V. La filosofía del diablo

Valentín salió un momento, y a poco volvió, acompañado de dos soldados, que traían un servicio completo para tomar té; tendieron el mantel en la mesa, y nuestros personajes se sentaron al derredor.

—Señor de Rugiero —dijo Valentín—, dispensaréis el mal servicio; como hombre sólo, no tengo más que a los soldados que me desempeñen; y estos pobres mal que mal, no saben otra cosa que hacer el ejercicio, pero de ninguna manera pueden estar al tanto de las costumbres inglesas: sin embargo, el té es negro, de superior calidad, y el agua hirviendo. Ahora que por mi parte he cumplido, haced lo mismo por la vuestra, continuando la conversación, un momento interrumpida por mi llegada.

—Con mucho gusto —contestó Rugiero—, vaciando de un sorbo media taza de té hirviendo; pero tengo antes que acabar una cuenta con mi amigo Arturo. Decíais, Arturo, ¿qué queréis saber el precio del fistol?

—Siempre sería para mí una base, para calcular, si puedo, o no, pagarlo.

—Pues bien; vale, según creo, cosa de doscientos mil pesos.

Arturo, Manuel y Valentín especialmente, que no estaba en los antecedentes, se miraron, abriendo desmedidamente los ojos.

—Y no he dicho un millón de pesos —continuó Rugiero con mucha seriedad—, porque el capitán no se eche a reír, como lo hizo cuando le dije el costo de los puros. Fumad, señor comandante, fumad, y veréis si tengo razón —dijo Rugiero, pasando su purera de amianto a las manos de Valentín.

Éste sacó un puro, lo arrimó a la vela, dio unas cuantas fumadas, y envuelto en una nube de humo blanco y aromático, y saboreándolo como un muchacho puede hacerlo con un caramelo, exclamó lleno de entusiasmo:

—¡Cáspita! si fuero yo rico, daría una onza por cada puro.

—Es el precio que yo he fijado: ya veis, capitán, que no exagero. En cuanto al fistol, lo que os he contado y lo que os contaré, forma su historia, su tradición; ella está escrita en árabe, en griego, en alemán, en francés, en italiano, en español, en todos los idiomas. Suponed que no sea cierta; pero todos los que se tienen por sabios y por entendidos, han convenido en creerla. Si en el momento no entendéis lo que digo, quizá reflexionando un poco, lo comprenderéis perfectamente: conque doblemos la hoja, y no hay que pensar más en esto. El fistol, no hay duda, parecerá el momento menos pensado, porque, ya os he dicho, que como el sol, se hace patente y manifiesto tan luego como se busca. Cuando estemos en México, trataremos de este asunto, y todo saldrá bien, lo aseguro.

—Pero, ¿y la historia prometida? —preguntó Valentín.

—Es la historia común de todos los días: si os tomarais el trabajo de pensar en los acontecimientos de la vida, poco tendríais que preguntar, pero, pues que se trata de divertirnos, no hay que desperdiciar la ocasión. Hacedme el gusto de servirme la tercera taza de té.

Valentín sirvió con no poco asombro la tercera taza de agua hirviendo, que Rugiero llevó inmediatamente a sus labios, sin hacer el menor gesto.

—Estos ingleses son incansables en beber, té —dijo Rugiero, poniendo su taza en el plato—: He conocido un lord, que vivía en Hendon, que tomaba seis tazas en el almuerzo, seis en la noche y seis a la hora de acostarse, y cuando acababa, y se metía entre las sábanas, exclamaba con tristeza: «¡Qué tiempos, qué tiempos aquellos en que mi salud me permitía beber té a toda mi satisfacción!».

—Decíais —interrumpió Valentín—, que mis amigos están empeñados en creer que en sus aventuras tiene parte el diablo.

—¡Cabal! eso creen; pero no es raro, porque otras muchas gentes tienen la misma idea, y no carecen de razón, mas se equivocan completamente en los pormenores.

—Explicaos, explicaos —dijeron a la vez Arturo y Manuel—, porque precisamente esos pormenores son los que deseamos conocer.

—Generalmente todo el que no ve una figura espantosa, con pies de chivo, cuernos de toro y cubierto su cuerpo de cicatrices y culebras, no desconfía; ni se asusta, ni teme.

—Es verdad, y hasta ahora, al menos que yo sepa, nadie ha visto más que pintada en los cuadros antiguos, una figura semejante.

—Pues, amigos míos, el diablo está en todas partes, tiene diferentes formas; se reviste de los más grandes títulos, comete en nombre de la justicia los más grandes crímenes, y lejos de que cause susto y miedo a las gentes, los poetas componen versos en su elogio, los ricos le doblan la rodilla, los historiadores se devanan los sesos por escribir sus hazañas, y los pueblos, sin haber jamás ni aun pensado en el enemigo malo, sufren las más grandes vejaciones, y a veces los más acerbos martirios.

—No comprendemos —dijo Valentín.

—Creo que me explico con claridad: sin embargo, es muy posible que no comprendáis; pero seguiré mi narración: ¿Habéis oído hablar, o leído algo de la Roma antigua?

—Por supuesto —contestó Arturo—, en mi colegio, en Inglaterra, me hacían estudiar los clásicos latinos.


—Vuestros clásicos latinos dicen mucho, pero ni la mitad de lo que pasaba en Roma en los tiempos de su mayor esplendor y poder. Los reyes que vivían quietos en los dominios de sus antecesores, eran arrebatados por las legiones romanas, y paseados por las calles de Roma, tirando, como si fueran animales de carga, el carro del vencedor. Durante el día, había juegos en el circo, intrigas en el foro, cohechos, soborno, robo de los dineros públicos, en una inmensa escala; y por la noche, orgías con las cortesanas, sangre y crímenes. Los emperadores generalmente estaban a la cabeza de todos los escándalos, aguzaban el puñal, y preparaban el veneno para el amigo, para el hermano, para la madre misma, y a su vez eran perseguidos, asesinados y finalmente colocados unos en vida y otros después de la muerte en suntuosos templos, para que el pobre pueblo, cuya sangre habían derramado, los adorase como divinidades; y sin embargo, el mundo ha convenido en llamar a esto grande y magnífico. Vosotros creéis que soy un comerciante italiano, alemán o inglés, que vengo a cambiar a este país algodón, seda y baratijas, por oro y plata; que viajo, que me divierto, que gasto dinero, que fumo buenos puros, que me arrojo a los peligros cuando los hay, que canto y bailo cuando cantan y bailan los demás, y que discurro sobre política y filosofía cuando me encuentro entre estudiantes y literatos; ¿no es verdad que creéis todo esto? Pues es en lo aparente cierto, pero en la realidad falso: mi vida es ya de muchos siglos; y he tomado cuantos caracteres notables se han desarrollado en la gran tragedia humana. Allá en los primeros tiempos tenía un hermano hermoso e inocente: un día lo maté, y fue la primera sangre humana que regó los campos verdes y fértiles del mundo, y que después ha formado ríos y torrentes; y se llenaría un océano si pudiera reunirse la que desde entonces se ha derramado: dejé ya en el mundo el tipo y modelo de los homicidas, y pasé a desempeñar otros papeles. En Roma fui sucesivamente Calígula, Claudio, Nerón, Cómodo, Heliogábalo: un día cayeron en poder de mis guardias un puñado de cristianos; y no teniendo otra cosa más divertida que hacer con ellos, mandé que los untaran de resina, y que les prendiesen fuego en los cabellos, para que sirvieran a la vez de hachones y de hacheros: teniendo curiosidad de ver y examinar el seno en que me había formado, mandé abrir el vientre de mi madre; otro día, estando ocioso, quise emplear mi tiempo en ver un incendio, y mandé prender fuego a Roma. Cuando me dio por espléndido y gastrónomo, dispuse un gran banquete; convidé a mis amigos más íntimos y queridos, y así que concluyó, los hice entrar en unas magníficas habitaciones, para que durmieran y reposaran, pero pensando que con una emoción podrían digerir la comida más fácilmente, mandé que les echasen unos leones y unas panteras: algunos de los que quedaron con vida del susto, tuvieron el atrevimiento de decir, que la chanza había sido un poco pesada. Cansado del lujo y de las delicias de Roma, me fui a los países del Norte; y más adelante, considerando que el mundo estaba ya muy lleno de gente, y que era necesario segar la especie humana como se hace cada año en los campos con el trigo, me convertí en Genserico, en Atila, en Alarico, y corrí la parte más florida de Europa: los envidiosos y calumniadores dijeron que ni yerba nacía donde pisaban las herraduras de mi caballo; pero esto lo han desmentido los políticos modernos, que aseguran que mientras más sangre corre en la tierra, más frondoso y lozano se ostenta el árbol de la libertad. Desempeñé diversos e importantes papeles, haciendo a mi manera por todas partes beneficios a la humanidad, y dejando para los siglos venideros saludables lecciones, que, en verdad nadie había de aprovechar; pero en el discurso del tiempo me dio gana de vivir entre las nieblas del Támesis, y me llamaron allí Enrique VIII; fui muy amigo del papa; después reñí con él, y concebí una pasión decidida por Lutero. Como me gustaba el matrimonio, me casé muchas veces; pero como pronto me cansaban mis esposas, a unas las mandé degollar, a otras encerrar en la torre, y otras por fortuna se murieron o escaparon en una tabla, como sucedió a mi vieja Catarina Parr. Los pobres ingleses, de pelo rubio, de ojos azules y de figuras monótonas e iguales, de quienes la historia encomia la independencia y la energía, me miraban espantados, y no se atrevían ni a abrir los labios; a los unos los mandaba matar, y a los otros encerrar en las prisiones; y el noble más rico y más orgulloso, cuando yo estaba de mal humor, temblaba delante de mí. Me sufrieron hasta que ya muy viejo, y cansado de hacer tanto beneficio a mis amados vasallos, desaparecí de la escena, y les dejé una hija, que llamaron Grande, sin duda por su excelente corazón. Arrepentido de mis faltas, y peleado con las doctrinas del fraile altanero, violento y testarudo, que se llamó Lutero, hice los más fervientes votos de mudar de vida y costumbres, y no pude escoger mejor país que España; allí me llamé Felipe II, y di muestra de mi arrepentimiento y conversión. Establecí un tribunal que recogía mucho dinero y gastaba poco; unas rajas de leña, unos cordeles fuertes, unas cuñas de palo y unas cubas de agua, que siempre ha sido muy barata, era todo lo que me bastaba para hacer entrar al sendero a las ovejas extraviadas, es cierto que muchas perecían en las llamas; pero esto no era nada, con tal de que una sola de ellas se salvase. Todo morisco industrioso; todo judío, que tenía algunos diamantes guardados; todo portugués o castellano rico, de por fuerza habían de ser quemados, haciendo que antes y para mayor gloria de Dios, les tirasen fuertemente de los pies y de las manos, hasta que los huesos salieran de su lugar, y dándoles unas docenas de cuartillos de agua; esto me valió una fama y un renombre, que me ha puesto en primer término en la historia. Hábil político, monarca piadoso y consumado capitán, estos son los títulos que adquirí con el cambio feliz de mi conducta. Al mismo tiempo desempeñaba también papeles no menos importantes, aunque más secundarios; cuando aconteció el divertido lance de las Vísperas Sicilianas, fui Juan de Prócida; si se trataba de ahorcar y matar flamencos, era yo duque de Alba, y como también el oro era mi pasión favorita, y me parecía poco para saciar mi codicia todo el que está encerrado en las montañas de la tierra, fui también Pedro de Alvarado, y asesiné en el templo de México a los nobles caciques, para robarles unos cuantos trozos de tepuzque y unas sartas de chalchihuites, que a mí se me figuraron esmeraldas, pero como realmente fue un solemne chasco, pues no me encontré con la riqueza que suponía, me llamé Nuño de Guzmán, y comencé en Pánuco a herrar en la cara con marcas de fierro ardiendo a unos pobres indios que el pontífice había tenido el candor de declarar que eran seres racionales. Como estos eran méritos más que bastantes para obtener el favor y apoyo de una corte tan piadosa que no tenía otro pensamiento que convertir a los indígenas a la religión católica, me hizo el rey presidente de la Audiencia de México, y entonces ya pude a mansalva robar cuanto oro y plata tenían los nobles caciques, y particularmente el candoroso rey de Michoacán, y así que ni él ni sus amigos tuvieron más oro que darme, mandé juntar unos trozos de leña seca, y que lo quemaran por idólatra y traidor, pero más que todo por económico y mezquino. Como había sido pagano, luterano, católico, conquistador, gran capitán y licenciado, y poca cosa tenía ya que probar en mi carrera triunfante y gloriosa por la tierra, me volví humanitario, filósofo y literato, y ya con el nombre de Voltaire y de Rousseau, comencé a publicar libro tras de libro, y a sembrar la semilla del saber y de la verdadera luz, que había de producir abundantes frutos a la familia humana en los siglos siguientes. Una cortesana, hermosa y célebre, y que puede decirse colocó en el trono a una de las mujeres más impertinentes y fastidiosas de su siglo, me dejó cuatrocientos pesos para libros, y con estas migajas, con estos desperdicios del amor, comencé mi educación; fui tan vivo y tan precoz, que en mi edad primera me encerraron en la Bastilla, y ya se deja suponer que esto me hizo concebir un odio profundo a la tiranía. Desde entonces me propuse mi plan de vida; para que pueblo y soberanos me consideraran, era necesario herir, criticar y satirizar a todos, porque la humanidad es como ciertas mujeres, que mientras más golpes reciben de sus maridos, más los adoran; para enseñar una sana filosofía era menester ejemplos prácticos y rigidez en las costumbres, así es que sólo me propuse tener amores con Adriana Lecouvreur, y con cuantas otras pude, sin perjuicio de vivir en la más perfecta unión con la marquesa de Chatelet; sabía filosofía, y como yo, era enciclopedista y literata. Enfadado de la soledad, y sobre todo de Francia, quise pasar a otros climas, y me fui a vivir a costa del viejo monarca prusiano; éste era hombre de provecho, y logró que, aunque chico de cuerpo, le llamasen Grande, y vais a ver cómo lo logró. Era un tipo de soldado; el gobierno, la civilización, la política, hasta la poesía y la filosofía que yo le enseñaba, las reducía al cuartel; el cuartel, el ejercicio, los soldados y la disciplina eran su pasión dominante, sin contar la que tenía por una perrita favorita, en cambio del odio que profesaba a las mujeres, y sobre todo a la princesa mi hermana. Yo no sabré explicaros si en esa época fui siempre Voltaire, porque a veces era Federico particularmente cuando algún pobre recluta se descuidaba con un botón de la casaca, o con dejar de dar bola a sus pesadas botas, que todavía llaman federicas; entonces ardía Troya, y para dar ejemplo de humanidad a todos los filósofos pasados, presentes y futuros, mandaba yo fusilar a tres o cuatro soldados, para que así aprendieran también los demás a tener completos sus botones y a dar lustre a su calzado. Esta conducta, tan conforme a la civilización y a la sabiduría, ocasionaba que acudieran al alistamiento del ejército prusiano tantos hombres como abejas a un prado de flores; no había más diferencia, sino que era menester para su mayor seguridad y descanso, robarlos en cualquiera parte de Europa, y encerrarlos en una caja hasta que llegaban a Berlín, donde tenían el placer de volver a ver la luz del cielo y la vara del cabo. Cansados uno de otro, es decir el déspota filósofo del filósofo libertino y mordaz, con motivo de lo que las cocineras llaman cabos de vela, tuvimos una gran reyerta, mitad en verso y mitad en prosa, y de esta manera graciosa acabó la intimidad de los dos hombres más grandes y célebres del siglo. Cuando tuve el capricho de ser Rousseau, tomé otro tono diverso; era melancólico, reflexivo, profundamente filósofo, y dejando traslucir en mis escritos mis desgracias, comencé por echar a mis hijos al hospicio, para poder escribir con más desembarazo y conciencia un libro de educación, que tenía por objeto principal destruir la empleomanía y el pauperismo, pues que necesitándose, además del padre, la madre y la nodriza de costumbre, un ayo especial para cada niño, y calculándose que en el mundo hay cosa de cuatrocientos millones de muchachos, era claro que debían encontrar una cómoda y decente ocupación un número igual de ayos. Los viejos ociosos e ignorantes, que generalmente son los que por no saber otra cosa, aceptan el papel de ayo, no comprendieron nunca el fondo filosófico del Emilio. Me propuse por divisa gastar mi vida en conocer la verdad, y toda ella me ocupé en escribir paradojas, y en contradecir yo mismo mis propias opiniones. Queriendo hacer una ridícula parodia del hombre que tenía un grande talento y un grande corazón lleno de piedad y de poesía, escribí mis Confesiones, y no hice más que escandalizar al mundo sensato y juicioso, que harto tenía con saber mis faltas públicas. Sin embargo, yo fui el tipo y el maestro de los filósofos sentimentales tiernos e incrédulos, y el texto de todos los gobernantes noveles, que, como yo, han hecho su modelo mi Contrato Social, y arreglar la ciencia del gobierno como se arregla en un mostrador el convenio de uno que vende la mercancía mala y podrida, con otro que le paga en moneda lisa y de mala ley. Nada digo de tantas Julias como pululan por el mundo, y que reasumen en el tierno beso de Saint-Priest todos sus deberes sociales. Ya veis que todo esto era más que suficiente para que en el panteón de París colocaran mi sepulcro con una puerta entreabierta, por la cual sale una mano con una luz. En efecto, la pobre humanidad estaba a oscuras, y nada sabía hasta que se publicó el Emilio y mi bella teoría de la música; todo lo ignoraba, hasta que no supo cómo se daba un magnífico beso a un amante, y conoció por mis confesiones de todo lo que era capaz la bien templada alma de un filósofo. Aunque ya Tito Livio, Tácito, Aristóteles, Plinio y Platón, habían escrito, el mundo estaba positivamente a oscuras; yo fui la luz, la ciencia, la verdad y la filosofía. ¡Y luego me queréis sostener que la humanidad tiene sentido común y marcha a sus altos destinos!

Enfadado de ser divinidad en Roma, protestante en Inglaterra, católico en España, conquistador en América, cabo-escuadra en Prusia, y filósofo en Francia, pensé que lo que me quedaba que ensayar, era el papel de liberal. Los pobres franceses no conocen lo que es la gloria, y la ventaja de tener un papel viejo y mugroso en la bolsa en vez de escudos de oro, ni saben qué grande adelantamiento es medir las indianas con la diez millonésima parte del cuarto del meridiano terrestre, ni menos conocen la prosperidad a que llega un país cuando tiene un gran libro de la deuda, que se llene de guarismos tras de guarismos, hasta formar una suma fabulosa, que no podría ser pagada ni con toda la moneda junta del orbe; pero ¿qué nación que figura en primer rango, no debe más que lo que puede pagar, ni qué súbdito no se llena de orgullo al contemplar que su nombre figura en el gran libro de la deuda? Como estas mejoras no se obtienen de balde, ni los pueblos llegan a la civilización, ni alcanzan la libertad, sin haberse antes destrozado como las fieras de los montes que se disputan los restos de un cadáver fue menester que corriera mucha sangre para que llegaran a sentarse las partidas del gran libro, para que se estableciera el sistema métrico decimal, y para que, en fin, el comercio se convenciera de que las minas estaban buenas para los monarcas españoles, pero que la verdadera riqueza es el papel moneda. Todos los días, ya con el nombre de Marat, ya con el de Danton o Robespierre, enviaba yo a la guillotina a todos los que no querían entender mi sistema de regeneración social, y muchas veces me guillotinaba yo a mí mismo, y volvía a reaparecer bajo otro nombre, y como convenía, con ideas más avanzadas. Como todo lo que hacía yo era obra de la lógica, de la razón y del buen juicio, no quise tener más guía, ni otra divinidad tutelar que a la diosa Razón, que es verdad salió triunfante de la empresa, pues que no ha habido loco que no la invoque en su apoyo. Así que ya nada me quedó que hacer por la libertad, no sólo de la Francia, sino del mundo todo; así que vi rodar la cabeza de Capeto y llenas de sangre las blondas trenzas de la austriaca, me hice soldado; comencé de cadete jugando a la guerra con bolas de nieve, y llevó la chanza tan adelante, que no hubo monarca que quedase en pie; hice de la Europa un cuartel, y coloqué de soberanos a los cabos de mis regimientos, y como no querían creer que yo era el primer soldado, una noche le pegué cinco balazos a un Borbón, para quedar un poco mejor que Monsieur Bossuet, que cuando tenía delante de sí a Madama muerta, decía sin duda alguna con espíritu profético: «También los reyes mueren.» Vivo y sano estaba el duque de Enghien, cuando yo dije también: a los Borbones se les fusila; y desgraciadamente ésta, que fue una profecía más difícil que la de Bossuet, se cumplió al pie de la letra. Como desde los tiempos de la conquista no había vuelto a aportar por las Américas, quise ver qué tal lo habían hecho los yankees y los suramericanos después que conquistaron su libertad. A los yankees me los encontré famosos; al gobierno, queriéndose coger cuanta tierra útil o inútil tiene, cerca o lejos, y a cada yankee siendo la personificación de su sistema colocado en cuatro sillas, porque así como a la nación en masa no le basta una nación, tampoco al individuo en particular le basta un asiento por cómodo que sea; en una silla colocan las asentaderas, en otra los pies con dirección al cielo, y en las dos restantes los brazos, uno con dirección al Sur y otro al Norte. Debajo de las sillas tienen el dollar, que es una divinidad un poco mejor que la diosa Razón de los franceses, en la mano un enorme cortaplumas, y en la cintura un rivolver, para dar a entender que los hijos del anglo-sajón, con la misma facilidad cortan un pedazo de palo de una silla, como se cogen mil leguas de territorio ajeno, y en cuanto al rivolver dicen lo que decía un andaluz a un gallego: Compae, más fácil es pa mí volarle a usted la tapadura de los sesos, que al cura de mi parroquia decir un responsorio. En la América del Norte, como todo estaba hecho, y la escala estaba recorrida desde la esclavitud hasta la usurpación, lo único que pude ser, fue banquero y empresario de caminos de fierro; emití bonos con el retrato de Franklin, y los hice circular de uno a otro extremo de la Unión, y así que tuve yo mucho oro aglomerado, cerré mi banco, y me marché muy tranquilo a mi casa de campo, dejando con tamaños ojos y abriendo la boca a todos los tenedores de mi papel. Como felizmente habitaba yo un país libre, me hicieron senador, y tuve ocasión de pronunciar elocuentes discursos contra el sistema de bancos y la impunidad de los que hacían bancarrota. En las Américas del Sur tuve mucho que trabajar, porque esos son países vírgenes, donde todo está por hacer, y donde la gente, como suelen decir, peca de buena y de sufrida; pedí dinero a los ingleses para gastarlo en pitos y flautas antes de recibirlo; al fin tenía intención de no pagarlo nunca. Fusilé a Iturbide, porque tuvo el atrevimiento de consumar la independencia, hice saltar por un balcón a Bolívar en castigo de que había formado una República; y después ya dictador, ya pronunciado, ya liberal, ya retrógrado, no he dejado camino que no haya descompuesto, renta que no haya malbaratado, deuda que no haya dejado sin pagar, ciudadano honrado que no haya calumniado, mandón insolente a quien no haya tolerado, labrador a quien no haya quitado algo de sus ganados; y en una palabra, llamándome generalmente guerra civil, he recorrido el país desde Sonora hasta Patagonia, sembrando en todas partes la desolación y el terror. Esto ha sido para hacer ensayos en pequeño, pues ya los había hecho en una escala mayor en el Oriente, en Alemania, en Inglaterra, en España y en Francia. La oportunidad se me vino a las manos de ser entre los romanos Antonio Pío, entre los moros Abderramán, entre los ingleses Alfredo el Grande, entre los franceses Enrique IV, entre los españoles Isabel, entre los americanos Washington; pero no quise aceptar papeles tan miserables. ¡Contentarme yo con el título de Pío, por toda una vida de sabiduría, de dulzura y de moderación! ¡Morirme después como el rey de Córdoba, y tener por toda recompensa un pueblo entero que caminase llorando detrás de mi ataúd, y llamándome el terror de los malos, el padre del pueblo y el amparo de los desvalidos! ¡Entregar mis joyas a un marino loco y aventurero, para que gastase su valor en descubrir un nuevo mundo! ¡Gobernar con justicia, perdonar a mis enemigos, arreglar la hacienda y demás ramos del Estado, merecer el título de Bueno para ser con todo y eso asesinado por un fanático! ¡Formar de unas cuantas colonias repartidas en los bosques primitivos de América una nación grande y poderosa; retirarme después a la vida privada, y contentarme con unos cuantos acres de tierra y una casa de campo en las orillas del Potomac! ¡Bah! Todo esto no tiene en el mundo sentido común: todos estos papeles son de muy poca importancia y consecuencia en la humanidad, para que yo me resignara a desempeñarlos.
 

Hubo un momento de silencio; y Arturo, que había sido educado en el colegio de jesuitas de Stony Horse, y que tenía en su cabeza otras máximas, otras teorías, y juzgaba de la historia de una manera bien distinta, lo aprovechó para hacer algunas observaciones.

—En verdad, Rugiero, que juzgáis con mucha severidad a la humanidad, y podría decir, que maltratáis la historia.

—¡La historia! ¿Y dónde está la historia? ¿Llamáis historia a unos cuantos centenares de libros, escritos por los cortesanos o aduladores de los reyes y de los pueblos, o formados, después de muchos años, de documentos truncos y de noticias parciales y equivocadas? Era necesario que el hombre tuviese siquiera las más simples nociones de la verdad, para que pudiese escribir la verdad. No os canséis, amigos míos, en registrar los libros, en formar conjeturas y en buscar al diablo en los rincones oscuros de las casas arruinadas, donde con ruido de cadenas y lastimosos quejidos, dicen las ancianas, que aparece a las doce de la noche: buscadlo a la luz del día, en medio de las plazas, en los dorados salones de los palacios, en el estudio del abogado, en las tiendas de campaña de los guerreros: unas veces lo veréis con una corona real en la cabeza; otras con la borla de doctor; otras con la espada del soldado; otras con el hábito modesto de un monje: él, desde los más remotos siglos, recorre toda la tierra sembrando el duelo, la muerte y la destrucción; unas veces tomando en las manos la insignia sagrada de la cruz; otras con la cimitarra del turco en el cinto; otras con la bandera tricolor de la libertad; pero aun cuando las formas sean diversas, siempre el objeto es el mismo-la discordia-la matanza-la sangre. Y el mundo, que podía haberse sublevado contra mí, y los pueblos, que podían haberse levantado en masa y aniquilándome con su solo aliento, son los primeros que me han ayudado a la obra de destrucción: los unos se han dejado matar por la gloria; los otros por la libertad; los de más allá por el fanatismo; y mientras más desastres han pasado por la florida y risueña faz de la tierra, más se han remachado las cadenas y la servidumbre del género humano. ¿Qué podía ni qué puedo hacer, cuando en todos los pueblos, en todas las naciones, bandadas de gentes se precipitan al mal? Mi destino es arrojar a estos millares de seres de abismo en abismo, hasta que, llena la sima profunda, no haya en la tierra un habitante, y entonces, como en la luna, todo quede yermo y frío.

Los tertulianos permanecieron mudos y silenciosos, al escuchar la desconsoladora filosofía de Rugiero; y aunque les ocurrían muchas reflexiones que hacer a sus citas y aplicaciones históricas, no se atrevían a entrar en una disputa abierta con un hombre que con tanto aplomo calificaba los hechos, y que de todos ellos sacaba las consecuencias más amargas.

—Ya veis, amigos míos —continuó Rugiero—, que yo lejos de ser un ente sobrenatural, soy un hombre de carne y hueso, y sujeto a los mismos errores que todos los demás. En cuanto a las aventuras que tienen relación con los lances de la vida, es menester no cansarse, siempre se mezclan en ellos diablillos de menor importancia, pero no menos dañinos. El que ve un poco de oro que poderse apropiar, no cabe duda que lo hace, sin que le falten para ello razones de conciencia: el que aspira a un puesto público, no se para en los medios: la adulación, la traición, la ruina misma de su patria, le parecen bien poca cosa, con tal de que su orgullo triunfe, que su sed de oro se sacie y de que su ambición se contente. La muchacha que tiene un amante rendido y fiel, sucumbe a la tentación, si otro, rico y de moda, se le presenta. Todo en la vida se hace por interés, por pasiones, por influencias bastardas; y a los diablillos, a los que no les da gana de ser príncipes, reyes, filósofos, legisladores, reformistas o generales, se contentan con ser simplemente abogados, escribanos, albaceas, o difamadores de profesión pero en verdad nunca están ociosos, y mucho menos en estas pequeñas repúblicas, donde la ocupación favorita es la guerra civil. Si queréis la explicación posible y natural de vuestra vida, ella es muy fácil y satisfactoria. ¿Qué cosa más natural, que un viejo avaro quiera conservar las riquezas que posee, y que pasarán a vuestras manos desde el momento en que le arranquéis a la pupila? ¿Qué cosa más puesta en el curso ordinario de la naturaleza, que una borrasca en el Golfo, en la época de los Equinoccios? ¿Qué cosa más común que una intriga revolucionaria en México, donde todos los días se amasa públicamente un pronunciamiento, como el pan en las panaderías? ¿Se necesita acaso de la intervención del diablo para todas estas cosas? Por el contrario, es muy probable que el diablo en Jefe vea con el mayor abandono y desprecio estos pequeños chismes, que podríamos llamar de casa de vecindad, y que se ocupe en cosas más en grande, que llamen la atención de los pueblos. En este momento, por ejemplo, se ocupa en extender la civilización con el rifle y el revólver, como hace muchos años se ocuparon los conquistadores de estas provincias en propagar la religión católica con la esclavitud y la inquisición. El día que le quitaran al mundo estos placeres inocentes, el día del juicio se anticiparía, y todos morirían de ociosidad y de tristeza… Conque, amigos míos, os he contado todo lo que queríais saber; y en lo de adelante, si no sabéis quien soy, si no me conocéis cuando os he abierto mi corazón y contado mi larga vida, culpa será vuestra y no mía, y entonces ni los ojos os servirán para ver, ni los oídos para oír: es muy probable que nos veamos en México, donde en breve pasarán escenas de grande interés.

Share on Twitter Share on Facebook