IX. Don Pedro pide para él mismo la mano de Aurora

El mundo es una triste posada: pocos, muy pocos años estamos de tránsito en ella, para pasar por los umbrales de la tumba, al gran viaje de la eternidad; y sin embargo, esos pocos días son quizá de duelo y de lágrimas, porque los momentos de gozo y de placeres, que son tan rápidos, se pagan con largos días de tristeza y solitarias noches de vigilia.

Como nuestras escenas son en esta vida mundana, y no en otra fantástica y desconocida que suelen crear los poetas, cuando dicen que se sienten inspirados por el numen, nada extraño es que los personajes que figuran en esta narración tengan inesperados contratiempos, profundos dolores y momentos bien amargos: es la historia de nuestra propia vida. ¡Cuántos de los lectores y lectoras que pasan los ojos por estas líneas, no encuentran analogía y semejanza en sus propias desgracias, con las que sufren los amigos a quienes hemos acompañado en los bailes, en las casas de vecindad, en los caminos y hasta en medio de los mares irritados y borrascosos!

Como para seguir las aventuras de unos, hemos tenido que guardar silencio durante muchos capítulos respecto de otros, fuerza es que volvamos a ellos, comenzando por la gentil Aurora.

Tres días consecutivos estuvo, a las horas en que acostumbraba subir don Francisco por el balcón, llena de sobresalto, pensando que cada ruido, que cada rechinido de puerta, le anunciaba la presencia del amante; mas esperó cada noche en vano; y en verdad, aunque picada en su amor propio, a causa de un abandono tan repentino, se alegraba en el fondo de su corazón de no verse amagada del peligro de que su madre, o alguna otra persona, descubriese estas visitas nocturnas. No sabiendo, sin embargo, qué pensar, se fijó de preferencia en que don Francisco estaría enfermo; y cuidadosa e inquieta, llamó a Teodora y le encargó que con la maña y reserva debidas, que siempre tienen las viejas terceras, sin necesidad de muchas recomendaciones, procurase averiguar lo que había sucedido a su amante. Teodora hizo durante algunos días pesquisas absolutamente inútiles, hasta que al fin, por los criados del hotel supo que don Francisco, dejando cerrado el cuarto, se había marchado, sin que pudiese saberse a dónde; y lo que más llamaba la atención de los criados era que cuando fue preciso forzar la cerradura para abrir la puerta, no se encontró equipaje ni más muebles que los que pertenecían al hotel. Teodora con este dato procuró tomar lenguas en la Casa de Diligencias, donde, como en varias otras partes, tenía infinitos conocidos, y se cercioró de que el galán había marchado fuera de la República. Como no quería dar a Aurora lo que podía llamarse un golpe funesto, mintió y fingió al principio, pero al fin tuvo que contar lo que sabía.

—¿Con que no hay duda? —le dijo Aurora colérica—, ¿se ha marchado?

—Todas las gentes que le conocen y a quienes he preguntado, me lo han dicho así, pero yo creo que alguna cosa importante lo ha obligado… quizá su padre, o sus parientes…

—¡Padre, parientes! —dijo Aurora indignada—, tú deliras, Teodora: cuando un hombre ama de veras, no se acuerda ni de sus padres ni de sus parientes: ese infame me ha burlado, y esa es la verdad. Afortunadamente —continuó la muchacha rasgando con cólera un pañuelo bordado de batista, en el que estaba haciendo un dobladillo—, yo tampoco lo amaba, ni lo he amado nunca: tengo un positivo deseo de verlo para decírselo… necio, fatuo, ridículo… creerá que me estoy muriendo de pesar… Pero ¡qué hilo y qué agujas tan malas! —prosiguió, tirando los carretes y los devanadores y arrimando la almohadilla a un lado—, tráeme un libro, Teodora, y advierte que en la vida, ¿lo entiendes? en la vida me vuelvas a mentar el nombre de Francisco… Detesto a todos los que se llaman Francisco.

Teodora pasó a la pieza inmediata y trajo una novela de Walter Scott y un tomo del Año Cristiano.

—Sí, haces muy bien; dame el Año Cristiano: necesito leer la vida de un santo para aprender a sufrir y a tener paciencia.

Aurora abrió el libro; pero recorría las páginas, y volteaba violentamente las hojas, sin atender a su contenido.

Teodora no respondió.

—¿Ni un recado, ni una sola palabra? —continuó Aurora en tono interrogativo y mostrando mucho interés.

Teodora callaba.

—No es creíble que un hombre que decía que era un caballero y que juraba que no había amado a nadie en el mundo tanto como a mí, haya procedido como un canalla.

Teodora continuaba en silencio, y Aurora algunos momentos hojeó el libro, hasta que cerrándolo, prorrumpió colérica.

—Pero no me respondes ni una palabra, y parece que tú también te empeñas en atormentarme.

—¡Como la niña me ha dicho que no quería ni oír el nombre de…!

—Es decir —interrumpió la muchacha con alegría—, que me has engañado, y que sin duda tienes alguna carta: dámela, o dime, por Dios, lo que ha sucedido, porque me vas a volver loca.

Teodora levantó los ojos y se llenaron de lágrimas al observar la agitación de su ama. Ésta, que leyó en la mirada de la criada, se convenció de que había sido engañada vilmente, y pasando de la cólera y el despecho a la ternura, no pudo menos de prorrumpir en sollozos.

—No, no; aunque me veas llorar, Teodora, no creas que lo amaba: la cólera me hace derramar lágrimas, porque al fin las mujeres tenemos amor propio, y… pero lo aborrezco, lo odio de muerte… jamás, jamás me volveré a acordar de él, ni a pensar en ningún hombre…

Al decir esto, repentinamente vino a su memoria la imagen de Arturo.

—Ése sí era un caballero, un joven lleno de honor y delicadeza. ¡Qué diferencia! Si él hubiera estado en México… pero ¿qué estoy diciendo? si Arturo nunca, nunca me ha amado…

Aurora inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con la mano.

La pobre criada, que oía estas y otras palabras de Aurora, creía que se había vuelto loca, y no hallaba qué hacer, ni encontraba medios de consolarla.

La llegada de la madre, cuyo coche entró en el patio, dio fin por de pronto a esta escena.

Aurora recogió los fragmentos del pañuelo que había despedazado y los carretes y devanadores, se limpió los ojos, se arregló en un espejo el peinado y sacó otra costura. Teodora silenciosa se marchó a su cuarto.

En los días que siguieron a esta escena, ni la criada, ni Aurora volvieron efectivamente a mentar el nombre de Francisco; pero ésta, si bien no tenía esa tristeza profunda de una pasión malograda, sentía esa herida dolorosa que dejan en el amor propio el abandono y el desprecio de un hombre. La vida de Aurora cambió totalmente: cuando iba alguna visita, no salía a la sala, pretextando enfermedad; si por instancias de su mamá o de alguna de sus amigas concurría al teatro, se sentaba en el asiento del fondo, hablaba poco, y aquella amable sonrisa de la alegría y de la juventud había desaparecido de sus labios. En cambio, su devoción y su apego a las prácticas religiosas había aumentado, y no había día en que no oyese misa en compañía de la señora, ni que dejase de rezar con los criados lo menos dos horas: despechada, con su corazón insensible y frío, sin encontrar distracciones en la sociedad, abandonada del mundo había apelado a Dios, refugio que siempre buscan los que no han tenido la desgracia de perder la fe y las creencias.

Así pasaban tristes y silenciosos los días en aquella casa opulenta; y Aurora, al vestirse, observaba en el espejo que su juventud iba marchitándose y su hermosura desapareciendo. Un día le dolía la cabeza, otro tenía punzadas nerviosas en el pecho, otro la desusada palidez de su rostro la asustaba, y el siguiente se empañaba un poco el claro y brillante azul de sus lindos ojos. Fue menester acudir a los médicos; pero las medicinas que le ordenaron fueron ineficaces, porque amor sólo con amor se cura: la ciencia no ha observado todavía ese delicado sistema nervioso de la mujer, esos vasos delicados que se enferman y se secan, cuando les falta la electricidad de un sentimiento puro, feliz y correspondido.

Pasados algunos meses, don Pedro, no sólo pálido, sino amarillento, y apoyado en un grueso bastón, se presentó en casa de Aurora.

—Gracias a Dios —le dijo la señora—, que los males van desapareciendo: sentaos, sentaos, señor don Pedro, pues veo que infinito trabajo os ha costado subir la escalera.

—¡Oh, ah, ah! y mucho, mucho —contestó el viejo sentándose con mucho trabajo en un sillón de la elegante sala de Aurora.

—Pero en sustancia, ¿qué ha sido eso, señor don Pedro? —preguntó la señora.

—¡Ah! el infierno junto, señora, el infierno, que se empeña en martirizarme. No había hueso de mi cuerpo que no me doliese; los pasos en mi recámara, la ropa de la cama, el aire solo, me hacían dar de gritos. Los médicos dijeron que era un reumatismo articular, pero yo creo que era el martirio de San Lorenzo o el de San Esteban. ¡Uf! Jesús, Jesús, y qué sufrir; ni recordarlo quiero.

—¡Pobrecito, pobrecito! —dijo la señora—. Vea usted los altos juicios de Dios: el señor don Pedro, que es tan virtuoso y tan caritativo, ha sufrido tanto, y otros que hacen tanto daño en el mundo, andan por esas calles reventando de gordos y vendiendo salud.

—Pero todo se sufre por Dios, mi señora doña Micaela, ¿no es verdad?

—Así es, así es —respondió la señora suspirando—, y eso mismo he dicho a Aurora, que también se ha puesto muy mala.

—Lo he sabido, y he estado enviando recado todos los días, a pesar de mis agudos males… Pero supongo que está mejor.

—Sí, un poco, en lo que cabe.

—Me alegro, me alegro, y cabalmente deseaba yo tener con ella una conferencia, para darle algunos consejos, porque creo que su enfermedad procede, en parte, de algunos pesares que yo contribuiría a disipar.

—¿Pero qué clase de pesares puede tener una muchacha en la flor de su edad, rodeada de comodidades?

—Amorcillos, amorcillos, ya usted me comprende.

—Es verdad, señor don Pedro, Aurora está hace días triste, y muy triste, y yo me había maliciado algo; pero no me había atrevido a preguntarle nada… Mucho le agradezco a usted este testimonio de amistad, y voy a llamar a Aurora, que quizá abrirá con usted su corazón. Las pobres madres tenemos que sufrir mucho, hasta que las hijas toman estado o se deciden por el convento.

Doña Micaela entró a decir a su hija que don Pedro quería platicarle un rato a solas; ésta, que como de costumbre, estaba de muy mal humor, se negó absolutamente, pero movida de la curiosidad, tuvo que consentir en prestarse a una entrevista, que quedó fijada para la semana próxima. Don Pedro se alegró mucho de ello, porque pensó que ya para entonces su salud habría mejorado y que tendría más vigor y energía para sostener la lucha que se proponía. Despidióse de la señora, y el día fijado concurrió a la cita. Era ya como quien dice otro: estaba tan fuerte, que el bastón le servía de adorno; el poco cabello que tenía estaba teñido de negro, y en sus mejillas se notaba, merced a la toalla de Venus, una tinta ligera de carmín como si hubiera sido una doncella. Estaba vestido de negro, con tanta elegancia como permitían su avanzada edad y mal cuerpo; y en una finísima camisa de cambray se ostentaban dos botones de brillantes; era un Adonis, y había estado preparando más de cuatro horas en el tocador la conquista de Aurora.

La madre, que tenía gran confianza en la discreción y virtud de don Pedro, no sólo lo dejó solo con su hija en la sala, sino que, colocando en una mesa el braserito de plata con lumbre suficiente, cerró las puertas, y se fue hasta la despensa a dar órdenes a los criados de que la limpiaran y abastecieran.

—Aurorita, hija mía —le dijo don Pedro acercando su silla—, te veo más tranquila, y esto me llena de placer.

Aurora, que era orgullosa, se ofendió de que don Pedro se atreviese a tutearla: éste no pudo menos de advertir su desagrado, pero sin darse por entendido, continuó:

—¿Qué quieres, hija mía? es el único privilegio que nos queda a los viejos, el de tratar con confianza a las muchachas, y poder darles los buenos consejos que nos ha enseñado la experiencia; porque no creas, hija, yo te vi nacer, y quise mucho a tu padre, y asistí a las bodas de tu mamá cuando se casó. Era por cierto linda; se parecía a ti.

Don Pedro tomó una mano de Aurora, y ésta de pronto se la abandonó; pero reflexionando, la retiró con enfado.

—Ni mi salud, ni mi humor, son de lo mejor, señor don Pedro —dijo Aurora con resolución—, y por tanto, aguardo que sea breve lo que tiene usted que decirme.

—¿Es decir, que te enfadas? —le preguntó don Pedro, mirándola amorosamente y acercando sus rodillas.

—Es una mala enfermedad la de los nervios, señor don Pedro —respondió Aurora, desviando su traje con marcada cólera—, y muchas veces no es una dueña de sí misma. Por lo demás, ni me enfado, ni tengo motivo especial para ello; esta conferencia parece algo grave, según mi madre me ha dicho, y desearía yo que cuanto antes se terminase: después… esta es casa de usted, y podremos platicar lo que guste.

—En verdad, no sólo es grave sino desagradable para ti —prosiguió el viejo con marcada ironía, y queriendo vengarse del desdén de la muchacha.

—Tantas cosas desagradables he tenido en mí vida, que una más no me causaría pena; pero por lo mismo deseo que sea pronto… Hace meses que no abro el piano, y ahora tengo humor de recordar las hermosas piezas de Lucía y de Puritanos, que seguramente se me han olvidado.

Aurora se levantó, y saludó a don Pedro.

—Tenía yo que darte noticias de Francisco: tengo aquí una carta suya.

Aurora volvió precipitadamente, se puso encarnada, y se sentó de nuevo en el sofá.

—Ya sabía yo que te habías de quedar; pero era menester comenzar por algo.

—La carta —dijo Aurora secamente.

—Aquí está —contestó de la misma manera don Pedro, poniendo en sus manos una carta.

Aurora abrió la carta que Francisco entregó a don Pedro, en cambio de los seis mil pesos: la recorrió rápidamente, y se la devolvió con desprecio, diciendo:

—¿No es más que eso?

—¿Qué más, qué más puede decir un hombre al tiempo de marcharse? —respondió don Pedro, asombrado del poco efecto que causó en Aurora su lectura.

—Pues si no es más que esto —prosiguió Aurora con indiferencia—, ya lo sabía, y no me causa ni la más leve impresión: nunca he amado a este hombre, y me doy los parabienes de que se haya marchado… Espero que no volverá.

—Es que… Aurorita, esto no es tan sencillo como parece a primera vista. Es verdad que se ha marchado don Francisco; pero antes…

—¿Antes, qué?… —preguntó Aurora colérica.

—Antes… antes… fuerza es decirlo, ya que estoy obligado a ello, ha entrado por el balcón a deshoras de la noche a la recámara de usted; y un hombre nunca hace tales cosas sin…

—¿Sin qué?… —volvió a preguntar Aurora cada vez más irritada, y haciendo ademán de levantarse.

—Sin que las cosas pasen a ser más graves, y comprometan la reputación de una niña —prosiguió el viejo—; y como debo hablaros la verdad, haciendo las veces de vuestro buen papá, de quien fui muy buen amigo, os diré, que vuestra reputación anda ya volando de boca en boca… El Gobernador, el Secretario, el Jefe de la policía, todos saben ya…

Aurora, roja de la vergüenza, de la cólera y del despecho, se levantó del asiento, compuso su peinado y su fichú nácar y amarillo que rodeaba su blanco cuello, y llenos sus ojos de lágrimas, que procuraba reprimir, se dirigió a la puerta que comunicaba con la antesala, y que estaba abierta, y cerrándola con estrépito, volvió hacia donde estaba el viejo, que casi tuvo miedo del aire resuelto y altanero de la linda muchacha.

—¡Juro a Dios que no saldrá usted de aquí sin explicarme terminantemente qué es lo que saben todos!… Claro, ¿qué es lo que saben?… O me lo dice usted, o no faltará persona que se encargue de tomar la defensa de una mujer, a quien un miserable tiene el atrevimiento de venir a insultar a su casa.

Don Pedro conocía en los ojos y en el aire decidido de Aurora, que sería muy capaz de echarlo por el balcón, y lleno de susto, la lengua se le pegaba en el paladar, y no acertaba a responder. Nunca se había figurado que el carácter de Aurora pudiese ser tan imperioso y dominante: así, con la mano, le hacía seña de que se sentase; pero no respondía nada.

—Pronto, pronto, respóndame usted, y explíqueme qué es lo que saben, o llamo a mis criados para que lo arrojen a la calle, como merece. ¿Con qué derecho viene usted a insultarme, a ofenderme y a turbar la tranquilidad de mi casa? ¿No está usted contento con haber sacrificado a esa pobre Teresa?

—¡Oh! Teresa, es muy diferente; ella lo merecía —interrumpió don Pedro, queriendo dirigir la conversación a otro asunto.

—¡Silencio! —continuó Aurora cada vez más agitada—. Teresa no merecía más que el respeto y el amor de todos: estoy segura de que es una mujer llena de virtudes; pero así son los hombres, destrozan la reputación de las mujeres, para humillarlas después, para sacrificarlas, para hacerlas desgraciadas, sin dejarles ni aun el consuelo de quejarse. En cuanto a mí, no sucederá eso, no, mil veces no, porque no me he humillado más que a Dios, y Él ve que si he cometido una falta…

—Ya lo habéis dicho vos misma, señorita; habéis cometido una falta…

—Sí —interrumpió Aurora—, pero no de esas faltas de que tiene que avergonzarse una mujer toda la vida: mi falta es únicamente la de haber creído a un aventurero, a un malvado… pero… repito, esas son palabras vanas: yo no tengo que dar satisfacción a nadie… a nadie… y mucho menos a usted… a… Explique usted, pues, esas palabras ofensivas y maliciosas, y váyase… váyase de mi casa… porque la sangre me sube al rostro, y quizá haría lo que no permite ni mi educación, ni mi sexo; y advierta usted que soy Aurora, Aurora, dueña de mi caudal, de mi libertad, de todo, y no esa infeliz Teresa, a quien de todo se le ha privado… quizá de la vida, porque corren voces muy diversas, y los hombres… usted, señor don Pedro, es capaz de cometer cualquier atentado.

Aurora, fatigada del esfuerzo que había hecho, se dejó caer en el sofá, se cubrió el rostro con sus manos, y comenzó a llorar.

Don Pedro guardó silencio, y dijo para sus adentros:

—Una vez que salen las lágrimas, la cólera acaba; y ahora deben aprovecharse los momentos de ternura que siguen a las primeras impresiones. Vamos, señorita —continuó dirigiéndose a Aurora con voz muy suave y acercando su silla—, cálmese usted: yo he sentido mucho haber sido la causa de este disgusto; pero realmente yo no tengo la culpa: no me ha dejado usted acabar de explicarme, y así, con mucha razón, mis palabras le han debido parecer muy ofensivas. Si usted me da licencia de hablar, espero que no sólo quedará satisfecha, sino contenta.

Aurora levantó la cabeza, asombrada de la calma y aplomo del viejo; pero como había pasado ya ese primer ímpetu, tan terrible en las personas de una naturaleza sanguínea y de un carácter digno y orgulloso, le hizo seña de que se sentase.

—Bien; mucho me alegro de que esté usted más tranquila; pero le ruego que me escuche con calma: después de que acabe de hablar, permito a usted que, si lo merezco, me arroje de su casa.

Aurora guardó silencio, pero casi involuntariamente hizo a don Pedro una nueva señal de asentimiento: éste, componiendo su fisonomía para hacerse más amable, continuó:

—La última noche en que don Francisco salió de la recámara de usted, tuvo la desgracia de caer de la escalera a la calle.

Aurora, que había dicho que aborrecía a don Francisco, al oír esto, no pudo evitar un movimiento nervioso, e interrumpió a don Pedro, diciéndole:

—Pero no se lastimó gravemente, ¿no es verdad?

—Peor que eso, señorita.

—¿Se mató?… ¡Dios mío!

—¡Oh! no, nada de eso, y la prueba es que pudo escribir la carta que os he entregado.

—Es verdad —dijo Aurora en voz baja.

—Digo peor —continuó don Pedro, observando que podía dominar muy fácilmente el carácter de Aurora, que aunque violento y orgulloso, era franco, sincero y aun podría decirse inocente—, porque a ese tiempo pasaba una patrulla, y fue aprehendido por ella, y llevado a la cárcel de la Diputación.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —dijo Aurora.

—Yo no sé positivamente si él por librarse de las sospechas de ladrón, declaró lo que había pasado, o lo hizo la misma policía, el caso es que el Gobernador, el Secretario y todos los dependientes se impusieron del suceso, y lo han contado con todos los comentarios y reticencias que acostumbran los hombres, cuando quieren reírse a costa de la reputación de las mujeres.

Aurora, del sentimiento de la cólera pasó al de la vergüenza: sus colores fueron desapareciendo de sus mejillas, sus lágrimas se secaron, y no se atrevió ni a hablar ni aun a mirar a don Pedro, a quien momentos antes habría arrojado por el balcón. Don Pedro conoció el efecto que había hecho su conversación, y pensó arriesgar el todo por el todo, y aprovechando las impresiones del corazón de cera de la mujer, no pararse en medios ningunos, con tal de alcanzar su objeto: así, encendiendo su cigarrillo, limpiándose las narices y la frente con un pañuelo blanco de cambray, que dobló cuidadosamente, continuó:

—Por una feliz casualidad, se me ofreció un asunto en el Gobierno del Distrito, y apenas llegué, cuando hirieron desagradablemente mis oídos todas las palabras con que se contaba la aventura. Por supuesto, tomé la defensa de una casa tan buena y honrada, que siempre he considerado como mía, y añadí, que yo estaba persuadido a que don Francisco, si había intentado subir por el balcón, habría sido sin voluntad ni consentimiento de Aurorita, y que el susto mismo de este delito lo habría hecho caer al suelo. Pensé pedir que se le redujese a prisión y se le castigase; pero después reflexioné que esto no haría más que aumentar la maledicencia, y proporcionar graves disgustos a mi señora doña Micaela y a usted, Aurorita, a usted, a quien deseo muy feliz, aun cuando no me crea.

Aurora, cambiando absolutamente de tono, y convencida de la sinceridad de don Pedro, lo miraba ya con un sentimiento de gratitud: don Pedro, a quien no se escapaban estos incidentes, acercó más su silla, y Aurora, por distracción muy natural en aquellos momentos, no cuidó de desviar su vestido.

—No pararon aquí mis afanes, sino que abandonando mis negocios, me eché en busca de don Francisco, hasta que di con él. En cuanto pasaron las primeras explicaciones, le eché en cara su ingratitud y su maldad, y le conjuré a que reparase su falta: el único medio que se proporcionaba para quitar todo pretexto a las hablillas, era el de que se casara con usted, me contestó que era pobre, y que no tenía los medios suficientes para un enlace con una joven rica y elegante, pero yo le allané el camino, le ofrecí cuanto dinero necesitase, y además proporcionarle una colocación muy decente en las haciendas de mi pobre Teresa.

—¿Es posible, señor don Pedro? ¿Usted ha hecho eso por mí? —dijo Aurora conmovida. Y yo… yo… que lo he tratado tan duramente…

—No hay que hablar de eso, Aurorita; la cólera era muy natural, cuando usted, tan virtuosa, tan buena, creía atacado su honor, pero si me hubiese dejado hablar, se habría evitado este mal rato, que tal vez la pondrá en cama.

Don Pedro, aunque con mucha timidez, se atrevió a tomar la mano de Aurora, y ésta no opuso resistencia alguna. Don Pedro estaba enajenado; el contacto de esa mano de seda, torneada y pequeña, reanimaba su vida, y parecía que le volvía en aquellos momentos la juventud, con todo el fuego y entusiasmo de los veinte años; en cuanto a Aurora, era siempre víctima de su credulidad y de su excelente corazón.

—Hice más, Aurorita —continuó don Pedro entusiasmado; supliqué—, casi me arrodillé delante del joven, rogándole hiciese a usted tan dichosa como merece; pero todo fue en vano; él tenía compromisos anteriores, de que no podía prescindir; y en el último caso, para no dar más escándalo, ni comprometer más el honor de la familia, consintió en marcharse a Europa; me fue preciso darle unos cuantos miles de pesos para su viaje… Pero esto no es nada, y mucho más haría por la familia… por usted principalmente.

Aurora miró con reconocimiento a don Pedro, y éste entonces estrechó la manecita suave que tenía entre sus dedos, largos, huesudos, y cubiertos del humo del cigarro, y sintió las delicias del Paraíso; en los viejos la imaginación reemplaza al vigor y a la lozanía de la juventud.

—En vez de contar a mi señora doña Micaela todo esto, quise venir a platicarlo a usted, para que vea si puedo servirla en algo, y contribuir a que mejore su situación.

—Mil gracias, señor don Pedro, y de veras, yo no creía en tanta bondad. Ahora veo que tratan a usted con injusticia algunas personas.

—Bueno, bueno; dejemos eso a un lado, porque yo no merezco un elogio, que no es obra más que del buen corazón de usted, y volvamos al asunto principal. ¿Qué piensa usted hacer? porque su situación dentro de pocos días va a ser muy penosa. Su mamá de usted al fin lo sabrá todo, y usted misma no verá a la sociedad con el mismo semblante risueño que antes. Pepito que usted es inocente, inocente de todo punto, y que cuando más, cometió una imprudencia. ¿Pero juzgarán todas las gentes del mismo modo?

—Mi resolución está tomada —respondió Aurora, después de un momento de silencio—; un convento, de donde no saldré en lo que me quede de vida.

—¡Un convento! —exclamó don Pedro.

—Sí —dijo Aurora—, es el único recurso que me queda.

En los amores desgraciados lo primero que se ocurre a las niñas, es un convento; esto estaría bien, si ese fuera siempre un remedio, pero suele ser peor que… en fin, sobre este punto es necesario reflexionar mucho, y yo me atrevería a proponer otro.

—¡Otro! ¿Y cuál? —dijo Aurora con desdén.

—Un casamiento, por ejemplo.

—¡Yo casarme! ¿Y con quién? tendría que convocar novios por medio de los periódicos, para que viniesen a pedir mi mano —contestó con ironía y viveza la muchacha.

—No tal, quizá no faltaría algún hombre, que aunque no joven ni calavera, amase a usted mucho, mucho…

—Pero ese hombre, en cuanto supiese el lance fatal, que seguramente ha labrado la desgracia de toda mi vida, me despreciaría… Además, señor don Pedro, yo no he amado, ni amo a nadie.

—Como hombre de mundo y de experiencia, debo hablaros. Las pasiones, mientras más ardientes y fogosas son, más breve se apagan, como esos fuegos que se desprenden del cielo en una noche oscura. La edad, la reflexión, la calma y el conocimiento son los mejores elementos para una vida en que hay mucho que sufrir y mucho que tolerar.

—Pero todas esas reflexiones, señor don Pedro, no sé a qué conducen, ni de qué pueden servirme a mí.

—Repito, señorita, que si usted encuentra un hombre de esas cualidades, debería casarse.

Aurora miró fijamente a don Pedro, y se limpió con su pañuelo los ojos, que aun tenía algo húmedos.

—En fin, es menester pasar el Rubicón —continuó don Pedro—, y echar fuera lo que está dentro del corazón: ese hombre de experiencia, ese hombre que haría a usted muy feliz, que consagraría toda su vida a complacerla, y que cerraría los oídos a todas las hablillas y murmuraciones, echando en completo olvido la aventura de don Francisco, ese hombre, en una palabra… está a vuestros pies.

Aurora soltó de pronto, sin poderlo remediar, una carcajada franca y abierta como en los días de su mayor alegría; don Pedro se levantó, y los ojos se le inyectaron de sangre, pero reponiéndose inmediatamente, y volviendo a tomar el tono dulce y resignado con que había seguido la conversación, prosiguió:

—¿Qué quiere usted, Aurorita, que le diga más de lo que lleno de susto, me atreví a decirle? Al menos debe usted tomarlo como un homenaje que la experiencia y la edad rinden a su hermosura. En mí no puede haber un interés bastardo; aun cuando Teresa se casara, que es lo que deseo, y recogiera todos sus bienes, yo quedaría bastante rico, para que usted pudiese tener el resto de su vida doble lujo del que tiene, sin menoscabar en un octavo su patrimonio… Así, es un sentimiento puro, sincero, el que llena mi corazón… Un viejo haciendo declaraciones de amor, siempre es ridículo; pero, repito, que ni la reflexión ni la edad bastan para contener estos sentimientos, que los jóvenes prostituidos y calaveras llaman locuras.

Aurora, si no enamorada, porque eso era imposible, al menos estaba agradecida a esa galantería humilde de don Pedro; así es que, procurando dar a su rostro, que había pasado en momentos de la cólera a la tristeza y de la tristeza a la alegría, un aire serio y grave, respondió:

—La conducta de usted, señor don Pedro, no puede menos de ser la de un caballero y la de un verdadero amigo de mi padre, y yo faltaría a los buenos sentimientos de mi alma, si me burlara de usted, en vez de agradecerle sus ofrecimientos…

—Hay que reflexionar, Aurorita, en la posición de usted una mancha en el honor de una señorita apenas se repara con un matrimonio, en medio de una sociedad tan maldiciente. Yo he cumplido el primer deber que tenía con la familia, facilitando a don Francisco los medios de que se casara con usted, y ya usted ve que en esto sacrificaba mis más tiernos afectos, pero puesto que esto no pudo ser, yo, Aurorita, yo, que adoro a usted más que un padre a sus propias hijas, me ofrezco a ser su defensor, su escudo… más… qué se yo… cualquier sacrificio haría, por exagerado y absurdo que pareciese… Vea usted, don Francisco quizá volverá dentro de un año o dos, más elegante, más guapo que nunca… pues bien, si usted entonces le ama todavía… en fin, quizá ni aun me atrevería a impedir este sentimiento… sería usted la dueña absoluta de su libertad.

Aurora, con aquella perspicacia peculiar de las mujeres, comprendió perfectamente toda la idea de don Pedro, y rápido como el relámpago pasó por su cabeza el pensamiento de aceptar la singular posición que se le ofrecía, pero su orgullo y su educación vinieron en aquel mismo momento en su apoyo, y levantándose resueltamente del asiento, pasó la mano por su frente, como para borrar el pensamiento criminal que un instante había abrigado, y en seguida tomó el cordón de la campanilla, y sonó muy recio por tres veces.

—¿Qué hace usted, Aurorita? —le preguntó don Pedro asustado, y queriendo tomarla del brazo para que se sentara.

—¿Qué hago? —replicó la muchacha rechazando con enojo la mano del viejo. ¿Qué hago? Llamar a mi madre, para contarle todo lo que ha pasado: los hombres son muy miserables y muy viles, y no quiero que nadie sea dueño de mis secretos.

Una criada se presentó.

—Dile a mi mamá que en el acto venga.

La criada salió con presteza de la sala, y a poco se presentó la señora doña Micaela, con esa sonrisa helada y desconsoladora que vaga por lo común en los labios de esas señoras rígidas y ancianas, que han olvidado ya los sentimientos tiernos, generosos y apasionados de la juventud.

—Supongo, Aurora, que nuestro don Pedro te habrá dado muy buenos consejos, y que de éstos resultará que en lo de adelante estés más tranquila y contenta.

—Lo que ha hecho este señor es insultarme y ofenderme de mil maneras.

Don Pedro alzó los ojos al cielo, enclavijó las manos, y dijo con una unción digna de un santo.

—Dios sabe que mis intenciones han sido las más sanas, pero puesto que no se han comprendido bien, fuerza es que mi señora doña Micaela se resigne a recibir el golpe fatal.

—¡Jesús mío! ¿Qué ha sucedido? —exclamó la señora dejándose caer en una silla.

—Que la niña está deshonrada, perdida —interrumpió don Pedro con una voz doliente: yo nada quería decir, y aun ofrecía mis débiles servicios; pero no hay remedio: Aurorita, contra mis consejos, se ha empeñado en darle este grave pesar a su mamá, y en quitarle la vida…

—¡Yo deshonrada! ¡Perdida!… —exclamó Aurora casi fuera de sí—. ¡Es falso, es una calumnia, una impostura!

—Que ella misma refiera el lance de don Francisco —dijo el viejo con calma.

Concibió don Pedro que el carácter violento e impresionable de Aurora serviría para perderla a los ojos de su misma mamá, y por esto procuraba darle pábulo, no dejándola explicarse con calma y tranquilidad.

—¡Pues bien! —dijo Aurora—, es cierto; entró por el balcón.

—¿Quién?… ¿quién?… ¡Dios Eterno!… —preguntó la madre—, cubriéndose el rostro con las manos.

—Él, el mismo don Francisco… sí, lo diré todo… y por muchas noches se retiraba a las dos de la mañana…

—¡Y dices que no estás deshonrada y perdida, miserable criatura! —interrumpió la madre—. ¡Oh Dios mío! ¡Dios de misericordia! dadme fuerzas para soportar este golpe… Y ella, ella misma lo confiesa… ¡Qué vergüenza! ¡Mi hija culpable, mi hija en amoríos! ¡Mi casa asaltada a deshoras de la noche!… Pero habla; habla, desventurada, si no quieres matarme de pesar…

—Don Francisco es un joven sin fortuna, lleno de acreedores y de mujerzuelas, que está muy lejos de aquí —interrumpió don Pedro.

—¡Oh madre mía, madre mía! todo eso es cierto… pero no es cierto lo que cuenta este hombre, que es un impostor, un malvado…

—¡Calla, calla, siquiera por tu propio honor! —interrumpió la madre, ahogada ya por la cólera y el llanto—. ¡Calla, desgraciada! y ya que has sido el baldón y la ignominia de una casa noble y honrada, baja los ojos, y no insultes a los que se interesan por mí. ¡Ah, Dios mío! ¿Qué pecados be cometido, para que tan cruelmente me castigues?…

Aurora quería hablar; pero un tropel de pensamientos le impedía explicar la verdad del caso; cada vez que hilaba un discurso, la señora la interrumpía, y don Pedro, arrojaba una que otra palabra, que ponía el asunto de peor condición.

—Bien, callaré, si no se me deja hablar; pero yo no tengo que bajar los ojos, ni que humillarme más que a Dios —dijo Aurora resueltamente, y queriendo salir de la sala.

—Con que después de tus maldades y de tus faltas, ¿te atreves a faltar al respeto a tu madre y a insultarla?…

—Señora, no insulto a usted, y antes bien la respeto y la amo, pero creo que tengo razón en exigir que se me escuche.

—¡Ah, si tu padre se levantara del sepulcro, con una mirada te confundiría! ¡Deshonra de tu casa; baldón del nombre respetable de tu madre, tú no mereces ser mi hija; tú no mereces que te abrigue el techo de esta casa!…

—¿Con que me arroja usted sin escucharme? Bien, muy bien…

Aurora rompió el grupo compacto que formaban sentados en frente de ella don Pedro y la señora, y salió de la pieza, cerrando tras sí la puerta con estrépito.

—¡Benito! —gritó al cochero—, ¿está puesto el coche?

—Puede la niña bajar al momento; estoy listo.

Aurora entró a su cuarto; tomó un pañuelo de lana de Escocia; bajó rápidamente la escalera, y montó en el carruaje.

—¿A dónde vamos, niña? —preguntó el cochero.

—A dar vueltas a la Alameda, al Paseo de Bucareli, a donde quieras, con tal de que sea lejos, muy lejos de esta casa.

El coche salió del zaguán, y en breve, al trote de dos hermosos caballos anaranjados, se alejó de la casa.

Don Pedro, vacilante entre impedir la marcha de Aurora, y socorrer a la señora doña Micaela, que fue acometida de un violento acceso de tos, no pudo hacer otra cosa más que sonar la campanilla. Los criados hicieron beber a doña Micaela unos tragos de agua tibia, y con mil trabajos la llevaron a su lecho, pues la tos había sido tan violenta, que la había dejado casi sin respiración. Don Pedro se escurrió de la casa, agarrándose la cabeza, y diciendo:

—¡Válgame Dios! la borrasca ha sido tremenda; no tenía yo idea de un carácter tan fuerte como el de esta mujer; pero no hay remedio, ella no puede escoger más que entre el matrimonio conmigo, o el convento.

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