cosas, encendió dos o tres velas que encontró, no pareciéndole, sin embargo, que había suficiente luz: hecho esto, arrimó la silla con mal humor se arrellanó en ella y comenzó a retorcerse el bigote. No sabía, en verdad, por donde comenzar.
—Ya os escucho —dijo Rugiero, interrumpiendo el silencio que había reinado durante cinco minutos, y sonriendo malignamente.
El capitán quería hablar; pero habiendo más bien gruñido que articulado palabras incoherentes e ininteligibles, Arturo le interrumpió.
—Por mi parte, Rugiero —dijo—, lo que tengo que deciros es muy sencillo. ¿Cuánto vale el fistol?
—¡Bravo!, ¿me lo queréis comprar?
—Más adelante me explicaré —continuó el joven cobrando más ánimo—: Lo que por ahora quiero, es ser libre, independiente y no depender de nadie.
—¡Singular deseo! —contestó Rugiero—, eso quieren todos los hombres, pero como me señaléis uno sólo que sea libre, y que no dependa de nadie, os doy mi palabra de honor de que vos lo seréis también.
—No son vuestras eternas lecciones de filosofía las que deseo escuchar ahora —contestó resueltamente el joven—, sino arreglar otro asunto.
—¡Hola!, ¡hola! —dijo Rugiero con voz un poco fuerte, y arrimando su silla con enfado—, estáis esta noche muy valientes.
—Jamás hemos tenido miedo a nada —interrumpió el capitán, mordiéndose los labios.
—Es verdad —dijo Rugiero con acento burlón—, a nada efectivamente: caer en los brazos de un amigo, desmayado como una doncella, porque la mar estaba un poco picada, es un rasgo de valor muy notable.
—¡Rugiero! —gritó el capitán, levantándose de la silla con aire resuelto y amenazador.
—¡Capitán! —contestó el aventurero en el mismo tono.
Manuel sintió que sus piernas se aflojaban, y volvió a caer en su silla, exclamando en voz baja:
—¡Maldita naturaleza humana, yo te dominaré!
—¡Como yo primero he comenzado mis explicaciones! —interrumpió Arturo—, ¿me permitiréis que las concluya?
—Está muy puesto en el orden, amigo mío —contestó Rugiero con una voz muy suave, y sentándose con tranquilidad.
—Para ahorrar palabras —prosiguió Arturo—, os diré que la deuda que tengo con vos, me abruma y me pesa.
—¿Pero qué deuda, amigo mío? —preguntó Rugiero fingiéndose asombrado.
—Vos me prestasteis un fistol de brillantes; éste fue robado a mi padre, y es claro que yo soy el único responsable; conque no me hagáis más preguntas, y decidme el precio de la alhaja: yo me daré modo de pagarla, si no en el acto, al menos en algún plazo prudente; pero decididamente, vos ejercéis, sin duda, por esta causa un dominio en mi persona, que literalmente no me deja movimiento libre. En México, en Tampico, en todas partes, siempre os encuentro, y delante de vos estoy como un chico de la escuela. Esto es terrible, y vale más que me deis un balazo en la mitad de la frente.
Rugiero soltó la carcajada.
—No, de ninguna manera; y puesto que queréis que hagamos un trato mercantil, no tengo inconveniente alguno. ¿Conque queréis comprar el fistol?
—Sin duda; ya lo he dicho.
—¿No os pesará saber su historia?
—De ninguna suerte.
—Una tarde, hace centenares de años, un negro de Abisinia se paseaba al pie de una de las pirámides de Egipto: vio en el suelo algo que relumbraba; se agachó, y levantó un diamante. Un turco que lo había observado lo siguió, y como era en un desierto, y había entrado ya la noche, sacó su puñal, asesinó al negro de Abisinia, le quitó la alhaja, la guardó cuidadosamente y aprovechando la salida de una caravana, se dirigió a Bagdad, donde reinaba a la sazón el famoso Haroum-al-Raschid de quien tendréis noticia, supuesto que sois jóvenes bien educados y estudiosos. Por la interposición de un cadí, a quien prometió darle una mitad del producto de su alhaja, logró introducirse a presencia del monarca, el cual, como era espléndido y generoso, se lo compró sin dificultad ninguna, dándole una gruesa cantidad de sequíes… no recuerdo precisamente qué suma, pero debe haber pasado de sesenta mil pesos. El turco se retiró muy contento con su dinero a casa de su amigo el cadí; pero en lugar de darle la mitad, sólo le dio doscientos sequíes. El cadí se informó del mismo soberano; se convenció de la mala fe del mercader, lo acusó, y logró con su influencia que el visir lo condenase a recibir quinientos palos, a perder su dinero y a ser arrojado de la ciudad de Bagdad. Cuando el turco desconocido y sin relaciones en Bagdad, protestó que vería al monarca, y lloró, y suplicó, la cosa no tenía ya remedio; la sentencia se cumplió, y el infeliz, desnudo y más muerto que vivo, fue arrojado a un lugar desierto, donde se lo comieron por la noche los chacales y las aves de rapiña. En cuanto al monarca, luego que fue dueño de la piedra, la mandó engastar y colocar en su turbante; y por la noche, disfrazado, como acostumbraba, se fue a buscar aventuras, porque además de justiciero y espléndido, era el tipo de los monarcas ojialegres y enamorados. Pasando por una callejuela estrecha y sucia, oyó los acentos de una guzla; espió por una celosía, y vio dos muchachas; la una tocaba, y la otra danzaba como una bayadera: ojos negros, grandes madejas de pelo suave, labios encarnados y gruesos, formas redondas y mórbidas, como agradan a los hijos de Mahoma: tal era la bailarina. En cuanto a la que tocaba, como estaba de espaldas, no podía observarse su fisonomía. El monarca, encantado, se decidió a correr a todo riesgo la aventura; y diciendo que era un mercader de Armenia, logró introducirse en la casa. Apenas las muchachas observaron la maravillosa piedra engastada en el turbante, cuando comenzaron a hacer mil agasajos y zalamerías al fingido mercader armenio: sabio y cuerdo como era el más espléndido de todos los califas, perdió la cabeza, pues la que tocaba la guzla, era más hermosa que la bailarina. En lo más ferviente y entusiasmado de sus amores estaba el monarca, cuando salieron de una pieza interior cuatro enormes negros. Lo primero que hicieron, fue apoderarse del turbante, y arrojar a la calle al personaje amenazándolo con darle la muerte si chistaba una palabra. El monarca no tuvo más remedio que sucumbir a la fuerza, sin descubrir su rango, por evitar el escándalo que esto habría producido; pero se retiró a su palacio, decidido a hacer un castigo ejemplar con las insolentes mujerzuelas y con sus cómplices; pero cuando su policía fue a la casa, estaba ya completamente desierta. Al darle parte el visir, el monarca le contestó secamente.
—Dentro de tres días, los negros o tú, han de estar empalados. En cuanto a las mujeres, como al fin son hermosas, me contentaré con que sean las esclavas de mis esclavas durante cinco años, condenándolas además, a que una baile durante cuatro horas seguidas diariamente, y la otra duerma de día, y durante la noche toque la guzla sin descansar.
Como esta resolución no admitía réplica, a los tres días exactamente, los cuatro negros estaban ensartados en un palo, que les salía por la boca, en las celosías de la misma casa en que cometieron el atentado, y las dos mujeres sirvieron a las esclavas del califa. En cuanto al turbante y a la piedra, no pudo encontrarse, porque los negros confesaron que la habían perdido al emprender la fuga.
Un día se paseaba por las cercanías de Bagdad un filósofo griego, llamado Eupathos, que viajaba por todo el mundo, examinando las plantas, estudiando las costumbres de los animales, y observando el carácter de los diversos pueblos. Mirando que una mariposa esmaltada de rojo y de oro, volaba, deteniéndose en una piedra, y pasando después a otra, se propuso cogerla, no con la intención de hacerle daño, sino con la de observar el primor de sus alas. Al tocar la mariposa, ésta se escapó, y el filósofo, sin querer, desvió la piedra, debajo de la cual vio alguna cosa que brillaba: escarbó la tierra, y quedó maravillado con el hallazgo de un diamante, cuyo brillo era superior a todo lo que había visto en sus viajes. Como estaba en Bagdad a la sazón en que ocurrió la aventura al califa, y se había prometido una recompensa magnífica al que encontrase la alhaja, no dudó que ella era la que los negros habían robado y perdido después. Pensó inmediatamente presentarse al visir y entregar la prenda; pero como el califa acababa de morir, no tuvo mucha confianza en la justicia del sucesor, y lo que hizo fue guardar cuidadosamente el diamante, y marcharse al día siguiente a Constantinopla, donde lo llamaban sus estudios.
Próximo ya a llegar a su destino, se encontró con una avanzada de tropa: ésta lo hizo prisionero, y lo llevó ante el emperador Nicéphoro, que estaba en campaña contra los búlgaros.
—¿Quién eres? —le preguntó el emperador.
—Un filósofo —respondió el griego—, que viajo con el objeto de estudiar la naturaleza.
—¡Ah!, entonces espera, y harás un estudio, que quizá será nuevo para ti.
El emperador ordenó que le trajesen a Vardane, que a poco apareció rodeado de soldados y cargado de cadenas; mandó que lo sentasen y atasen fuertemente, y en seguida que le sacasen los ojos, hasta que quedaran vacías las cavidades.
—Ahora soltadlo —dijo a los guardias—, y que vaya a sentarse al trono de Oriente. En cuanto a ti, como no eres más que un espía de mis enemigos, prepárate a sufrir la misma suerte, y estudiarás mejor ciego que con tus dos ojos traidores.
El filósofo, pálido y temblando, se dejó caer a los pies del tirano, y le pidió cinco minutos de conferencia.
—Señor, lejos de ser un espía, soy un admirador de mi soberano; y habiéndome encontrado en un campo una alhaja digna de él, venía justamente a ofrecérsela.
Ésta fue una inspiración que el miedo sugirió a nuestro griego, pues luego que Nicéphoro oyó que se trataba de una alhaja de gran valor, dulcificó un poco la severidad de su rostro, y respondió:
—Si lo que me dices es cierto, te irás a donde quieras sano y salvo; pero si encuentro que esa alhaja no es digna del gran soberano de Oriente, del vencedor de los turcos, te mando cortar la cabeza inmediatamente.
El filósofo pensó que su vida realmente dependía del gusto del emperador; pero fio en la hermosura del diamante, y sacándolo de su cintura, donde lo tenía oculto lo presentó con una mano, mientras con la otra se cubría el rostro, para disimular el terror con que esperaba la sentencia.
Apenas Nicéphoro tomó el diamante en sus manos, y lo puso en dirección de la luz, cuando tuvo que desviar su vista, porque quedó deslumbrado como si hubiese visto el sol.
—Levántate, levántate —dijo al filósofo—, que te doy, no sólo tu libertad, sino lo que me pidas por esta alhaja; seguramente no la tiene ningún otro soberano del universo. ¿Quieres oro, posesiones de campo, empleos?
—Nada —dijo el filósofo con mucha modestia—, más que la consideración de mi soberano y la libertad que me ha prometido.
El monarca, sin embargo, instó mucho al griego para que recibiera un bolsillo lleno de oro y otras alhajas de gran valor; pero rehusándolo éste todo, le concedió la plena libertad que deseaba, y llamó a muchos maniqueos, que eran sus amigos y consejeros íntimos, y que siempre lo rodeaban, para darles parte de tan inesperada adquisición. Todos elogiaron la piedra, asegurando que jamás habían visto otra igual, y aconsejando al emperador que la mandare engastar en el puño de su espada.
—Precisamente eso pensaba yo, para tener la gloria de vencer con ella a esos insolentes búlgaros, y cortar la cabeza a su rey con mi propia mano.
En cuanto al filósofo, luego que pudo usar de su libertad, se alejó, y dando vueltas y rodeos, fue a dar hasta el campamento de los búlgaros; se hizo introducir ante el rey Crunno, y se arrojó a sus pies.
—Levántate, y di lo que quieres —le dijo con un acento duro el rey bárbaro.
—Gran señor, os contaré, que viajando con dirección a Constantinopla, fui aprehendido por los guardias del emperador Nicéphoro, el cual creyéndome un espía, y sin otra razón que este supuesto delito, me había mandado sacar los ojos, y me hubiera degollado, a no ser porque le di un diamante que no tiene igual en el mundo, y que perteneció al califa de Bagdad.
—Bien, y ¿qué quieres de mí? —preguntó el rey.
—Venganza, señor, venganza, y que quitéis del mundo a ese tirano, que oprime a todos sus súbditos.
—¡Con mucha voluntad lo haría, porque soy su enemigo; pero mis fuerzas son inferiores; y si en estos momentos entrara en campaña, seguramente sería derrotado!
—Permitidme, señor, que os haga algunas explicaciones importantes.
El filósofo dio al monarca búlgaro todos los informes necesarios respecto al campamento, su situación, sus fuerzas; y sobre todo le significó que Nicéphoro estaba tan orgulloso, descuidado y entretenido con las adulaciones que le prodigaban los maniqueos, que era fácil aun sorprenderlo en su misma tienda, hacerlo prisionero, y quitarle la espada, en cuyo puño había mandado engastar el diamante.
—Y también la cabeza le quitaré, dijo el rey Crunno: —tentaremos la empresa. Retírate a una distancia del campo que yo te señale: allí permanecerás vigilado. Si triunfo, te prometo sentarte a mi lado en un banquete, que daré en celebridad de la victoria; mas si al contrario, soy derrotado, entonces mis guardias te cortarán la cabeza; piénsalo bien, y resuélvete.
—Lo he pensado, y estoy resuelto, porque tengo por seguro que saldréis vencedor.
—Si me apodero de la espada, te devolveré el diamante.
—Como os agrade, gran señor; lo que quiero es vengarme del tirano.
Crunno tomó las disposiciones necesarias con un arrojo que la historia ha elogiado; saltó con fuerzas inferiores al campo de Nicéphoro; logró penetrar hasta su misma tienda de campaña, y se apoderó de su persona, encontrándolo tan confiado y desprevenido, que ni la espada tuvo lugar de ceñirse.
Cumpliendo su palabra el monarca búlgaro, dispuso un gran banquete, y sentó a su lado a Eupathos. A la hora de los brindis tomó el rey una extraña copa, y después de haberla llenado de vino y bebido, la presentó a su convidado, diciéndole:
—Yo he cumplido mi palabra; tú me debes la venganza, y yo a ti la victoria; bebe en esta copa, hecha con el cráneo del Emperador de Oriente.
En efecto, vosotros que conocéis la historia, debéis saber que Crunno tuvo el capricho de mandar engastar en plata el cráneo de Nicéphoro, y formar con él una copa, en que bebía cuotidianamente los mejores vinos. El filósofo tomó la copa con mano firme, y dijo al rey:
—Jamás los tiranos pueden tener otro fin; bebo a la salud de Crunno el Justiciero.
—En cuanto a la espada —dijo el emperador—, uno de los maniqueos la tomó en medio de la confusión, y se escapó con ella; pero no te dé cuidado, que los despojos del emperador de Oriente me han hecho rico, y yo te daré lo que baste para que durante tu vida continúes tus viajes; pero añade a tu ciencia esta lección.
La consecuencia que el filósofo sacó fue, que una gran riqueza es un gran riesgo, un gran peso, y en una palabra, un fardo insoportable, que muchas veces aniquila al que lo lleva. Con los regalos que le hizo Crunno, se retiró a vivir tranquilo en una casita de campo a las orillas del Bosforo, y ni el monarca búlgaro, ni el sabio griego volvieron a pensar ya más en el diamante.
Hemos dicho que un maniqueo, deseoso de poseer no la espada, sino el diamante que tenía engastado en el puño, con todo y que era, no sólo grande amigo, sino eterno adulador del emperador, se aprovechó de la confusión que causó el asalto, y se la robó. Como pudo, quitó el diamante y arrojó la espada, y reunido con sus sectarios en Constantinopla, les dio parte del suceso. ¡Aquí fue Troya!, como dicen los españoles. Yo traté mucho a los maniqueos; eran los hombres más singulares del mundo; para ellos no había diablo como para los de raza española, que a todas horas lo ven, sino dos dioses; un dios del bien, y otro dios del mal. Estas fuerzas, ambas eficaces y poderosas, están en una continua lucha en el mundo, y los desgraciados discípulos de Mane estaban a todas horas y en todos los momentos de su vida pensando en cuál de los dos dioses podría más.
Luego que vieron la maravillosa alhaja de Philóphero (que así se llamaba el maniqueo) comenzaron por disputar si era un bien, o un mal el tenerla. Todos tenían interés en ella; así es que de pronto declararon que era un mal el que Philóphero la poseyese, y que en consecuencia debía pertenecer a todos los que habían sido amigos del rey. Cada uno pareció conforme con esta resolución; pero cada uno de los ocho que habían formado la camarilla de Nicéphoro, comenzó a meditar el medio de deshacerse de sus siete competidores, y de quedarse con el diamante. Separáronse con muestras de la mayor amistad, conviniendo en encerrar la piedra en una cajita, y confiarla a un joyero armenio, que vivía en las cercanías de la iglesia de Santa Sofía, diciéndole que allí estaban depositadas las muelas del difunto emperador, que habían con mil sacrificios rescatado del platero que formó con el cráneo de aquél, la copa en que bebía vino el rey búlgaro. El armenio, que era desconfiado, no creyó en la fábula de las muelas, y al momento en que los maniqueos se fueron, pensó darse trazas para abrir la misteriosa cajita y ver lo que contenía. Estaba en esto ocupado, cuando tocaron la puerta y se presentó Philóphero.
—Amigo mío, tengo que confiaros un secreto; en esta cajita no hay tales muelas de nuestro emperador.
—Ya me lo sospechaba —dijo el armenio.
—Lo que contiene —continuó el maniqueo—, es un diamante de tan grande hermosura y valor, que seguramente no hay otro igual en la tierra. Era mío, y mis compañeros han declarado que era un mal que una sola persona fuese su dueño, y que el principio del bien es que todos los ocho poseamos tal alhaja, pero escuchad —continuó arrimándose al oído del armenio—, os daré la mitad de su valor, si consentís en mi proyecto.
—¿Cuál es? —preguntó el armenio.
—Haced un banquete, convidad a los ocho que hemos venido, y echad en el vino ciertos polvos que os daré… ¿comprendéis?, morirán todos de indigestión, los unos al día siguiente, los otros más tarde, pero al fin, los dos seremos únicamente dueños del diamante.
—Todo es un mero mecanismo —contestó el armenio—, que arreglaremos del mejor modo posible, lo esencial es ver el diamante; si me agrada, el negocio está hecho, Tendremos mañana un magnífico banquete, y mientras los convidados estén acabando de apurar sus copas, nosotros en ligeros caballos iremos caminando para la Armenia; ¡ya veréis qué país! en nada se parece a esta pestilente e inmunda ciudad de Constantinopla.
—Pues al negocio —dijo el maniqueo—, abriremos la cajita.
—¿Y si los demás reclaman? —preguntó el armenio.
—¡Bah! Al fin no ha de salir de nuestras manos.
—Forzando los sellos y cerraduras, abrieron la cajita, y el armenio confesó que entre todas las piedras que había tenido en sus manos, no había una que pudiera compararse con ella.
Se arregló para el día siguiente el banquete, y se dispuso convidar a los siete maniqueos. Apenas había salido Philóphero, y el armenio comenzaba las disposiciones para la ejecución del plan, cuando tocaron la puerta y se presentó otro de los maniqueos; el armenio se puso pálido, creyendo que todo se había descubierto:
—¿Sabéis que tengo que confiaros un secreto?
—No sé nada, absolutamente nada —respondió el armenio aparentando mucha sangre fría e indiferencia.
—Pues esa cajita no contiene las muelas de nuestro difunto emperador.
—Ya me lo había yo sospechado, sin duda serán los dientes.
—Nada de eso.
—¿Entonces?
—Escuchad: dentro de esta caja hay encerrado un diamante de gran precio, que pertenecía al emperador, y como yo era de sus amigos más íntimos, claro es que a mí me toca; pero me lo quieren robar. El principio del bien se declara en mi favor, y me dice que yo debo ser muy feliz, si llego a ser el único dueño de esa alhaja, pero el principio del mal ha inspirado a mis compañeros la idea de dividirlo entre todos.
—Y bien —dijo el armenio—, todo eso no me toca, ni me atañe, y hasta ahora no comprendo…
—Pues la cosa es bien sencilla, y si me ayudáis en ella, la mitad del valor del diamante será vuestro.
—Hablad, y si vuestras condiciones son racionales, entonces…
—Se trata de que demos un paseo por el mar, en una lancha iremos los dos y algunas de mis hermosas esclavas, en otro bote irán mis siete amigos, y cuando estemos más contentos y más lejos de la tierra, la embarcación de mis compañeros deberá hacer mucha agua, mucha agua, hasta que desaparezca… Vos entendéis perfectamente, y sabréis desempeñar con acierto la parte que os toca.
—Entiendo perfectamente; se trata de que sólo vos y yo, volvamos al puerto.
—Y por supuesto, dijo el maniqueo —las damas que nos acompañarán, con las cuales hay que tener mil consideraciones.
—Es un asunto digno de pensarse —dijo el armenio—. Os resolveré mañana, y hablaremos en el banquete que pienso dar a mis amigos, y al cual me haréis la honra de concurrir.
—Convenido, y pensad bien que se trata de una fortuna.
El maniqueo se despidió, y el armenio creyó quedar ya con la tranquilidad suficiente para examinar bien la joya, calcular su valor y procurar darlo en alhajas al primer maniqueo que le propuso el negocio, cuando volvieron a tocar la puerta y se presentó un tercer maniqueo, haciéndole la misma confesión, y proponiéndole una partida de caza, en la cual los leones y tigres deberían comerse a sus siete amigos.
Finalmente, en el discurso del día y de la noche, los ocho maniqueos entraron en casa del armenio, alegando cada uno las mismas razones para ser el dueño exclusivo de la joya, y discurriendo un diverso método para destruir a sus siete compañeros. El armenio decidido por el primer pian, a todos los emplazó para el banquete, decidido como estaba a seguir la primera inspiración. Philóphero y el armenio convinieron en que ellos beberían un vino diferente del de los demás, por supuesto, sin polvos ni composición alguna, y en prueba de buena fe, convinieron también en beber cada uno unos tragos, y después cambiar mutuamente las copas y botellas: una vez pactado esto toda sombra de traición o desconfianza desaparecía completamente.
Al día siguiente a medio día, después de las oraciones del muezín, los convidados estuvieron reunidos y observaron que no había en la mesa más que ellos y el armenio. Cada uno pensó para sus adentros, que sin duda no había querido que hubiese personas extrañas, para que de ese modo el convenio pudiese arreglarse mejor; cada uno creía ser el único que había discurrido apoderarse del diamante, y sólo el armenio era dueño de los secretos de todos.
—Como estos ocho maniqueos están todos conformes en morir, discurrió el armenio, puesto que cada uno conspira contra la vida de los siete restantes, lo mejor será que mueran todos, y de esta manera, yo solo seré el dueño de la hermosa piedra.
Con esta resolución, se propuso, cumpliendo el pacto que había hecho con Philóphero, beber media copa de vino, y al devolvérsela a su amigo, echarle unos polvos, que a las cinco horas deberían hacer su efecto.
Philóphero, por su parte, pensó que si dejaba vivo al armenio, además de tener siempre que considerar a su cómplice, perdería la mitad del valor de la joya, y que lo mejor era beber unos tragos y devolver la copa al armenio con unos polvos iguales a los que se había dispuesto echar en el vino de los demás convidados.
Como el armenio volvió la cara después de beber, fingiéndose el distraído, y el maniqueo hizo lo mismo, los dos aprovecharon la oportunidad, y cambiaron sus copas ya compuestas con los maravillosos polvos.
Parece que el primer efecto era poner de buen humor a todos, así la alegría no tuvo límites, y el armenio y los maniqueos, y los maniqueos y el armenio se hicieron tales halagos y se dijeron palabras tan expresivas, que más parecían hermanos. El armenio hizo una seña a Philóphero, ambos, aprovechando el bullicio y la alegría qué reinaba, se escurrieron silenciosamente, salieron por la puerta del jardín, montaron en unos robustos caballos que tenían preparados, en pocos minutos llegaron a una playa desierta, a donde los esperaba una barca, atravesaron el canal, y ya considerándose más seguros en Asia, pensaron tranquilamente en dirigirse a Nicomedia, para de allí seguir su camino a la Armenia. En todo esto, acabó el día, y ya a la hora del crepúsculo entraron en un desfiladero de montañas que pensaban pasar antes de que acabase la luz. Sea que la fatiga del camino hubiese influido en dilatar los efectos del veneno, sea que éste hubiese sido puesto en las copas en dosis menor, el hecho es, que los dos personajes se observaban cuidadosamente con inquietud, y que cada uno esperaba por momentos ver caer del caballo a su compañero. La luz acabó sin que hubiesen concluido el paso del desfiladero; llegó la noche que parecía más oscura por las sombras de los peñascos y así en silencio caminaban nuestros dos personajes, que ya pertenecían a Satanás, seguidos de cuatro esclavos negros que parecían los demonios dispuestos para llevárselos.
Un quejido que involuntariamente lanzó Philóphero, interrumpió la monotonía del viaje.
El armenio puso la mano en el puño de su yatagán, decidido a concluir con el acero la destrucción comenzada por el veneno; pero tuvo que quitar la mano de su arma, para llevarla a su pecho, porque le pareció que una llama abrasadora le había subido del estómago.
—Me habéis envenenado, maldito y execrable maniqueo.
—Y vos a mí, traidor y detestable armenio. Dadme, dadme el diamante, o lo sacaré de vuestro negro corazón.
—Quitádmelo si podéis —gritó el armenio, impulsado por la cólera y el dolor.
Ambos sacaron sus armas, y trabaron una lucha, tanto más vigorosa, cuanto que la desesperación y los agudos tormentos que sufrían con el tósigo, les prestaban una especie de fuerza nerviosa, muy semejante a la que se observa en los dementes en los momentos de su furor.
Los esclavos, espantados de esta contienda inesperada, pues nada sabían de lo que había pasado, huyeron, aprovechando la oportunidad para recobrar la libertad y reunirse con las tribus de árabes errantes que viven en las riberas del mar Rojo.
Nuestros dos hombres, destrozándose el pecho con las uñas, cuando, ya por estar muy cerca, no pudieron hacer uso de sus armas, cayeron sin vida abrazados fuertemente, como si hubieran sido los mejores amigos en la vida.
Esto pasaba por los años de 811, a la sazón en que subía al trono de Oriente, Miguel, llamado Curopalate. En cuanto a los siete maniqueos, luego que advirtieron que el armenio había desaparecido, se marcharon a sus casas, cada uno lleno de sospechas y de temores, pero sin decir una palabra, porque todos eran criminales, y a todos acusaba la conciencia. Según la dosis que bebieron de vino, así fueron más o menos próximos los efectos del veneno; unos murieron en la misma noche, y otros en los días siguientes, y cada uno echando la culpa a sus siete compañeros.
A poco llegaron los animales feroces al desfiladero guiados por el olor de la sangre, y devoraron los cadáveres: una pantera más feroz y hambrienta que los demás, se arrojó con furia sobre el cuerpo del armenio, y tragó junto con una de sus costillas el diamante que tenía cosido en la camisa en el costado derecho. Apenas la fiera había gustado la carne humana envenenada cuando dio un salto y corrió furiosa, hasta que fue a caer sin vida y sin aliento a una gruta cercana que le servía de madriguera. Allí se secaron sus restos; y su esqueleto en cuyo centro se hallaba la codiciada piedra, permaneció allí muchos años.
Había en la salida del desfiladero y en el declive de la montaña, un valle pequeño y florido; unos cuantos árboles, una fuente cristalina que manaba de la grieta de una roca y un rebaño que pacía en los prados, formaban el patrimonio y la felicidad de una familia humilde, pero sencilla y virtuosa, como si fuese un resto de los antiguos patriarcas.
La familia se componía de un viejo que cuidaba los ganados de su mujer y de su hija, que se ocupaban en los quehaceres de una pequeña casa, edificada al pie de un grupo de sicómoros y palmeras: trasquilaban y ordeñaban las ovejas, para mantenerse con su escaso producto. La hija se llamaba Teodora; tenía diez y seis años cumplidos, y al entrar en la edad, se habían desarrollado en ella cuantas dotes constituyen una hermosura: fresca, de grandes ojos y luengos cabellos negros, de esas hermosas formas que sirvieron a los célebres escultores griegos para hacer de un trozo de mármol verdaderos prodigios de arte; no había hechizo ni atractivo que no se hallase reunido en aquella criatura.
Un día que el ganado se había encumbrado algo más que lo que acostumbraba, el padre de Teodora, al reunirlo y contarlo observó que le faltaban dos ovejas: al día siguiente se propuso buscarlas por toda la comarca, y ya desesperaba de encontrarlas, cuando pasó por la boca de la caverna, donde la fiera había ido a morir muchos años antes. Aunque sabía que era una antigua madriguera de animales feroces, como era animoso, entró, y a poco tropezó con el esqueleto; y al remover con el pie involuntariamente los huesos, que con sólo el contacto se reducían a polvo; un rayo del sol que entraba por el agujero o hendedura de una peña, fue a herir un objeto luminoso. Se agachó, tomó, en sus manos una piedra, que examinó con la luz, y aunque de ninguna suerte inteligente, le pareció una cosa maravillosa.
—Seguramente —dijo suspirando—, este es un objeto de gran valor, que podía hacer a mi Teodora tan rica como una princesa; pero ¡cuánto más placer habría yo tenido en encontrar a mis dos ovejas perdidas!
Escuchó un balido algo lejano; guardó el diamante con desprecio y corrió hacia el lugar donde lo había escuchado, y no tardó en encontrar y coger en brazos a sus dos corderos blancos como la nieve.
—Hija mía, aquí te traigo estos dos corderos que no sé por qué causa se separaron del rebaño, y además una joya que me he encontrado en la caverna del Cuerno.
Teodora tomó el diamante, lo volvió de uno y otro lado, y devolviéndolo a su padre, le dijo con mucha naturalidad:
—Creo que vale mucho; pero valen más nuestros corderinos: son los más hermosos, los más blancos del rebaño, y había llorado muchas lágrimas, creyendo que las fieras los habían devorado.
—Eres digna hija de tu padre —contestó el anciano—, creo que con el valor de esta piedra podrías ser rica, y muy rica; pero quizá no serías tan feliz: la inocencia y la paz de una vida retirada valen más que todos los tesoros del mundo. Guarda este diamante y adórnate con él dentro de tu casa; pero nuestra familia no cambiará de vida ni de costumbres: nos basta para vivir, las aguas claras de nuestra fuente, la sombra y los dátiles de nuestras palmeras y la leche de nuestro ganado.
La muchacha en seña de asentimiento dio un beso en la frente del anciano, guardó la piedra preciosa y continuó sin variación la vida tranquila y laboriosa en que se había educado.
Era por este tiempo emperador de Oriente Andrónico I. La silla del imperio había ido de tal manera decayendo, que la ruina era ya casi segura, y parecía que el que se sentaba en ella era arrastrado inevitablemente al crimen y a la desgracia. Juan murió de la herida de una flecha envenenada; Manuel, después de haber sacado los ojos a los embajadores de Venecia, vistió el sayal y murió en un convento; Alejo mandó matar a todos los franceses y latinos de su corte, y aun a su propia madre. En cuanto a Andrónico, aunque de una avanzada edad, no había vicio que no tuviera en la gran escala que le permitían sus riquezas y su poder: ninguna mujer había segura en su reino; por todo atropellaba, y ni casadas, ni doncellas, ni niñas, ni jóvenes se escapaban de sus persecuciones. Un día en que hizo una larga correría, fatigado de la caza, le llamó la atención la belleza del pequeño valle que hemos descrito, y se detuvo a descansar y a refrescarse: pidió una poca de la agua fresca de la fuente y salió Teodora a presentársela en una limpia vasija de barro. El emperador bebió, y al devolver el vaso a la muchacha, quedó deslumbrado de su hermosura y de un diamante que brillaba entre el adorno rojo y los cabellos negros de Teodora.
—¿Cómo te llamas, hija mía? —dijo con voz meliflua el viejo enamorado.
—Teodora, señor —dijo la pastora arrodillándose.
—Es hermoso nombre, y así se llamaba una emperatriz de Oriente mi antecesora; pero sin duda tú eres más digna de sentarte en el trono.
—¡Señor, piedad! —exclamó la muchacha cubriéndose el rostro con las manos y poniéndose pálida.
—No hay remedio; vendrás conmigo y serás la señora de mis pensamientos. Por otra parte, tú sin duda eres de estirpe, porque esa brillante piedra que tienes en el peinado, ha pertenecido a un rico soberano. Una pastora como tú no puede tener tales alhajas.
—Señor y mi rey, tened piedad de una infeliz, y no hagáis que mis padres mueran de dolor: esta piedra la encontró mi padre en una caverna; pero supuesto que es de gran valor y es una alhaja real, tomadla y desde hoy será vuestra.
—Levántate, levántate, perla de Byzancio, y deja en tus cabellos el diamante, para que las gentes queden dudosas y vacilantes, y no sepan qué admirar más, si esa estrella que reluce entre tus cabellos de ébano, o los encantos de tu peregrino rostro.
Al acabar el monarca este poético discurso, dio sus órdenes, y continuó su camino: los guardias arrebataron a la muchacha de los brazos de la madre, y en la noche estaba ya en el palacio del emperador.
Cuando el viejo, a la caída de la tarde, entró, como de costumbre, a su casa, conduciendo su ganado, encontró a su mujer bañada en llanto.
—Nos han arrebatado a nuestra hija.
—¿Quién, quién? —preguntó lleno de ansiedad.
—El emperador, el emperador mismo.
—¡El emperador! ¡Ah, entonces no hay remedio! —exclamó cayendo sin sentido en el umbral de su casa.
Al día siguiente, cuando ya habían pasado los primeros momentos de dolor, comenzó a reflexionar seriamente en los medios de tomar una señalada venganza y de librar a su querida hija Teodora de tan infame cautiverio: vendió su ganado y su casa, y se trasladó con su mujer a un arrabal de Constantinopla. Tan luego como se halló establecido en su nueva habitación, comenzó a frecuentar el trato de las gentes más influyentes del pueblo, y por grados el de todas las personas que estaban agraviadas con la tiranía y escandalosos desmanes del emperador. Al cabo de un año era ya cabeza de una gran conspiración que tenía ramificaciones en Palacio mismo, y cuyo jefe, en lo aparente, era Isaac, a quien generalmente llamaban el Ángel. En cuanto a Teodora, resuelta a sufrir el martirio y la muerte antes que la deshonra, había resistido a todos los halagos del monarca y aun a las más crueles amenazas, que jamás habían llegado a la realidad, porque el pudor virginal y la casta sencillez de Teodora habían producido un sentimiento de respeto en Andrónico, quien a pesar de su pasión, no pudo resistir a la idea de apoderarse del diamante. Como Teodora miraba con desprecio la alhaja, fácilmente se desprendió de ella, sin querer ni aun admitir otras joyas que Andrónico le daba en cambio.
Precisamente el día en que el monarca se puso por primera vez el diamante que había mandado engastar en un anillo, fue cuando, ya bien combinada la conspiración, estalló en el momento en que menos se pensaba. El pueblo, a cuya cabeza se hallaba, como debe suponerse, el padre de Teodora, invadió el palacio, arrolló a los pocos soldados que no estaban de acuerdo y colocó desde luego como sucesor en el imperio a Isaac Angelo.
Andrónico amenazó, se humilló, gimió, pero todo en vano: no hubo piedad para el viejo escandaloso, que había llenado de luto y de lágrimas a todas las familias. Se le condujo desde luego a una estrecha prisión, y al día siguiente se determinó que se le sacasen los ojos, suplicio muy común en esa época, particularmente cuando se trataba de altos personajes. El padre de Teodora, movido por las súplicas de su hija, que era tan compasiva y buena como hermosa, se opuso, y a pesar de su influencia, lo único que consiguió fue que sólo se le sacara un ojo; pero si le dejaron el otro, fue para su mayor tormento e ignominia, pues lo montaron al revés en un burro; hicieron que en vez de cetro empuñara el rabo del animal, y le pusieron en la cabeza una corona de ajos; y de esta manera lo pasearon durante muchos días por las calles de la ciudad, hasta que por fin lo ahorcaron el día 15 de Septiembre de 1185.
El padre de Teodora sobrevivió poco a su venganza, y ella y su buena madre, tristes, pero resignadas con la voluntad de la Providencia, volvieron a su casa, a su vergel y a las aguas claras y cristalinas de su fuente. En cuanto al fistol, o mejor dicho, al anillo del monarca… Pero veo que es tarde, y mi conversación os enfadaría, si yo continuase una narración, que es todavía bien larga y complicada.
Rugiero se levantó, y trataba de despedirse. Arturo y el capitán que habían recibido con frialdad, con descortesía y con un secreto terror al aventurero, fueron insensiblemente interesándose en todo lo que les contaba, de manera que casi ni pestañeaban, y su imaginación viva y juvenil les presentaba como de bulto los lances que Rugiero les iba refiriendo. Acompañaban al galante califa de Bagdad a la casa de las bailarinas; asistían al banquete del feroz rey búlgaro; descansaban debajo de las palmeras del jardín de Teodora; asistían a la sangrienta procesión del emperador de Oriente; en una palabra, el tiempo se les había pasado sin sentirlo, y deseaban que Rugiero concluyese la historia del fistol.
—Ya veis —dijo Rugiero—, ¿cómo queréis que os venda una alhaja semejante, ni qué oro sería bastante para pagarla? Ella es el oro mismo; ella es un talismán; ella vaga hace cientos de años pasando de unas a otras manos, y así continuará tal vez hasta el fin del mundo; porque el diamante no le destruye ni el sol: si se oculta, y aunque por algún tiempo esté perdido, siempre sus rayos y su luz han de hacer que parezca.
—Pero me ocurre una reflexión —dijo Arturo con cierto candor.
—Muchas pueden ocurrir, al escuchar la historia de esta piedra —contestó Rugiero—, pero veamos cuál es esa reflexión.
—Que vos me habéis prestado un talismán infernal: no hay persona que tenga la desgracia de poseerlo que no experimente al momento un grave daño.
—Es verdad —contestó Rugiero—: os creía más despierto y avisado. Ninguna explicación os puedo dar; por ahora; pero si reflexionáis un poco, no será necesaria.
—Mi padre y mi madre murieron, y yo quedé solo, desvalido y pobre —prosiguió Arturo tristemente—, y ahora lo atribuyo todo a la maléfica influencia del fistol.
—Error y muy grande —replicó el aventurero con un tono de profunda convicción: el fistol, muy al contrario, os ha servido para llamar la atención de las muchachas en el gran baile del teatro; ¿os acordáis?
Manuel había guardado silencio, y de cuando en cuando movía la cabeza, como para sacudirse de la fascinación que en él ejercía Rugiero; sostenía lo que podría llamarse una lucha entre su razón y su corazón; se había decidido a ser animoso y esforzado, y aun a perder la vida, con tal de dominar el carácter raro e incomprensible del aventurero. Firme, pues, en esta resolución, interrumpió el diálogo de Arturo, y rompió el silencio.
—Me maravillo, Arturo, que habiendo viajado y corrido el mundo, des crédito a patrañas y pienses en brujas y encantos, como si te hubieran criado las dueñas del siglo diez y seis; lo que Rugiero ha referido es un cuento como otro cualquiera, y nada más, bueno para matar un rato el tiempo, pero no para impresionarse fuertemente: el fistol es una alhaja de valor que Rugiero compraría en Europa, o en el Oriente tal vez, y como todas las alhajas, habrá pertenecido a diversos dueños, que han tenido dinero bastante para comprarla, pero en cuanto a las historias que nos ha contado, repito que habrá sido por pasar el tiempo, y no porque crea que somos unos chicuelos.
—Todo es orgullo y vanidad en el hombre —exclamó Rugiero—. ¡Chicuelos! ¡Chicuelos! y mucho que lo son todos los hombres… ¡pero qué! me equivoco mucho; al menos los niños tienen la buena fe en sus creencias y el candor en el corazón; ¡pero los hombres!… raza de víboras, como decía el Sabio de los sabios y el Rey de los reyes; miserables gusanos, que todo lo pretenden saber, y todo lo ignoran; enanos que quieren medir su limitada ciencia con la ciencia de lo inmenso, de lo grande, de lo desconocido. Ponedme en la Europa los Andes de la América: traedme el Mississipi a que atraviese el gran valle seco de la República: quitad el volcán que amenaza siempre con sus llamas la más hermosa de las ciudades italianas: poned un puente sobre el Mediterráneo, o el Adriático…
—Es curioso, al mismo tiempo que incomprensible, este caballero —dijo el capitán con tono sarcástico y ofensivo—: Nos cuenta primero historias maravillosas; y cuando nuestro buen sentido las rechaza, entonces cambia de tono, y comienza a darnos lecciones de moral y de filosofía.
—Os equivocáis redondamente, capitán —dijo Rugiero, mirándolo fijamente—, yo no tengo el candor de querer dar lecciones a nadie; y perdería mi tiempo en enseñar a necios y fatuos: ¿ya veis cuán imposible sería arrimar el mar a México, o transportar una montaña? pues bien, todavía eso es más fácil que hacer que los hombres tengan sentido común.
—No os figuréis, caballero —le replicó el capitán—, que voy a convertirme en ridículo campeón del género humano; cada uno juzga de él como le parece; pero de seguro, que cuando se trate de frases y de palabras que pueda yo aplicar a mi persona, entonces…
—¿Entonces, qué?… —le interrumpió Rugiero, soltando una carcajada feroz, que hizo estremecer a los muchachos.
—Entonces… —repuso con voz concentrada el capitán, apretando los dientes y haciendo un esfuerzo poderoso sobre sí mismo—, entonces… os volaré con una pistola la tapa de los sesos… ¿entendéis?… quiero sacudir este dominio, esta influencia que ejercéis sobre mí; y esto lo lograré, siendo superior a un fatuo, a un aventurero, a un miserable…
—¡Capitán! ¡Capitán!…
—Sí, a un miserable —prosiguió Manuel, pálido de la cólera—, ¿pues quién sois vos? ¿Quién os conoce? ¿Cuáles son vuestro nombre y vuestra patria? Tales cosas haríais en el país donde visteis la luz primera, que probablemente os arrojaron de él ignominiosamente como a un canalla indigno.
Los ojos de Rugiero parecían despedir rayos; sus labios trémulos querían articular algunas palabras; sus narices, perfectas en un estado natural, parecía que se henchían, y en su frente se leía un pensamiento siniestro. El capitán alzó la vista, y la desvió inmediatamente, porque no pudo soportar la mirada de Rugiero; pero haciendo un último y supremo esfuerzo, tomó una pistola, y la preparó.
—¡Capitán!… —gritó Rugiero casi fuera de sí, asiéndolo fuertemente de un brazo.
Manuel sintió como si lo hubiesen oprimido con una tenaza ardiendo; sin embargo, frenético y delirante, apoyó el cañón de la pistola en la frente de Rugiero, y tiró del gatillo; el fulminante tronó, pero la bala no salió. En vez de que Rugiero con su fuerza hercúlea hubiera intentado estrellar a Manuel contra la pared, su fisonomía cambió enteramente; sus ojos recobraron la expresión triste y melancólica que tenían habitualmente; volvió a sus labios el color rojo, y desapareció de su frente la nube siniestra que la oscurecía. Manuel, que poseído de una especie de vértigo, en que tenía tanta parte el valor como el miedo, no sabía realmente, ni lo que había hecho, ni a lo que se había expuesto, quedó como petrificado un momento, y después dejó caer lentamente su brazo armado con la pistola, que afortunadamente para él no dio fuego.
—Capitán, venga esa mano, y seamos amigos —dijo Rugiero completamente tranquilo—, vos sois un hombre valiente: habéis triunfado de vuestro sistema nervioso, y este es un esfuerzo inaudito: os juro que en el mundo jamás se había atrevido nadie a mirarme, cuando una nube de tristeza y de cólera viene a ponerse en mi frente; por fortuna esto pasa pronto, porque también estoy condenado a sufrir y a refrenar este orgullo, que ha sido mi desgracia y mi ruina. Conque no hablemos más sobre este lance desagradable, que ha turbado un momento la paz de tan buenos amigos; venga esa mano, y hablaremos otro rato, seguros de que disiparé todas vuestras dudas y preocupaciones. Tenéis en el fondo mucha razón; hay cosas que no pueden comprenderse sin una explicación; como cada hombre se cree un filósofo, yo no puedo dispensarme de tener también mi sistema; no os enfadaréis tampoco, si suelto una que otra pulla contra esta pícara humanidad. Todos los que son más ricos, más considerados, más llenos de incienso y más felices, son los que más critican y vituperan a sus semejantes; esta es regla segura; la pobreza y la desgracia, son quizá más tolerantes. Fumemos, y sentaos.
Rugiero sacó una purera de amianto, con un tejido tan fino y tan primoroso, que parecía un mosaico; los puros que contenía, eran de un tabaco de color carmelita oscuro, lustrosos como la seda, y con un aroma tan agradable y particular, que aunque participaba del de la canela, del del clavo, del de la esencia de rosa, a ninguno se parecía. Manuel, que era de una naturaleza franca y generosa, luego que Rugiero le tendió la mano, se la estrechó sinceramente, aceptó el tabaco y se sentó a fumar completamente calmado. Arturo, durante la escena violenta entre el capitán y Rugiero, había estado observando con terror, pero con la resolución suficiente de obrar de la misma manera enérgica y decidida; sin embargo, se le quitó un peso del corazón, cuando vio que la paz se había restablecido. Volvióse a sentar, y los dos muchachos, a medida que fumaban, sentían que su calma renacía, y que como el humo, se disipaban las preocupaciones que tenían contra Rugiero.
—La reflexión es la luz y la verdad —dijo Rugiero, como si estuviese dentro del pensamiento de nuestros amigos—. Si el hombre antes de obrar, pudiera poner en juego esa facultad clara y preciosa que la naturaleza ha puesto en su cerebro, se evitaría, sin duda, de ser víctima de preocupaciones y de falsas ideas…
—Ya que hemos vuelto a nuestra antigua y buena amistad, hacedme el gusto, Rugiero, de concluir la historia del fistol: mentira o verdad, ella me interesa, y deseo siempre, en conclusión, saber poco más o menos cuanto valdrá.
—Mejor haría, no en contaros el fin, sino el principio de la historia. Hemos comenzado porque un negro se lo encontró cerca de las pirámides de Egipto; pero antes… Antes había pertenecido a elevados personajes que han hecho mucho más ruido en el mundo que esos miserables emperadores de Oriente; esto sería largo, y debemos dejar esta historia, para cuando alegres y contentos, nos volvamos a reunir; sin embargo, os quiero referir la poética creación de los diamantes. Todas las mañanas, en la Primavera, se abren las flores, y el rocío deposita en la corola una gota transparente. El Señor de los cielos mira todos los días su maravillosa y espléndida naturaleza, y cuando su mirada se detiene sólo un instante en una flor, todas las gotas de rocío se convierten en diamantes, que los pajarillos llevan inmediatamente en el pico, y depositan en los lugares más ocultos, para que los hombres no los empañen con sus miradas codiciosas y profanas. Los científicos dicen que el diamante es el carbono puro. ¡Qué diferencia! Los científicos todo lo quieren explicar con la combinación de los gases… Pero decidme, ¿dónde está un científico que haya podido construir una pepita de naranja, para que del germen imperceptible que encierra, pueda nacer un árbol frondoso, que a su vez produzca millares de naranjas, cada una con multitud de pepitas, donde está el origen y la vida de otros tantos árboles? ¿Y así quieren medir su razón mezquina con la razón grande de Dios? No pude yo entender ni saber nada; y no os asombréis dando a esta frase una misteriosa interpretación, y si algo sé de ciencia y de mundo es porque he estudiado la naturaleza, no en ese pobre y crédulo conde de Buffon, ni en ese presuntuoso doctor Gall, sino en los desiertos del África, estudiando la vida de los animales; en las montañas del Asia, observando la vida de las plantas, y en las inmensas Américas, desde el polo ártico hasta la Patagonia, reflexionando sobre el carácter de los hombres; porque este es el país donde se presenta la raza blanca en toda su barbarie, la raza latina en toda su locura, y la raza indígena primitiva con toda su incomprensible rareza y su extraña civilización… Pero parece que el excelente tabaco contribuye a disiparos el fastidio… tomad y fumad otro puro, que su aroma os despejará la cabeza.
—En efecto, confesaré —dijo Arturo—, que por mi parte he cambiado completamente de humor.
—Franco y sincero, como soy —añadió el capitán—, no puedo negaros que deseaba tener con vos lo que llamamos vulgarmente los soldados una camorra; pero vuestra serenidad y vuestro generoso proceder me han subyugado; así, deseo que aun permanezcáis formando tan agradable tertulia, protestando que de ninguna suerte me incomoda ni me cansa vuestra conversación; pero hacedme el gusto de decirme, ¿dónde habéis comprado tan excelente tabaco? supongo que será de La Habana, de la fábrica de Cabañas.
—Nada de eso: los españoles tienen la vanidad de creer que no hay mejor tabaco que el de su isla, así como los cosecheros de Orizaba creen que su mal cuidada y tosca planta, es mejor que la de Cuba; pero todos se equivocan; el tabaco que fumo yo es de la provincia de Mazenderan en Persia. De vez en cuando suele regalar al autócrata de las Rusias un cajoncito de cien puros, mi amigo que es el dueño de este plantío; pero no es posible que nadie pueda soportar tal gasto, porque este tabaco se cultiva en macetas o tiestos, y cada puro, si se vendiera, seguramente no podría darse a menos de una onza de oro.
El capitán no pudo menos que echarse a reír.
—Bien, podéis reíros todo el tiempo que os agrade, y yo me felicito de que hayáis recobrado vuestro buen humor; pero con tal que me juréis bajo vuestra palabra de honor, que habéis fumado tabaco mejor, os prometo que, como dicen en México, os mantendré el vicio.
Una puerta se abrió con estrépito, y se presentó Valentín.
—Camaradas, larga siesta habéis echado; temía que os hubieseis muerto, y por eso he venido a buscaros.
—Hemos tenido un momento bien agradable con la conversación de Rugiero, que nos ha referido historias maravillosas.
Rugiero sonrió, e hizo una graciosa reverencia al recién llegado; ambos se estrecharon la mano, y Rugiero prosiguió:
—Hemos estado a pique de tener un lance desagradable, cuando hemos sido los mejores amigos del mundo, porque estos jóvenes, tan ilustrados y de tan buen talento, están empeñados en creer que todo lo que les sucede, es debido a causas sobrenaturales, o para explicarme con más claridad, por arte del diablo.
—¿Es posible? —interrumpió Valentín riendo—, apenas puede creerse esto de Manuel.
—Eso mismo digo yo, y por eso quiero entrar en algunas explicaciones; pero hacedme el gusto, perdonando la confianza de que nos sirvan té, porque como he vivido tantos años en Inglaterra, no puedo pasarme sin cuatro o cinco tazas de agua hirviendo; al tomarlas, os diré, si gustáis, quién es el diablo.